Memoria del seminario “Visiones sobre el futuro de la minería argentina”, un ciclo sobre recursos naturales y desarrollo sostenible coorganizado por CENIT-EEyN-UNSAM, el CIECTI y Fundar.
Por la autopista que conecta Los Ángeles y San Francisco circula uno de los 1500 vehículos eléctricos que Tesla produce por día en su planta de Freemont, California. Su batería lleva unos 60 kilos de litio que fueron bombeados hace dos años de un salar en la Puna argentina. La salmuera fue depositada por varios meses en grandes piletones a más de 4000 metros sobre el nivel del mar. El sol y el viento evaporaron lentamente el agua. La salmuera concentrada fue trasladada luego a una planta para producir los compuestos que abastecen a Tesla y otros líderes de la electromovilidad mundial.
Relatos similares podrían replicarse para cada uno de los minerales críticos que son esenciales para la transición hacia una matriz energética menos dependiente de hidrocarburos. La crisis climática y los objetivos de reducción de las emisiones de carbono establecidos por el Acuerdo de París traccionan ese proceso. Una misma dinámica conecta así las preferencias de los consumidores y los incentivos fiscales para acelerar la transición hacia la electromovilidad en los países del Norte global, por un lado, con el desarrollo de la minería en los países que cuentan con recursos abundantes y las presiones que se ejercen sobre los territorios donde se extraen los recursos, por el otro.
A diferencia de otros países sudamericanos, en particular los de la región andina, Argentina no es, por tradición, un país minero. Chile, por ejemplo, en 2019 exportó 34.000 millones de dólares; Argentina, menos de una décima parte: 3200 millones. Este tipo de comparaciones -traídas al seminario por Alberto Hensel, entonces secretario de Minería de la Nación- explican por qué, desde los 90 y especialmente durante el ciclo de fuertes precios internacionales que comenzó en 2003, la promoción de la minería ha sido una de las prioridades políticas de los sucesivos gobiernos. Por eso, también, son usualmente las voces del sector público -como la de Daniel Schteingart, director del CEP XXI, Ministerio de Desarrollo Productivo, y Miguel Soler, secretario de Minería e Hidrocarburos de Jujuy, también presentes en este seminario- las que argumentan a favor de su desarrollo.
Las razones a favor de un mayor desarrollo de la minería: el potencial geológico que presenta nuestro territorio; la capacidad de generar divisas, moderar la crisis de balanza de pago y reducir la dependencia del sector agroexportador; la capacidad para dinamizar las economías regionales y crear empleo de calidad (que hoy tienen dificultades para generar empleo privado); el potencial para favorecer la generación de capacidades productivas y tecnológicas locales, incluyendo actividades de investigación, desarrollo e innovación.
Como contracara del potencial económico que la minería comporta, su desarrollo enfrenta fuerte resistencias por parte de la sociedad civil, tanto en el ámbito metropolitano como en las provincias y los territorios mineros o con potencial minero. La conflictividad socioambiental en torno a las actividades extractivas es un fenómeno global que en la Argentina tiene un papel decisivo. Nuestro país no solo se caracteriza por la intensidad de estas movilizaciones, sino también por su efectividad: en el 53% de los casos identificados, los conflictos socioambientales llevaron a suspender y hasta cancelar proyectos, en una proporción que está muy por encima del promedio internacional del 26,5%. Estos datos surgen del análisis de los conflictos mineros registrados por el Atlas Global de Justicia Ambiental, realizado por Mariana Walter (Universidad Autónoma de Barcelona) y Lucrecia Wagner (CONICET - UNCuyo). De acuerdo con su trabajo, la eficacia de las movilizaciones se explica por la capacidad de los grupos ambientalistas para articular coaliciones amplias que involucran actores locales, del sistema político y del sector productivo, junto con comunidades indígenas y campesinas, en una estrategia que se despliega en distintos niveles y espacios institucionales.
La conflictividad socioambiental ocurre en un contexto donde el federalismo argentino asigna a las provincias el dominio originario de los recursos naturales y, por lo tanto, competencias para evaluar el impacto ambiental de los proyectos. Desde la perspectiva de los gobiernos provinciales, como señaló Miguel Soler, los procedimientos de evaluación son idóneos. Pero las y los investigadores en el territorio observan una tensión recurrente entre los marcos normativos referidos al ambiente y los derechos de las comunidades, por un lado, y la realidad práctica de la actividad, por otro. Así, por ejemplo, en su estudio de las respuestas de las comunidades indígenas frente la explotación del litio en la Puna, Deborah Pragier, de la Universidad de San Martín, identifica una brecha en la implementación del marco normativo que reconoce y protege los derechos preexistentes de los pueblos originarios sobre los territorios que habitan. El problema no reside en el reconocimiento legal de los derechos indígenas, sino en la implementación de mecanismos y prácticas que permitan ejercerlos.
