La derrota de Macri en las PASO


Por qué (casi) nadie la vio venir

Más que en encuestas, lo definido como “posible” en un escenario electoral se origina y cultiva en endogamias cognitivas que reproducen verdades sin respaldo empírico. Mientras la sugestión colectiva del empate en las PASO llegaba a analistas, encuestadores y periodistas, militantes y muchos dirigentes sostenían que bastaba con caminar los barrios para anticipar un masivo castigo electoral al gobierno. Esperanza Casullo e Ignacio Ramírez escriben sobre cómo se construye esa frontera entre lo posible y lo imposible.


“En política lo que no es posible es falso”, Max Weber.

El 11 de agosto, a las nueve de la noche, ganadores y perdedores reaccionaron con similar y simétrica perplejidad ante el resultado; perplejidad surgida de la contradicción entre la expectativa y el desenlace. En este caso la expectativa más extendida no era tanto un subproducto del deseo, sino que se trataba de una expectativa interferida por lo posible. Un triunfo tan amplio del Frente de Todos no era o no parecía posible.

 

La comunicación política actúa como administración de la imaginación de lo posible. La comunicación de Cambiemos no logró la victoria en las PASO, pero sí consiguió convencer a mucha gente de que tal victoria era posible y de que un triunfo tan contundente del kirchnerismo era improbable.

 

Mirado retrospectivamente, es evidente que el resultado de las PASO no fue un rayo en un cielo estrellado, ni tampoco el tan mentado cisne negro (fenómeno o episodio imposible de ser anticipado y que altera el curso de los acontecimientos), habitualmente invocado como parche explicativo cuando fallan todas las hipótesis. 

 

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Repasemos.

 

En primer lugar, el país llegaba a las PASO luego de un año y medio con la economía por el piso, con la producción industrial y el consumo de las familias muy deprimido. Segundo, Mauricio Macri arrastraba un largo período con una imagen mayoritariamente negativa. Por su parte, la gestión de gobierno desde hace mucho tiempo suscita críticas en todos los sectores; críticas desprovistas de los atenuantes narrativos de otras etapas, cuando la gestión del pasado (“pesada herencia”) o la escatologia macrista (sacrificio en el presente a la espera de un futuro de bienestar) servían para amortiguar, o desviar, el malestar.

 

La lista de condiciones desfavorables para el gobierno continúa con la vigencia política y electoral de Cristina Fernández de Kirchner y la confusa, vacía y llamativamente mala campaña oficialista. Este escenario adverso para el gobierno empezó a manifestarse por adelantado a través de la imparable sangría electoral que sufrió Cambiemos en las elecciones provinciales y terminó por consolidarse con la unidad del peronismo que, esta vez, se encolumnó detrás de buenos candidatos.

 

Desde ya que todo esto resulta evidente hoy. Pero ¿por qué lo que ahora resulta tan obvio, hasta hace pocos meses parecía irrepresentable? ¿Si ahora resulta tan sencillo explicar el fracaso electoral del gobierno, por qué resultó imposible estimarlo? 

 

La sugestión colectiva de los analistas

 

El 11A fue tan (socio)lógico como inesperado. ¿Por qué lógico? Porque la derrota del Gobierno confirmó las principales teorías sobre comportamiento electoral y la experiencia acumulada. Las razones (y emociones) del voto constituyen uno de los principales enigmas de las ciencias sociales. En el voto interactúan factores más estructurales (clase, género, edad) con factores más coyunturales (candidatos, campañas, coyuntura), mediados por aspectos culturales e ideológicos. Las diversas teorías ponen el acento explicativo sobre diferentes motivaciones o factores, pero existe un punto de encuentro: la centralidad explicativa que se atribuye a la economía. La teoría del voto retrospectivo -se la ha llamado también voto racional- sostiene que si el desempeño económico de un Gobierno es muy malo… next, change. Si, por el contrario, la tarea económica ha sido favorable, siga-siga. Resulta muy difícil encontrar un antecedente de intento re-eleccionista exitoso acompañado de los resultados económicos que consiguió el macrismo.

 

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Sin embargo, pese a ser tan lógico el resultado fue inesperado. ¿Por qué? Nuestra hipótesis no pone el centro de gravedad sobre el error de las encuestas. La irrupción y desarrollo del PRO en la vida pública estuvo envuelta por una fuerte fetichización en la que participaban propios y extraños, de sus habilidades comunicacionales, como si Marcos Peña y Durán Barba dominaran la séptima función del lenguaje, aquella que permite encantar y convencer y por la que muchos mueren y matan en la última novela de Laurent Binet. Fetichización en virtud de la cual asumimos que la competitividad del gobierno era un dato de la realidad, y no uno de los efectos de la performativa mitología amarilla. Competitividad que resultaba aún más “mágica” ya que se sostenía desafiando la ley de gravedad que nace del nexo entre economía y política (lo dicho: un gobierno al que le va muy mal en la economía tiene el destino electoral condenado). Horas y horas de programas de análisis político de TV y radio giraron alrededor del enigma: con semejante panorama socioeconómico, ¿cómo es posible que el gobierno mantenga posibilidades de ganar? Ahora lo sabemos, no era posible.

