El Boeing 737 de American Airlines que llevó en un vuelo charter a la selección argentina desde Boston, su refugio mundialista, hasta Dallas, su destino fatídico, tuvo que hacer una escala en Baltimore para recargar combustible. Sólo un grupo de personas a esa hora, ese día, el mediodía del miércoles 29 de junio, sabía que había un dóping positivo en el Mundial 94.
Lo sabían los médicos del LaboratorioOlímpico Analítico Paul Zibbern de la Universidad de California porque eran los encargados de los análisis, aunque no sabían a qué vejiga pertenecía la orina que tenían en el frasco; lo sabía Joseph Blatter, el secretario general de la FIFA, porque era el único que tenía el código que revelaba el nombre del jugador que llevaba en su cuerpo la desgracia; lo sabía João Havelange porque era el presidente de la FIFA; lo sabía Julio Grondona porque era el presidente de la AFA; lo sabía Eduardo Deluca porque era el secretario general de la Confederación Sud- americana de Fútbol, miembro del Comité Técnico de la FIFA, y porque, sobre todo, era argentino; lo sabían Roberto Peidro y Ernesto Ugalde porque eran los médicos de la selección; lo sabían Fernando Signorini, Marcos Franchi y Daniel Bolotnicoff porque eran el preparador físico, el manager y el abogado del jugador; lo sabían el abogado de la AFA, Santiago Agricol de Bianchetti, y el presidente de River, David Pintado, porque ellos dos, junto a Peidro y Bolotnicoff, viajaron hacia Los Ángeles para presenciar la contraprueba y hacer el descargo argentino; lo sabía Daniel Cerrini porque era quien le había dado las pastillas al jugador. Lo sabía Diego Maradona porque era el jugador.
Lo sabían algunas personas más. Lo sabían Claudia Villafañe y don Diego porque eran la esposa y el padre de Diego. Lo sabía Silvina Segura porque era la novia de Daniel Cerrini. Lo sabían unos pocos en Buenos Aires: Néstor Lentini, porque era el médico de Diego; Eduardo, porque era a quien Peidro le había consultado el vademécum; Carlos Dibos, porque viajaba hacia los Estados Unidos con los medicamentos que servirían de coartada.
Todos ellos lo sabían.
Pero no lo sabía AlfioBasile, el entrenador de la selección.
No hay lugar cómodo para enterarse de las desgracias ni tampoco hay fórmulas para anunciarlas, tal vez porque las desgracias no se anuncian, se disparan. Basile bajó a la pista del aeropuerto de Baltimore, en el estado de Maryland, como el resto de los pasajeros, y aprovechó para hacer una llamada desde su celular. Un dirigente de la AFA que viajaba con el equipo lo interrumpió porque tenía algo muy importante para contarle, algo que debía saber ahí mismo, en la pista de un aeropuerto, un lugar de paso donde se supone que la única mala noticia que podemos recibir es que nuestro vuelo está demorado. El dirigente de la AFA lo alejó del resto y le dijo que había un positivo. Se lo dijo así: hay un positivo.
Basile se quedó sin aire. No necesitó preguntar de quién estaba hablando. Fue uno de esos instantes en los que pensamos lo peor y lo peor es lo que ocurre. ¿EraSergio Vázquez, el Negro Vázquez, el defensor de la rodilla inflamada? ¿Era posible que Vázquez hubiera tomado alguna medicación para curarse? ¿O era Diego Maradona, el tótem del equipo, el hombre que estaba de regreso? Basile no necesitó hacer ninguna pregunta, supo al instante de quién se trataba. Se subió al avión y se lo contó a Reinaldo Merlo, entrenador de las selecciones juveniles, y a Rubén Díaz, el ayudante de campo:
—Dio positivo.
—¿Quién? —preguntó Díaz.
—¿Quién va a ser, boludo? ¿El Negro Vázquez? No, es Maradona.
Basile se hundió en su asiento. Durante el vuelo, todavía en shock, el técnico pensó que las rubias pueden ser hermosas y también fatales. Cuando después del partido con Nigeria vio que una enfermera rubia llevaba de la mano a Maradona por la rampa que va al vestuario, se alarmó. No podía dejar de pensar que Diego había dado un dóping positivo en Italia tres años atrás, en 1991, cuando jugaba para el Nápoli. Por eso había esperado a verle la cara a Maradona después del control, cuando subiera al micro que llevaría al equipo hasta el BabsonCollege de Boston. Quería buscar un signo de preocupación, algún gesto de incertidumbre; buscaba algo que en realidad no quería encontrar. Diego era el único que faltaba para que el micro arrancara. Cuando Basile lo vio aparecer, se sintió aliviado: Maradona se puso a cantar con el resto de los jugadores. No había nada que temer. Basile revisó partes de ese archivo mental en el aire mientras volaba hacia el infierno de Dallas, donde el Boeing 737 aterrizó a las tres y cuarto de la tarde (…).
