Cuando en septiembre de 2012, la policía tocó el timbre de Álvaro “Chula” Calistro, el cultivo de marihuana en Uruguay todavía no era legal. Al abrir la puerta, Calistro vio revólveres, armas largas, walkie talkies, tipos uniformados con chalecos anti balas. Nervioso, casi gritó que la suya no era una casa de delincuentes, que no había armas: que vivía con su mujer y dos hijos. No recuerda si las plantas de marihuana que no pasaban los diez centímetros de altura eran 90 ó 120. Los policías le mostraron una orden judicial. Se llevaron los plantines recién sembrados y también a él, sin esposas.
En el calabozo de la Jefatura de Policía de Montevideo estuvo diez minutos. Lo sentaron en un escritorio, entre varios oficiales. Chula, que guarda su descendencia charrúa en los ojos, esperaba atento: un policía de pie sujetaba el teléfono y miraba por la ventana.
A veces miraba al detenido, a veces el centro de Montevideo. Después de cortar pareció dispuesto a hablarle. Chula aprovechó el momento. Monologó: el cannabis no era la única planta “terapéutica” en su jardín. Habló de la tintura de marihuana que preparaba con algunos cultivadores del barrio y regalaba a vecinos y vecinas. Contó que las doñas la adoran porque calma dolores reumáticos y musculares, sobre todo los de espalda. Le pidió a los policías que googlearan tecnicismos: tricomas, terpenos y flavonoides.
Les explicó que el sistema endocannabonide, descubierto en Israel en 1992, guarda una relación todavía en vías de exploración con el sistema inmunológico. Que regula la actividad de los órganos periféricos, incluido el cerebro y también el corazón. Que los tejidos activan sus receptores, es decir liberan o bloquean comunicaciones moleculares, cuando reciben los principios activos de la planta. El CBD fue el ejemplo paradigmático en la “charla”. Es uno de los casi 100 principios activos conocidos del cannabis, no tiene efectos psicotrópicos y su aceite ayuda a frenar varios tipos de epilepsia refractaria, le da ganas de comer a quienes reciben quimioterapia y contiene las nauseas de los retrovirales que se usan contra el HIV, entre algunas otras aplicaciones.
Los policías lo escuchaban atentos. Uno comentó que parecía un “gurú de la marihuana”.
Pasó al juzgado penal en cuestión de minutos. Algo raro en las penitenciarías donde casi siete de diez están presos sin condena. Estuvo unos momentos en el calabozo y lo llamaron en seguida. Una fiscal rubia le consultó si tenía abogado.
—Me arreglo con uno de oficio, y si no hay declaro solo.
—¿Te animás?
—Vamos.
Chula volvió a contar la historia: sus plantas ni siquiera habían definido el sexo. Dijo que las psicoactivas tienen THC pero también CBD y que él usaba esas variedades en las tinturas. Que el CBD no pega, solo seda. Los plantines no tenían ni lo uno ni lo otro. En todo caso empezaban a desarrollar una ínfima porción de sus ácidos que, descarboxilados —tras secado y curado—, se convertirían en los principios activos de la planta que penaba la legislación uruguaya.
La intensidad de las preguntas de la fiscal disminuyó. Empezó un diálogo informal. Ella quería saber, él quería salir. El actuario mencionó que no podía anotar conversaciones, solo preguntas y respuestas. La fiscal no encontró dolo, la jueza tampoco. Tres horas después de la detención Chula volvió a su casa. Escuchó a un policía de Jefatura decirle que si la justicia desestima un caso no pueden detener a la misma persona por el mismo asunto: non bis in idem. Así que volvió a plantar. Dice hoy convencido: fue el primer cultivador legal.
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Se la conoció como cáñamo cuando las velas de los barcos, cuerdas, ropas y papeles se confeccionaban con la fibra de su tallo. Los boticarios a finales de s.XIX y principios del XX le decían cannabis a la maceración alcohólica contra dolores musculares, que también ayudaba a conciliar el sueño y relajar los músculos en los albores de un yugo cada vez más exigente con el cuerpo social. Las variedades de cannabis se exportaban a todo el mundo desde Francia, bajo la marca Grimault. A principios del siglo XX, se publicitaban en los diarios como un cigarrillo contra el asma y la tos. Tras la Convención Internacional de Ginebra en 1925, los cigarrillos se prohibieron y aquel alcohol verdoso se etiquetó, con letras mayúsculas rojas, como VENENO.
