No hace mucho, cuando el escritor (literario) Jonathan Frazen fue catapultado a la condición de celebridad, no fue solo porque su novela Las correcciones se hubiera transformado en un best-seller. Fue porque había rechazado la celebridad, la había despreciado, le había vuelto la cara. Era porque consideraba la celebridad un escándalo, un oprobio. Lo avergonzaba. Lo degradaba. Era lo contrario de su deseo. Su deseo era ser admitido entre los artistas, no ser entrevistado por una conductora sentimentalista de un programa popular de televisión.
Su dominio, su territorio, su jerga —su arte— era la literatura seria. Quería dejar bien en claro que él no era uno más de los autores elegidos por Oprah. Él era un intelectual. Oprah Winfrey, se quejó, tenía la costumbre de elegir libros “sensibleros, unidimensionales” que le daban “vergüenza ajena”.
Y luego profirió lo que puede considerarse el papelón literario más fascinante en lo que va del siglo XXI: “Como que siento que estoy sólidamente ubicado en la tradición del gran arte literario”, dijo. Para un escritor que pertenece a esa tradición, dejó entrever, la letra “O” (por Oprah) colocada en la tapa de un libro podría significar cientos de miles de ejemplares impresos, pero también la marca de Caín. O al menos la letra escarlata de la desgracia literaria.
Como que siento que estoy sólidamente ubicado en la tradición del gran arte literario. Pasemos por alto el hecho de que “la tradición del gran arte literario” suele proscribir el uso de “como que” a modo de conjunción: fue un comentario espontáneo, presumiblemente dicho bajo la presión de un periodista y desde luego informal. La frase delatora que disparó a Franzen en el cañón de la celebridad más penosa en lugar de enviarlo hacia el canon occidental fue la tradición del gran arte literario. ¿Qué significaba esa frase? ¿Qué era? ¿Por qué sonaba tan torpe, tan desafinada, tan pretenciosa, tan —cuesta decirlo— inmadura?¿Por qué daba la impresión de la frase de un muchachito que intenta hablar como los grandes?
Y por otra parte ¿qué había sido de esos grandes? ¿Por qué ya no estaban, en general, en el candelero? ¿O por qué no estaban tan presentes en nuestra imaginación o en nuestro vocabulario que una expresión como la tradición del gran arte literariochirriaba como si fuese una burla o un arcaísmo? Las críticas llovieron sobre el pobre Franzen. Lo criticaron por ingrato. Lo criticaron por elitista. Lo criticaron por su arrogancia. ¿Qué escritor en su sano juicio sería tan obcecado para dar la espalda al poderoso e influyente club del libro de Oprah? Hasta Harold Bloom lo criticó. Pero Oprah se abstuvo de criticarlo; simplemente canceló la invitación.
Apenas unos meses antes del escándalo de Franzen, Philip Roth publicó un breve volumen titulado El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. Roth, por supuesto, había pasado hacía mucho tiempo de la repentina celebridad, o notoriedad, de El lamento de Portnoya los innumerables premios del gran arte literario, incluyendo la medalla de oro en la categoría de ficción de la Academia Estadounidense de Artes y Letras. El oficioconsiste en entrevistas, reflexiones, intercambios: sobre Primo Levi, AharonAppelfeld, IvanKlíma, Isaac Bashevis Singer, Bruno Schulz, MilanKundera, Edna O’Brien, Mary McCarthy y Bernard Malamud. El volumen termina con “Releyendo a SaulBellow”, un notable ensayo de homenaje escrito en una prosa eximia de una riqueza literaria sin par.
¡Un escritor de la estatura de Roth —uno de los forjadores de la novela en nuestra época— dialogando con diez de las figuras más significativas del siglo XX!
Hace cincuenta años, no me cabe duda de ello, esta publicación habría sido un Acontecimiento, un hito cultural, una ocasión para calentar el caldero literario de Nueva York tanto como el explosivo —y efímero— anhelo de Franzen, o incluso más. Hace cincuenta años, la publicación de El oficio habría sido el tema de conversación en cientos de madrigueras de estudiantes universitarios y en cenas clasemedieras, en columnas sobre libros y chismes culturales, en indignados cenáculos de jóvenes lectores rebosantes de envidia y ambición.
Hace cincuenta años, la publicación de la correspondencia de Roth con Mary McCarthy —en la cual ella afirma que la representación del antisemitismo en La contravida“ la irritó y la ofendió”, que considera “repelente” el “Muro de los Lamentos y agrega irónicamente que anhela la conversión de Roth al cristianismo—, hace cincuenta años, esas palabras, en el caso de haber sido impresas, habrían engendrado frías refutaciones en la revista Commentary y una oleada de editoriales combativos o conciliadores en todas las demás publicaciones. Para una comparación, solo basta recordar la tormenta que desató el Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt: una avalancha de columnas de opinión, un tumulto de ensayos que respondían a favor o en contra (Mary McCarthy fue una de las voces favorables).
