Con las manos en los bolsillos de un camperón inflable, Charly busca una saliente que lo resguarde de una lluvia indecisa, molesta, que deja manchones grises en el pavimento. En el mismo alero, a metros de la puerta del consultorio, también espera José. Charly saca un cigarrillo, pide fuego, da una seca larga, placentera, gira la cara y tira el humo hacia la calle. El taxi que pasa salpica sus pantalones, ya mojados.
—¿Cómo llegaste a la terapia? —le pregunta a José y le ofrece un cigarrillo.
—No sé —esquiva la cara y mira a la calle— por una denuncia de mi tío.
—¿De tu tío?
—Sí, de mi tío….
Sin dejar de mirarlo, Charly sacude la pierna.
—Le dijo a la Policía que yo le pegaba a mi mujer.
***
En Buenos Aires y en el Conurbano existen siete centros que atienden a hombres que ejercieron violencia de género. Se los llaman Grupos de Recuperación o Rehabilitación para Varones Violentos y son coordinados por psicólogos o trabajadores sociales. Hay grupos interdisciplinarios, que involucran antropólogos y sociólogos. Son pocos los hombres que llegan hasta ahí solos: la mayoría lo hace por orden judicial, como parte de la suspensión del juicio a pruebas -el mecanismo conocido como probation y que suele dar en casos con penas menores a tres años a cambio de la reparación del daño causado.
El Centro Aberastury, en el barrio del Once, es uno de ellos; mantiene el Programa para Hombres Violentos que depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Las reuniones son a partir de las seis de la tarde. Las ventanas de los consultorios, con las persianas bajas, filtran apenas un renglón de luz natural y el ruido de la calle. “Las dejamos cerradas porque el barrio se pone peligroso de noche”, explica la terapeuta Liliana Migrini.
Las flores recortadas de cartón le dan al pasillo un aire infantil. Contrastan con las fotografías de mujeres golpeadas y recortes de diarios con noticias sobre jugadores de fútbol y famosos que golpearon a sus mujeres. José atraviesa el pasillo, entra a la oficina y se sienta en la silla más alejada del consultorio. Empezó en el programa luego de que su ex pareja lo denunciara por violencia y hostigamiento. Forma parte del 90% de los asistentes del Centro Aberastury que llegaron por orden judicial. Cruza los brazos y estira las piernas. Con la actitud de un niño castigado.
—Conocí a mi chica en el taller de costura donde trabajábamos. Todo era bonito entre nosotros —explica con acento extranjero—. Yo me sentía de ella.
No sólo trabajaban en el mismo taller, también vivían en el mismo barrio y tenían los mismos amigos. José cuenta que por eso podía saber con quién andaba y qué hacía. Los posesivos se filtran a través de su voz monocorde. José pronuncia “mi chica” tantas veces como el verbo “tocar”. “Nunca la llegué a tocar”. “Juro que no le toqué un pelo”. Asegura que antes de conocerla tampoco había tenido problemas ni con la Justicia ni con la Policía. Insiste en que mientras trabajaban en el mismo taller “él” era feliz. Hasta que un día ella cambió de trabajo: nuevos amigos, nuevos conocidos. De repente, ya no podía saber con quién estaba, cuenta.
—Mis amigos me decían: “José, tu chica está con otro”; “José, tu chica está con un tipo bien chévere”. Yo tenía mis dudas pero siempre lo negaba.
Se separaron; él viajó por varios meses y no quiso llamarla (“Para mí, pensaba que yo tenía otra familia”). Finalmente, José volvió al mismo barrio, a unos cuantos metros de la casa de ella. Una tarde salió a tirar la basura y atravesó el camino de tierra que los separaba. Se vio reflejado en una ventana cerca de la casa de “su” chica. Llegó hasta la puerta y la empujó un poco, a través de la rendija vio a otro hombre sentado en el comedor. Entró.
—¿A qué viniste? ¿Qué hacés acá?— le gritó ella desde la habitación al verlo.
De un salto, el otro hombre se puso de pie. Se balanceaba como un boxeador.
—¿Este es tu amigo? ¿Por qué no me lo presentás si es tu amigo?— desafío José.
