Foto de portada: Gabriel Orge
Antes de entrar a la escuela de Colegiales (CABA), Mariano pasa por la panadería. No lo hace siempre. Pero esta mañana tiene que darles clases a ocho estudiantes de quinto año que no fueron al viaje de egresados, quiere hacer algo distinto. Compra medialunas. Les propone bajar al patio. Abre la caja de Pandora:
—¿Qué van a estudiar? —les pregunta.
El silencio denso se apropia del aire, uno se anima a responder:
—Todo es una mierda, no hay nada para mí acá.
—Lo que viene después puede ser bueno: una carrera, un trabajo, una pareja.
—¿Vos no sos pesimista?
—Sí, siempre lo fui. Pero ahora soy docente.
Quizás Mariano sigue siendo optimista porque hace apenas un año que trabaja como docente. La primera vez que pisó una escuela —como residente— fue en marzo del 2021, en los intentos de volver al aula en pleno COVID. El sol quemaba furioso, como ahora. Lxs adolescentes corrían en el recreo. Sus miedos se resignificaron al estar ahí, ahora: ¿cómo sería pararse frente a una generación que desafía los límites todo el tiempo? ¿Cuánto aprendería él de todo lo que ellxs tienen para decir? Hasta entonces, trabajaba en una PyME donde hacía marketing para grandes empresas. Mientras, estudiaba Comunicación en la UBA. Cuando le propusieron dar clases, no dudó en renunciar, a pesar de que iba a pasar a ganar la mitad.
Como el 70% de sus colegas, hoy Mariano es un “docente taxi”: es profe de Comunicación en siete cursos en tres escuelas. Tiene 200 alumnos. Cuando vuelve a su casa, continúa corrigiendo, llenando planillas y estudiando para dar la próxima clase. Sigue el camino de su mamá, profesora de historia que siempre trabajó en escuelas públicas y privadas de la Ciudad. “Estás dejando una huella en los pibes”, le dice cuando él le cuenta lo que pasa en el aula.
La Ciudad de Buenos Aires se encuentra entre las 6 jurisdicciones del país que paga los salarios docentes más bajos. Es uno de los distritos más ricos pero los maestros y maestras ganan apenas un poco más que en Formosa y mucho menos que en Chaco o Salta. En septiembre de 2022, según el Ministerio de Trabajo, el sueldo promedio de un empleado en el sector privado en la Ciudad era de $172.719. El de una maestra de grado de jornada simple con 10 años de antigüedad, $84.281.
Este ciclo lectivo se inauguró anticipadamente con la noticia de que a los maestros y maestras que ingresaban a un cargo de jornada simple en CABA les pagarían 131.796 mil pesos en mano. En medio de una ola de calor histórica, sin aires acondicionados ni agua para todxs, ¿alcanzará esta medida para revertir la situación de emergencia docente en CABA? En la ciudad con mayor oferta de profesorados del país, todos los días quedan un promedio de 120 cargos vacantes en el nivel primario y 1800 horas de clase sin cubrir en el nivel secundario, principalmente en áreas como Inglés, Física, Química e Informática. Pero además, uno de cada cuatro maestrxs que ingresan al sistema de gestión estatal se va de las aulas luego del primer año. El faltante de docentes no se replica de igual forma en el resto del país. Incluso en ciertas jurisdicciones se observa la tendencia inversa: sobran docentes para la cantidad de cargos que existen.
En las salas de profesores de la Ciudad la preocupación es recurrente: profesoras de Inglés que dejan el aula para dedicarse a traducir, docentes de escuelas técnicas que consiguen mejores condiciones en la industria tecnológica, maestras que se vuelcan a un emprendimiento personal.
Y sin embargo, Mariano insiste:
—Esto que hago acá es lo más importante de mi vida.