Algunos de ustedes son lo bastante viejos para recordar la beligerante excitación que rodeó la publicación de Advertencias a mí mismo de Norman Mailer, una evaluación personal de escritores contemporáneos, al igual que El oficio. El libro de Mailer era bastante menos serio, bastante menos bienintencionado: era más bien una ruidosa, desagradable y competitiva exhibición de juicios adversos; un audaz acto de autoidolatría confesa. Pero después de todo su tema eran —al igual que El oficio— los escritores y contaba con un público fervoroso, un público seducido por la sustanciosa conmoción literaria. Por el contrario, cuando El oficio apareció en el primer año del siglo XXI, fue recibido con un silencio casi total. PublishersWeekly, al dar cuenta obligada de su publicación, denigró esta generosa, iluminadora y desinteresada obra de indagación cultural y de admiración feroz como una nueva prueba del egoísmo de Roth; un punto de vista falso, rancio e impertinente en ambos sentidos. Quizás hubo otras reseñas, quizá no. Lo notable es que El oficio no resultó notable.
Nació en el silencio. No atrajo demasiada atención, o más bien ninguna; ni siquiera entre los editores de revistas intelectuales. Nadie lo elogió, nadie lo condenó. Ninguna criatura literaria se movió para responderle, ni siquiera un piojo.
Estas observaciones no son nuevas, naturalmente, pero su familiaridad no disminuye el impacto y la ignominia de la persistente indiferencia hacia la escritura crítica seria. Hace cincuenta años, todavía se daba por sentado que existía un discurso serio sobre escritores serios escrito por aficionados, por gente para la cual los libros eran moneda corriente. Esa gente también escuchaba a Jack Benny en la radio e iba al cine.
Recuerdo el Reader’sSubscription, un club de lectura presidido por un sorprendente triunvirato intelectual: W.H. Auden, Jacques Barzun y Lionel Trilling. Hace cincuenta años, nadie hablaba con tanta jactancia, ni con tanta vaguedad, de la tradición de la alta literatura: uno no le pone nombre al aire que respira. Si hoy la frase suena nostálgica (y vaya si lo es) se debe a que tiene el tono asombrado, deleitado, celebratorio y un tanto empalagoso que usaría la propia Oprah, o bien el de alguien que nació demasiado tarde, como un amante de las antigüedades de recursos limitados a quien un decorador contentará con copias de muebles de estilo. La tradición del gran arte literario; pronuncien estas sílabas y se sentirán como si estuvieran sobre un escenario.
En 1952, William Phillips escribió acerca de “la actitud de soledad y rebelión estética” —se refería a la que aislaba al escritor de la cultura de masas— que había caracterizado su juventud. “Junto con mucha otra gente, en su mayor parte más maduros que yo, sentía que el arte era un templo y que los artistas pertenecían a una congregación integrada por los ungidos y los dedicados”, dijo. La política y el compromiso social de la década de 1930 barrió todo aquel romanticismo, pero solo por un tiempo, ya que renació inmediatamente después de la guerra con el esteticismo del New Criticism.
Hacia la década de 1950, la idea de la literatura como algo herméticamente dedicado y ungido volvió a ser entronizada con fuerza, con Eliot como papa y Pound como sumo sacerdote, hasta que una segunda ola política, en el final de los años sesenta y setenta, derribó las nociones de templos y de artistas sacerdotales de una vez por todas, para reemplazarlos por un aullido. Ha pasado mucho tiempo desde que nos preocupábamos por la cultura de masas. Ha pasado mucho tiempo desde que nos aterraba la alienación. Ha pasado mucho tiempo desde que Dwight Macdonald se mofaba de los “culturosos”. Ha pasado mucho tiempo desde que Lionel Trilling juzgó que escribir por dinero abarataba la aspiración literaria. (Henry James no pensaba tal cosa.) La experimentación como credo parece mustia y anticuada, si no obsoleta, y lo que alguna vez llamamos vanguardia es ahora comedia o fraude. El Village, donde Auden y Marianne Moore vivieron, escribieron y pasearon alguna vez, es hoy en día una suerte de teatro donde se representa el recuerdo de un recuerdo que se vuelve cada vez más tenue y donde hasta la nostalgia ha olvidado qué se suponía que debía evocar exactamente. La costumbre de crear distinción, aun de discernir la distinción, está mayormente en decadencia. La diferencia entre lo alto y lo bajo es valorada por unos pocos y borrada por la mayoría.
La tradición del gran arte literario provoca risitas (salvo cuando está en las manos de una Oprah voluntariosa y bienintencionada que, luego de cancelar la presencia de Franzen en su programa, aprendió bien su lección y ascendió, en compañía de sus seguidores, hasta Anna Kareninay Faulkner).
No hace falta decir que no deberían confundir a los escritores con sacerdotes, pero tampoco deberían confundir a los redactores de guiones cinematográficos con escritores.
