Ensayo

La conversación social sobre el dinero


¿Qué se puede hacer salvo hablar de plata?

En las casas, en el Congreso, en los despachos oficiales, en la calle on line y en la plaza: en todos lados se habla de plata, y casi de nada más. El motivo es obvio: el efecto de la inflación sobre los ingresos es devastador. En la empresa de defenderse del incremento de los precios, llegar a fin de mes y forjar un futuro para sí y para sus hijos, la mayoría de los argentinos se reconocen solos, sin la ayuda de nadie, en especial del Estado. Mariana Luzzi explora las múltiples maneras que puede asumir la conversación sobre el dinero en la Argentina de Milei.

Chats de mamis en los que se comparten ofertas. Miradas de asombro y resignación intercambiadas entre desconocidos que se cruzan en la misma góndola. Apps que llenan los teléfonos porque ofrecen descuentos para distintas cosas en distintos días; otras que permiten invertir en un clic. Marchas para reclamar aumento del presupuesto universitario; protestas que exigen la actualización de las jubilaciones. Impuestos que se reducen; impuestos cuyo pago reclaman las provincias. Adolescentes apostando en línea; adolescentes que pueden invertir en la Bolsa. Denuncias de plata mal gastada, mal habida, adeudada, no auditada, prometida. 

En las casas, en el Congreso, en los despachos oficiales, en la “calle on line” y en la plaza: en todos lados se habla de plata, y casi de nada más.

¿Pueden los modos, los tonos, los tópicos de nuestra conversación ordinaria sobre la plata decirnos algo sobre cómo se configuran, tensionan o traman las relaciones entre economía y sociedad en la Argentina de hoy?

De las múltiples maneras que puede asumir la conversación sobre el dinero, hay una que, en la Argentina, resulta obvia: discutir los precios.

Hace algunos meses Tamara Tenembaum publicó una columna de opinión en la que se lamentaba: hace meses que todas las conversaciones son sobre plata. El motivo de esa constatación es bastante obvio para cualquier lector: en los últimos doce meses, la inflación acumuló un incremento del 166%, su efecto sobre los ingresos es devastador y no hay ningún indicio de que esas pérdidas vayan a recuperarse en un futuro cercano. Los precios aumentan, la plata alcanza cada mes un poco menos.

El tópico no es nuevo. Es un clásico de los períodos de altísima inflación. Ya lo había observado Walter Benjamin en 1928 a propósito de Alemania: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas. Ineluctablemente, en cada tertulia acaba insinuándose el tema de las condiciones de vida, del dinero”. La cuestión no es solo el tema único, sino sobre todo la sensación de que es imposible escapar de él. 

Se dice que hablar de plata es incómodo, tabú, incluso de mala educación. Es verdad, pero solo bajo ciertas condiciones: no hablamos fácilmente del dinero que ganamos o tenemos, pero sí del que no alcanza.

La inflación, paradójicamente, produce un tipo de conversación sobre la plata que no está moralmente condenada. Quizás porque es una charla que todos querríamos que se termine.

Y vos, ¿qué hacés con la plata? ¡Aprendé a invertir desde cero! Ingresos pasivos en dólares todos los días. ¿Querés transformar tu relación con el dinero? Que el dinero sea una fuente de posibilidades, no de preocupaciones. ¿Cómo superar el miedo a invertir y aumentar mi capital?

Las redes sociales desbordan de mensajes como estos. La plata se cuela en las conversaciones de amigos con nuevas modulaciones: -che, ¿vos sabés algo de inversiones? Como en los 80, al ritmo caliente de la inflación, los medios se pueblan de nuevos columnistas, que van mucho más allá del comentario de la coyuntura económica. Su rol: expertos en dinero. De cómo ganarle la carrera a los precios a cómo hacer una diferencia, la lección es cotidiana.

Pero el fenómeno no es pura reedición de costumbres del pasado. Según datos de la Comisión Nacional de Valores, en junio de este año en Argentina había casi 1.700.000 cuentas comitentes activas y más de 21 millones de cuentas en Fondos Comunes de Inversión. En 2021 eran alrededor de 500.000 las primeras y 5.800.000 los segundos. En solo tres años, el crecimiento fue espectacular. 

