Bajo el mismo cielo de esta noche helada, una mujer se asoma a un tacho de basura como si fuera una cueva en busca de algún tesoro comestible, y varias estamos en la puerta del teatro para ver Prima Facie. En la vereda se comenta -porque muchas somos periodistas y somos feministas- sobre lo acontecido en el día, la denuncia colectiva.
Esta mañana, diecinueve mujeres respaldadas por el colectivo Periodistas Argentinas denunciaron a un hombre que por más de 30 años las asaltó sexualmente en actos de acoso. Las agresiones, en cada caso, tuvieron lugar en un contexto de diferencia de poder, donde la afectada era alumna, empleada, subalterna. Casi en simultáneo, una multitud de voces más o menos anónimas -y con nombres de varón-, les reclamaron a las denunciantes que concretaran la denuncia por vía judicial. En la vereda se comenta, también, sobre los más de 600 despidos en lo que quedaba del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, y el desmantelamiento de la línea 144, de los programas contra las violencias y lo que quedaba de las políticas de género. “Que se resuelva directo en ámbito jurídico que para eso está”, declaró -palabras más, palabras menos-, el ministro de Justicia. Se comentan, también, los últimos “logros” de los feminismos: la condena al ex gobernador Alperovich por la denuncia de abuso realizada por su sobrina; la condena a Juan Darthés por la denuncia de abuso que hizo Thelma Fardín, con el respaldo del colectivo Actrices Argentinas. Las comillas relativizan el concepto de logro: el objetivo no es penalizar los abusos sino conseguir un cambio cultural para llegar antes de que esos actos ocurran. Está claro, también, que no es todo lo mismo: no es lo mismo un caso de acoso, que un abuso, una violación. Mucho menos un femicidio. Homologar las faltas y las violencias nos expone y nos perjudica.
“Mirá para tu derecha. Y luego para tu izquierda. En el medio estás vos. Dos de cada tres mujeres van a sufrir algún tipo de abuso o violencia en el último año.” Prima Facie arranca con una escena de la protagonista contando su primer día en la facultad de derecho. Esos eran sus tiempos de estudiante. Hoy ella es una abogada espléndida, con un traje azul cobalto espléndido, unas botas que todas escudriñamos,una cartera también de cuero color suela que todas codiciamos, un escote perfecto, el pelazo de cola de caballo.
La mujer es Julieta Zylberberg y es la actriz que va a cargarse la casi hora y media que dura la obra. No se puede decir que Prima Facie sea estrictamente un monólogo aunque lo sea, porque Zylberberg en su capacidad se transforma en distintos personajes, tiene distintas voces, es ella misma distintas personas en un mismo cuerpo. La mujer ocupa el escenario entero. Ella, los rayos de energía que destila, una carpeta roja, y un majestuoso sillón Eames de cuero negro.
Dice que es abogada, pero es un tiburón. Está en la corte y está defendiendo a un acusado de violencia sexual contra una mujer. Sabe que el hecho de que ella misma sea mujer es parte de la estrategia. Sabe qué preguntas hacer, dónde golpear despacito y después más fuerte para generar primero un espejismo de complicidad con la testimoniante y matarla con un golpe seco cuando la tiene cerca, blanda. ¿Pero le dijo o no le dijo que no? Ah, estaban en su propia casa, usted lo invitó a pasar. Tomaron vino. Sin más preguntas, señor juez.
Vanessa Place es una abogada estadounidense defensora de oficio en casos de violencia sexual, y además es escritora y performer. Su obra es de corte conceptual y consiste en gran parte en tomar los testimonios de sus defendidos -o sus propios alegatos- para convertirlos en obras sonoras o libros. Desde ya, su obra -destacada por críticas como Marjorie Perloff- generó muchísima polémica en la Universidad de Columbia, fue cancelada en el Museo Whitney de Nueva York, y se la debate en los foros feministas. Place se niega a explicarla, pero dice: “el conceptualismo es feminista”, y va contra el arte higienizado, el arte seguro, el arte para el mercado.
Place cita a Lacan “la femme n'existe pas” [no hay mujer] para decir que “la mujer” como categoría “sólo existe contextualmente –una sólo puede ser mujer en relación con el hombre…”. “El conceptualismo como el feminismo -dice-, nos pide igualmente que consideremos el ‘=’ [la equivalencia]”. Durante un caso de violación particularmente horrible, un funcionario judicial le preguntó: “¿Cómo puede vivir con usted misma?” “Mi trabajo no se basa en la inocencia”, contestó ella.