Tampoco se verifica en la práctica la promesa de que la minería sirva de plataforma para un desarrollo importante de eslabonamientos productivos a partir de la actividad extractiva. Los resultados del estudio presentado por Anabel Marín, investigadora del Institute of Development Studies (Reino Unido), muestran que la provisión de servicios mineros de alta complejidad se concentra en unos pocos proveedores globales, lo que supone altas barreras de entrada para las empresas nacionales. Ello implica que los eslabonamientos productivos locales se concentran en actividades poco intensivas en conocimiento, donde la cercanía geográfica otorga una ventaja competitiva, como la logística, el mantenimiento de instalaciones o los servicios de alimentación. Esto debilita el potencial del sector para traccionar el desarrollo de capacidades productivas y tecnológicas más complejas.
La pregunta crucial es: ¿hay espacio en la Argentina para el desarrollo de una minería con mayor aceptación social, sostenibilidad ambiental y potencial para apalancar un proceso de desarrollo que apunte a la generación de capacidades locales? El interrogante es difícil de responder, ya que involucra múltiples dimensiones. Las discusiones desarrolladas a lo largo del seminario sugieren que se necesita una profunda transformación de las prácticas actuales. Estas reformas comprenden tanto los sistemas de producción, monitoreo y control, como los vínculos que se establecen entre los actores que participan directa o indirectamente de la actividad: el Estado, las empresas, las comunidades y el sistema científico-tecnológico.
En el centro de la discusión se encuentra la necesidad de construir lo que Anabel Marín denominó “nuevos modelos de gobernanza”. Esto supone encontrar mecanismos para la toma de decisiones sobre la gestión de los recursos naturales, incluyendo definiciones estratégicas que sean de carácter participativo e involucren una mayor variedad de actores. Mecanismos que deberían favorecer la incorporación de las dimensiones social y ambiental en la propia política productiva y tecnológica. En la misma línea, Pragier señaló que los esquemas de gobernanza deben ser capaces de operar en contextos interculturales, no solo reconociendo sino apoyando la expresión de una diversidad de perspectivas sobre la valoración de los recursos.
En esta dirección apuntan las experiencias de monitoreo hídrico comunitario en Argentina, Colombia y Perú, tema que abordó Julieta Godfrid, de la Universidad de Playa Ancha (Chile). Se trata de iniciativas impulsadas por las comunidades, en articulación con ONG, laboratorios y universidades, típicamente en regiones que sufren estrés hídrico, que buscan superar la fuerte desconfianza respecto del proceso de control ambiental de la minería realizado por la institucionalidad estatal, al que se le imputa falta de capacidad técnica y escasa transparencia en los procedimientos. Estos mecanismos aspiran a fortalecer el ejercicio de los derechos ambientales a través de la deliberación y la participación en los procesos decisorios. Sin embargo, encuentran su límite en la falta de recursos económicos, que limita su sostenibilidad en el tiempo, y en el carácter no vinculante de sus resultados. Estas limitaciones apuntan, en consecuencia, al rol insustituible que debe desempeñar el Estado, en sus distintos niveles, para garantizar los derechos ambientales, incluyendo la generación de capacidades específicas para asegurar el ejercicio de esos derechos.
La presentación de Fernando Lucchini, presidente de Corporación Alta Ley, contribuyó a pensar los nuevos modelos de gobernanza a partir de la experiencia chilena. Durante los últimos años, en el país trasandino se crearon dispositivos institucionales que buscan abordar los aspectos productivos, tecnológicos, ambientales y sociales de la minería a través de mecanismos participativos orientados a la generación de acuerdos amplios. En particular, la Corporación Alta Ley se propone articular un ecosistema de innovación y desarrollo tecnológico en torno a la minería. Lucchini identificó tres dimensiones clave de ese proceso: primero, la generación de una visión estratégica a partir de un amplio proceso colaborativo que involucró a todos los actores relevantes; segundo, la priorización de líneas de acción a partir de esa visión compartida; tercero, y decisivamente, la construcción de una institucionalidad densa, con la participación de actores públicos y privados, que permita gobernar procesos de construcción de capacidades de largo plazo, favoreciendo la articulación de instrumentos y la coordinación interinstitucional.
El litio como laboratorio
En la discusión pública sobre el litio se encuentran ecos del mismo debate: las tensiones entre desarrollo económico que podría promover la minería, por un lado, y el impacto socioambiental que genera una mayor presión sobre los territorios de extracción, por el otro. La intensidad del debate se profundiza al pensar en la transición energética global y la disponibilidad que Argentina tiene de este recurso, crucial en el cambio de paradigma tecno productivo. A medida que se agudiza el carácter crítico del litio como insumo insustituible para producir las baterías, el recurso se vuelve más estratégico para los países que cuentan con abundantes reservas, como la Argentina, y ganan fuerza las narrativas desarrollistas alusivas en aquellos países.
En el centro de esas narrativas se encuentra la aspiración a avanzar hacia la producción de baterías de ion de litio. Desde esta perspectiva, nuestro país debería aprovechar su posición privilegiada como país rico en recursos de litio para convertirse en protagonista (y no mero espectador) de la transición energética global. La fabricación local de baterías, eje de la presentación de Arnaldo Visintin, investigador del Instituto de Investigaciones Fisicoquímicas Teóricas y Aplicadas del CONICET y la Universidad Nacional de La Plata, podría ser el inicio de una vía de escape a un patrón productivo “primario” con el que se asocia la producción de compuestos de litio.