Se acordaba de su profesor de Literatura del secundario que recomendaba libros a sus alumnxs. Pensaba detenidamente uno para cada uno, tenía la convicción de que podía intervenir en sus biografías a través de la palabra. Para Mariano pensó El que tiene sed, de Abelardo Castillo.
*
Rosa es “Rouse” para sus vecinos desde que se convirtió en la maestra del barrio. Rosa había abandonado el sueño de estudiar porque le faltaba legalizar el título del secundario que había hecho en Bolivia. El trámite era muy caro, le pedían viajar a Santa Cruz de la Sierra y luego a La Paz para convalidar los papeles. Hasta que una tarde, ella tenía 25, mientras volvía de limpiar casas a la 31, en el puente peatonal que atraviesa las vías del San Martín vio un mensaje que le cambió la vida. Nunca olvidará ese papel marrón con letras naranjas, grandes, que le hablaban:
—¿Querés ser maestro/a y estudiar en nuestro barrio?
Así llegó al “Dorita” Acosta, el primer terciario en la 31. Pudo empezar el profesorado porque allí fueron flexibles: le dieron margen para presentar los papeles que le faltaban.
Rouse descubrió algo más poderoso que una vocación: ser la seño de los niñxs de su comunidad en el Centro de Actividades Infantiles del Barrio Mugica. No es la única con ese apodo: ocho de cada 10 trabajadorxs de la educación son mujeres. Rouse lxs acompañaba a la hora de hacer las tareas en un aula que decoraba con entusiasmo para ellxs, hablaba con sus xadres y docentes y pedía intervención al centro de salud cuando era necesario. También iba a buscarlos a sus casas cuando faltaban y lxs escuchaba con atención cuando lloraban por conflictos familiares. En el camino de su casa al trabajo, los niñxs gritaban su nombre e iban corriendo a abrazarla.
Esa fue una de las cosas que más extrañó cuando pasó a trabajar en escuelas públicas fuera del barrio, ya con el título de maestra en mano. La otra, la familiaridad con la que conversaba en la puerta del cole con los xadres. Ahora para todo tiene que completar una planilla o citarlos a través del cuaderno de tapa dura papel araña rojo.
En las escuelas del centro porteño, Rouse dejó de ser la seño del barrio pero aprendió a compartir el aula con niñxs que necesitan un acompañamiento especial. Como M, de cuarto grado, que camina en puntas de pie, aletea con los brazos y no puede contener su rabia. M la desafía a aprender a vivir con la neurodiversidad. Rouse siente que le falta información de la institución y apoyo del sistema de salud, pero trabaja y reniega a la par del Equipo de Orientación Escolar (EOE) que no da abasto. Los 21 EOE del nivel primario tienen que responder a las necesidades de 465 escuelas y 150 mil niñxs.
Como L, que llegó a la escuela con acompañante pero no quería entrar al aula. La primera semana asistía a una hora a la clase y después se iba a la biblioteca a leer cuentos de María Elena Walsh, su artista favorita. Para él, Rouse adaptó sus clases de matemática: “Si cada disco de María Elena sale 10$ ¿cuántos discos puedo comprar con 560$?” Así, se ganó la confianza y el entusiasmo de L. Hizo reuniones mensuales con su mamá y con el Centro de Integración Escolar encargado de su seguimiento. “Después del receso, hasta conseguimos que L compartiera el banco con cualquiera del resto del grupo”, cuenta Rosa llena de orgullo.
Rouse tiene dos hijxs, vive con su pareja y es sostén de su mamá, también migrante, que no cobra jubilación. El sueldo por su cargo de jornada simple en la escuela de M. no le alcanza. A la tarde, cuando la llaman, hace suplencias. Si no, “changas” en el barrio, da apoyo escolar o colabora con su mamá en la venta de platos típicos de su tierra: tujuré, picante de pollo y sopa de maní.
*
—No sé hacer otra cosa. Mi CV tiene tres palabras: maestra-de-grado.