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Nada ni nadie hacía sospechar que Uruguay sería el primer país en legislar toda la cadena de producción de la marihuana, hasta que en junio de 2012 el ministro de Defensa de José “Pepe” Mujica lo anunció en una conferencia de prensa.
Dieciocho meses más tarde, el Parlamento votó la plantación de hasta seis plantas hembras por hogar. También clubes de cannabis, asociaciones civiles sin fines de lucro que para ser habilitadas deben cosechar hasta 100 plantas hembras y anotar en su nómina entre 15 y 45 miembros.
La ley prevé habilitar un sistema de acceso en las farmacias, que viene demorado: el Estado todavía no seleccionó las empresas que plantarán. Un escáner dactilar comprobará que la yema de un pulgar no acceda a más de 10 gramos semanales.
El Chula, pionero del autocultivo uruguayo.
Los conductores ya están siendo fiscalizados y las sanciones por conducir “de la cabeza” se equipararon a las del alcohol. La primera multa: seis meses sin libreta de conducir, la segunda un año y la tercera: dos.
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Horacio “Tato” López, fue un niño pródigo del básquet, todavía es el jugador más joven que alguna vez vistió la celeste. Con 15 años participó de la selección mayor en 1977. En 1987 se llevó el sudamericano de clubes con Ferrocarril Oeste, además de goleador en la liga argentina. En 1992 lo honraron como mejor extranjero al occidente del Río de la Plata.
Becado dos veces en EEUU durante 1978 y 1980, se hizo amigo de algunos basquetbolistas de ese país que competían en la liga uruguaya, unos cuantos fumaban. Al volver, ya en tiempos de dictadura uruguaya, la policía de Narcóticos lo detuvo. Le encontraron marihuana. López era reconocido por sus posiciones antidictatoriales y los militares se la cobraron.
Los diarios vendían su espectro extraviado entre la tinta roja de la tapa. Los doctores le decían toxicómano. Los comentaristas deportivos pedían su cabeza: suspensión de por vida.
Treinta años después, en su casa de Montevideo, bebe té: sereno, pausado y reflexivo. Mide exactamente dos metros, osamenta amplia, manos enormes. La regulación le parece una oportunidad. Se acuerda de aquel año, se ríe, pero tuvo miedo. La salud era como la justicia, solo un eslabón más del aparataje represivo.
—Me trataban como marginal y delincuente. Me decían que tenía un problema psíquico, que era un adicto, que tenía un problema social. Era una oscuridad escandalosa.
En 1983 pudo volver al deporte con su equipo, el Bohemios. Fue campeón. Con la cancha llena, la hinchada más grande de Uruguay, la de Aguada, le tiró una enorme jeringa de cartón.
Le gritaban: falopero. Pichicatero. Drogadicto. Le decían: tendrías que estar en cana, hijo de puta.
López mejoró su puntería. En 1982 anotó un promedio de 32,3 goles por partido. Un año después llegó a los 33,2. Ni por el encierro ni por la marihuana. En 1984, Tato fue goleador olímpico por mérito propio.
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En 2001 ni Uruguay, ni sus países fronterizos fiscalizaban el espacio aéreo con radares. Las avionetas paraguayas aterrizaban en el medio del campo con marihuana y cocaína. El entonces presidente Jorge Batlle, un liberal del Partido Colorado, sugirió legalizar todas las drogas, con más ánimo de debate que de legalización. La idea fue una piedrita en el río que desparramó unas ondas nuevas que algunos tomaron. Pero la crisis económica puso bien lejos el foco de las políticas públicas.