El hombre lo insultó; José le pegó una trompada y se tiró sobre él. La mujer intentó separarlos, el otro le calzó un golpe en la cara. Después todo fue confusión, dice. Terminó en el hospital con una hemorragia y una denuncia por violencia en la comisaría.
Esa fue la escena que, según él, lo llevó al programa para hombres violentos. En la denuncia tipeada hay otra historia: una de insultos y hostigamiento.
—Yo nunca la toqué –insiste-, pero el médico forense de la comisaría decía que ella tenía marcas, hematomas y cosas así.
—...
—Ésa fue la tercera vez que ella me denunció.
***
El relato se repite: los hombres cuentan cómo los golpeaban de chicos; dicen que sus padres también le pegaban a sus madres; que sus abuelos y sus tíos también fueron golpeadores. Como si las historias anteriores les permitieran entender sus experiencias y también fueran un modo disminuir la culpa.
Detrás de su escritorio, en el barrio de Tribunales, a Martín se lo ve en una fotografía de niño junto a su padre: sostiene una mojarrita con la mano izquierda y con la otra, una caña de pescar. En la pared, casi a la altura del escritorio, cuelga su título de contador, tiene 40 años y asiste a un grupo de hombres violentos que se reúne en el Microcentro porteño.
—Mi viejo era una persona muy contradictoria. Capaz de grandes gestos de amor y, al mismo tiempo, grandes gestos de desprecio. Daba propinas generosas, los mozos lo saludaban cuando entraba a un restaurante. Le gustaba citar a Neruda.
A él los versos de Neruda no le gustan, le recuerdan a los gritos e insultos de su padre. Quizás la violencia empezó con su padre o más atrás aún. Martín muestra una fotografía en blanco y negro: de su abuelo, un hombre alto, con los pómulos duros y la mandíbula recta. Jugaba al póquer y si perdía desataba su furia sobre su mujer y sus hijos.
La abuela de Martín se maquillaba todos los días; primero una base densa y después una sombra azul alrededor de los ojos. No quería que sus vecinos vieran los moretones . Después de diez años de matrimonio, un día aprovecho una de las salidas de su marido para escaparse con su hijo en un brazo y una pequeña valija en el otro. Era el año 1957 y no existía el divorcio ni tampoco había formas legales específicas para la protección de las mujeres golpeadas. Él la demandó por “abandono del hogar” y ella tuvo que entregar a su hijo: no volvió nunca más.
El padre de Martín pasó toda su infancia con aquel hombre maltratador. Por eso, él piensa que la violencia es un aprendizaje: “Un hombre le enseña a otro hombre a ser violento, es la cadena que los une”.
—Y de alguna manera, uno repite las historias.
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El hombre de la campera de cuero toca el timbre. Dos timbrazos rápidos y fuertes. No está solo: su esposa está a su lado. La psicóloga Graciela Ferreira -directora de la Asociación para la Prevención de la Violencia Familiar- abre la puerta, el hombre de la campera de cuero pregunta si acá se reúne el grupo para varones.
—¿Varones….?
—Sí…varones violentos — dice bajando la voz.
Graciela Ferreira mira el reloj en su muñeca y le contesta que falta una hora para la reunión, que es demasiado temprano. Le indica un sillón de cuerina para que se siente y espere. El hombre entra. La mujer intenta seguirlo, pero Graciela la detiene con una frase seca e informativa:
—Los grupos de Asistencia a las Mujeres son en otro horario. Usted no puede acompañarlo..
El hombre de la campera de cuero se despide de su mujer, entra y se sienta, pone las manos en las rodillas (que mueve de un lado a otro), y mira al ambiente apenas iluminado con dos luces de cuarenta vatios.
En el consultorio de Graciela Ferreira las luces son todavía más tenues. Vuelve a sonar el timbre. Ella se excusa por la interrupción. “Es que aquí prevenimos los peores crímenes, así que está bueno que lleguen”. Esa frase la repetirá varias veces ante cada timbre, ante cada paciente.
Una vez a solas en la oficina cuenta que nunca sintió miedo frente a los hombres violentos que atiende. “En otras partes del mundo, estos equipos se reúnen con guardias de Seguridad, al fin y al cabo, trabajamos con población violenta. Y vos nos ves así, sin nada. Sólo nosotras”, dice y da la lista de su equipo: una antropóloga -que realiza las entrevistas-; dos consultantes psicológicas –o counselors, que son sus practicantes. Todas mujeres. Mantienen la asociación a través de una colaboración que piden a los varones.