Belén tiene 33 años, vive en Ramos Mejía, en el oeste del conurbano. Es maestra-de-grado desde hace diez años, en escuelas públicas y privadas. Ahora trabaja en una escuela de Mataderos. A veces piensa que le gustaría trabajar en algo diferente, pero le cuesta imaginarse en otro lugar.
Cuando se encuentra con estudiantes de profesorado, no bromea: “¡Corran! ¡Están a tiempo!”. En realidad, Belén no hace más que repetir lo que le decía su mamá cuando ella, desobediente, decidió anotarse en el Instituto de Formación Docente del Normal Nº1. La experiencia de enseñar inglés en primer grado la había fascinado: “lo que me voló la cabeza fue pensar cómo razona en términos cognitivos un niño de seis años”.
Y si alguien le pregunta por qué no corriste vos, ella cuenta que en la escuela vive de todo. Como cuando se reúne con las familias para enseñarles cómo aprenden ahora lxs niñxs a dividir y ve que los adultxs se involucran, curiosos, y recuerdan cómo aprendieron ellos. Que esos momentos a veces opacan los malos, los injustos. Como cuando un grupo de familias reclamó en la escuela porque “los chicos jugaban en la clase de matemática” y a pesar de que el juego, como estrategia didáctica, es parte del diseño curricular, le hicieron un acta. Belén lo cuenta con angustia: la pandemia profundizó el malestar de las familias con la escuela y el cuestionamiento al rol docente. En plena cuarentena, las casas de lxs estudiantes se convirtieron en la ventanas de las aulas. Los adultos podían opinar sobre una clase virtual de la Revolución de Mayo mientras cocinaban o trabajaban. Con la vuelta paulatina a la presencialidad, la injerencia de los adultxs sobre los distintos aspectos de la vida dentro de la escuela de sus hijxs no mermó. Opinan sobre si se debe usar o no el lenguaje inclusivo, insisten a sus hijxs para que no se pierdan el festejo del “UPD” (último primer día).
De la escuela se espera todo: enseñar la herencia cultural y el conocimiento que una sociedad considera legítimo, intervenir ante casos de violencias, resolver los problemas sociales que preocupan en la agenda pública, innovar en formatos y contenidos, etcétera, etcétera, etcétera. Como dice Manuel Becerra, las expectativas están desfasadísimas de la escuela real. Mientras, Belén trata todos los días. Incluso los domingos, cuando se sienta a planificar mientras lava las cortinas sucias del aula que se lleva a su casa.
Durante la pandemia, las inscripciones a los institutos de formación docente de la mayor parte del país aumentaron. En algunas jurisdicciones, entre las que se encuentra la Ciudad de Buenos Aires, en 2020, hubo un descenso. Sin embargo, en la última mesa federal que reunió a directivos de estos profesorados, hubo unanimidad en advertir una baja en la matrícula en todas las jurisdicciones del país con respecto a los dos años anteriores. Podría deberse a la vuelta a la presencialidad.
*
Sofía tiene puesto un vestido largo, gris. El pelo castaño, ondulado, suelto. Los dedos en ve. Y una sonrisa: está frente a un pizarrón. En esa foto, tiene 26 años, es su primer día como docente en una escuela católica de Recoleta. El guardapolvo es blanco con unos ribetes rojos y lunares negros en el cuello. En los bolsillos lleva la estampa de unos libros, por su amor a la lectura, y un planeta porque se quiere dedicar a la didáctica de las Ciencias Naturales. Lo bosquejó con lo que había aprendido en otra vida como estudiante de Diseño de Indumentaria. Fue antes de inscribirse a un profesorado, de empezar a ser maestra auxiliar y de pararse finalmente frente a su primer grupo en febrero de 2020.
—¿Y ahora qué hago? —pensó esa mañana al ver sentadxs a lxs 18 niñxs.
