La noche en que las piernas se fueron como si desbarrancaran solas por un abismo en el que mi fuerza, mi llanto, mi trabajo, mi duelo no alcanzaron, ya había escuchado que no hacer tríos ni tomar drogas iba a ser la ruina de la apuesta más fuerte de mi vida: una familia.
Ya caminaba con una hija al hombro y otro hijo de la mano, ya trabajaba más horas de las que podía, ya vivía en un departamento sin desniveles de donde rodar por la escalera, ya sabía lo que era despertarme sola a consolar los llantos y poner una toalla sobre las sábanas sucias por vómitos cuando acunar y cambiar las sábanas a la vez no son maniobras posibles con dos manos.
La maternidad sin auxilios quita toda idea de futuro que no sea supervivencia.
El frío en el cuerpo no es algo explicable. El dolor se aprende a domar o descarrilar. Una torta de manzana tibia con helado. Hablar. Llorar a mares. Escribir con una convicción tan naif e idiota como el amor: con el afán de cambiarlo todo.
Pero no alcanza. El dolor era todavía más fuerte que cuando mi abuelo me dijo que estaba muerto y estaba vivo; y que cuando se derrumbó en mis brazos, como saludo final, para siempre, entre los azulejos celestes del baño de Ángel Gallardo; y que cuando mi papá, con las últimas gotas de morfina –él que prohibía la palabra muerte desde que la pandemia de fiebre amarilla le quitó a su hermana y se fue sin tumba con más secretos que palabras– me dijo que se moría. Sufrí más porque la nombrara que porque se muriera. Pero yo tenía siete meses de embarazo. Fui a comprar medias de colores al Abasto. Salí del duelo con la cuna. Y me abracé al amor más grande.
Hasta que temblé. Temblé cuando la vida no te permite temblar. Y la explicación la tiene el recetario que busca frenarte el cuerpo con una patada de caballo tragada con saliva. El frío no se fue. Pero aprendí a callarme y a tragar. Temblar era otra cosa. Temblé también en la cama que se volvió inmensa la noche que después del Encuentro de Mujeres de Mar del Plata, después de correr por la primera represión del fin de un gobierno y el comienzo de otro, los neonazis amenazaron a las presas puertas adentro de la Catedral de Mar del Plata.
No se necesita ser bruja para saber lo que significan la inquisición y la represión. Pero se requirió de la inquisición y la represión para frenar la fuerza inexplicable de las mujeres y disidencias sexuales.
Saber no siempre, casi nunca, salva. Igual que en el amor, como si la lucidez no fuera nunca un remedio para no enamorarse o espantarse. No era una sorpresa y, sin em- bargo, me sobresalté cuando el nazi hizo acto de presencia.
Temblé y fui a denunciar, y esa fue la última vez que vi a la inolvidable dirigente travesti Lohana Berkins. Y ella lo último que me dijo fue:
–Para nosotras coger es más difícil.
Le pedí que me explicara más, pero Lohana me refunfuñó con que “ustedes, las periodistas, siempre quieren preguntar más”. Cada vez pienso más en Lohana y en esa frase: el precio por coger habla de la vulnerabilidad social, igual que el precio por trabajar, mandar, estudiar, salir a la calle. El sexo es una forma de medir la desigualdad, difícil para las mujeres, siempre más difícil para las travestis.
“El sexo es un valor de cambio, se usa para medir la felicidad de las personas, la virilidad en los hombres o cuan deseante es una mujer. Y el precio que se paga es alto, es el costo de vincularse con otro”, define Camila Sosa Villada.
¿Cuál es nuestro precio por coger?
Hay algo más que entendí con los temblores. Mi autonomía tiene límites. No solo la que busco, sino también la que me demandan. No solo me piden que pueda, sino que lo pueda todo. Yo quiero el poder. Pero también la imposibilidad de poder o la gracia de ser llevada y convidada con chispas. El amor y/o el sexo, cuando llegan a ese limbo que se confunde, que desentraña al toro mecánico que solo busca tirarte como gracia de las fiestas, o irse antes de llegar, tienen un poder que está cubierto de fragilidades anteriores.
Nadie que ya haya pasado por las muertes de quienes te ampararon o en quien buscaste amparo puede estar exento de una fragilidad que no se desentierra. Y, mucho menos, de los mandatos del amor romántico clásico que el feminismo denuncia con la razón entera en que dejemos de esperar besos redentores y ser sirenas sin piernas.
Sin embargo el amor y/o el sexo (el que te hace temblar las piernas) tienen un poder que no hay satanás anti machismo que nos exorcice del todo de ese sacudón en el que nos envuelve.
