El 8 de marzo Mónica García salió a las 11 de la mañana de su casa en la zona del Congreso. Su hija Jazmín de 12 años le hizo un recogido con unas trenzas al costado. Le dijo que iba a hacer calor y que así no le iba a molestar el pelo. Mónica puso el guardapolvo azul en su cartera, el uniforme de trabajo que usó hasta hace un mes en la Casa de la Moneda, e hizo la primera parada en el Ministerio de Economía. Allí tenía que encontrarse con Lorena, una de las despedidas de la cartera que comanda Nicolás Dujovne. A Lorena la había conocido hacía dos días en la conferencia de prensa que convocó el colectivo Ni Una Menos en el Centro Cultural de la Cooperación, pero ya hablaban como amigas de toda la vida. Mónica participó del “pañuelazo” en el ministerio y se quedó charlando un rato, contándole más precisiones de su despido, compartiendo impresiones. Quedaron en verse más tarde en la esquina de Avenida de Mayo y Perú, el punto de encuentro desde donde saldría la bandera de arrastre para encabezar la marcha.
Mónica intercambió mensajitos de whatsapp con Daiana Asquini y Natalia Saralegui, del movimiento “Las Piqueteras” para ir juntas al punto de encuentro. A ellas las había conocido tres semanas atrás por Facebook, en un estado de desesperación, buscando a quién acudir después de que la despidieran sin motivo. Los gremios en La Casa de la Moneda le habían dado la espalda. Les escribió a Las Piqueteras. Le respondió Natalia. Le dijo que tenía el lugar perfecto para que contara su experiencia: la Asamblea Feminista que todos los viernes se hacía en la Mutual Sentimiento del barrio de Chacarita para organizar el paro del #8M. Le dijo que las mujeres despedidas tenían un lugar privilegiado para contar su situación. Mónica no imaginaba que existía un espacio así.
El viernes 16 de febrero Mónica fue a la asamblea con el guardapolvo azul. Pidió la palabra. Sacó las cuatro hojas escritas a mano la noche anterior y agarró el micrófono: “Casa de Moneda Sociedad del Estado es una empresa pública, industrial y comercial….”. Las más de mil mujeres sentadas y paradas en el galpón pedían silencio porque no escuchaban y tampoco entendían de qué se trataba. “Más fuerte por favor! no se escucha”, gritaban las del fondo. “Disculpen chicas, estoy muy nerviosa”, se sinceró Mónica y arrancó el primer aplauso de la tercera Asamblea de Mujeres, Lesbianas, Trans y Travestis convocado por el colectivo Ni Una Menos. Faltaba menos de un mes para la multitudanaria marcha del #8M.
Mónica tomaba aire y seguía leyendo. Cuando llegó a la última hoja, levantó la voz: “Quieren aplicarnos una política laboral igual que el INTI, no nos quieren libres y soberanas, y le decimos NO. Y así los despedidos, nos multiplicamos involuntariamente y nos organizamos dispuestos a alzar la voz y romper el blindaje. Alzamos la voz porque es la forma de visibilizarnos. Alzo mi voz para pedirles que repliquen, repliquen mi reclamo para que no se repliquen más despidos. Préstenme su voz para transmitir y visibilizar mi lucha y yo les presto la mía para elevar el suyo”.
Hubo aplausos, gritos. También lágrimas. En ese mismo lugar donde ella estaba parada también habían dado su testimonio las trabajadoras despedidas del hospital Posadas, del INTI, del ministerio de Hacienda, de Ferrobaires, las terciarizadas de LATAM, del SENASA, de las minas de Río Turbio, de Fanazul, de Radio Nacional, de Pepsico, de la secretaría de Integración Social y Urbana que trabaja en la villa 31 y 31 bis, del ministerio de Defensa, de la Televisión Pública, de Trenes Argentinos.