—A las mujeres, no. Porque las mujeres no suelen manejar tanto dinero como los hombres- aclara. En este lugar se reúne también un grupo de asistencia a las víctimas, como en la mayoría de las organizaciones que trabajan con hombres violentos.
Graciela Ferreira empezó a trabajar en la asociación cuando llegó la democracia a principio de los años 80. En aquel momento se creía que los problemas de la pareja debían mantenerse a puertas cerradas, el Estado no debía intervenir. Fue un trabajo difícil, porque generaba un rechazo masivo.
—Se decía que este era un país familiero, que en todo caso, la violencia era una cosa de locos, pobres o borrachos.
Según ella, el rechazo persiste. Hay una constante legitimación de la violencia masculina (“los hombres hacemos amigos a los golpes”, “un chirlo bien dado a un niño no hace mal”) y la Justicia, de sesgo patriarcal, apenas interviene.
—Y esto nos lleva a un tema delicado: ¿Cuál es el perfil psicológico de los hombres y mujeres que imparten Justicia?, —se pregunta.
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Al consultorio del licenciado Mario Payarola llegó una mujer que hacía terapia desde hacía diez años. Había pasado por distintos psicólogos y especialistas, pero nunca había trabajado su problema principal: siempre relataba las mismas escenas de violencia (la repetición y circularidad está en cada historia, quizás cuando algo empieza no se detiene). Payarola se dio cuenta de que el compañero de aquella mujer era un violento: un violento peligroso.
—Me preguntaba por qué frente a una mujer tan psicoanalizada nadie había atendido su relación con un psicópata. La violencia estaba naturalizada, a la vista.
A partir de esta experiencia, Payarola se interesó en la personalidad del hombre violento. Realizó el posgrado de Violencia Familiar de la Facultad de Psicología de la UBA y coordinó diversos grupos de victimarios en la zona de Vicente López, antes de partir con una beca a Canadá. En ese país observó el trabajo en conjunto entre los equipos de Re-educación, que son obligatorios, y la Justicia. A su regreso, poco a poco, se convirtió en uno de los referentes en el estudio de los hombres que ejercen violencia.
Sentado en un café del Centro porteño explica las particularidades del enfoque que utilizan estos equipos. Los términos teóricos son atemperados por una voz calma y analítica. A grandes rasgos, para Payarola, la violencia es una larga formación que convierte a un hombre y a una mujer en una víctima y en un victimario.
—La violencia es como un círculo— explica. Mantiene una estructura que se repite, cada vez con mayor fuerza: primero acumula tensión, después explota y por último, llega el arrepentimiento. Llaman a este período “luna de miel”. Por eso, porque en un momento del ciclo logran reconocer la violencia, estos grupos pueden ser efectivos.
Diversas investigaciones demuestran que tan sólo entre un 7% y un 16% de los hombres golpeadores representan un tipo de personalidad patológica: no se arrepienten y hasta reivindican la violencia que ejercieron a pesar de conocer que estaba mal o era un delito.
—Los hombres con patologías planifican e incluso sienten placer al ejercer violencia. Nosotros trabajamos con la otra población. Aquellos que llamamos violentos cíclicos.
Relata que el trabajo con estos hombre -llamados violentos cíclicos- surgió en los Estados Unidos, en los años 70 a partir del grupo Emerge, un colectivo de hombres simpatizantes del feminismo. Creían que la violencia masculina era una parte clave de las desigualdades de la sociedad y buscaban una respuesta frente a la extensión del maltrato y el asesinato de mujeres.
Payarola hace unos años fundó la Red de Estudios de Masculinidades (RETEM), que reúne a algunos de sus discípulos que trabajan en el Hospital Álvarez, el Hospital Julio Méndez, la dirección de la Mujer en la Matanza y el Grupo Buenos Ayres en Lomas de Zamora.
Estos equipos desarrollaron un modelo en común: series de entrevistas de admisión (“no se reciben psicópatas, agresores sexuales infantiles, hombres que hayan participado durante la represión en la última dictadura” dirán en el Hospital Julio Méndez) y grupos de 12 o 14 miembros y hasta una consulta ambulatoria (lo llaman “egreso”).
