Antonella recorre la Planta de Irradiación Semi-Industrial del Centro Atómico Ezeiza, un búnker de paredes de hormigón con incrustaciones de minerales de hierro. Es octubre de 2019, tiene 18 años y planifica su futuro desde ese pedazo de tierra al que fue con la escuela, a 37 kilómetros de su casa en la Villa 31: quiere dedicarse a la energía nuclear. Hija de inmigrantes paraguayos —padre albañil y cartonero, madre marroquinera—, ahora solo tiene que averiguar cómo hacerlo. Qué estudiar para conseguirlo.
Lo define cerca de su egreso del secundario. Un profe del apoyo escolar le lleva folletos con información de distintas carreras. El docente le explica que hay una muy parecida, una licenciatura en la universidad con la que ella sueña. Será Ingeniería química, entonces, en la Universidad de Buenos Aires. Por “prestigio”, por recomendación, por pública y gratuita.
Hoy, Antonella, que ya tiene 23 y fue la primera de su casa en terminar la escuela, forma parte de ese 48,5 por ciento pobre que estudia en el nivel universitario en la Argentina. El tiempo que le demanda una de las carreras más estratégicas para el desarrollo del país se volvió incompatible con su trabajo cama adentro, los fines de semana, como acompañante de una señora mayor en una mansión de Olivos. Este año tuvo que elegir y decidió no tomar más el tren al conurbano norte. Se subió a otro.
—Quiero ese título, trabajar en Atucha, devolverle a mis papás todo lo que me dieron —dice.
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A la mañana, Leonel, 36 años, hace mantenimiento y plomería en estaciones de trenes de la línea Sarmiento. Si se rompe un caño de agua en el vestuario de limpieza en Castelar, él va a arreglarlo. A las 15 se saca el uniforme gris oscuro y los borcegos y se sienta en su casa una hora a leer a Gramsci, Marx o Weber. Es el único momento del día que tiene libre entre el trabajo, la vida en familia junto a su pareja y sus dos hijos, las clases de Sociología en la Universidad Nacional de San Martín o las reuniones del sindicato. Ese es, dice, su momento.
A veces, cuando su hijo de cinco años lo ve, se pone los lentes, agarra hojas y una lapicera y lo imita subrayando textos. Leonel no hubiese podido hacer lo mismo con su papá o su mamá. Es la primera generación universitaria en su familia, como el 68 por ciento de los ingresantes a las universidades públicas, según el Anuario Estadístico de la Secretaría de Políticas Universitarias. Su padre fue toda la vida ferroviario, como él, y su madre trabajaba en maestranza.
—Mi papá no entiende bien qué hago acá, para él es nuevo. Pero siempre me pregunta, se interesa, me felicita.
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Ni Antonella ni Leonel son los hijos de ricos de los que habla Javier Milei. En un discurso en el ex Centro Cultural Kirchner el sábado 12 de octubre, el presidente que vetó la Ley de Financiamiento Universitario sostuvo que la universidad dejó de ser una herramienta de movilidad social para convertirse en un obstáculo del ascenso. También afirmó que solo le sirve a los hijos de la clase alta y media-alta. Mientras tanto, miles de familias trabajadoras apoyan a sus hijos para que hagan lo que otras generaciones en esos mismos hogares no pudieron: estudiar, obtener un título, ser universitarios, profesionales reconocidos por los demás.
El mérito es un elemento estructurador de las subjetividades. Así lo plantea Mariana Nobile, doctora en Ciencias Sociales y especialista en Educación. Con sus limitaciones, fue el criterio que las sociedades modernas constituyeron como el más justo, en comparación con los establecidos previamente por la aristocracia, basados en la herencia. “Desde sus inicios, la universidad generó una movilidad intergeneracional muy destacada entre padres inmigrantes, analfabetos y trabajadores cuyos hijos pudieron salirse de ese recorrido”, explica. La crítica a la meritocracia buscó demostrar que esa carrera está repleta de obstáculos y de procesos de acumulación de desventajas. No todos parten del mismo lugar y los condicionantes tienen un peso que puede ser difícil de atenuar.