Dallas, hacia donde volaba Maradona con la selección, es un escenario propicio para el crimen televisado. El 22 de noviembre de 1963, según la Comisión Warren, encargada de investigar el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, Lee Harvey Oswald se subió al sexto piso del Texas School Book Depository para disparar tres veces su Mannlicher-Carcano italiano contra el cuerpo del presi- dente estadounidense. Una bala dio en el cuello, otra en la cabeza, la tercera pegó en el asfalto. Nos mostraron muchas veces esas imágenes: Kennedy saluda desde el Lincoln descapotable junto a su mujer, Jacqueline Bouvier, agacha apenas la cabeza con el primer impacto y se desploma con el segundo, el de la muerte.
Igual que lo haría la selección argentina el 29 de junio de 1994, Kennedy había aterrizado por la mañana en el aeropuerto Love Field.
Dallas era una ciudad hostil, donde se extendía el KuKluxKlan y hacía pie la sociedad anticomunista John Birch. A Kennedy lo acusaban de ser un títere de la Unión Soviética y un traidor a su país. Todavía se mantiene laidea, que nunca terminó de probarse, de que el asesinato fue una conspiración de los servicios de inteligencia y los sectores más conservadores de los Estados Unidos. En1979 un informe de la Cámara de Representantes estable- ció que fueron cuatro y no tres los disparos, y por lo tanto dos los tiradores. Los autores del informe no descartaron, incluso, que pudiera haber un tercero.
Según el primer informe sobre el crimen, el de la Comisión Warren, Oswald también mató a un policía luego de atacar al presidente y antes de ser arrestado. Pero el acusado negó haber sido el autor de los disparos. Dos días después del crimen de Kennedy, el asesinato de Oswald también fue televisado: mientras era trasladado desde el cuartel de policía de Dallas hacia la cárcel del condado, Jack Ruby, un empresario vinculado con la mafia, le disparó con su Colt Cobra en el estómago.
Dallas intentó quitarse su estigma criminal durante décadas, pero los asesinatos también pueden convertirse en una atracción turística. Todos los días en Nueva York alguien se saca fotos frente al Edificio Dakota, donde John Lennon cayó ante los cinco tiros que le disparó Mark David Chapman. En México, la casa de Coyoacán en la que vivió León Trotsky durante su destierro es un museo donde se cuenta paso a paso cómo el mercenario estalinista Ramón Mercader lo asesinó con un piolet. La Higuera, una pequeña aldea boliviana, es famosa en el mundo porque fue el lugar donde fusilaron al Che Guevara en 1967. Y el hotel Lorraine de Memphis, donde un año después, en 1968, mataron a Martin Luther King, se convirtió en el Museo Nacional de los Derechos Civiles, con la habitación donde cayó el líder negro intacta. El edificio desde el que Oswald le disparó a Kennedy también es un lugar de la memoria: el SixthFloorMuseum. La muerte de Kennedy es parte de la historia de Dallas. Dos cruces blancas sobre Elm Street, a la altura de la Plaza Dealey, marcan los lugares exactos en los que Kennedy recibió los disparos de Oswald. Alguien hizo desaparecer esas cruces cuando se cumplieron los cincuenta años del crimen. Alguien, a los pocos días, las hizo aparecer en su lugar. Esas cicatrices se ven hasta desde los mapas de Google.
El Sheraton de Dallas está sobre el 500 de la North Olive Street, a unas quince cuadras de la Plaza Dealey, el lugar donde Oswald mató a Kennedy. Pero el 29 de junio de 1994 no hubo tiempo para hacer turismo magnicida. Los jugadores de la selección argentina llegaron al hotel y no les pareció extraño que los recibiera una guardia inmensa de periodistas. Dallas hervía. La Argentina ha- bía pasado de la agradable Boston, donde el verano podía atravesarse sin sudor, al estado de Texas, tan seco y abrasivo. El calor sólo podía ser un drama porque ninguno de ellos —salvo Maradona— sabía lo que había ocurrido en el laboratorio de la Universidad de California. A las siete de la tarde tenían que salir con el micro hacia el Cotton Bowl, el estadio donde al día siguiente jugarían contra Bulgaria el tercer partido del Mundial, el último de la zona de grupos.
Hubo dos periodistas que supieron lo que ocurría antes que nadie. O tres.