—Entonces, ¿los varones son recuperables?
—Esa es la pregunta del millón.
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Osvaldo era un nene cuando jugaba en la parte trasera de una casita de barrio en José C. Paz. Pateaba una pelota de trapos contra el frontón. No prestaba atención a lo que pasaba en la cocina hasta que empezaron los gritos. Sintió el estallido de un plato contra la pared. Miró por la ventana. Su padre, con la mano extendida, todavía temblaba; su madre tenía la cara roja y los pelos revueltos.
—Ya está —le gritó.
Osvaldo entro a la cocina, se interpuso entre los dos y se tapó la cara. Después el puño de su padre lo dejó en el piso a un costado de la heladera. Despertó en su cuarto varias horas más tarde con un dolor en la mandíbula.
Este fue el episodio de violencia que más repite Osvaldo. Recuerda las fechas exactas (día, mes, año) que le cambiaron la vida. Como la del 24 de octubre de 1988, cuando entró por los portones del Emporio del Chamamé en José C. Paz. Compró unas bebidas con uno de sus amigos del barrio. Osvaldo trabajaba como chapista y el otro, en una fábrica de muebles de la zona. Entró con valentía, adentro sonaba la música tropical que les gustaba. Dio unos pasos y vio a una mujer menuda, pequeña (“querible” dice), tenía el pelo negro y los ojos retintos. No La invitó a bailar un tema de Los Guaguancó: “Te lo tengo que decir/ te lo tengo que decir ahora/ te lo tengo que decir /porque ya mi corazón te adora”.
—Quien diría que después haría lo mismo que me hicieron a mí— dice al recordar aquel momento.
A las pocas semanas, ya presumía en el barrio que eran novios. A los dos años se fueron a vivir juntos a un chalecito que construyeron en José C. Paz. Tuvieron un hijo, después otros tres.
—Los quería una enormidad- dice.
Osvaldo fue copiando cada una de los actos de su padre que tanto daño le había hecho durante su niñez: durante el noviazgo le gritaba a su mujer. Antes del primer hijo, empezó a golpearla.
—Decía que nunca iba hacer lo mismo, pero ¿viste cómo es la vida? Esto es automático. ¿Por qué una mujer soporta tantos años?—se pregunta poniendo la responsabilidad en ella.
El 28 de noviembre de 2004, día en que su mujer se fue de la casa, fue un domingo de una lentitud apabullante. Osvaldo esperaba que después de la golpiza, volviera como siempre y todo fuera igual: le pediría disculpas, le daría un lindo regalo, todo quedaría en el olvido.
Pero no volvió.
Osvaldo dice que en ese momento tocó fondo. Pasó varios meses sin comer nada, las lágrimas “caían solas”, la gente del barrio le preguntaba si estaba bien. Casi al pasar, cuenta, que su ex mujer lo denunció. Pero la denuncia fue desestimada.
En una nota de un diario descubrió los grupos de terapia que coordina el licenciado Raúl Mattiozzi. Decidió acercarse. Al principio, le costó decir todo lo que había hecho; pero después sintió que lo guardado empezaba a surgir a borbotones, no podía detenerlo.
Ahora vive en un local alquilado donde antes funcionaba una carnicería. En la parte de atrás hay una casa dividida en cuatro partes donde viven otros hombres divorciados. Le dicen “la soltería”. Osvaldo se mudó ahí cuando se separó y con ayuda de los amigos de la parroquia del barrio –es un hombre creyente- consiguió una mesa, un par de sillas y su cama. Hoy, intenta acercarse a sus hijos y llevarlos a terapia.
—Por favor, escribí esto: “Pido perdón a mis hijos, perdón a mi ex mujer y a todos los que he insultado. Quiero agradecer a los que me ayudaron a salir de todo esto, porque el perdón no es suficiente”.
***
En un departamento antiguo, de techos altos, ubicado en el Microcentro porteño, funciona la Asociación Pablo Besson. La decoración es prolija: pequeños recuerdos de viajes, fotografías de niños sonriendo; sobre el escritorio, apenas un par de lápices y folletos, no hay objetos pesados, ni engrapadoras. Los ventanales están cerrados y la luz tenue apenas tiñe de amarillo un cuadro de flores rojas. Aquí, la psicóloga social Malena Manzato trabajaba con las víctimas hasta que recibió a dos mujeres que habían sido golpeadas por el mismo varón.