Ahora que ya no trabaja como mucama, para pagar cada mes 20 mil pesos de viáticos, 20 mil de apuntes y 15 mil de Internet, Antonella lava y recicla carteras, collares y ropa que su papá encuentra mientras cartonea. Pone “todo bonito” y arma una feria en la puerta de su casa. Si no le alcanza, le pide ayuda a su mamá, que tiene un kiosco pequeño. Pero en la 31 la crisis se agudiza y cada vez le venden menos panchos y menos cocas a los vecinos. Además, Antonella tiene un hermano y una hermana en edad escolar. Ella es la mayor y se las arregla con lo que hay. Si tiene que leer desde la computadora o recorrer fotocopiadoras por todo el centro porteño hasta encontrar el mejor precio para imprimir los textos, lo hace. También suspendió las salidas con amigos. Solo se junta a tomar mate. Ahora está contenta porque le salió una Beca Progresar: 35 mil pesos con los que puede alivianar a su familia.
Nobile cree que el desafío está en no extremar el criterio del mérito para no invisibilizar desigualdades, pero tampoco tirarlo por la borda. “Para la gente, sentir la tranquilidad de que uno se gana las cosas individualmente es parte de la construcción subjetiva y ciudadana. Es una ficción necesaria”, dice.
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Sofía tiene 27 años y alquila con su pareja en Malvinas Argentinas, conurbano norte. Terminó el secundario a los 21 y ahora cursa materias del primer año de la tecnicatura superior en Hemoterapia e Inmunohematología en la Facultad de Medicina de la UBA. Criada por una madre adolescente, también es la primera de su familia en ir a la universidad.
—Mi mamá no quiere que deje la carrera por nada del mundo —jura.
De chica jugaba a ser doctora, pero Medicina es una carrera muy larga e incompatible con la mayoría de los trabajos. Y Sofía necesita uno. Después de meses buscando, consiguió atender un bingo los fines de semana. Gana 200 mil pesos con los que contribuye a las compras de supermercado en su casa. Su compañero es operario en una fábrica y se ocupa de gran parte de los gastos. A veces Sofía no va a cursar para ahorrarse la plata y que él pueda cargar la SUBE e ir a trabajar.
Otra forma de ahorrar es caminando las diez cuadras que la separan de su casa a la estación de tren. No es que sean muchas, pero la oscuridad de la madrugada le da miedo. Por suerte, ya conoce a otras mujeres que van a esperar el colectivo a la misma hora y se siente menos sola. Sofía se toma el tren Belgrano norte para ir a Retiro y desde ahí un colectivo, el 132, hasta la Facultad de Medicina. En total, una hora y cuarenta minutos de viaje.
—Todo lo que está pasando me genera mucha incertidumbre, la angustia es muy fuerte y tampoco tengo plata para pagar terapia. Mientras, meto materias. Necesito estudiar para mejorar mi calidad de vida —dice.
El salario por hora de una persona con título universitario es un 53 por ciento más alto que el de alguien que solo terminó la secundaria. Sofía proyecta terminar, trabajar como extraccionista de sangre en un hospital o laboratorio y ganar un sueldo mayor para poder decirle a su novio: andá, estudiá Programación o lo que quieras, porque vos me bancaste a mí.
El ataque al sistema público universitario y al derecho social a la educación no es inocuo para La Libertad Avanza y sus aliados. La posibilidad de acceder a una formación de calidad y gratuita en el nivel superior, independientemente de la clase social o del punto de origen, es una excepcionalidad en la región. La esencia de esos recorridos es, para las derechas, un “valor”: el esfuerzo. Algo que los jóvenes estudiantes experimentan todos los días frente a cada plan que resignan por el tiempo y el dinero que dedican a leer, a preparar exámenes y a prefigurar cómo quieren vivir. Por eso se organizan, defienden a sus docentes, que cobran salarios magros, y a sus casas de estudio. Toman mucho más que edificios: toman las riendas de su futuro.
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Regina tiene 21 años, vive en Luis Guillón, bien al sur del conurbano bonaerense, y es madre de una nena de 5. A la mañana trabaja de manera informal en un local de ropa de su barrio y a la tarde cursa Periodismo en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ). Se considera una persona muy curiosa y le gustaría dedicarse al periodismo de investigación. Puede soñarlo, dice, porque la universidad es pública y gratuita y queda a 20 minutos en colectivo desde su casa.
—Ir a la UBA es un viaje de dos horas. Es mucha plata que se va en viáticos, pero también en comer afuera —comenta.
Sus padres la ayudan con los gastos y, durante el día, con la crianza de su hija.
—A veces vuelvo a la noche de la facultad, cansada, y tengo que estudiar, pero ella está de joda porque tiene una energía bárbara y quiere jugar o bailar. Se duerme a las dos de la mañana, así que yo me siento a leer hasta las 3 o 4 —relata.
