El 2 de julio de 2006, millones de mexicanos se quedaron con ganas de saber quién era su nuevo presidente.
A las once de la noche, el presidente del Instituto Federal Electoral, Luis Carlos Ugalde, tenía que dar a conocer los primeros resultados oficiales de la elección realizada ese día. Puntual, apareció frente a las cámaras y, en cadena nacional, celebró la jornada democrática. Pero no dio cifras. “No es posible determinar dentro de los márgenes científicos establecidos para el conteo rápido al partido o coalición que haya obtenido el mayor porcentaje de la votación emitida. En otras palabras, el margen de diferencia entre el primero y el segundo lugar es muy estrecho y por lo tanto no es posible anunciar en este momento a un candidato ganador”, dijo, y sus palabras sumieron al país en un clima de incertidumbre, temor y desconfianza.
En ese momento, Andrés Manuel López Obrador, el líder de la izquierda y ex jefe de Gobierno de la ciudad de México que se postulaba por primera vez a la presidencia, suspendió el festejo de un triunfo que creía seguro.
La Historia, pensaba, estaba de su lado.
El progresismo recorría América del Sur con Néstor Kirchner en Argentina, Luis Inacio Lula da Silva en Brasil, Hugo Chávez en Venezuela, Tabaré Vázquez en Uruguay, Michelle Bachelet en Chile y Evo Morales en Bolivia. A él sólo le tocaba continuar la tendencia en México.
No pudo ser. En un proceso plagado de impugnaciones, las autoridades electorales concluyeron que el derechista Felipe Calderón había ganado con una diferencia del 0.6 por ciento de los votos. Casi nada. López Obrador denunció fraude y comenzó acciones de resistencia que no modificaron el resultado.
Inició, también, una larga campaña electoral que duró doce años, incluyó una segunda y fallida candidatura presidencial en 2012, su renuncia al PRD (Partido de la Revolución Democrática), la creación de un partido propio, Morena (Movimiento de Regeneración Nacional) y culminó anoche con López Obrador celebrando frente a una multitud en el Zócalo de la Ciudad de México por haberse convertido, ahora sí, en presidente de México. Y de manera indiscutible: con el 53 por ciento de los votos y con Morena transformada en la principal fuerza política del país.
Su triunfo modifica el mapa político de América Latina. Otra vez, va a contracorriente. Hoy que gobiernan Mauricio Macri en Argentina, Michel Temer en Brasil y Sebastián Piñera en Chile, y con Iván Duque a punto de asumir en Colombia, a México llega un presidente que se asume de izquierda y promete justicia social, redistribución de la riqueza, austeridad y lucha contra la corrupción.
“Esperanza” es la palabra que más repiten los líderes de una izquierda vapuleada por investigaciones por corrupción, con la mirada puesta en que en octubre haya un efecto contagio en las elecciones presidenciales de Brasil. Como lo contó en redes sociales la ex presidenta Dilma Rousseff: “estoy en la hinchada para que el amigo pueblo mexicano elija a Andrés Manuel López Obrador este domingo. Será una victoria no sólo de México, sino de toda América Latina”. Cristina Fernández de Kirchner coincidió en que “López Obrador es una esperanza no sólo para México, sino para toda la región”. Correa celebró que “la Patria Grande” esté de fiesta porque la elección mexicana es “un duro golpe a la restauración conservadora y a los vientos de entreguismo que vivía la región”. Evo Morales confió en que el gobierno de López Obrador “escribirá una nueva página en la historia de dignidad y soberanía latinoamericana”. El ex presidente colombiano Ernesto Samper aseguró que el triunfo del mexicano implicaría “el comienzo del regreso del péndulo hacia gobiernos comprometidos con la justicia social y la soberanía" y el ex candidato presidencial de la izquierda, Gustavo Petro, consideró que gracias a López Obrador “la política en América Latina empieza a cambiar” porque “luchadores sociales con ideas jóvenes dispuestos a cambiar el mundo”. Desde España, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, escribió que “México abrirá un camino ilusionante por la paz, la justicia social y un mundo más democrático y decente. Toda la fuerza para AMLO en admiración de un pueblo hermano”.
De ese tamaño son las expectativas. De ese tamaño puede ser la decepción.
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López Obrador logró convencer a miles de mexicanos de que no era un peligro, necio, intolerante, autoritario y antidemocrático como lo presentaron sus detractores en la exitosa campaña que hicieron en su contra durante estos doce años. O la mayoría de los mexicanos decidió que todo eso no podría ser más grave de lo que han padecido desde 2006.