Había olor a marihuana en las afueras de bares y liceos y facultades. Se le dedicaron letras de rock, cumbia, tango y murga. Muchos jóvenes pintaron la hoja en los muros. Se incorporaron los movimientos políticos juveniles frenteamplistas y un puñado de tímidos liberales a pedir por sus libertades. Se creó un movimiento de cultivadores y usuarios en unas cuantas ciudades. Se fumó en la plaza principal y llegaron las cámaras.
En 2009, la campaña electoral que convirtió a José Mujica en presidente lo hizo hablar de drogas, muy a su pesar. El uso marihuana no le quitaba el sueño como si lo preocupaba el abuso de pasta base. Nunca dijo que estuviera a favor del aborto. Tampoco tenía en agenda al matrimonio igualitario. Los amparó a regañadientes, como un abuelo tolera las travesuras de sus nietos que nunca comprenderá.
En la entrevista de la Televisión española, a Mujica se lo ve sentado en un bello jardín español. No es el de su chacra. Pero se muestra con la misma confianza: las manos firmes en el posa brazos del sillón, el torso recostado a la derecha, parece conocer las respuestas de memoria: “Ninguna adicción, salvo la del amor, es recomendable”.
Que la marihuana es una plaga, como el tabaco. Que peor las consecuencias del narco que del uso. No le gusta eso de “las drogas”, pero “están ahí”. El asunto, el boniato, es la trastienda: el narcotráfico. “La clandestinidad les regala un mercado. No sé si lo que proponemos puede cambiar el problema. Lo que tengo claro es que cien años persiguiendo la drogadicción no da resultados”.
En el Consejo de Ministros de abril de 2012, el gobierno debatía leyes, decretos y discursos para frenar la violencia en la sociedad. Asesinatos, agresiones en el fútbol, violencia de género, sangre, llanto, muertos y heridos en los televisores se superponían al sentir social de que la “inseguridad” estaba en aumento y que la cosa era cada vez peor.
El ministro uruguayo del Interior, Eduardo Bonomi, informó que la subida de homicidios de 104 a 163 (entre 2011 y 2012) en todo el país se debía al ajuste de cuentas entre grupos que se disputaban el mercado interno de drogas.
Para el ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro, la solución no era exclusivamente la represión.
—El narcotráfico tiene navegando por los mares 52 submarinos clandestinos. Nosotros, en la Armada, no tenemos ni uno —decía en su despacho, la barba blanca hirsuta y un bastón cerca de su mano derecha. A su izquierda un respirador y una silla de ruedas.
Antes de comprar submarinos, el gabinete del “Pepe” decidió explorar otra vía.
Fernández Huidobro ya había editorializado sobre la legalización en algunas publicaciones periódicas de Montevideo.
En su oficina de ministro fumador recuerda aquel momento cuando dio su parecer sobre la legalización.
—Tenemos que combatir la droga de manera racional, tratar al consumidor problemático en la salud y no como un criminal, no podemos meterlo preso. A las mulas menores tampoco. Tenemos que combatir al narco para sacarles el mercado.
El ahora también ministro del presidente Tabaré Vázquez—médico que prometió respetar la ley pero desconfía de estas cosas de “la droga”— admite que caminan con cautela.
—Incursionamos en un terreno que nadie transitó. Si la experiencia dice que va mal lo cambiamos, no hay problema. Nadie tiene la idea perfecta ni se las sabe todas.
Fernández Huidobro y Bonomi, ministro del Interior, son dos hombres de estrechísima confianza de Mujica. Militan juntos desde la guerrilla urbana y se acompañaron en el proceso democrático que los hizo recorrer todo el país a cara descubierta, tomando mate en las plazas.
El ministro de Interior también se sienta en un sillón añoso aunque no tanto como los libros de derecho y memorias policiales que rodean la sala donde recibe visitas. Nunca consumió cannabis y desconfía de la fuerza pública como única solución.
—La región lleva adelante la guerra contra las drogas en términos militares. Aunque muchos de esos gobiernos cuestionan la estrategia de combatir la producción y el tráfico de drogas. Hay otro componente que es económico: el mercado. Si no se combate el mercado habrá producción para abastecerlo.
