En un hotel del barrio de Constitución, donde vive por estos días, Joaquín V. piensa en su futuro: recuperarse del todo de la rotura de ligamentos, entrenar, volver a la cancha, llegar a Primera. Son los mismos objetivos que tenía hasta fines de marzo, cuando la noticia sobre un grupo de juveniles del Club Independiente de Avellaneda abusados encendió la mecha de una bomba que va explotando por etapas. Joaquín fue presentado como “entregador” hasta que la fiscal del caso comenzó a tratarlo como “víctima”. Ahora pasó de imputado a testigo. Es decir, ya no es señalado por la justicia como cómplice sino víctima de los adultos acusados. A doce kilómetros de la pensión del club, epicentro de la investigación judicial, sentado en un viejo sillón de una modesta sala de estar, mientras se toma un mate, Joaquín me dice:
—Una vez que te contactaban, te pasaban los teléfonos. Por ir diez minutos te ganabas entre mil quinientos y dos mil pesos. Te pasaban a buscar y te traían.
Lo conozco de nuestra ciudad, en la Patagonia, hace diez años: jugaba al fútbol con mi hermano y mi viejo lo llevaba a cada pueblo o ciudad cercana para cada partido. Ahora, en Buenos Aires, Verónica, la mamá, nos deja charlar a solas. Los dos acuerdan en que lo mejor para el hoy es contar su historia, que se comprenda que el no ha sido un entregador de la red de pedofilia investigada, sino una víctima. Joaquín tiene 19 años. Viste con short, remera y ojotas. Estaba descansando porque hoy volvió a entrenar después de varias semanas. Como muchos otros jóvenes de esa edad, lleva el corte de pelo de un futbolista: corto y bien rapado a los costados.
—Me duele lo que dijeron de mí en la tele, no es cierto, yo no llevaba a nadie, yo era un boludo que caí en todo esto.
—¿Adónde los llevaban?
—A todos lados, departamentos en Palermo, San Isidro, Sarandí, hasta en La plata. Pero es en muchas pensiones no solo en la del club. Recién ahora que pasó todo esto entiendo el quilombo en el que estaba metido. Se aprovechan que acá estamos solos y para los pibes es plata fácil.
El mismo día que la fiscal Garibaldi y el juez Luis Carzoglio cambiaron la situación procesal de Joaquín en la causa, él volvió a entrenar. Por ahora, más que nada físico: trotar, un poco de aparatos para fortalecer; solo veinte minutos de pelota. En julio del 2017 se rompió los ligamentos cruzados de la rodilla izquierda, una lesión traicionera que siempre llega cuando el futbolista no la espera, y que no suele ocurrir por la violencia del rival o un movimiento tan brusco. Fue una jugada tonta, recuerda. Ya venía de otra lesión: unas hernias en la ingle que lo marginaron de las canchas un par de meses: apenas había llegado a Independiente. Cuando se recuperó de las hernias, empezó a despegar: era casi siempre titular y hacía goles todos los partidos.
—Sentía que volaba. Que jugara contra quien jugara, yo marcaba la diferencia. Hasta que se me rompió la rodilla.
La recuperación fue, es, lenta, tediosa. Tanto como el cuerpo, una rotura de ligamentos afecta el ánimo.
—Cuando me rompí la rodilla pensé que se había pasado mi oportunidad.
Para un futbolista en recuperación, el tiempo sin entrenamiento, sin pelota, sin partidos, se hace eterno. No hay PlayStation que alcance. Joaquín pasaba horas jugando al FIFA y al Pro Evolution Soccer en la play de un compañero de la pensión. También mataba el tiempo escuchando “Las pastillas del abuelo”. Empezó a trabajar como bachero en un restaurante de Avellaneda. Lo hizo hasta hace algunas semanas. En esos tiempos muertos, de dudas sobre sobre su futuro, comenzó a ir a los departamentos que hoy son allanados por la Justicia.