La abogada de Prima Facie tiene un nombre común, el de cualquier chica de colegio público. Su ambición la llevó a tener un puesto en un buen estudio de abogados. Ella lo tiene claro: “la verdad real no existe. Existe la verdad legal”. Es penalista, defensora, y “la defensa se trata de los derechos humanos”. Con esas certezas, escala alto. Pero no es condición su origen humilde -al menos en relación con las que portan doble apellido y hablan inglés nativo- para jugar al policía malo. Su mejor compinche en el buffet es un tiburón que como ella transita las aguas calientes.
Y ahí, entre copas y bromas, se produce el quiebre. Como dice Vanessa Place en una entrevista en la revista Artforum: "La estructura de un chiste, según Freud, es que es una descarga repentina de represión, a menudo sexual, a menudo algo obscena. Y así, el chiste termina teniendo la misma estructura que una violación: una descarga violenta de sexualidad reprimida". Porque no hace falta ser una jovencita ingenua para caer en la trampa. Lo dijo Nancy Pazos, quien encabezó la declaración de Periodistas Argentinas en el Senado a propósito de las denuncias contra Pedro Brieger, en una entrevista con Romina Manguel: “A mí un ministro de la Nación se me tiró encima, a Nancy Pazos, 54 años, y con el carácter que tengo… y me quedé helada, tan helada como se quedaron todas estas mujeres”.
En Prima Facie, la abogada cae presa de su propia trampa. Entonces, el teatro de la justicia pasa a tenerla en el lugar de víctima. Con un mármol infinito de fondo como toda escenografía (un mármol que quizás hable de lo vetusto del material que construye las formas jurídicas), la que fuera tiburona cambia de hábitat y de especie. Se tuerce, se encorva, engorda, se acorta, ya ninguna de nosotras le mira la ropa. Zylberberg se transforma en otra, porque ahora es otra. Es una mujer que dijo no con todas las letras y su partenaire sexual le tapó -literalmente- la boca.
Acá no hubo “consentimiento vacío” como el que describe Melissa Febos en su novela Nena, ese que conocemos tan bien por las cientos de veces que preferimos ceder antes de entrar en la batalla del no. No hubo grises, aunque en el juicio argumenten, como antes lo hizo ella, que fue idea suya tomar vino, invitarlo a su habitación.
El concepto de consentimiento, dice con absoluta lucidez la española Clara Serra, parece ser la solución y la respuesta a toda la problemática de la sexualidad. El consentimiento “parece haberse convertido hoy en una receta mágica para todos los problemas que se nos presentan en el terreno del sexo, una respuesta definitiva a todas las preguntas. En primer lugar, porque parece venir acompañado de una extrema transparencia y nitidez: «Cuando se trata de consentimiento, no hay límites difusos», reza el eslogan en la web de ONU Mujeres. [...] Y esperamos de él que sea no solo una herramienta para delimitar jurídicamente la violencia, sino también una exitosa manera de asegurar un buen sexo.”
“Todo el mundo sabe que cuando no hay dolor, sufrimiento, ni coacción, no hay violación. La única dificultad del procedimiento consiste en respetar esta regla de oro y no quebrantarla jamás”, dice Vanessa Springora en El consentimiento. Se trata de un libro abiertamente autobiográfico en el que la autora narra en detalle su fragilidad y cómo entró en el nido áspero de la relación con un escritor mucho más grande que desdibuja su subjetividad. La regla de oro parece ser, justamente, la del consentimiento.
El libro de Springora es mucho más interesante cuando indaga en las fisuras que se forman entre consentimiento y abuso. “El abuso sexual se presenta de manera insidiosa e indirecta, sin que seamos del todo conscientes”, dice en otro pasaje. Y va más allá en ese pliegue: “¿Cómo admitir que han abusado de nosotros cuando no podemos negar que lo hemos consentido?”.
Parece que el consentimiento, escribí una vez, al final, no era tan fácil de explicar como una tacita de té que se ofrece y si lx otrx no quiere no se la das, no se la tirás en la cara con su contenido ardiente; si está dormidx o inconsciente se la metés de prepo en la boca, o si te dice que quiere, pero después no la toma, lx obligás a tomársela porque ya te hizo prepararla.