Guillermo Blanco, enviado de la agencia Télam, que había sido jefe de prensa de Maradona durante sus años en el Napoli, se había enterado de madrugada cuando Signorini lo llamó para preguntarle si conocía cuándo se realizaban las contrapruebas. Signorini le pidió que toda- vía no publicara nada, que intentaban mantener el asunto en reserva.
Daniel Arcucci, que trabajaba para la revista El Gráfico y tenía una relación cercana a Maradona, se enteró un rato antes de que la selección volara hacia Dallas, donde él ya estaba instalado. Era la única vez en su vida que le había pedido una camiseta a Diego. Quería la azul con la que había jugado ante Grecia, la camiseta del gol del regreso. Lo llamó a Marcos Franchi para recordarle el pedido, pero el representante de Maradona le contestó que tenía la celeste y blanca con la que había jugado contra Nigeria. Le estaba ofreciendo la última camiseta con la que Diego jugaría en la selección; Arcucci no lo sabía y le dijo que prefería esperar porque quería la azul. Franchi, entonces, le dijo que tenía una mala noticia para darle: a Diego le había dado positivo el control antidóping. No bien Arcucci terminó la conversación se lo contó a su compañero de habitación, Fabián Mauri, fotógrafo de la revista, el tercer periodista en enterarse. Cuando bajó al lobby del Sheraton, parecía un extranjero entre decenas de argentinos eufóricos que esperaban a los jugadores. Debe de ser algo muy parecido a saber antes que todos que un avión se va a caer. Arcucci ya sabía que a toda esa gente le esperaba la desilusión.
Los enviados de Clarín ya habían mandado la mayoría de las notas y se preparaban para refrescarse en la pileta del hotel. Mariano Hamilton, jefe de Deportes del diario, se estaba poniendo la malla cuando recibió una llamada des- de la Argentina. Era su compañero Néstor Straimel desde Buenos Aires.
—Loco, ¿estás solo? —le preguntó.
—Sí, decime —le dijo Hamilton.
—Mirá, acá hay una bola muy grande que está corriendo sobre que hay un dóping positivo en el partido de Argentina-Nigeria —le contó Straimel.
—Acá estamos en pelotas, no sabemos nada —se sor- prendió Hamilton.
—Bueno, acá la bola es muy grande. Es Argentina y hay dos sospechados: Sergio Vázquez y Maradona.
Dos personas ya se habían comunicado a la redac- ción para corroborar el dato: un periodista del periódico catalán Mundo Deportivo y un dirigente de la AFA que no había viajado con la delegación. ¿Era Vázquez, el defensor de la rodilla inflamada, o Maradona, el ídolo que estaba de regreso?
Hamilton se acordó del día anterior, cuando había quedado atrás de Maradona durante una pequeña rueda de prensa y le vio las piernas, los brazos, la musculatura perfecta, su parada típica, su tranquilidad. Cómo podía tener ese físico, se preguntaba, cómo había vuelto así este tipo. Recordó que ese mismo día, el miércoles 29 de junio por la mañana, se había encontrado a Grondona mientras bajaban del avión en el aeropuerto de Dallas y le había comentado algo sobre eso y que Grondona le había dicho que con Maradona así, en esa forma, no había dudas de que éramos campeones. El dirigente había disimulado ahí lo que ya sabía: el dóping de Maradona.
Cuando Hamilton cortó con Buenos Aires, llamó a los periodistas que estaban en la pileta para armar el operativo de confirmación. Suele pasar: una noticia que nació en Los Ángeles, viajó a Boston y después a Dallas, se conoció primero en Buenos Aires.
Un periodista de Clarín se fue al FourSeasons de Las Colinas, en Irving, alejado del centro de Dallas, donde la fifa tenía su comando central. Otro se fue al Sheraton, donde la selección acababa de llegar. Otro se acercó al centro de prensa de Dallas. Y un grupo se fue al Cotton Bowl para cubrir el reconocimiento del campo de juego ybuscar ahí alguna información. Nadie encontró nada sobre el dóping, salvo César Litvak, el periodista que había ido al FourSeasons. Litvak se encontró en el lobby del hotel a Alejandro Sangenis, enviado de la revista Gente. Entre los dos esperaron que apareciera Julio Grondona. Sabían que estaba ahí. Se pararon en la entrada de los ascensores hasta que se abrió la puerta de uno de ellos y apareció Grondona.
—Don Julio, ¿es Diego? —le preguntaron a dúo. Grondona no pudo disimular como lo había hechomás temprano. Tenía una carpeta de cartulina en la mano. La abrió y les mostró a los dos periodistas el fax que llevaba adentro. Una hoja con membrete de la Universidad de California, la UCLA, que confirmaba un control antidóping positivo en el equipo argentino bajo un código: FIFA 220. Esa clave le pertenecía a Diego Armando Maradona. Grondona se los confirmaba.