Antes de comenzar cada asamblea, las trabajadoras despedidas tenían el micrófono abierto para contar su situación. La regla se impuso de manera espontánea y fue acatada democráticamente por las miles de mujeres que participaron durante cinco viernes consecutivos de un ejercicio inédito de debate y compañerismo. Para las despedidas no regían los dos minutos por reloj que tuvieron las oradoras de colectivos feministas, movimientos sociales, políticos y sindicales. Las mujeres echadas, muchas de ellas jefas de hogar, madres o abuelas, fueron las protagonistas de todas las asambleas previas al paro y movilización del 8 de marzo.
El viernes siguiente Mónica volvió a la Asamblea. Y el otro. Lejos de la timidez y los nervios de la semana anterior, se dio cuenta que la Asamblea Feminista le había dado la red de contención y de lazos que no había logrado conseguir por los carriles tradicionales. ¿Estaban las organizaciones gremiales, en sus cúpulas y sus bases, a la altura del problema que atravesaba Mónica y otras tantísimas mujeres trabajadoras? Mónica no estaba sola: la palabra “sororidad”, que alguna vez había escuchado por la televisión, cobraba un verdadero sentido y la experimentaba en carne propia.
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A las cinco de la tarde del 8M, la columna de mujeres despedidas avanzó a paso lento por Avenida de Mayo. Todas juntas sostenían una bandera enorme blanca con letras violetas: “Paro Internacional de Mujeres, lesbianas, travestis y Trans. Aborto Legal Ya. Basta de ajuste y despidos”.
Mónica entrelazó sus brazos con Daiana Aquini y con Patricia, una trabajadora de maestranza de una empresa tercerizada. A la altura de la calle cerrito, Georgina Orellano, Secretaria General de AMMAR, le dijo que iban a tener que adelantarse porque sino no iban a llegar al escenario. Así que abandonaron la columna y caminaron rápido para el Congreso, donde estaba montado el escenario. Una de las organizadoras del acto iba leyendo una planilla con los nombres de quienes tenían que subir.
—Mónica de Casa de Moneda.
Mónica subió y se acomodó donde le indicaron. Miró a la multitud. Miró alrededor del escenario. Vio un pañuelo blanco. Era Nora Cortiñas, Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora.
—La vi y me puse a llorar.
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Con un vestido negro y pechera blanca y negra de la CTEP (Confederación de Trabajadores de la Economía Popular), los ojos delineados y un leve brillo en los labios, Jacqueline Flores no puede ocultar su felicidad en medio del olor a choripán y del estruendo de los bombos que tocan sus compañeras en la esquina de 9 de julio y Avenida de Mayo. Hace poco asumió en la Secretaría Adjunta de la Capital Federal de la CTEP, el sindicato de los trabajadores precarizados, y es la única mujer dentro del secretariado.
Jackie terminó hace poco el secundario. Debió hacerlo en los ’90, pero eran años de revolver basura en los atardeceres para darle de comer a sus dos hijas. Hoy organiza a varones y sobre todo a mujeres para que reconviertan su labor de cartoneras en promotoras ambientales. Su cuerpo tiene memoria de lo que significó cargar un carro de hasta 320 kilos: hoy tiene poca fuerza en las muñecas y las manos y arrastra un poco los pies al caminar. Jackie dice que ellas son las “trabajadoras del subsuelo de la patria” y sabe lo difícil que es moverse en la calle siendo mujer y pobre.
La del 8M fue la segunda marcha en 20 días con fuerte presencia trabajadora en las calles de Buenos Aires. El 21 de febrero, y con el camionero Hugo Moyano en el centro de la escena, la movilización sirvió como puntapié para la unidad de algunos sectores sindicales y movimientos sociales. Jackie estuvo en ese escenario. Recuerda que esa tarde la llamó a Estela Díaz, secretaria de género de la CTA de los Argentinos. Se conocían cada vez más porque venían hablando cada viernes en la Asamblea Feminista. Ese día le dijo que después de la marcha debían replicar esa misma lógica de unidad para el #8M. Estela le dijo que le parecía bien, que organizaría una reunión también con Vanesa Siley, diputada nacional y Secretaria General de SITRAJU (Sindicato de Trabajadores Juidiciales, con representación en la ciudad de Buenos Aires), para tener la pata de la Corriente Federal de los Trabajadores de la CGT. Una semana después, tres representantes por cada espacio se reunieron en un despacho del anexo de la Cámara de Diputados. Tras un largo debate llegaron a una conclusión: debían marchar todas las sindicalistas juntas bajo el ala de una única bandera, hacer un comunicado en conjunto y brindar una conferencia de prensa. El mensaje sería doble. En primer lugar, para todas las mujeres que militan en un gremio. Pero sobre todo, era un mensaje para los varones y las propias estructuras sindicales que, anquilosadas y vetustas, no están pudiendo contener el reclamo de las mujeres.