Ella y su hermana, que estudia Administración de Empresas, iban a ser la primera generación universitaria en su casa. Pero cuando su padre, inspector de Metrogas, las vio estudiar, se animó a anotarse en Ingeniería Mecánica en la UNLZ. Ahora se forman los tres al mismo tiempo. A veces se esperan a la salida de la clase para volver juntos.
Las nuevas universidades —esas que se crearon “por todos lados” y fueron objeto de crítica del entonces presidente Mauricio Macri— son un portal de oportunidades. Amplían el acceso al nivel superior y promueven la permanencia. Acortan una distancia que no es solo territorial. “La cercanía hace que la universidad sea un proyecto posible”, afirma Flavia Terigi, rectora de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS), pedagoga y especialista en trayectorias educativas.
Pero eso no es todo. Terigi indica que estas instituciones generan desarrollo urbanístico local: proyectos inmobiliarios, capacidad instalada para espectáculos culturales, nuevos medios de transporte. Y lo más importante: construyen conocimiento anclado a un territorio específico. Forman profesionales comprometidos con las necesidades de sus comunidades. Un ejemplo es el Instituto del Conurbano de la UNGS, que realiza investigaciones en torno al impacto de problemáticas socioeconómicas, ambientales y de género en la vida urbana local. “Muchos graduados terminan insertándose en la gestión pública de municipios u otras áreas de gobierno”, cuenta.
Leonel reconoce esa impronta en la UNSAM y la replica en su propio trayecto. No le interesa cambiar su trabajo como ferroviario. Al contrario, quiere pensar su ámbito laboral y de participación sindical desde las herramientas que le brinda la Sociología. Ya lo está haciendo, y eso es parte de la potencia de pasar por las aulas universitarias: el encuentro con distintos saberes y lenguajes y la formulación de nuevas preguntas cambia la vida de los estudiantes mucho antes —y más allá— de graduarse.
La transformación excede los contenidos de la carrera: el habitus universitario es producto de una sociabilidad y experiencia común novedosa, de formas distintas de habitar el espacio y la conflictividad de un determinado tiempo histórico junto a otros. “La Universidad produce una ruptura con todo recorrido previo: habilita un zoom más grande de lo que pasa en el mundo”, reflexiona Terigi.
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¿Cuánto tiempo dura realmente una carrera? ¿Cómo se prevén las materias recursadas, los finales adeudados, los emergentes, los vaivenes de todo proceso? Terigi, que conduce una universidad donde 6 de cada 10 estudiantes trabajan, advierte que en la Argentina los planes de estudio universitarios suponen alumnos y alumnas con una disponibilidad muy alta dedicada al estudio. En la medida en que se ha ampliado el acceso de sectores históricamente excluidos del nivel superior, lo que hay que hacer, insiste, es diseñar puntos de apoyo y combinar el proyecto de ser universitario con otros aspectos de la vida. “En la UNGS tenemos, además de una escuela infantil, una sala de juegos con personal especializado que ofrece actividades recreativas hasta las diez de la noche para que los estudiantes traigan a sus hijos”, ejemplifica.
El año pasado Sofía circuló por varios hospitales hasta que le diagnosticaron una anemia grave y estuvo internada algunas semanas. Ese cuatrimestre dejó la cursada. Las profesionales que le hicieron la transfusión de sangre le contaron cómo era su día a día y la alentaron a seguir formándose. Cada vez que escucha a diputados y periodistas enardecidos por la cantidad de años que los estudiantes “tardan en recibirse”, Sofía recuerda ese momento. A veces no se puede seguir, dice. Y hay que parar.
Pero también se vuelve. Como Antonella, que está cursando de nuevo tanto las materias que había desaprobado como otras que no pudo rendir mientras trabajaba. Al igual que Sofía, se junta a practicar ejercicios con sus compañeras porque se le hace más llevadero estudiar en grupo. Y cuando tuvo dudas con la carrera, otro profe del apoyo escolar de la 31 la llevó a una fábrica de golosinas para conversar con ingenieros químicos que la animaron a continuar.
La universidad es hija de otro tiempo. Hace de la construcción del conocimiento un valor y un laboratorio de promesas. Aún con todos sus desafíos y sus limitaciones, ofrece la posibilidad de imaginarse la vida a largo plazo en momentos de gran inestabilidad e incertidumbre, sobre todo para las nuevas generaciones. Antonella lo sabe. Por eso, mientras sus padres arman las valijas para volver a Paraguay a probar suerte y la invitan a irse con ellos, ella les pide que la aguanten.
—No me importa lo que diga Milei. Así me lleve 10 años recibirme, de acá soy. Y acá me quedo.