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Hacía unos años que le había perdido el rastro. Pero recordaba que era un crack. No lo vi jugar muchas veces. Habrán sido tres, cuatro a lo sumo. Pero recuerdo una puntualmente. Habíamos ido con mi viejo a ver a mi hermano. Jugaban en la misma categoría. Mi viejo me había adelantado algo: "Mirá al enano ese de pelo hasta la cintura, el que tiene la diez, la rompe". Era cierto. Joaquín media diez centímetros menos que el resto y apenas iban quince minutos de partido y arrancó desde la mitad de la cancha con la pelota pegada al pie, gambeteó al menos a cinco rivales y definió por encima del arquero. Golazo. Un Bochini en miniatura, decía también mi viejo. Después hizo dos goles más. Por entonces tendría doce años. Cuando lo vi afuera de la cancha le dije que era un fenómeno. Me sonrió. Era un pibe callado y tímido, decía mi hermano. De los que hablan en la cancha, pensé yo.
Joaquín nació y se crió en Cipolletti. Lo conozco desde chiquito: jugaba al fútbol primero en La Amistad, un club barrial de la ciudad. Como era tan bueno pronto jugó en el Club Cipolletti. Si pude hablar con su mamá y con él, creo, es por eso: porque somos de Cipo, porque conocen a mi familia, y porque conocen al Gallego, mi viejo. Cuando hablamos por primera vez por teléfono ellos habían viajado al sur autorizados por la fiscal. En esos días de Semana Santa, Joaquín solo salía de su casa por las noches: trotaba por el barrio para conservar la forma física. De día apenas cruzaba la puerta y cuando lo hacía se ponía una gorra y lentes oscuros. Tenía miedo de ser señalado. El rumor corrió por el pueblo y algunos lo agredieron en las redes sociales. Eran los días en los medios lo indicaban como “el entregador”: el futbolista que facilitaba que chicos más chicos pactaran encuentros con adultos en departamentos de Palermo o San Isidro. Los diarios de la región lo pintaron como un monstruo.
Unos años después me enteré que Joaquín se había ido a Buenos Aires. Tenía 16 años e Independiente de Avellaneda se había fijado en él, en una de las tantas pruebas que los clubes grandes hacen cada tanto en Cipolletti. Joaquín había sido seleccionado, con otros dos chicos, para quedar en las inferiores. Eso implicaba dejar a la madre, los hermanos, el barrio e irse a vivir a la pensión del club con otros de distintos lugares que, como él, habían sido elegidos después de pasar todas las pruebas.
A diferencia de los otros dos pibes seleccionados de Cipo, él no tenía padre que lo acompañara hasta Avellaneda. Vivía con la mamá y tres hermanos mayores. La madre se las había rebuscado todos esos años para que el menor no dejara de jugar a la pelota. Sabía, también por mi viejo, que muchas veces él no tenía plata para viajar a jugar a los pueblos cercanos, y que era él quien lo llevaba y traía, y que entre todos los padres le compraban algún sanguche. Recuerdo que, en alguna oportunidad, vendieron más de doscientos pollos para que él y el resto de los compañeros a los que no les alcanzaba la plata pudieran viajar a Mar del Plata a jugar un torneo. Lo sé porque yo compré un par de pollos para colaborar. Mi viejo me contó que pocas veces vio a un chico tan feliz por primera vez frente al mar.
Cuando los padres de los otros dos chicos vieron las condiciones en las que vivirían sus hijos en la pensión del club decidieron alquilarles un departamento en Capital. En aquel entonces, 2015, en la pensión vivían más de 40 juveniles y tenían un solo baño. No había forma de que su madre pudiera pagar un departamento. Trabajaba doble turno limpiando casas. Joaquín se quedó en la pensión. Mucho no le importó, estaba acostumbrado a vivir con poco.
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Cuando lo vi en el hall del hotel, ya no tenía el pelo hasta la cintura como la última vez en que nos habíamos cruzado. Además, había crecido varios centímetros y su espalda estaba más ancha. Tomamos unos mates. Contó que estaba muy enojado por cómo se manejó toda la situación. Le comenté que hubo también gente valiosa, que hizo lo que había hacer, que actuó con ética. Pero él igual seguía molesto.