La persistencia del “Peje” (como le dicen por los pejelagartos que hay en Tabasco, su estado natal) fue fundamental, tanto como la involuntaria ayuda brindada por sus máximos enemigos.
Las largas filas que se formaron ayer en los centros de votación, y que lograron que hubiera una participación superior al 60 por ciento en un país en el que el voto no es obligatorio, fueron una muestra palpable del hartazgo que hay en México por la violencia, la pobreza, la corrupción y la impunidad. Urgía un cambio, una esperanza.
El voto mayoritario a López Obrador también evidenció a una ciudadanía decepcionada con la transición política que comenzó en 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió por primera vez una elección presidencial en 71 años. Se suponía que el PRI era el origen de todos los males y que un cambio de partido transformaría para bien al país y la democracia se afianzaría. Por eso Vicente Fox, el candidato del Partido Acción Nacional (PAN), el histórico partido de la derecha mexicana, comenzó a gobernar cobijado por un aura de ilusión (similar a la que hoy despierta López Obrador) que se fue desvaneciendo ante sus frecuentes escándalos de corrupción.
En 2006 lo sucedió su compañero de partido, Felipe Calderón. Después de ganarle a López Obrador por apenas un puñado de votos, el líder derechista necesitaba legitimar su gobierno y no tuvo mejor idea que inventar una guerra contra el narcotráfico de la que nada había dicho durante la campaña. El resultado fue la conversión de México en un baño de sangre, en una tragedia permanente con cientos de miles de asesinatos, decenas de miles de desapariciones y crecientes violaciones a los derechos humanos, sin que nada de ello mermara mínimamente el poder del narcotráfico.
La violencia atroz y cotidiana empeoró todavía más con Peña Nieto, el candidato que en 2012 le ganó la elección a López Obrador y que representó el regreso del PRI al poder. Durante su gobierno ya ha habido 104 mil asesinatos, más que los registrados con Calderón, y con el agravante de ejecuciones récord de defensores de derechos humanos y periodistas. Aunque al principio Peña Nieto logró posicionarse (multimillonaria propaganda mediante) como un líder político y moderno que iba “a salvar” a México, en 2014 comenzó su debacle. El 26 de septiembre de ese año, la desaparición de 43 estudiantes de una escuela rural de maestros de Ayotzinapa se convirtió en el emblema de los desaparecidos mexicanos que ya sumaban más de 30 mil y de los que poco y nada se hablaba en el extranjero. Dos meses después, un equipo de periodistas reveló que la esposa de Peña Nieto, Angélica Rivero, le había comprado una mansión millonaria a un contratista del Estado. El caso fue bautizado como “La casa blanca de Peña Nieto”. Los escándalos de corrupción se replicaron con decenas de gobernadores del PRI. Algunos hasta se fugaron del país. Y en el medio, más del 50 por ciento de los mexicanos siguieron –siguen- sumidos en la pobreza.
Fox, Calderón y Peña Nieto fueron enemigos acérrimos de López Obrador. Lo criticaron y difamaron lo más que pudieron. Insistieron en que era “un peligro para México”, asustaron conque si él ganaba “México sería Venezuela” (el lugar común usado por la derecha que convirtió a ese país en el villano favorito de la región) y su “populismo” sería una desgracia para el país. Pero en los últimos años mucha gente comenzó a preguntarse si “El Peje” sería de verdad peor que los dos presidentes panistas y que el priísta. Sus seguidores incluso se tomaron a broma las amenazas y advirtieron que México bien podría llamarse a partir de ahora “Venezuela del Norte”.
En el camino a la presidencia, López Obrador no tuvo rivales. El PRI postuló a José Antonio Meade, un ex canciller de Peña Nieto que nunca logró sacudirse el desprestigo del partido y de un presidente que en la recta final de su gobierno sólo tiene la aprobación del 20 por ciento de los mexicanos. El otro contrincante fue Ricardo Anaya, el candidato del PAN sin experiencia en cargos públicos que se alió al PRD, el partido de izquierda después del fracaso de este revoltijo ideológico quedó herido de muerte.