Los lectores no son lo mismo que los espectadores y la estructura de una novela no es la misma que la estructura de una publicidad de ropa interior. La jerarquía es sin duda una noción molesta, que invoca lo alto y lo bajo, y provoca grandes acusaciones de esnobismo y discriminación. Pero las jerarquías también apuntan al reconocimiento de las diferencias e —inexorablemente— la vida del intelecto es por fuerza jerárquica: insiste en que una cosa no es lo mismo que otra.
Una novela dedicada a los romances en una casa de campo inglesa no es lo mismo que un tratado sobre la esclavitud en Antigua. Una cátedra de inglés no es lo mismo que un breve curso de marxismo. Un CD de rap no es lo mismo que la erudición académica. Un terrorista suicida que hace estallar una pizzería repleta de cochecitos de bebés no es lo mismo que el fundador de una nación.
Hace cincuenta años, el cuco del conformismo era un tema candente. Es cierto que los hombres con sus ubicuas fedoras grises parecían un campo de tallos resecos. Es cierto que el macartismo suprimió la libre opinión y promovió el miedo. Pero tanto las fedoras como el senador rebelde han sido despachados hace tiempo a sus respectivas tumbas, y si vamos a preocuparnos por el conformismo, ahora es el momento. ¿Qué significa el conformismo sino un solo bando, un solo argumento, una única solución? Y nadie es más conformista que quien no se reconoce a sí mismo como alienado, por muy estridente que resulte este término. En las universidades reina un conformismo literario que equipara la literatura con los temas “progresistas” de moda, y las cátedras promueven ese conformismo novedoso que se conoce, paradójicamente, con un nombre en apariencia pluralista pero que en realidad es absolutista: multiculturalismo; un sistema de clasificación etnológica consagrado a reducir la cultura literaria a rivalidades entre grupos. Los cursos poscoloniales ofrecen un estudio de infamias y de ofensas específicas.
Ciertos textos destinados a la imprenta —¡oh, textos, esa moneda desvirtuada pero indispensable!— se ofrecen acríticamente como sagradas escrituras, sin ofrecer visiones opuestas, adversas ni material contextual. Sin embargo, hace más de cincuenta años, en mi primer año en la New York University, la lectura de El camino hacia la servidumbre de Friedrich Hayek debía leerse junto con su antítesis, El manifiesto comunista, y eso ocurría en el corazón de lo que quienes vivían en ella denominaban la Edad del Conformismo.
“Vale la pena”, escribió Norman Mailer en 1952, “que nos recordemos a nosotros mismos que los grandes artistas —ciertamente los modernos— están casi siempre en oposición a su sociedad y que la integración, la aceptación, la no alienación, etcétera, han resultado más favorables a la propaganda que al arte.” Ninguna afirmación puede ser más trasnochada que esta y ya casi lo era cuando fue volcada sobre el papel por primera vez. ¿Acaso el Thomas Mann del ciclo de novelas de Joseph era un artista que se oponía a su sociedad? ¿Es acaso Dublineses una obra de rebelión? Lo que podemos decir con certeza es que gran parte del estudio actual de las obras de los grandes artistas tiende a supeditar el arte a la propaganda y en ocasiones invisibilizarlo bajo la pátinaoscurecedora de la propaganda. En una organización política democrática dotada de expresión crítica libre a través de innumerables canales, el grito moribundo de alienación es en sí mismo una especie de propaganda. Tampoco, como lo pretende la propaganda, el chauvinismo autocelebratorio es lo opuesto de la alienación. Lo que busca la propaganda de la alienación no es, como pretende, un patriotismo más elevado, saturado de una moralidad también más elevada, sino el simple desposeimiento.
Hay que admitir que siempre hay una época dorada que no es la nuestra, que existió o que existirá alguna vez. La época que nos toca vivir nunca es satisfactoria, salvo para los muy ricos o para los petulantes sin memoria. De modo que es dudoso que la tradición del gran arte literario, en estricta oposición a la cultura de masas, regrese alguna vez, siquiera en uno de sus avatares tardíos: lo alto y lo bajo están inextricablemente ligados, ya sea por una alusión irónica en Los Simpson o en la deslumbrante voz demótica de Philip Roth.
Lo bajo ha enriquecido lo alto, y seguramente Oprah ha enriquecido a las editoriales. Pero nada nos autoriza a caer, aun frente a esta estimulante mescolanza cultural, en el desastre: pensar que el globo de una historieta es tan legítimo en tanto “texto” como El paraíso perdido, o que las reblandecidas políticas de moda de lo que erróneamente se llama “narrativa” pueden negar un hecho histórico documentado, o que el arte existe ante todo para servir a la queja. La alienación, ese viejo cadáver, continúa siendo, después de todo, el filisteísmo de los intelectuales. En cuanto a la atención que décadas atrás se le concedió a Advertencias para mí mismo: si hubiese sido publicado hoy, ¿alguien se habría dado cuenta?