 

Desde el sismo electoral del 11A se viene responsabilizando, especialmente en el gobierno, a las encuestas por el fracaso de los diagnósticos y escenarios que se evaluaban como posibles. Pero, muchas veces, el sentido de esa relación no es tan clara (datos de encuestas y escenarios calificados de posibles) dado que lo definido, construido, como posible/imposible condiciona el resultado de las encuestas, que luego terminan convalidando aquellas hipótesis. 

 

Se suele pensar que los encuestadores elaboran estimaciones sin intervención subjetiva, lo cual es absolutamente falso. Los encuestadores toman muchas decisiones, muchas de ellas interpretativas (por no decir intuitivas). Ejemplo: una base de datos puede ser procesada utilizando diferentes ponderadores, o períodos de medición, que, a su vez, generan escenarios y resultados muy diversos. Es decir, el encuestador elige un dato entre escenarios diferentes que surgen de su propia cocina.  La versión estereotipada de la discusión imagina al encuestador eligiendo el camino más favorable a sus clientes, pero lo cierto es que, en contextos electorales, los encuestadores tienen pocos incentivos para equivocarse. En suma, tratan de estimar correctamente los resultados ya que, en buena medida, el prestigio en el campo demoscópico se consigue acumulando credenciales predictivas.

 

Tal es así que el mito fundador de la autoridad científica del método se remonta a las elecciones ganadas por Franklin D. Roosevelt en 1936, correctamente anticipada por Galup, a contramano de lo que sugerían estimaciones de otra naturaleza. Justamente, esa ansiedad predictiva condiciona la tarea de los encuestadores, los vuelve conservadores, muchas veces procuran evitar aquellas ponderaciones o resultados que desafíen lo que analistas y periodistas imaginan como posible.

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¿Y, entonces, dónde surge eso definido como posible? Más que en encuestas, se originan y cultivan en endogamias cognitivas y círculos rojos que reproducen verdades cuya circulación no descansa sobre la autoridad del respaldo empírico, sino más bien sobre la fuerza contagiosa de las sugestiones colectivas. Lo interesante es que, mientras analistas, encuestadores y periodistas miraban los datos y veían empates, este discurso posibilista no se replicaba tanto en militantes y muchos dirigentes políticos, que sostenían insistentemente que la situación social en los barrios era muy mala, que el malestar con el gobierno era muy fuerte y por lo tanto se vendría un masivo castigo electoral. Moraleja: echarle la culpa a las encuestas no alcanza, pero debe revisarse la autoridad que muchas veces les atribuimos, en nombre de la ciencia, a diferentes instrumentos o categorías de análisis.

Contra el techo, imaginación y voluntad política

 

Sin embargo, el resultado de las PASO exige sensibilizar aún más el análisis ya que, si bien está claro que el marcado deterioro socioeconómico hizo posible la derrota macrista, este argumento deja sin explicar a quiénes, y con qué marco discursivo, derrotaron al Gobierno. Esta dimensión agrega un segundo nivel de incredulidad: si no parecía posible pensar hace un año que María Eugenia Vidal, la gobernadora que muchos veían angelada y que, se repetía en coro, medía diez puntos más que el presidente en las encuestas, perdería la provincia de Buenos Aires por veinte puntos, menos creíble aún resultaba que quien la derrotara fuera Axel Kicillof, ex ministro de economía del último período de Cristina Fernández de Kirchner. 

Se dijo una y otra vez que si al macrismo alguna vez le tocara perder (escenario que algunos analistas contemplaban posible en 2032 tras la segunda presidencia de Horacio Rodríguez Larreta), lo sucedería en todo caso un peronista racional, una variación social de la misma estética y orientación política que rigió estos años el posibilismo macrista.

 

En síntesis: el resultado de la fórmula Fernández-Fernández y el triunfo de Axel Kicillof sobre María Eugenia Vidal demolieron un edificio de mitos políticos construidos durante los últimos seis años. Al respecto, la teoría del techo electoral del kirchnerismo desempeñó durante mucho tiempo una función paralizante por la cual se asumía, con un tipo de resignación más religiosa que política, una suerte de fatalidad macrista, un destino de inexorable derrota para cualquier experimento de convergencia opositora. Frente a esto, el fracaso de un Gobierno es también el fracaso de la constelación discursiva (¿ideología?) subyacente que legitimó sus actos y sus palabras, y que aspiró a determinar la frontera entre lo posible y lo imposible. Por tres años, pareció poder ampliar al máximo esta línea divisoria. Contra esto, fueron la imaginación y la voluntad política (ni los consultores, ni la pura economía) las principales responsables de correr en un sólo gesto ese límite: el 11 de agosto, a las nueve de la noche, lo que parecía imposible irrumpió en la realidad con la fuerza imparable de lo evidente.

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