—Me di cuenta de que había que trabajar con los hombres porque si no todo vuelve a empezar.
Cada terapeuta entrevistado enunció el mismo objetivo: proteger a la mujer, porque el hombre golpeador puede volver a conformar una pareja y tener hijos.
—Durante las primeras sesiones, los hombres intentan minimizar sus conductas. Dicen que también sus mujeres fueron violentas y que ellos no les pegaron...apenas un empujón- cuenta.
Para que los varones acepten las responsabilidades es necesario, entonces, un trabajo de varios meses. En ese momento, el uso de la fuerza física se reduce. Pero la violencia sexual y económica es más difícil de desandar, explica Manzato. “A los hombres, les cuesta más tiempo desprenderse del cuerpo de la mujer y del dinero; a veces depositar la plata de los alimentos a principios de mes es todo un acto de superación”. Para ella, socialmente el ejercicio de poder del varón está bien visto y el problema son estos vínculos basados en el poder, que tienen que ver con una sociedad machista y patriarcal.
En la asociación recibe hombres derivados de las parroquias y centros religiosos de la zona. “Ellos sostienen que ‘el hombre es padre de familia’; que ‘la autoridad es del hombre’, que ‘la mujer no puede negar el cuerpo al hombre’. Son todos recortes de la Biblia”, había declarado tiempo atrás Manzato en una entrevista para Página 12. Frente al grabador vuelve a insistir en esta línea argumental. Describe al patriarcado como una construcción social que da ventajas y poder a los hombres; pero también es nocivo para ellos porque les exige ser duros, fuertes y ocultar sus sentimientos hasta que ya no puedan más.
—Aquellos que hacen largos procesos logran salir. ¿Y sabés por qué? —pregunta apoyando el dedo índice sobre su escritorio. Detrás de ella, un cuadro de flores rojas que parecen a punto de marchitarse, da la sensación de pertenecer a otra época— Porque el hombre que ejerce la violencia tampoco es feliz....
***
La cicatriz de Gastón empieza a la altura de la muñeca y después zigzaguea hasta la mitad del antebrazo. Es profunda y brillante, se ven en ella las pequeñas marcas que alguna vez fueron los puntos que le hicieron de urgencia en el hospital. Gastón está sentado en un bodegón de Vicente López, estira su campera deportiva como si intentara esconder la cicatriz.
—¿Cómo te la hiciste?
—¿Viste el cuchillo Tramontina?
En un ataque de celos, tomó el cuchillo de la mesa, en la que estaba por cenar junto a su pareja y le juró que iba a suicidarse. Desconfianza, sospechas, amenazas que se habían vuelto un rito cotidiano. Su pareja no le contestó. Él se clavó el cuchillo y sintió como si no fuera su cuerpo: vio la sangre que emergía desde la muñeca y avanzaba hasta el codo. No sentía dolor ni miedo, sino un placer mínimo al ver sufrir a su pareja.
Cuando la adrenalina se disipó y sintió la posibilidad de la muerte, salieron desesperados para buscar un taxi. Llegaron a la sala de urgencias mientras Gastón presionaba su herida con un trapo que se tiñó de rojo. En el hospital, le hicieron varios puntos: por suerte el cuchillo Tramontina no había tocado ninguna vena.
Mientras narra su historia, Gastón hace un nudo perfecto con los fideos que sirven en este bodegón. Entre bocado y bocado, cuenta que un amigo que iba hace mucho tiempo a un grupo en zona Norte se enteró de lo que había sucedió y decidió llevarlo. Desde aquel tiempo usa una técnica que le sugirieron los terapeutas: escribe cartas. A sus padres, a sus jefes, a su propia pareja. En ellas detalla qué lo enoja.
—En lugar de desahogarme con las personas, me desahogo así.
Cada tanto mira al televisor en la parte trasera del salón. La noticia es que una modelo hizo topless en el verano caribeño. En Buenos Aires, llovizna y sopla un viento frío. Antes de irse, Gastón se abrocha la campera y dice que quiere agregar algo, mirando hacia la calle donde tiene que tomar el colectivo.
—En realidad –suspira-. El amigo que me llevó… también es mi pareja.