A la vez, las pedagogías económicas son ahora enunciadas por nuevas voces: ni expertos de traje ni clásicos periodistas económicos, la figura sobresaliente son ahora los influencers financieros, que cotidianamente publican contenidos dirigidos a audiencias legas, muchas veces anclados en sus propias experiencias como “gente de a pie”. 

Toda una nueva infraestructura financiera los sostiene (o se sostienen mutuamente): ahora, invertir está “sólo a un clic” (de hecho, 19 de los 21 millones que suscribieron fondos de inversión lo hicieron a través de billeteras virtuales).

El mantra tiene muchos pliegues. Hay una parte importante de empoderamiento personal en la invectiva a perderle el miedo a la inversión y el “hacelo vos misma/o”, que promueven los relatos en primera persona. Pero también está su contracara: la responsabilización individual.

Ganarle a la inflación, como hacerse rico o asegurarse la jubilación futura, son empresas solitarias. 

Cuando asumió el 10 de diciembre de 2023, Javier Milei advirtió a la ciudadanía toda que no había “alternativa posible al ajuste”. Concretamente, señaló: “para hacer gradualismo es necesario que haya financiamiento. Y lamentablemente, tengo que decírselos de nuevo, no hay plata.” Desde la campaña, la frase era uno de los latiguillos del libertario, al punto de que esa misma tarde, en los alrededores del Congreso, ya se vendían remeras que la tenían estampada.

Que un Presidente de la Nación dijera que las cuentas del Estado estaban en problemas no era novedad; que anunciara que era necesario un ajuste para ponerlas en orden, tampoco. Lo novedoso era que esas afirmaciones se convirtieran en un slogan popular. Que el “no hay plata” pudiera levantarse como una consigna no ya desde el Estado, sino en la calle, como una divisa exhibida con orgullo.

“No hay plata” en este caso no evocaba, como en la conversación sobre los precios, el “no llego a fin de mes”. La frase tenía, en boca del Presidente, sobre todo un sentido disciplinador; como si le estuviera diciendo a sus votantes (y a los que no lo votaron): -no me vengan a pedir plata (es decir: aumento salarial, presupuesto, subsidios), porque no hay.

Pero el anatema también encerraba una crítica, enlazada con otro de los términos del léxico libertario: la casta. No hay plata también quería decir: se acabaron los privilegios de una casta que vivía a costa de las arcas del Estado. De ahí que la consigna pudiera transformarse en algo popularmente celebrado: “no hay plata” era en realidad “para ustedes no hay más plata”.

Pero quiénes integraban ese estrato denostado y cuáles eran sus privilegios se reveló como algo mucho más polisémico de lo que se anunciaba en un principio. Como rezaban los carteles en las marchas universitarias de abril y de octubre: “Al final la casta éramos nosotros”.

La discusión de este año sobre el financiamiento universitario también volvió a poner en escena discusiones del pasado.

Quienes estudiamos en los 90 recordamos viejos debates sobre el arancel universitario. En ese entonces, no eran pocas las figuras públicas que argumentaban que, con la gratuidad, lo que sucedía era que injustamente “los chicos pobres del Chaco” le pagaban los estudios a la “clase media acomodada” de las grandes ciudades. 

Podríamos decir que todo el runrún reciente sobre los pobres y la universidad es una reversión de ese argumento ya trillado: ¿por qué lo pagamos todos (vía impuestos) si solo van algunos? La plata del Estado está una vez más -escuchamos- yendo a donde no tiene que ir.

Pero en realidad hay algo más, que sí trae una novedad, en la forma que asume la discusión de hoy. Cuando Milei y sus funcionarios dicen: “Nada es gratis, alguien lo tiene que pagar” lo que están haciendo es, sobre todo, redefinir los términos de la discusión pública sobre la universidad. Primero, no es una cuestión de educación, sino de plata. Segundo, no es una cuestión de obligaciones estatales, sino de proyectos individuales.

Donde hay una necesidad no hay un derecho, sino un mercado. Y en el mercado, por definición, cada quien paga lo suyo (si puede).