Las estadísticas son irrefutables. También las fotos. Basta echar un vistazo a las últimas roscas sindicales para unificar o partir a la CGT: todos tipos. El sindicalismo es el espacio más machista y masculinizado por enorme diferencia con cualquier otro sector o institución pública y privada. En Argentina hubo mujer presidenta, mujeres ministras, mujeres diputadas y senadoras, mujeres CEOS de grandes empresas, mujeres rectoras de universidades y mujeres juezas de la Corte Suprema de Justicia. Pero nunca hubo ninguna Secretaria General de una central obrera a nivel nacional. Ni la CGT ni la CTA fueron conducidas por una mujer. Ni pareciera que están cerca de serlo.
La novedosa cuenta de Twitter “La Cartelera de Trabajo”—@carteleralct— conformada por economistas y abogados que relevan datos de diferentes ministerios y organismos, elaboró un cuadro sobre la proporción de mujeres en puestos de decisión de Argentina. Y llamativamente, junto con el Comité Ejecutivo de la UIA, el Consejo directivo de la CGT tiene la menor proporción de mujeres en sus cargos directivos, sólo un 3%. En cuanto a los sindicatos en general, el número alcanza un 20%. Sin embargo, en un desgloce, solo el 18% de las secretarías, subsecretarías y prosecretarías sindicales son encabezadas por mujeres. Pero de ese 18 por ciento, el 74 por ciento abordan temáticas consideradas desde una óptica sexista “propias de la mujer”, tales como igualdad de género o servicios sociales.
#BrechaSalarial es #BrechaDePoder. Datos sobre la proporción de mujeres en puestos de decisión en Argentina.???????????????? pic.twitter.com/JVuhsYYIbi
— La Cartelera de Trabajo (@carteleralct) 8 de marzo de 2018
Por eso, el espacio que ganaron las sindicalistas dentro del movimiento de mujeres se volvió fundamental. No fue fácil, pero lo lograron. Una bandera enorme con la consigna “Mujeres contra el ajuste” se volvió el paraguas de todas las mujeres nucleadas en diferentes sindicatos: la Corriente Federal de los Trabajadores de la CGT; la CGT; la CTA de los Trabajadores; la CTA Autónoma; la CTEP; Barrios de Pie; CCC; CNCT, Frente Popular Milagro Sala y el Sipreba.
Andrea Herrera gritaba bien fuerte “unidad de las trabajadoras, y al que no le gusta que se joda, se joda”. Con las uñas esculpidas rojas y negras que se hace religiosamente cada quince días, lleva con orgullo su camiseta de ATILRA, el gremio de la industria lechera, que por primera vez en su historia tiene hace dos años a una delegada mujer en la planta más grande del país: Mastellone. Cuando sus compañeros la eligieron delegada, su marido le dijo: “O esos negros de mierda o yo”. Y ella eligió quedarse con los negros de mierda y dio por finalizado su matrimonio después de dieciséis años.
Al lado caminaba Claudia Lázzaro, secretaria de género y derechos humanos del sindicato de Curtidores. Claudia se hizo conocida después de haber conducido el acto del 21 de febrero. Sabe que con gritar al micrófono de un acto sindical no alcanza pero también la enorgullece haber gritado la palabra “ovarios” en un espacio donde desde hace cien años se hace “huevos” y “pelotas” de los trabajadores.
