Los dos desnudos, las sábanas desordenadas y porque estaba mal puesto o porque estaba fallado o por vaya uno a saber por qué, el preservativo se rompe. Nos damos cuenta, frenamos. Y él me pregunta si estoy enferma y yo digo que no y me pregunto: ¿Enferma según quien? ¿Según la Organización Mundial de la Salud? ¿Según yo? ¿Según mi Cd4 y mi carga viral? ¿Según los otros?
Para esos otros que no tienen VIH (virus de inmunodeficiencia humana), entonces, estamos enfermos.
Para esos otros, a veces, somos enfermos terminales.
—Yo me hago los exámenes todos los años y está todo bien —me dice mientras se pone el bóxer.
—Yo también me hago los exámenes —digo, mientras me visto y pienso en mis Cd4, en la carga viral.
— ¿Y estás bien?
— Y estoy bien.
—¿Estás bien de salud?
Y no me aguanto. Qué es esto de estar diciendo que no, de hacer una libre interpretación de la pregunta.
—No.
—¿Cómo que no?
—No.
—¿Qué tenés?
— VIH.
— VIH.
Cuando las personas hablan idiomas diferentes la comunicación se hace diferente.
Y entonces, ahí, todo parece más difícil.
¿Se lo digo antes de acostarnos? ¿Cómo se lo digo? ¿Cuándo se lo digo?
Estoy cansada de esas preguntas.
Cuento con el derecho a no decirlo: a veces, puedo olvidarme del VIH.
Una nunca termina de saber qué información tiene la persona que tiene enfrente, qué prejuicios y qué contrucción social de nosotras, las mujeres que vivimos con el virus.
Quien no entienda qué es VIH, puede pensar en SIDA. Tendrán que aprender que no es lo mismo.
Las personas que vivimos con VIH tenemos el derecho a no decirlo. ¿Qué significa esto?, que decidimos cuándo, cómo y con quién, y que eso no es un delito.
No tenemos la obligación de decirlo.
Aunque las personas que no viven con VIH piensen que sí.
Que tenemos la obligación. Que les debemos avisar.
Tres años de terapia me llevaron a entender que la opción de callar existía.
Y sin embargo, para mí siempre fue difícil “no decirlo”.
Lo primero que pensé fue, me voy a morir. Lo primero que deseé fue querer morirme. Recibí el diagnóstico de VIH a los 20 años. Adquirí el virus a los 19 en una relación sexual. Con una pareja, se podría decir. Estoy segura de que él sabía que vivía con VIH y no me dijo nada. ¿Tenía que avisarme? No sé. La mente humana es traicionera y la responsabilidad de tomar cuidados en las relaciones sexuales, compartida.
Pese a mi ateísmo, las diez cuadras antes de llegar a retirar mi resultado recé diez padres nuestros.
Desde mi ateísmo pedí que si Dios existía, al otro día ya no tenía que estar viva.
Durante un año, lo único que repetí fue: Me quiero morir.
Yo con esto no puedo vivir.
Yo con esto no quiero vivir.
Yo con esto no puedo vivir.
No quiero vivir.
No quiero.
Acá estoy. Pienso a veces: con mayor vida que antes. Tengo conciencia.
Cada momento como si fuera el último.
Porque cada momento (y esto no tiene que ver con el virus sino con lo que llamamos vida) puede ser el último.
Trabajo en educación en una escuela secundaria básica y en una de educación media. También soy profesora de la materia “Construcción de ciudadanía”.
En el aula, el diagnóstico se transformó en una herramienta de trabajo.
En 2009, con otras doce personas de América Latina que viven con el virus, participé en una campaña “Pasión por la vida” para la Iniciativa de Medios Latinoamericanos sobre el sida (IMLAS).
La campaña se pasó en televisión abierta, en televisión por cable, en internet, en radio. Hubo entrevistas en revistas y diarios y agencias de noticias y páginas web.
Ya no iba a contar con el derecho a la confidencialidad. O no tanto: muchos me preguntaron si era cierto o si sólo había actuado en una publicidad.
Decirlo antes.