Ahora que volvió a entrenar está reconstruyendo una rutina. Va todos los días al predio de Villa Domínico, se reencontró con sus compañeros de equipo. Algunos de ellos llegarán a Primera. Otros no, e irán a otros clubes más chicos o del ascenso. Alguno quizás en alguna liga latinoamericana. Y otros en clubes del interior de la Argentina. Son pocos, poquísimos, los que logran pasar todos los filtros.
—Cuando llegue éramos siete enganches, quedamos tres, uno de ellos era (Ezequiel) Barco que hoy está jugando en exterior. Todos querían jugar y mostrarse. Yo me quedé calladito al costado y entré sobre el final. Jugué muy bien y por suerte fui elegido. Todo el tiempo llegan pibes de afuera que juegan en mi posición, pero yo sigo quedando.
Ezequiel Barco llegó a Independiente en 2015. Venía de Villa Gobernador Gálvez, al sur de Rosario. Le hicieron un lugar en la pensión del club. Como Joaquín, Barco también se lesionó la rodilla y estuvo cuatro meses sin jugar. Cuando Barco dejó el club, Fernando Langenauer, coordinador de la pensión de Independiente, escribió una carta pública en la que hablaba sobre el crack y sus días lesionado: “Se sentaba frente a la cancha 1, con la mirada triste y perdida, a mirar el entrenamiento de afuera. Te sentabas con él a conversar y te decía una y otra vez: ‘Me quiero ir a mi casa’”.
Un año después, Barco pasó de la sexta división a la Primera. Firmó su primer contrato con el club. Debutó contra Lanús, por la Copa Sudamericana. Entró en el segundo tiempo y dos gambetas le alcanzaron a llamar la atención de hinchas y periodistas. Al mes marcó su primer gol. En menos de un año estuvo a punto de ser vendido al Benfica de Portugal, pero no hubo acuerdo entre los clubes.
Barco se afianzó en la Primera del Rojo de Avellaneda. En la final de la Copa Sudamericana, Flamengo le ganaba a Independiente 1 a 0 en el Maracaná. Hubo un penal para el equipo argentino. Ante más de 55 mil hinchas brasileños, Barco pidió la pelota. Con seguridad, la puso abajo contra un palo. Con ese gol, Independiente salió campeón. De inmediato empezó a hablarse del destino de Barco. Adónde sería vendido y cuál era su cotización. Los periodistas repetían que el jugador presionaba al club para ser vendido porque necesitaba el dinero para ayudar a su familia. Un mes después lo compró el Atlanta United de la Major League Soccer por 15 millones de dólares.
La historia del pibe de clase baja o media baja que llega a un club de Primera, le va bien, es vendido al exterior en cifras astronómicas, le compra una casa a los viejos, parece un cliché y lo es. Pero pasó y seguirá pasando. El Maradona de los Cebollitas creó una narrativa potente que no paró de reescribirse. El morochito de rulos que entrevistado por la televisión dice que sueña con “jugar un mundial” es Ezequiel Barco. Es Joaquín.
Ezequiel Barco tenía 18 años cuando embarcó rumbo a Estados Unidos. La carta que escribió Langenauer para despedirlo se tituló: “Siempre será un pibe de la pensión”.