Al responsable de la seguridad interna del país legalizador le compete el combate al narcotráfico pero no la regulación del mercado de marihuana, lo dice sin sobresaltos.
—El enfoque que proponemos es de salud y reducción de daños. Los que tienen que controlar la ley son los organismos encargados de la salud. Una autorización para plantar no la puede controlar la policía.
Sobre si la legalización influyó en la modificación de la tasa de homicidios, en el Ministerio de Interior dicen que todavía es demasiado pronto para sacar conclusiones.
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En 2002, el año de la última crisis económica en Uruguay, las exportaciones caían, el dólar se disparaba y el precio de los bienes de primera necesidad arañaban imposibles. En un país ateo, los empleados rezaban por conservar el trabajo. Se oyó hablar de chicos comiendo pasto, de hordas que bajarían de los barrios populares al centro. Uno de cada tres hogares estaba bajo la línea de pobreza.
Como el resto de los barrios populares de Montevideo, el Cerrito de la Victoria estaba derrotado. Los vecinos más jóvenes se juntaban en la esquina de Callao y Pablo Pérez, —frente a lo de Chula— para ver pasar el tiempo. No había mucho para hacer. Unos cuantos probaron pasta base.
Un día Chula se acercó, pidió para fumar. Pitó dos veces.
—¿Esto qué es?
—Pasta base.
—La pasta base es una mierda, pero esto es peor.
Convidó a los pibes de la esquina las flores de cannabis cultivadas con las semillas que había traído de Colombia y Brasil. Nunca habían quedado tan colocados por fumar porro. Lo que conocían venía de Paraguay: era un montón de vegetación aplastada con olor de amoníaco recubierta por hongos. El porro no era objeto de crítica. Solo lo fumaban. Con los cogollos de Chula descubrieron sabores y texturas. Hoy fuman las propias: Chula les enseñó a plantar.
El multiplicador de semillas no vende, pero hace trueques. Dice tener “un convenio” con el carnicero. Le entregan pollo o un trozo de carne y él convida cogollos.
Lo mismo hace con el almacenero del barrio. Edgard de 43 años, que despacha clientes escuchando músicas del mundo. Desde cuando cambiaba figuritas en la escuela que no hacía trueques.
Ahora lo hace también con otro vecino que le lleva alguna flor al mostrador de vez en cuando. Edgard la cambia por cerveza, comestibles y los etcéteras apilados entre las estanterías o las vitrinas del almacén barrial.
—Sabés que ese porro es otra cosa, es de un tipo que lo tiene en su casa, no tiene químicos ni procesamientos. Como te lo llevás te lo fumás.
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Nada se cambia de un día para el otro, ni por decreto. El sargento primero Roberto Cardozo, comisario en el departamento de Florida —a 100 kms. de Montevideo—, piensa que el cannabis medicinal debería usarse más. En mayo de 2015 falleció uno de sus nietos de 8 años, tenía cáncer.
Dice que el aceite de cannabis “realmente le hizo muy bien”. Unas gotitas del aceite en un vaso de agua o en leche, hicieron de la vida del niño algo más llevadero.
––Mitigó dolores, fue un relajante muy bueno porque no podía orinar. Eso lo relajó y orinó tranquilo.
Cardozo, es presidente de uno de los sindicatos policiales. Dice que la policía no conoce la nueva la ley, que la van conociendo. Por estos días el ministerio del Interior y los movimientos sociales trabajan para un protocolo de actuación policial. Para que policías, jueces y usuarios tengan las reglas claras.
La regulación es un desafío para unas cuantas profesiones. La medicina una de ellas.
La doctora Julia Galzarano trabaja hace 18 años entre personas que tienen problemas con drogas en las clínicas del sistema de salud uruguayo. En agosto dirigirá un curso para la actualización de los médicos en materia de drogas. La formación académica, particularmente en medicina es todavía prohibicionista. Galzarano cree en la regulación, fue una de las referentes en la discusión que largó el Sindicato Médico del Uruguay tras el anuncio del gobierno.