Yo descubrí el Punto G, de mi fragilidad y mi felicidad, también de mi deseo a los varones, en épocas en que –sin dudas– no es la mejor opción para salir bien parada: el cuerpo potente en la posición más vapuleada por la sexología hot; ese momento en el que sos una hoja llevada por un viento que no te pide nada, sin semáforo (que nunca titilan en rojo y en verde simultáneamente) para descruzar las piernas y poder palpar los brazos sin miedo a caerte de ninguna escalera, ni de ningún abismo; en que los besos no se retacean ni se esgrimen como un duelo; en que la fuerza se desentraña del miedo y te potencia, como un abrigo o una sortija, sin otro sentido que el del triunfo de dar vueltas para entender que el mundo no es un punto fijo y siempre se puede mirar desde un lugar distinto.
El feminismo es la gran y única revolución del siglo XXI por y gracias a su autonomía política, intelectual y cultural. Y el límite de la autonomía es, también, una forma, de reconocer que queremos ser libres, no liberales y que, por eso, no se puede pensar en una autonomía absoluta, sino en una autonomía cooperativa.
Reconozco mi límite y mi utopía: el amor y el sexo en el que me siento una hoja resguardada de temblores por un cuerpo que me cubre y no me vela.
Tramo también el poder de ese goce. Pido que se vuelva potencia y no revancha. Le rezo, en susurros de pecado a las cintitas desanudadas de Bahía, que el mar nos levante y no nos arrolle cuando las piernas ya no comulgan con la arena; y también planto una bandera (frente a la marea verde que nos empalma y nos pone glitter entre las lágrimas): no quiero regalarte mi fragilidad si no querés recibirla.
La fragilidad es una categoría política
Antes el amor venía en un pack que incluía casamiento para toda la vida, vestido blanco, algo nuevo y algo azul y un marido que era infiel sotto voce. Ahora el amor se piensa, se cuestiona y se elige.
El amor y la reflexión tienen que poder traspolarse juntos, sin creer que en su nombre se puede justificar todo, ni que se puede medir el amor como un termómetro exacto (sin componentes que exceden la lógica pura) porque hay sentimientos que incluyen deseos y fragilidades que rebalsan la capacidad de pensar.
Y, a la vez, al pensarlos podemos asumir qué queremos, qué no queremos, qué podemos bancar y qué excede nuestra capacidad de dar o de no estar dispuestxs a recibir. Por ejemplo, si los discursos sobre poliamor me parecen bien, pero no me banco que mi novia esté con otras porque me genera un sufrimiento o una inseguridad inmanejables: ¿qué se hace? ¿Se apela a la razón o a la sensación?
¿Y si se busca un mix entre los pensamientos y las sensibilidades? ¿Y si se permite pensar que se acuerda con una idea, pero no se puede sostener en la vida real? ¿O, todo lo contrario, que la monogamia parece fantástica, pero que la pulsión sexual lleva a tener muchas parejas?
Y eso no quiere decir que esas elecciones sean la mejor fórmula, sino que la mejor fórmula es la que se puede construir a partir de los mandataos, los antimandatos, los prejuicios, los antiprejuicios, los deseos, los derechos, los conocimientos y –también– las fragilidades.
Las fragilidades no son estancas, sino que pueden dejar de existir o convertirse en potencia y que los deseos también son modificables y no una caja fuerte que no tiene po- sibilidad de renovación y cambio.
Pero sin entender la propia historia, los duelos, las ausencias, los miedos, las enfermedades, el sustento o el hambre, las necesidades y abandonos no se puede suscribir a teorías amorosas y sexuales que se construyen a partir de una igualdad ficticia que es insostenible. Por clase, género, racialidad y edad, pero también por el universo íntimo en el que nos surcan las tragedias.
No todas fuimos amadas (o desamparadas) de la misma manera y no todes podemos amar o dejar de amar de la misma forma. No nos atamos a nuestras biografías como un ancla que nos clava en un solo puerto, pero no podemos nadar como si los remos con los que cruzamos el rio de querer y ser queridas no atravesaran (y no estuvieran atravesados por) la profundidad de las mareas de nuestras vidas.
En la capacidad de pensar al amor ya no se puede –o no se debería– creer que es un desafío que enfrenta a dos personas (o más) iguales, que no tienen diferencias de género, mandatos, pesos por sus deseos o sus identidades sexuales, el color de la piel, la religión, las presiones o atracciones corporales en los que juega la edad de sus protagonistas, los lugares de interacción, los cuidados de los hijos/as y el deseo de tenerlos, el reloj biológico, las posiciones jerárquicas, los ámbitos culturales, la salud o la enfermedad, las tradiciones familiares, los territorios donde se ama, las migraciones que jaquean de raíces a quienes quedan lejos de sus casas, las devastaciones ambientales sobre las poblaciones incendiadas o inundadas, los trabajos precarios y las posibilidades de sacar un crédito o tomarse vacaciones.