—Muchachos, conste que se los digo porque dentro de unos minutos se va a enterar el mundo —les dijo el presidente de la AFA y salió rápido para el Cotton Bowl, donde haría el anuncio ante los periodistas que habían ido al reconocimiento del campo de juego.
Litvak y Sangenis se quedaron con una primicia que, sin embargo, no tenía sentido. Uno trabajaba en un diario y el otro, en una revista semanal. Solo podían contársela a sus editores. Litvak llamó a Hamilton y se lo confirmó. Había un positivo en el equipo y era de Maradona.
Grondona ya se había comunicado con Basile para confirmarle lo que el entrenador sabía. Lo hizo apenas la selección se instaló en el Sheraton de Dallas. En realidad, lo llamó para contarle que era él quien había mandado al hombre de la mala noticia en el aeropuerto de Baltimore. Le dijo que todavía faltaba la contraprueba que se iba ahacer en Los Ángeles, adonde quizá también él tendría que ir. Pero Basile no fue.
Hacia allá viajaron Agricol de Bianchetti, Peidro, Pintado y Bolotnicoff. Aunque ya se había puesto en marcha la coartada de las gotas nasales y comenzaban a nacer otras, el grupo voló a Los Ángeles, la mañana del miércoles 29 de junio, sin una estrategia definida para enfrentar al comité de la FIFA.
—¿Qué vamos a hacer para defenderlo? —se preguntaron en el avión.
—El análisis dice efedrina, yo lo vi, pero veamos quéquilombo podemos armar —dijo Peidro.
Pintado los tranquilizó. Dijo que había tiempo para pensar lo que iban a hacer y que en cuanto llegaran le pedirían a la FIFA que los hospedara en el Sheraton de Beverly Hills para armar el contraataque con tranquili- dad. Daniel Bolotnicoff, el abogado de Maradona, aprovechó que tenía sentado a su lado a Agricol de Bianchetti y le pidió que la defensa se hiciera en conjunto entre la AFA y el jugador.
—Mientras no haya contradicción de intereses, no hay ningún inconveniente —le respondió Agricol de Bianchetti.
¿Cómo sería una contradicción de intereses? ¿Cuáles podían ser los intereses contrapuestos entre la AFA y Maradona? ¿No estaban los dos buscando un único resultado, que Maradona no tuviera castigo?
Esta historia también puede ser la historia de las estrategias fallidas, las que intentaron salvar a Maradona de ese castigo, o también la historia de una gran estrategia, solo una, la que alejó al jugador más simbólico de la Argentina de su último Mundial. Como en el asesinato de Kennedy, también en la muerte futbolística de Maradona sigue vivala idea de la conspiración. ¿Fue un complot de la CIA, los servicios secretos estadounidenses, por su amistad con Fidel Castro? ¿Fue la FIFA vengándose de sus desplantes?¿Fue la DEA, la agencia antidroga yanqui, castigándolo por sus antecedentes con la cocaína? ¿Fue una trampa del menemismo, con el que Diego estaba enojado después de que le diera un pasaporte diplomático y se lo sacara a los diez meses por el dóping en Italia? ¿Fue João Havelange, su odiado Havelange, apostando por un Brasil campeón y por la derrota del jugador que le negó el saludo en el Mundial 90? ¿Fue una traición de Julio Grondona? ¿Fue todo eso junto complotándose contra un hombre que juega a la pelota?
El fútbol es una de las capitales de la conspiración. Se arreglan resultados. Se compran árbitros. Se venden sedes para el Mundial. A veces tenemos certezas, otras veces tenemos imaginación, y muy pocas veces —casi nunca— tenemos las pruebas. Sabemos que hay un poder que cui- da su negocio y sus intereses. También creemos que ese poder siempre nos juega en contra y nunca a favor. No es un asunto argentino. Los alemanes y los holandeses también se quejan de los fallos arbitrales. El fútbol, además, es igualitario: el talento no es propiedad absoluta de los países con mayor PBI. No siempre ganan los poderosos y no siempre gana el más fuerte. Y cuando pasa, quedan los gestos. Maradona le quitó el saludo a Havelange en la finaldel Mundial 90, una venganza en caliente por el penal que Edgardo Codesal le había dado a Alemania. Diego caminó por la tarima en la que le entregaron la medalla por el segundo puesto bañado en lágrimas y pasó de largo al presidente de la FIFA, un desplante transmitido en vivo para millones de personas. Una teoría de la conspiración podía incluir ese episodio como un antecedente directo de lo que le ocurriría cuatro años después.