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Cuando haciendo zapping escuché el nombre de Joaquín asociado a una red de pedofilia que involucraba a quinientos chicos de clubes de fútbol llamé por teléfono a mi viejo. Quería ver si sabía algo. Me dijo que todo el pueblo estaba alborotado por la noticia. También me dijo: “Están diciendo muchas pelotudeces, yo llevé y traje a ese pibe miles de veces, lo conozco desde los ocho años, estoy seguro que nada de lo que dicen es cierto”,
Con el paso de los días, la situación de Joaquín en la causa cambió. Pasó de victimario a víctima. Comenzaron a aparecer otros imputados, todos adultos, algunos mediáticos, acusados de reclutar pibes de las inferiores de los clubes para luego llevarlos a departamentos y abusarlos. El perfil que buscaban era como el de Joaquín. Joven, de origen humilde, sin vínculos significativos en Buenos Aires y con necesidades económicas. La mecánica era contactarlos por redes sociales (Facebook, Instagram, etc) y tras alguna charla en apariencia ingenua proponerles ir a un departamento para que les practicaran sexo oral a cambio de carga para la tarjeta Sube, botines, ropa nueva y dinero.
Los psicólogos que trabajamos con víctimas de abuso sabemos cómo funciona. Pueden cambiar los contenidos, pero no las formas. El perverso sabe elegir. Hay una inteligencia para la crueldad que les permite moverse por los lugares comunes sin ser detectados. Por eso se manejan tan bien en el límite entre lo perverso y lo neurótico. Así como un adulto puede tentar a una niña con una golosina, para después abusarla y decirle que eso es un secreto entre ambos, así hicieron con él y con muchos pibes más de la pensión. En lugar de caramelos, fueron botines, ropa nueva y plata. Todo lo que un joven de esa edad puede necesitar estando solo. Y siempre con la condición de que estas “visitas” se mantuviera en secreto. Como escribió Luciana Peker, lo más difícil para los varones es aceptar, y contar, que fueron abusados por otros varones.
Es muy difícil para las víctimas de abuso hablar. Romper ese código de silencio en el que se ven atrapados. El abusador, por lo general, se encarga de tener bajo control al abusado por medio de diferentes estrategias de manipulación. No se trataba solo de ropa o dinero: sino también a las promesas de futuros contactos con representantes importantes del mundo del fútbol y como suele suceder en estos casos (y que es una de las formas de control predilectas del perverso), las permanentes amenazas que recibían de lo que le podría pasarle a él y a sus compañeros si llegaban a hablar. Pero pese a todo eso, pese a la vergüenza y el miedo, pudo poner en palabras lo que hace un par de años él y sus compañeros venían sufriendo. Él habló y sus compañeros de la pensión también lo hicieron. Y este acto no es menor: hay víctimas de abuso que pasan su vida sin animarse a hacerlo. Por eso la vital importancia de que él pudiera hablar. Su voz se convirtió en la de muchos.
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Mientras charlaba con Joaquín no pude dejar de pensar que podría ser mi hermano: ama el fútbol, la play y las milanesas con puré. Le pregunté qué era lo que más extrañaba de Cipolletti.
—Mi vieja y mis hermanos. No es que me llevara muy bien con ellos. Con el que mejor me llevo y más me llama desde que estoy acá es Martín, el mayor. Con Pablo y José María no hablo tanto. Pero igual se extraña eso de vivir con los hermanos. Aunque sea para pelear. Y obvio a la que más extraño es a mi mamá. Ella estuvo siempre conmigo, bancándose todo. Como se la está bancando ahora, acá conmigo.
Joaquín sueña lo que soñaba Ezequiel Barco y los cincuenta juveniles de la pensión.
—Llegar a primer. Me encantaría jugar en Independiente o en algún otro club grande, llegar al Real Madrid, por eso me vine a Buenos Aires. Pero primero las lesiones y ahora esto, a veces siento que no voy a llegar y me dan ganas de volverme.
Yo le dije lo que le dijimos la mayoría de los que lo conocemos y queremos. Que esto iba a pasar. Que lo que él hizo requiere de mucho coraje, que, aunque hoy no lo crea, de todo esto seguro aprenderá algo bueno. Que si pudo volver después de una lesión de nueve meses iba a poder también ahora.
—Solo espero volver a jugar al fútbol y que pase todo esto —respondió.
Esa noche le mandé un whatsapp para ver cómo iba la rodilla. Me dijo que mejor, que apenas sintió una molestia. En la foto de perfil está él con su mamá: los dos de frente, sonríen.