A favor de López Obrador jugaron los buenos antecedentes de su paso como jefe de Gobierno de la capital y su probada austeridad. No tiene mansiones, ni cuentas off shore, ni autos de lujo, ni ropa cara. También cuenta con el apoyo incondicional de sus “fans” que se denominan a sí mismos “Amlovers” y que, a su vez, son descalificados por críticos que los llaman “Pejezombies”. Lo arropan políticamente mujeres que, en esta época de oro del feminismo, fueron fundamentales para allegar votos. Desde la escritora Elena Poniatowska y Tatiana Clouthier, hija de uno de los políticos que más luchó por la democracia en México, hasta Claudia Sheinbaum, una científica que se convertirá en la primera jefa de gobierno electa de la ciudad de México. La agenda de género está latente. Hoy López Obrador ratificó que Olga Sánchez Cordero, una respetada ex jueza de la Suprema Corte de México, será la primera Secretaria de Gobernación (equivale al Ministerio del Interior) en la historia de México y que su esposa, Beatriz Gutiérrez Müller, ex periodista y actual investigadora académica, no ejercerá el rol de “primera dama”. Falta saber si cumplirá con su promesa de que por lo menos la mitad de los cargos del gabinete serán ocupados por mujeres.
En contra de López Obrador está la alianza que hizo en esta elección con el Encuentro Social, un partido evangélico ultraconservador, lo que despertó dudas sobre si López Obrador seguía siendo en verdad un político de izquierda. El ahora presidente electo dijo que el acuerdo no comprometía sus ideales y sólo era una muestra de pluralidad, pero la señal de alarma está encendida por la creciente influencia política que estos grupos religiosos están teniendo en el país. En la campaña, por ejemplo, el aborto y el matrimonio igualitario (derechos aprobados en la ciudad de México cuando él ya no era jefe de Gobierno) quedaron excluidos. Pesa, además, la desconfianza. Los días previos a la elección la duda central de sus seguidores era si lo dejarían ganar. Muchos de sus críticos respondían que sí, pero gracias a que había hecho un pacto oculto con Peña Nieto para garantizarle impunidad al presidente que dejará el cargo acosado por denuncias de corrupción y de crímenes de lesa humanidad. López Obrador negó tal negociación, pero sí aclaró que no llegaba a gobernar con ningún ánimo de venganza ni de persecución. Ya nada de prometer cárcel a las “mafias” políticas que denunció por tantos años.
Otra duda es qué hará Morena con tanto poder. En sólo cuatro años, López Obrador logró que el partido creado ex profeso para impulsar su tercera candidatura presidencial se transformara en un movimiento nacional que tendrá por lo menos cinco gubernaturas y mayoría en Diputados y el Senado. Pero habrá que ver si logrará construir liderazgos políticos sustitutos o si el proyecto girará únicamente en torno a su figura, debilidad que ya padecieron varios gobiernos sudamericanos.
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Ayer, México cambió de manera profunda, con efectos todavía impredecibles.
A diferencia de aquella noche del 2 de julio de 2006, ahora no hubo dudas, ni reclamos, ni sospechas sobre los resultados. Ni siquiera hubo que esperar los datos oficiales. Bastó que las encuestas de salida confirmaran la victoria de López Obrador para que minutos después Anaya y Meade reconocieran la derrota. Peña Nieto felicitó al ganador y López Obrador agradeció el apoyo del presidente. Las encuestas acertaron. Hasta Fox y Calderón se sumaron a las felicitaciones. Se vivió una civilidad democrática inédita en el país.
López Obrador se puso de inmediato el traje de presidente. Sereno, dio un primer mensaje conciliador, dirigido más a quienes no lo votaron y a tranquilizar a empresarios e inversores que suelen preocuparse con políticos progresistas. Bien sabe “El Peje” que su figura polariza, que lo aman y lo odian, que casi medio país no votó por él.
Aseguró que su gobierno no será una dictadura “abierta ni encubierta”, no confiscará ni expropiará bienes y desterrará la corrupción y la impunidad: “sobre aviso no hay engaño, sea quien sea será castigado, incluso compañeros de lucha, funcionarios, amigos y familiares”. Con un toque a demagogia, insistió en que no usará los aviones ni helicópteros presidenciales ni la custodia oficial, no vivirá en la suntuosa residencia presidencial y viajará lo menos posible al extranjero para ahorrar recursos públicos.
Repitió, también, el mantra que lo ha acompañado durante toda su carrera política: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Antes de reunirse en el Zócalo con una multitud que, al igual que él, espero doce años esta noche triunfal, volvió a garantizar que gobernará con rectitud y justicia: “No les fallaré. No voy a decepcionarlos. No voy a traicionar al pueblo. Mantengo ideales y principios pero tengo una ambición legítima: quiero pasar a la historia como un buen presidente de México. Deseo, anhelo con toda mi alma poner en alto la grandeza de nuestra patria, ayudar a construir una sociedad mejor”.
Fue un discurso bien pegado a la izquierda. A partir del 1 de diciembre, cuando Peña Nieto le coloque la banda presidencial, los mexicanos empezaremos a ver si cumple o si se transforma en una nueva desilusión.
Fotos: Sitio oficial Andrés Manuel López Obrador