Si lo sabe también Evangelina Ortiz, la única mujer entre los veintiún integrantes de la comisión directiva del sindicato del personal de Dragado y Balizamiento que conduce Juan Carlos Schmidt, uno de los tres comandantes de la actual CGT. Evangelina es vocal suplente 3, la última de la lista literalmente hablando. Un clásico de las organizaciones gremiales: en los consejos directivos o comisiones internas las mujeres ocupan vocalías o secretarías de “igualdad de oportunidades y género” o, con suerte, alguna dedicada al Turismo, el Deporte o la Cultura. Nunca una Secretaría Gremial, la que pisa fuerte en los conflictos, la que discute paritarias y condiciones de trabajo.
No pasa solo en los sindicatos peronistas. Lo sabe Julia Rosales, histórica dirigente de la Corriente Clasista y Combativa (CCC), que hace pocos meses estuvo internada luego de que le pegaran cinco tiros en la puerta de su casa y hoy grita fuerte estar “recontra orgullosa de este bloque unido”. En 2016, una crónica sobre una protesta de movimiento sociales tenía este dato: en la Ciudad de Buenos Aires, la organización Barrios de Pie contaba con 500 militantes. El 90% son mujeres. Pero no ocupan lugares de conducción ni son referentes.
Todas ellas dan una batalla día a día en sus sindicatos y organizaciones. Son las que se tienen que bancar los chistes machistas que aunque suenen demodé, en los gremios son moneda corriente. Las que tienen que justificar su accionar el doble, incluso teniendo a un compañero varón en la misma jerarquía. Las que tienen que alzar su voz en una asamblea un poquito más porque sino el murmullo y la falta de respeto es constante. Las que tienen que bajar de piso —literalmente— para hacer pis, porque donde funcionan sus oficinas en el gremio no hay baños para mujeres. Las que tienen que decirle a los varones “viste que yo aguanté igual que vos en el acampe” porque muchos les dicen que ya es tarde para ellas, que se tienen que volver por los “chicos”. Son las que se separaron de sus parejas porque ellos no quisieron acompañarlas porque creían que el sindicalismo no era cosa de chicas. En definitiva, son las mujeres sindicalistas las que hoy gritaron fuerte que la unidad de las trabajadoras será la única salida o no será nada.
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Mujeres, lesbianas, trans y travestis redoblaron su compromiso en una multitudinaria marcha cargada de lucha, militancia y alegría. Las mujeres, en su mayoría jóvenes, se convirtieron en protagonistas de una revolución mundial que ya no tiene vuelta atrás, y que se volvió masiva hace casi tres años con el grito de Ni Una Menos, pero que lleva en su espalda la mochila de una historia de décadas de lucha. Con carteles, con inscripciones en remeras, con consignas pintadas en la panza o en las tetas, con los pañuelos del aborto, los reclamos eran múltiples y diversos, pero el grito era uno solo: “abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer. Arriba el feminismo que va a vencer, que va a vencer”.
Y todas esas mujeres, las que ayer desbordaron el mundo, saben que no están solas. Como Mónica García, que desde hace tres semanas, cuando llegó sola y tímida con su guardapolvo en la cartera a la Asamblea, nunca pensó en encontrarse con más de 500 mil compañeras en las calles.
Después de la marcha, Mónica llegó a su casa a las 22:30. Lo primero que hizo fue abrazar a Jazmín, su hija, y le dijo que gracias por el peinado y sobre todo, por bancarla desde que la despidieron en enero.
—La verdad es que nunca me imaginé estar en ese escenario. Y no tenía idea que existía un movimiento feminista tan organizado.
Mónica había ido a la marcha el año pasado. Creyó que era más espontánea. No sabía que existían tantas redes y lazos activando. Dijo que está feliz y emocionada. Que lo que encontró en el movimiento de mujeres no lo encontró en ningún otro lado. Que esto realmente le cambió la vida. Y que tiene tiempo para charlar, que cómo quieren que duerma después de todo esto.