Para ir al grupo se turnan: un martes cada uno porque no existen grupos de ayuda a las víctimas de violencia de género que reciban a otros hombres aunque sean homosexuales y víctimas del patriarcado. “Vamos al mismo grupo” y aclara enseguida: “Pero yo soy el violento. No él”.
***
Cuando se enoja, a Martín se le achican los ojos, se le desencaja la mirada. Una sensación tibia sube desde la boca del estómago, como una brea hasta la garganta, y la oprime. Siente un dolor punzante en la boca del estómago. Cada dedo se va tensando y cierra el puño, limpio como una piedra. Las luces se vuelven una neblina blanca y después viene la explosión.
Algunos especialistas creen que los hombres que ejercieron violencia de género deben reconocer la presencia física de la ira. Aprender a detenerla cuando la vista se achica y empieza a chispear la tensión. Otros piensan que hay que aprender a ser otros hombres: más sensibles, más abiertos, que no usen la violencia como un elemento de poder y dominación.
***
Quizás haya un patrón en los lugares de reunión: luces tenues, un aire a desodorante de ambiente y prolijidad médica, salas de consultorio pintadas de un blanco que se han vuelto opaco con los años, edificios de aspecto antiguo…. Todas estas condiciones las reúne el consultorio de Beatriz T. Allí se encuentran un contador, de pequeña estatura; un ingeniero con zapatillas deportivas; dos artistas que bordean los cuarenta años. Hombres de todas las edades y estaturas: también hay cuatro sillas vacías.
— El público es tan heterogéneo como la sociedad— dice Beatriz.
Entra un hombre mayor vestido con un traje, sin corbata. Menciona que la sesión anterior sirvió para hacerlo pensar sobre su personalidad. Después habla Mariano, el ingeniero; cuenta que no tuvo un buen fin de semana: discutió a toda hora con su pareja y estuvo muy cerca de “caer en lo mismo de siempre”. Lleva un cuaderno y escribe mientras los otros hablan.
Un joven de treinta años comparte unos caramelos de menta y pide la palabra:
—Está semana me di cuenta de todo lo que perdí.
—¿Qué cosa?— pregunta la terapeuta.
—No sé. Hasta el perro me tiene miedo en casa.
Después, la terapeuta pregunta si alguien escribió las cartas que había recomendado. Un hombre levanta la mano.
—Todo eso de las cartas, me parece un poco ridículo — interrumpe el contador—, ¿qué tienen que ver mis padres, mi madre en todo esto?— pregunta y busca con los ojos el apoyo de sus compañeros.
—Usted descalifique la terapia… Y fíjese dónde llegó el otro día con el colectivero— dice la terapeuta.
—El estallido es mío… Todo eso del espejo, el diario, las cartas —hace un gesto con la mano. El resto de los asistentes lo mira. Por un momento parece que se van a desbandar— me da vergüenza.
—Y sigue —la terapeuta niega con la cabeza.
—Convengamos que hay un poco de placer también en el estallido, como el otro día con el colectivero….Yo fui educado así.
Mariano, el ingeniero, levanta los ojos de su cuaderno:
—Y mirá donde terminaste.
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—Nos faltan estadísticas y relevamientos sobre el funcionamiento de los equipos para evaluarlo.
Natalia Gherardi está sentada en la sala de reuniones del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género. Sobre su escritorio hay un libro sobre las sentencias a los violadores y abusadores sexuales. “Tengo que hacer una reseña”, dirá más tarde.
—Entiendo que hay un argumento en contra de estos equipos, un argumento pragmático esgrimido por algunas feministas: ¿Por qué el Estado debe invertir en los golpeadores si faltan recursos para las víctimas? —dice y recuerda el debate público en España donde estos equipos son obligatorios para la Justicia. Allí también desde algunos sectores del feminismo se han planteado que los grupos de trabajo para golpeadores son una pérdida de recursos estatales que deberían destinar a las víctimas.
—Falta mucho trabajo con la asistencia a las mujeres, imagináte cuánto faltará con los hombres.
El riesgo central lo advirtió la investigadora española Elena Larrauri cuando afirmó que, en algunos casos, estos grupos podrían incentivar a una mala interpretación. “Las mujeres podrían bajar la guardia y mantenerse al lado de un golpeador, porque asisten a la terapia”, es el argumento en esta línea interpretativa.