Hace más de veinte años, cuando la discusión sobre la modernidad tardía dominaba la teoría social, los sociólogos alemanes Elizabeth Beck-Gernsheim y Ulrich Beck hablaban de las nuevas formas de la individualización como de un “proceso en el que los individuos están obligados a buscar soluciones biográficas para contradicciones sistémicas”1Beck, Ulrich et Beck-Gernsheim, Elisabeth (2002) Individualization. Institutionalized Individualism and its Social and Political Consequences, London, Sage Publications, p. 31..

No tenían el ideario libertario en mente, sino las características de una época signada por lo que llamaban la “radicalización de la individualización”. Donde los soportes de la vida colectiva no desaparecían por completo, pero sí mutaban (y los del pasado quedaban, como mínimo, bastante deshilachados).

Esa literatura tuvo un pequeño momento de fama entre nosotros a fines de los años 90, porque lo que describía resonaba fuertemente con las transformaciones que las ciencias sociales locales registraban y analizaban en aquellos los últimos años de la convertibilidad.

Después nos olvidamos de ella. Pero quizás sea hora de retomarla: porque, si lo pensamos bien, ¿qué otra cosa hacen miles de argentinos cuando eligen el día de compra por el descuento que ofrece una app, cuando meten el sueldo en un fondo money market o compran dólar MEP de a puchos, cuando miran videos de influencers para aprender a diseñar un plan de retiro, si no es tratar de tapar con la mano de las estrategias individuales el sol de las contradicciones de todo un sistema?

Al mismo tiempo que los Beck y otros pensaban la sociedad contemporánea en términos de riesgo e individualización, en Argentina otro sociólogo, Juan Carlos Torre, publicaba un trabajo que con el tiempo se convirtió en clásico. En él, junto con Elisa Pastoriza, historizaban las transformaciones demográficas, sociales y políticas de la sociedad Argentina desde la llegada de la inmigración europea hasta los años del primer peronismo. Lo hacían con una tesis central: la de la Argentina como una sociedad signada, tempranamente, por un “impulso igualitario”, motorizado primero por la movilidad social ascendente temprana y sellado durante el peronismo por la experiencia de la inclusión política de las clases trabajadoras y la consagración de nuevos derechos.

Ese impulso es ante todo la construcción de un sentido común compartido: el igualitarismo como rechazo de la deferencia. Aquello que, como el propio Torre recuerda en un texto muy reciente, Guillermo O’Donnell tan bien retrató en su magistral “Y a mí que mierda me importa!”, publicado en 1984.

Pero sobre todo a partir del peronismo, el impulso igualitario se convierte en algo más. No es solo el rechazo de los privilegios, sino también la adscripción a una idea de colectivo (en la forma de una idea de nación, sobre todo) que construye un sentido de pertenencia. Ser iguales es también ser igualmente partícipe o protagonista de lo común. Ser por lo tanto acreedor de los mismos derechos y prerrogativas. Esencialmente frente al Estado, que es quien debe garantizarlas.

En un artículo publicado hace muy poco en un libro en homenaje a Juan Carlos Torre, Gabriel Kessler se pregunta cuánto queda hoy del fulgor de ese impulso igualitario. Sigue brillando quizás en alguna parte de la sociedad, sugiere, pero no en toda. Sobre todo no en aquellas generaciones más jóvenes que no tuvieron, frente al Estado, la experiencia de sentirse igualmente protagonistas de lo común.

Los modos en que el dinero, la plata, atraviesa e impregna hoy nuestras conversaciones cotidianas parecen apuntar a la misma dirección. 

En la empresa de combatir a la inflación, llegar a fin de mes, y forjar un futuro para sí y para sus hijos, la mayoría de los argentinos se reconocen solos. Sin la ayuda de nadie, en especial del Estado. Y mientras una parte le sigue reclamando a éste derechos, atención, presupuesto, universidad pública y no arancelada, hay otra que simplemente lo rechaza. 

Arreglate solo no es una condena, sino un deber. Uno que se reivindica a puro exabrupto desde las máximas jerarquías del Estado, pero también uno que se defiende desde abajo, en cada “es exactamente lo que voté” que se lee en las redes sociales.

Quizás rescatar y resignificar aquel impulso igualitario, defender todo aquel fulgor, sea lo más importante que tenemos por delante.

  • 1
    Beck, Ulrich et Beck-Gernsheim, Elisabeth (2002) Individualization. Institutionalized Individualism and its Social and Political Consequences, London, Sage Publications, p. 31.