En los 90 practicó la reducción de riesgos y daños. Buscaba que los chicos no se inyectaran cocaína y si lo hacían que fuera con jeringas esterilizadas, para prevenir otras enfermedades. Ahora trata de que usen su pipa de pasta base, que cada cual tome cocaína con su canuto, que vaporicen el cannabis o lo fumen con alguna boquilla después de completar todas las tareas del día. La reducción de riesgos y daños no impone, no pide abstención, pretende acompañar. Si alguien no puede cortar el uso de drogas, por lo menos busca que no se haga tanto daño. Galzarano trabaja desde la cercanía, a contrapelo de una muy probable mayoría.
Los padres le llevan adolescentes sorprendidos con marihuana entre sus ropas. Muchos se preocupan de más. Ella recomienda que se informen, que sepan qué y cómo consumen sus hijos. La doctora les dice que los adolescentes probablemente sepan más que ella de cannabis.
—A los padres trato de explicarles que lo mejor es dejarlos plantar en casa. Así al menos tienen una preocupación: cuidar la planta. Debería preocuparles más que no estudien, que estén deprimidos y sin hacer nada todo el día a que fumen marihuana.
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En abril de 2015, Uruguay tuvo su primer cosecha legal. Calles, bares, plazas, living, cuartos y jardines se llenaron de olor a cannabis. Nunca hubo tanta diversidad en los buquets, en paladares y narices, como en esta cosecha. Las encuestas dicen que uno de cada cuatro se abastecen de plantas propias o de amigos. Pero en la calle la sensación es que casi todos los que usan cannabis cosecharon.
Los grandes supermercados ofrecen mezclas de tierra especial para el cannabis, a dólar el litro. Algunos cultivadores estrella testean sus propias variedades y tienen planes serios de venderlas a los bancos europeos, como quien exporta software. Algunas abuelas le preguntaron a sus nietos por la planta después que Mujica hiciera ruido en los televisores. Las tiendas de parafernalia cannábica (growshops) importan sustrato de Holanda para los sibaritas, lámparas de China para ansiosos o previsores, pipas de la India, balastros, fertilizantes, instrumentos para medir la electroconductividad en las soluciones de riego y el suelo, macetas y papelillos, picadores y todo tipo de parafernalia de hojas con cinco puntas, incluidas camisetas con la cara de Mujica o de Bob Marley, o una fusión de los dos. Mujica puso al Uruguay en los televisores y monitores de todo el mundo. Ahora, en Punta del Este hay posadas marihuana friendly.
Un estadounidense cincuentón que solo habla inglés abre la billetera para sacar plata: allí, se ve una cédula de identidad uruguaya. Está parado en el mostrador de Urugrow, una de las primeras tiendas cannábicas de Uruguay. Luce un gorro de cow boy, se queja del instrumento para mantener estable el nivel de corriente eléctrica que compró para su cultivo de interior (balastro). Juan Manuel, uno de los tres socios de la tienda, le pregunta en inglés si le gustó aquel porro que fumaron el día de la compra. El gringo dice yes.
—Para plantarlo usamos el balastro que tenés en la mano.
El gringo compró otro, del mismo modelo. Juan Manuel presume que lo quemó por usarlo mal.
Un cartel en el mismo mostrador se ataja:
—No vendemos marihuana pero podemos ayudarle a plantarla.
Están cansados que lleguen turistas preguntando cuánto sale el gramo o que compren papelillos y consulten cuánto sale rellenarlos. No venden, no saben. Cuando tienen que contestar levantan la mano con el dedo índice apuntando a la señalización, sin hablar.
Juan Manuel de 26 años estudió sociología y trabajaba en una empresa de importaciones que dejó para dedicarse al grow.
Un brasilero lo saluda con la mano extendida. Consiguió la residencia uruguaya que es más fácil que aprender a hablar español. El brasilero lo intenta pero la mitad de sus palabras son en portuñol. Se lleva cinco macetas y sus bandejas, jifis (un disco de turba prensada para germinar semillas), también le embolsan un almaciguero, lana de roca y compra casi cincuenta dólares en semillas. En total gasta unos 110 dólares.