Sofía nunca se había imaginado en esa profesión. Una crisis vocacional, la necesidad de estabilidad laboral, de generar ingresos para su familia y la ocurrencia de un novio que tenía en ese momento la empujó a anotarse en un profesorado, en Almagro. Si le gustaban mucho “los nenes”, si en algún momento quería ser madre, un trabajo de medio día como maestra “podía sentarle bien”. A los dos meses de inscribirse para estudiar, ya tenía un pie en el aula acompañando a otra docente. Ahí comenzó a sonar con el guardapolvo de ribetes, lunares y planetas.
Empezó con todo: quería trabajar en la Educación Sexual Integral. Pero la directora le sacó tarjeta roja: “La enseñanza de la ESI no forma parte de la Vicaría de Educación de la Arquidiócesis de Buenos Aires”. Y cuando ya estaba aprendiendo lo que era armar una carpeta didáctica en la práctica y construir una rutina, inició la cuarentena. Su familia la veía planificar día y noche, y sin voz. Con la vuelta a la presencialidad nada cambió. Como el resto de lxs docentes en nuestro país, seguía trabajando cuando llega a su casa.
Sofía sí tomó la salida de emergencia: cambió de trabajo y de rubro.
*
Mabel se jubiló a mediados del 2019, luego de dedicar toda su vida a la docencia. Los primeros veinte años frente al aula y luego, quince más, como rectora en la escuela de su infancia, en Pompeya. Una institución privada y subvencionada en el sur de CABA, a la que asisten hijxs de trabajadorxs de la economía informal
Hoy, cuando conversa con su hija, profesora de Literatura, o con sus amigas docentes, todas coinciden en que el estado de burnout creció en la profesión.
—En los cargos directivos el agotamiento es peor. Nadie quiere agarrarlos porque son de una complejidad extrema. Imaginate ser responsable de niños o adolescentes, conducir profesores con horarios distintos, llevar el vínculo con las familias y lidiar con las directrices del Ministerio todo el día por la mitad de la plata que gana un bancario que recién arranca —explica Mabel.
La comparación no es azarosa, su marido es empleado en un banco. Mabel insiste en que decidió asumir ese rol porque sus hijxs eran grandes, porque tenía el acompañamiento de su esposo y ningún problema de salud. Básicamente, porque pudo.
Dentro del océano que es conducir una escuela, a Mabel le interesaba, fundamentalmente, fortalecer la calidad académica de la institución. Notaba que la secundaria terminaba siendo el último escalón del sistema educativo para muchos de sus estudiantes. Sentía la responsabilidad de asegurarles a los hijos de sus vecinas y sus compañeras de secundario las mejores herramientas para lo que viniera después. Pero la carga de trabajo es abrumadora y los problemas socioeducativos en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires se agudizan: hay más repitencia, sobreedad y faltan vacantes. A eso se suma que en cualquier momento puede llegar un correo de los directivos o del Ministerio de Educación para comunicar el cambio del régimen académico. Un mail que cambia, por ejemplo, los requisitos para que un estudiante pase de año dos semanas antes de empezar las clases. Nadie entiende nada, ni sabe qué hacer.
Un jueves de invierno, en el mismo patio donde fue estudiante, profesora y rectora, Mabel se despidió de la docencia. Lo hizo bailando con su familia y sus colegas, vestidos con cotillón, mientras cantaba otra versión de “Detrás de todo sólo hay una mujer” de Susana Giménez, reescrita por una docente de la escuela. También con sus alumnxs, quienes le decían que iba a ser raro entrar y que ya no estuviera ahí para recibirlos con una sonrisa.
—Fui muy feliz, pero hay que saber cuándo irse. Y también tener claro algo cuando entrás: si no sentís pasión por esto, si no tenés buen humor, si no estás convencida de que lo que tenés que transmitir puede cambiarles la vida, menos vas a convencer a los pibes.
Todas las fotos pertenecen al libro Presente. Retratos de la Educación Argentina.