Para la teórica francesa Geneviève Fraisse, hay una larga historia que construye el concepto de consentimiento en tanto se instituye la subjetividad de lxs sujetxs. Para Fraisse, es claro, hay un lazo entre consentimiento y voluntad, capacidad de decidir sí o no. En eso su teoría se acerca a la propuesta de Katherine Angel: la categoría de consentimiento carga a las mujeres con el peso de suponer que tienen que saber exactamente lo que quieren. Pero lo más importante, quizás, del ensayo de Fraisse sobre el tema, sea la dimensión temporal que le agrega. No sólo de manera histórica sino en el preciso momento: “Hay un tiempo del consentimiento, un tiempo de reflexión, de una relación de sí consigo misma, y de sí mismo con el otro, que permite garantizar la calidad del consentimiento”.
Jacques-Alain Miller retoma la paradoja del pupitre de la que habla Lacan y en la que hace hablar a un pupitre. Podríamos pensar entonces que quien habla en la primera mitad de Prima Facie es el estrado, con toda su altura y jerarquía, y en la segunda parte es el banquillo de la testigo, ese que aunque jure y perjure siempre está puesto en duda. De hecho, el sillón imponente que aparece al comienzo en el escenario se transforma después en una silla de metal helada, casi de hospital. El consentimiento es necesario para el sexo ético, pero no es suficiente. No en todas las ocasiones de consentir hay deseo, ni en todas las ocasiones tenemos la opción de hacerlo.
Mientras baila con destreza la coreografía del teatro jurídico, la abogada codiciosa sabe que la ley y la vida son asunto separado. Sabe que la víctima es siempre “supuesta”, le cabe más la presunción que al acusado. Sabe que cuando entre a la comisaría deberá recitar de memoria un sumario, como en el poema de Susana Thénon “Ova Completa” para que la pena sea condonada mucho, mucho tiempo más tarde. En el caso de Prima Facie, como el título lo dice, está todo a la vista, por lo menos para la audiencia: no hubo consentimiento y hubo penetración mientras el “no” estaba dicho con todas las letras. En otros casos, a simple vista (prima fascie, digamos en latín, como les gusta a los juristas para complicar la lengua), las cosas no son tan evidentes.
Así lo escribió Annie Ernaux en Memoria de chica: “Ni sumisión ni consentimiento, solo el asombro ante la realidad que hace que uno se diga simplemente «qué me sucede» o «me está sucediendo a mí», salvo que en esa circunstancia ya no hay un yo, o ya no es el mismo yo. Únicamente existe el Otro, amo de la situación, de los gestos, del momento siguiente, que solo él conoce”.
Pero de nuevo: el consentimiento, con su ilusión de nitidez parece zanjar el terreno del bien y el mal. Pero pensarlo como eje del debate acorta los horizontes de pensamiento. Puede soslayar las cuestiones de poder que atraviesan todas las relaciones vinculares, especialmente en un contexto de crisis económica brutal en el que la pobreza está feminizada. Puede volver a hacer pivotar en su eje al par víctima-victimario excluyendo toda la cuestión social que acompaña -apaña, permite, posibilita, favorece- que el suceso de violencia ocurra. Puede abrir las compuertas como señala Serra, hacia “una deriva punitiva imparable”.
La mujer en el escenario tiene ahora el delineador corrido, la cara mojada y deforme. Dice algo que repiten prácticamente todas las que alguna vez denunciaron: “Yo no voy a sacar nada de todo esto. Sólo estoy acá para proteger a otras mujeres”. La fanática del proceso judicial siente la evidencia en su propia piel: no todo se resuelve por la vía jurídica. Y más aún: no todo es judicializable. O como dice Alain Supiot en Homo Juridicus: podemos construir “un modo de vida por fuera de las formas jurídicas”. Telón. El público se pone de pie. Algunas mujeres se abrazan. La agitación se desprende de la tremenda performance de Zylberberg, del texto crudo y real de su autora Suzie Miller, de la puesta magistral de Andrea Garrote (Pundonor, entre otras). Pero la excede. Hay algo en el aire. Algo que habla de una experiencia colectiva que no está muerta a pesar de que sigan golpeando abajo.
Lo que tiene lugar en este teatro de la calle Corrientes está lejos de ser una Asamblea Feminista popular, pero refresca el sentido de reunirse. Mientras el feminismo sigue latiendo de maneras poco instagrameables -en los comedores, en las recicladoras urbanas, en las denuncias al precio de los alquileres-, eventos como este en el que parece que los planetas se alinean nos recuerdan que hubo un momento en el que el malón feminista pisó las calles con potencia. No se trata de volver al feminismo de la víctima sino de recuperar condiciones de vida dignas.