—Debería haber un debate público sobre las herramientas judiciales para la protección de las mujeres –aporta Gherardi-. Muchas de ellas se acercan porque piensan que si lo dice un juez, su esposo va a dejar de golpearlas. Piensan que si a lo mejor lo dice otro hombre….
***
—¿Los hombres que ejercieron violencia son recuperables?
—¿Es una pregunta que me hacés a mí o te la estás haciendo a vos mismo? —dice Romina Pzellinsky, la directora del Equipo de Violencia de Género del Ministerio Público Fiscal de la Nación.
En su oficina casi todas son mujeres. Su objetivo es la asistencia a los juzgados donde se tramitan los casos de maltratos, golpes a la mujer y femicidios.
Pzellinsky dice que al no haber fiscales especializados, los que atienden a las víctimas son los mismos que mañana trabajarán con “robos, estafas, etcétera”.
Con un pequeño ejemplo señala la intrincada trama judicial: Mariela es una mujer golpeada que se acercó a la Oficina de Violencia Doméstica (OVD) de la Corte –en diagonal al Palacio Judicial– un pequeño despacho, colmado por mujeres de todas las edades, algunas con bebes en brazos. La Oficina recibe las denuncias por violencia de género y provee asistencia legal y psicológica a las mujeres. Allí se la escucha y se evalúa el riesgo según la intensidad de las agresiones, frecuencia y presencia de armas: bajo, medio, alto o altísimo.
Si Mariela recibió amenazas (“Te voy a matar”) pasa a la Justicia Penal de la Ciudad; si recibió amenazas coactivas (“Te voy a matar si no me dejás ver a los hijos”) pasa al Fuero Penal de la Nación. Si no hubo amenazas o lesiones, el caso se tramitará en los fueros civiles.
—El problema que tenemos en torno a la violencia de género es la superposición de fueros. Hay causas que se tramitan en varios juzgados al mismo tiempo. A lo mejor, la mujer vuelve a hacer una denuncia a la semana siguiente y se tramita en otro juzgado. Entre otras cosas, buscamos que se unifiquen y provean soluciones con urgencia. Porque los tiempos judiciales son distintos a los de una mujer. Más aún si convive con el agresor.
Cuenta que una mujer hizo la denuncia en la OVD y cuando llegó a tramitarse el juicio, no sólo había transitado un embarazo sino también tuvo un hijo con el golpeador.
—¿Y son funcionales estos grupos para la Justicia?
—Todavía no hubo una aplicación generalizada. Apenas son unos pocos-.
Con un pequeño cálculo se llega a la misma conclusión. Hay tres equipos que dependen del Estado y otros cuatro que son organizaciones sin fines de lucro: siete frente a los 12.000 casos que llegan a la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte. Pzellinsky medita unos segundos.
—Y tampoco son obligatorios.
***
—Te voy a decir qué significa que un hombre venga voluntariamente: su mujer hizo las valijas y está a punto de irse. Que se acerquen por el reconocimiento de su violencia es una utopía.
Sebastián Kikuchi coordina uno de los equipos de trabajo con hombres violentos de la Municipalidad de la Matanza. Es uno de los pocos hombres que está a cargo de uno de estos equipos. Eso le da una ventaja: un varón puede mostrar a otros nuevos roles, nuevos camaraderías y maneras de ser hombre sin recurrir a la violencia y el poder. La llama “nuevas masculinidades”.
—Alguna vez, ¿te sentiste identificado con ellos?
—¿Con los hombres?... Yo siempre pienso que me podría pasar a mí. Soy padre de una hija, estoy esperando a otra, si hubiera vivido las circunstancias de ellos me podría haber pasado. ¿Por qué no? Depende de una cultura, un mandato que continuamente está bajando línea. Hasta que no cambie esta cultura, cualquier hombre puede ser un golpeador. Medita un segundo mientras acomoda sus anteojos. “Cualquiera podría serlo en aquellas circunstancias” y repite: “Cualquiera”.
Dónde pedir ayuda
***Al número gratuito 144 las 24 horas durante todos los días.
***Al 0800-66-MUJER (68537)
***En la Oficina de Violencia Doméstica, que funciona las 24 horas en Lavalle 1250, CABA.