—Es más barato que la terapia —bromea.
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Hasta julio de 2015, una ínfima parte de la población (solamente 2465 personas) se había registrado como autocultivadores, es decir que tiene al menos una planta en su casa. La Junta Nacional de Drogas estima en unos 160 mil los usuarios habituales y en su última encuesta dicen que uno de cada cuatro consigue flores propias o de algún amigo.
Al momento hay un solo club autorizado, cuatro tienen el trámite adelantado, otro pidió la visita de la entidad reguladora, el Instituto de Regulación y Control del Cannabis y 12 más deben completar varios trámites pero igual funcionan.
Uno es la Red de Usuarios de Drogas de Uruguay que Chula y jóvenes vecinos del Cerrito de la Victoria fundaron después de su detención. La Red no tiene los setecientos dólares que —más o menos— se necesitan para abrir una asociación civil.
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El jardinero de cannabis es un nuevo trabajo que surgió con la regulación. Juan Guano era el pseudónimo del cultivador —hoy de 26 años—que ganó la primer Copa Uruguay de Cannabis en 2011. El campeón estuvo tres meses sin fumar porque necesitaba la mente clara para pensar sus asuntos personales, comenzaba una psicoterapia. Durante la adolescencia sus padres no lo dejaban cultivar, entonces llenó de plantas las casas de todos los amigos que pudo. Lo que más le gusta de la marihuana es su sabor, el colocón no le importa. Sus porros saben a ensalada de frutas. Pero a él no le gustan, es crítico como los novelistas con su obra.
Ahora es el jardinero de un club, es decir es el motor de un grupo de amigos que se asociaron legalmente y están en vías de ser plenamente reconocidos.
—Uruguay en muchas cosas es bastante burocrático. Depende del escribano que consigas cuánto demora el trámite. El dinero incide, no es lo mismo un escribano barato que otro más caro que hace el trámite al toque.
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La negociación política nunca es fácil. Menos cuando la opinión pública murmuraba el no.
Mujica llegó a sugerir que si las encuestas no mostraban una percepción favorable a la todavía idea ponía el freno. Una parte otra tenía miedo del eventual impacto en las urnas. Había dudas sobre la eficiencia en la gestión de un negocio estatal y negación a la hipótesis de arañarle el negocio a los mayoristas o el poderío territorial de los minoristas.
La oposición pegó como pudo. No consiguieron articular más que algunas voces parlamentarias, alguna sociedad científica y un puñadito de evangelistas. Sus senadores y diputados preguntaban ante cámaras si el gobierno compraría cannabis al narco. Decían que no se puede combatir una droga con otra. Otros pronosticaban que la regulación abriría las puertas de la perdición juvenil. Que el gobierno renunciaba a pelear “contra las drogas”. Se mencionaron las palabras: abismo, riesgos, precipicio, peligro, vulnerabilidades, engañifas, cortinas de humo, sometimiento, se habló de laboratorios para experimentos sociales y hasta biotecnológicos.
En el gabinete tampoco había unanimidad, el vice ministro del Interior Jorge Vázquez —hermano del actual presidente— y los principales oficiales de la policía querían continuar con el combate a las drogas.
El Parlamento tampoco era un coro armónico. El diputado del FA Darío Pérez, médico en la ciudad de San Carlos, no toma alcohol. Niega ser un conservador. Nunca probó cannabis. Es adicto a la nicotina.
Le pidió un mes a la bancada de su partido para pensar si levantaba la mano. Alrededor de su casa de campo, en las afueras del pueblo, fue y vino. Ni el cigarrillo ni caminar en círculos lo convencieron, lo arrastró la disciplina partidaria. Ya había resentido una vez la confianza de la coalición que integra. Cuando el FA votó la ley que permite a las mujeres interrumpir el embarazo, en 2012, se retiró de la sala. Estaba dispuesto a repetir la escena con la marihuana. Hasta último momento mantuvo el silencio. Recién al mediodía le comunicó su opinión a sus compañeros de bancada.