Hola soy Mariana, nací en Buenos Aires, soy trabajadora social, me gusta nadar y si querés tener sexo conmigo o hay alguna posibilidad de que vos y yo terminemos revolcándonos te aviso que tengo VIH para que reveas ese deseo. ¿Necesitás una charla informativa? ¿Conserjería personalizada? ¿O que le dé un taller a tu grupo de amigos que van a poner el grito en el cielo cuando les cuentes que conociste o te acostaste con una mujer con VIH? Porque podría ayudarte a buscar una organización que haga intervenciones en grupos de amigos.
Decirlo mientras es complicado.
Siempre siento que decirlo después es la peor manera, la más difícil. Pero, lo repito, tiene que ver con un conjunto de circunstancias.
Decirlo después.
¿Después de qué? ¿Del sexo? ¿Después cuándo? Inmediatamente cuando tenés que frenar porque te das cuenta de que él intenta tener sexo sin condón, entonces ahí, sentarte en la cama y poner el video: “Nunca puedo tener sexo sin preservativo”, “Vivo con VIH”. Pero ahí el VIH se hace grande como la nube oscura de una tormenta inminente y no importa que hace segundos los dos estábamos sumergidos de placer y todo iba fantástico. Ahora sólo importa el virus y el miedo, un miedo que ejerce presión: que ahoga contra las sábanas.
Y una tiene que ver el nivel de información que tiene. Y una tiene que ver cómo se siente.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes?
¿O quizás debería andar con una remera que en letras blancas sobre fondo negro diga: “AVISO IMPORTANTE” y, luego, aunque en mayúsculas rojas: “VIVO CON VIH”?
— Pero yo tengo derecho a decidir
—¿A decidir qué?
— Tener sexo con vos.
—Ya lo habías decidido, no te estoy violando.
—No, pero el VIH. A tener sexo con el VIH. Yo no sé si lo quiero, si decido tener sexo con una persona con VIH.
—¿Por qué?
—Porque tengo miedo. Porque no sé. Porque puedo estar con otras personas que no lo tengan: ya no importa todo lo que tenía ganas de hacerte, y digo hacerte porque estoy hablando de sexo y no de amor.
Si yo pudiera decidir, elegiría no tener VIH.
Elegiría no hablar de VIH cuando estoy desnuda en la cama.
Elegiría no hablar en muchos momentos en los que hablo.
Y mi vida sería distinta. Más libre.
Yo sé que no lo puedo sacar de donde está, pero hay días que me invade tanto que agota. ¿Y qué puedo hacer?
Como siempre digo, dejarlo pasar, pero no siempre una está de ánimo para el miedo del otro. Para lo que le vayan a decir los amigos del otro. Sabemos: no tiene que importar el qué dirán. Pero los golpes no sólo se sienten: también duelen.
Entonces después, el diálogo repetido de carga viral indetectable. Y ¿Qué tipo de VIH tenés? El VIH más tranquilo y amoroso. Está controlado: no se porta mal, yo no lo dejo.
—Tenía derecho a saberlo.
—Yo tengo el derecho a no decirlo, no estoy haciendo nada malo. No estás en riesgo.
—Vos tenés la obligación de educar a la gente.
—¿A toda la gente? ¿Todo el tiempo?
Y siempre tengo que esperar la decisión del otro, de ese otro que siempre piensa que él está primero. Si eso fuera una ley o una regla, decidiría no tener más sexo.
Aquella vez, luego de que se rompiera el preservativo, después de que le contara que tenía VIH, lloré.
Me sentía muy mal. Mal conmigo. Y con los ojos llenos de lágrimas un poco de inglés, un poco de español, dije: no quiero hablar de esto. No quiero hablar más.
Ahora, 12 años después, sigo teniendo miedo de decirlo. Miedo a ser discriminada. Miedo a que me agredan.
Pero aquella vez, pregunté:
— ¿Y si te lo hubiera dicho, que pasaba?
— Hubiera estado todo bien, hubiera estado contigo.
Luego de eso, un largo abrazo, muchos besos, la cena, más sexo.
Y el preservativo hondureño se rompió otra vez, pero fue diferente.
Él ya sabía, tenía información.
Estábamos decidiendo juntos.
En colaboración con María Sol González Sañudo