Entre los activos que Visintin identificó para encarar este proyecto se encuentran el compromiso y la capacidad de la comunidad científica local. Sin embargo, esta es apenas una condición necesaria pero no suficiente: se requiere una política integral, construida desde el Estado y abierta a los actores relevantes para su implementación, que coordine las políticas productivas y de innovación con el desarrollo local (o, mejor aún, regional) de la electromovilidad y las energías renovables.
El litio alimenta también expectativas de desarrollo económico en el otro extremo de la cadena de valor, allí donde se producen los compuestos de litio. En este caso, la expectativa es que el entramado productivo de las provincias litíferas (Catamarca, Jujuy y Salta) pueda tener una mayor participación en las actividades de extracción y procesamiento del recurso para producir compuestos. Sin embargo, de la presentación de Guillermo Baudino, de la oficina regional del Instituto Nacional de Tecnología Industrial, se desprende que, a pesar de la naturaleza estratégica que se le ha asignado al recurso, el ecosistema industrial de las provincias del noroeste todavía no está preparado para enfrentar el desafío de la expansión productiva proyectada. Se requieren servicios y bienes específicos que no se producen en la región -y, en algunos casos, ni siquiera en el país-. Esto representa un cuello de botella que podría profundizar, volviendo a Marín, la brecha entre las expectativas generadas y la materialización de los beneficios obtenidos.
Más allá de las iniciativas puntuales en ambos extremos de la cadena de valor, el sector del litio no escapa a las limitaciones que, en términos de gobernanza, enfrenta la minería en su conjunto. Uno de los autores de esta relatoría, Martín Obaya, coincidió con Ariel Slipak, investigador del Grupo de Estudios en Geopolítica y Bienes Comunes de la Universidad de Buenos Aires, en señalar las restricciones que plantea el régimen normativo vigente, tanto para materializar el potencial estratégico del sector en términos económicos como para construir un consenso social más amplio en torno a un modelo de desarrollo de una cadena de valor local que integre al litio como insumo crítico.
Los puntos de acuerdo se debilitan, sin embargo, cuando se trata de pensar qué tipo de gobernanza permitiría alcanzar estos objetivos. Desde la perspectiva de Obaya, el marco normativo actual limita el menú de instrumentos de política industrial, por su naturaleza liberal y por los problemas de coordinación que el federalismo comporta. La comparación con los casos de Bolivia y Chile muestra que estos países tienen a disposición más herramientas, tanto para capturar una porción mayor de la renta económica del recurso como para promover el desarrollo de capacidades productivas y tecnológicas locales -aunque esto no significa que lo hayan logrado-. Sin embargo, en su visión, el principal obstáculo no reside en el marco normativo sino en la dificultad para articular una visión estratégica nacional sobre la política que debe darse la Argentina en relación al recurso. Esa requiere un trabajo de construcción de acuerdos entre actores públicos, privados y de la sociedad civil, así como entre distintos niveles de gobierno, lo que podría facilitar también una mayor coordinación inter e intrajurisdiccional de políticas. Una vez definidos los objetivos estratégicos para el litio, es posible pensar y negociar los instrumentos de política necesarios para alcanzarlos.
En contraposición, Slipak señaló que para que sea posible traccionar un proceso de desarrollo a partir del litio es necesario desafectar el recurso del Código de Minería nacional y diseñar una normativa más funcional a este objetivo. En su visión, el código (y la normativa minera, en general) encarna un concepción del desarrollo en la que prevalece una gestión territorial privatizada, lo que vuelve imposible cualquier tipo de contribución al bienestar. La explotación del recurso en manos de empresas transnacionales, en contextos de baja capacidad de control estatal, impide realizar el potencial del sector litífero en términos de empleo, recaudación fiscal, captación de renta, generación de divisas y desarrollo local de la cadena de valor, a la vez que favorece violaciones recurrentes de los derechos de las comunidades que habitan los territorios de donde se extrae el recurso. Un nuevo modelo de gobernanza del litio requiere, en la visión de Slipak, poner el recurso en manos del Estado nacional y avanzar en la democratización de los procesos decisorios sobre la actividad, favoreciendo una mayor participación de las comunidades locales.
***
De las presentaciones del seminario surgen al menos tres propuestas para redefinir los modelos de gobernanza de la actividad minera:
1) Trabajar en la construcción de acuerdos entre actores públicos, privados y de la sociedad civil, así como entre distintos niveles de gobierno para articular una visión estratégica nacional sobre la política que debe darse la Argentina.
2) Ese proceso debería apoyarse en mecanismos y arreglos institucionales de carácter participativo que incorporen la mayor variedad de actores y que aborden de manera conjunta aspectos productivos, tecnológicos y ambientales. 3) En la medida en que la construcción e implementación de esos acuerdos involucra actores entre los que existen fuertes asimetrías de poder, se requiere a la par un esfuerzo deliberado orientado a fortalecer las capacidades estatales para regular la actividad y coordinar políticas.