Entiende que había un consenso social y político más amplio para el autocultivo, desconfía de una institucionalidad nueva. Los clubes no le gustan.
—Para armar los clubes de cannabis tenés que tener un mango. Esta es una reforma marihuano-burguesa porque es para determinado estamento.
El diputado oficialista Doreen Ibarra tampoco quería votar el proyecto. Esos dos votos harían encallar la ley. Ibarra, lobby partidario mediante, argumentó en contra pero la votó.
Pérez admite que sus compañeros de bancada lo trataron bien en las negociaciones. Se autodescribe como amante de su libertad. Se dice orejano y aclara que nadie lo lleva del poncho.
Para él es un sacrificio disciplinarse. No admite votar algo que le incomoda.
Pero se sacrificó.
A pesar que para él la propuesta fue sorpresiva, mal elaborada y mal comunicada. Con marchas y contramarchas. Aunque escuchara que la sociedad no estaba preparada. Aunque el miedo con los jóvenes y el estudio. O el tránsito y las alteraciones de los reflejos. O la posibilidad de suicidios. O la amargura de quienes llevaban un familiar a su consultorio. Aunque el cannabis no sea el protagonista de esas tragedias sino la cocaína fumable. El médico del pueblo se disciplinó por el partido y votó a favor.
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Daniel Alcides, estudiante de psicología, pitaba su tabaco aburrido. El recital no le interesaba. Era 1985 en el estadio Luis Franzini, a una cuadra de la rambla montevideana, el río también bostezaba.
Alguien se acercó, le ofreció marihuana, por primera y penúltima vez. Dijo no, tenía un hijo y dos más por venir. Nunca se había interesado. Salvo en los cursos de psicopatología, en los diccionarios de psicoanálisis. En el bar, las drogas entre amigos tenían otro nombre: grapa con limón, cerveza, cigarros sin filtro, negros.
En los noventa, en la esquina de su casa, algunos jóvenes habitualmente montaban su romería de porros bajo la sombra del sauce. Les dijo que no fumaran más ahí, que había niños, que la policía. Los peregrinos de la sombra fueron precavidos: desaparecieron un rato.
En 2012, visitó a su hijo Ignacio y lo encontró a punto de prender un porro con tres amigos.
El padre quería ser “compañero” con su hijo. Dos de sus tres hijos usan cannabis regularmente. Daniel toma varios whiskeys cada día.
—Es como si alguien importante me dijera para tomar un whisky. Para mí es importante acompañar a alguien querido. Además, decir no, no siempre es fácil.
A este padre, frenteamplista, adorador de Freud, trabajador desde los doce años, ya le sacaron dos tumores en la piel. Escuchó de las propiedades del cannabis contra las malformaciones cutáneas y llegó a pensar que si lo necesitaba lo usaría. Ahora se pasa una crema de marihuana que disminuye sensiblemente la queratosis que —según él— deviene de la diabetes.
El verano pasado lo tuvo a maltraer. Ya tiene sesenta años y el nervio ciático lo jodió durante meses. Le estaba comprometiendo la movilidad, el equilibrio y segundo a segundo lo castigaba un dolor espeso. Otro hijo le sugirió que probara una cepa de las llamadas medicinales. Fumar le trajo alivio y con los días la punción muscular desapareció.
—No puedo decir que fue el porro. Pero la analgesia es segura, segura, segura. Equiparo una pitada, a un whisky. Más o menos es eso.
Las flores que tiene guardadas en un bollón de vidrio en el aparador del living, no las fuma. Las deja para sus hijos. Pero si alguien que fuma lo visita, ofrece flores como un niño caramelos a los amigos. Y acompaña a la visita. Si uno de sus hijos menciona la palabra porro un Daniel pícaro de ojitos brillantes dice: mirá que tengo. Y ríe esperando una respuesta cómplice.
—Como quien ofrece un whisky.
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Contra lo que muchos esperaban, después de la regulación, los niños no fueron a pedirle drogas al dealer. Ni el dealer dejó de vender lo que vendía. Las mismas olas de siempre rompieron en la costa. Unas olas de río que, desde hace años, erosionan el barranco.