La fragilidad es una categoría personal y política que debe ser tenida en cuenta.
Si a alguien se le murió su mamá no va a estar seguramente de la misma manera que quien va a llorar sus penas de amor mientras comparte la mesa del domingo. Si un padre ausente marcó un vacío no quiere decir que el agujero se replique en una pareja o que solo se pueda encajar en un molde afectivo, pero sí que la evasión de la afectividad amorosa es más difícil de bancar que para otra persona que no tiene falencias o que supo sobrellevar con más fortaleza las propias ausencias.
No es lo mismo que alguien bien plantado y con raíz en la tierra amorosa busque en una pareja frutos, diversión o expansión, que quien se siente corrido por el viento si es re- emplazado por otra persona o postergado sistemáticamente en mil citas frustradas y desamorosas.
Las biografías completamente no condicionan a las personas, pero la mejor manera de reconstruirse no suele ser negando la historia, sino trabajando para mejorarse y for- talecerse y asumiendo los lugares de fragilidad en donde mejor esquivar el dolor que no se banca.
No sirven mil teorías nuevas para el amor si son insostenibles con el cuerpo/cuero, con lo que aguanta la propia existencia. Por eso, la historia no puede justificar cualquier error o decisión (como los violentos que justifican su violencia en el padre que les pegaba), sino interpelar sobre las decisiones, proponer cambios y asumir compromisos para ir adelante.
Construir un amor nuevo es también asumir que las viejas heridas no pueden quedarse afuera. Y que la fragilidad (tan indefinible como singular) es una carta que tiene que estar en el reparto del juego de un truco que quiera más allá del ancho y de la espada.
La escritora y activista feminista María Pía López propone un amor con cuidados, fuera de la idea de normati- vizar los sentimientos y de ejercer dolor en el otro/a como si la crueldad fuera neutra. “Si partimos de la idea de que todes somos frágiles y vulnerables, en el sentido en que necesitamos de otres para desarrollar nuestras vidas, no so- mos nunca ese individuo pleno, intencional consciente que puede responder contractualmente, sino que somos todo este entramado y ahí vivimos. Lo que hacemos es cuidarlo: a vínculos sexoafectivos, a hijes, a amigues, a hemanes, a padres, al conjunto de seres con quienes enredamos nuestra vida”.
La idea de pensar en un amor con cuidados tiene en cuenta la fragilidad como una variable que no se puede disimular. Así como no se puede disimular la pobreza si se quieren hacer políticas de estado para generar igualdad de posibilidades.
Las personas estamos llenas de fragilidades que dependen de muchas variables, además de las económicas, que por supuesto refuerzan esa fragilidad; también se trata de vulnerabilidades subjetivas, que tienen que ver con nuestras historias familiares, dolores, pérdidas.
Y, en este punto, el amor y la religión se parecen. La fe y el amor son una necesidad humana para superar la enfermedad, el miedo, la muerte y no sentirse solo frente al dolor de la existencia o la alegría de los nacimientos. La diferencia está en si la religión y el amor son usados como un instrumento de dominación (como sucede hasta ahora en la historia de las mujeres, gays, trans, lesbianas y no binaries con la mayoría de las instituciones que monopolizan las religiones centrales) o si la fe se acepta como un camino de decisión, necesidad y deseo que no tiene que arrodillarnos frente a nuestras ideas, ni quitarnos derechos, sino aceptar la debilidad que conlleva la existencia.
Las religiones vienen a subsanar un dolor que es imposible de sobrellevar. La necesidad de fe, la bondad como valor y la conformación de grupos de ayuda mutua son valores para salir del desamparo, las adicciones, el encierro, los duelos o el desarraigo. El problema no es la fe, sino su peaje político para subyugar derechos a partir de la fragili- dad humana.
Con la necesidad de amor pasa, muchas veces, lo mis- mo que con la fe. Termina siendo una trampa. Hay una fragilidad que genera deseos de amor y que no hay feminismo antimandatos que aplaque (aunque genere culpa no ser la super woman que no puede prescindir de la mirada y la caricia del otro o de la otra), pero el problema no es la fe ni la fragilidad, sino la manipulación de quien detenta el poder.
No está bueno que el machismo, un poliamor depredador o un lesbianismo superado en el que la otra persona es barrida en su amor/fragilidad/dolor (de manera dolosamente perversa) use esa necesidad para practicar lo mismo que la religión hace con las disidencias sexuales desde que contamos al mundo como mundo: manipular una necesi- dad humana para generar sumisión. No hay modelos ideales, pero hay que bancar la fragilidad para construir moldes posibles y no castillos de arena a los que se lleve el mar sin que nos quede nada.