Los resultados de las primarias del 12 de septiembre tomaron por sorpresa a la mayoría de los argentinos. En los rostros de los búnkers pudimos constatar que ni vencedores ni vencidos estaban preparados para esos números. El desconcierto de los precandidatos frentetodistas, derrotados en 18 de 24 distritos, es llamativo. Había indicios claros de que la elección venía difícil. En principio, porque casi ningún oficialismo sale bien parado en las urnas en tiempos de crisis económica y pandemia; en algún momento, el aquejado comienza a culpar al gobierno de sus pesares. Pero también estaban las encuestas que advertían sobre el clima adverso y los datos -que no mienten- sobre consumo, ingresos bajos, inflación y desempleo.
Hay dos preguntas igualmente significativas: ¿por qué el Frente de Todos obtuvo tan pocos votos y por qué no lo vio venir? La respuesta a la primera, a medida que se asume el resultado, comienza a acomodarse: la población está disconforme con la realidad económica, social y sanitaria. Y eso incluye a un sector no menor de la propia base oficialista. Conclusión: era probable que ello se tradujera en (menos) votos. Pese a todo, en los pasillos de la dirigencia frentetodista se impusieron algunas convicciones para evadirse de los hechos. Por ejemplo, que la sumatoria de un plan de vacunación y la unidad del frente electoral panperonista eran antídotos infalibles contra toda merma cuantitativa. Lo primero era un supuesto no probado: la idea de “votante vacunado, votante feliz” no registraba antecedentes. Lo segundo, una certeza antigua llamada a volverse obstinación. Buena parte del conocimiento político argentino se asienta en la premisa de que el peronismo es una base electoral inamovible. Que se puede dividir -regla- o unir -excepción-, y que es tomada como marco de referencia por parte del antiperonismo. Ese peronismo es la unidad de medida.
A fines del siglo XX se consideraba que el bloque electoral peronista equivalía al 40 por ciento de los votos nacionales. El famoso “piso”. En el siglo XXI, tras el colapso del radicalismo, el bloque se elevó a una franja que va del 50 al 60 por ciento (y más también). Sesenta es lo que daba la suma de los porcentajes de Carlos Menem, Néstor Kirchner y Adolfo Rodríguez Saá en las presidenciales de 2003; 68 la de Cristina Kirchner, Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saá en 2011. En este siglo el peronismo nunca baja de 50 y, cuando parece hacerlo, simplemente hay que buscar adónde se fue la porción que falta. Puede estar en el peronismo federal, el Frente Renovador, el randazzismo, etc. Resulta tranquilizador saber que el “remanente” del bloque está en alguna de esas terminales periféricas, porque se sabe que algún día va a volver.
Por esa razón lo que ocurrió el 12-S es tan perturbador. Porque el bloque peronista parece haberse extinguido. Fue durante una PASO, que -en rigor- es simplemente la clasificatoria que selecciona candidatos para la legislativa. Pero se la toma en serio, porque suele anticipar los resultados por venir. Si se hace el cálculo de sumar a nivel nacional todos los votos positivos del Frente de Todos y las coaliciones provinciales que ocupan su lugar, apenas supera el 32 por ciento. ¿Dónde está lo que falta? ¿Cuál es la terminal panperonista que recibió temporalmente a todos los votos peronistas en el exilio? No la hay. Esta vez, todo indica que los desencantados de la experiencia frentetodista emigraron a lo desconocido. Quizá votaron en blanco, o a la izquierda, o a los libertarios. O tal vez a Juntos por el Cambio, cuyas listas no casualmente están pobladas de antiguos afiliados justicialistas.
Tal vez estemos ante un fenómeno temporal, que se recuperará rápidamente entre las legislativas de noviembre y las presidenciales de 2023. Tal vez el panperonismo unido vuelva a sus 50 puntos o se divida en fragmentos que por separado sumarán 50 o más. Pero también es posible que estemos ante un fenómeno de otra índole: una crisis del peronismo como actor de referencia de la política argentina.
El orden
Volvamos a la pregunta del comienzo: ¿por qué el Frente de Todos perdió las elecciones en casi todo el país, incluyendo la provincia de Buenos Aires? Todas las explicaciones apuntan a que la Argentina está inmersa en una crisis multidimensional y que el oficialismo está pagando los costos de ponerle el pecho a la gestión en un momento de malaria y desolación. Nada inusual, son los avatares de la gestión. Pero en la Argentina el peronismo es el partido que proporciona soluciones para sacar al país de la crisis y esta vez no lo está logrando.
El peronismo post Perón tiene solo dos experiencias de gobierno nacional: la de Menem (1989-1999) y la de Duhalde-Kirchner-Kirchner (2002-2015). Ambos ciclos se caracterizaron por sus inicios turbulentos, casi de salvación nacional, que comenzaron después de crisis macroeconómicas y sociales graves que estallaron en manos de los gobiernos radicales precedentes. El peronismo contemporáneo no es solamente el partido de la soberanía política, la independencia económica y la justicia social: es también el partido del orden, de la gobernabilidad durante la tormenta. Muchos de sus votantes fidelizados lo ven así.
Esta noción del peronismo como partido de la gobernabilidad, que supieron representar bien en sus inicios los dos ciclos peronistas contemporáneos, mantiene continuidad directa con el peronismo histórico. Aunque algunas interpretaciones del peronismo enfatizan la ampliación de derechos como valor absoluto, en el peronismo original la precondición de las “reformas sociales” -así llamaba Perón a la ampliación de derechos- era la posibilidad que brindaba el orden. Esa es, más o menos, la famosa tesis peronista de la “comunidad organizada”. Uno de los productos mejor vendidos del peronismo a su electorado a través de su historia, y precisamente el que el Frente de Todos no está pudiendo proveer. Sin temor a exagerar, podríamos decir que una de las ausencias notorias de la política argentina contemporánea, que tiene a todos sus actores sumergidos en una suerte de confusión, es el partido de la gobernabilidad.
Cristina Kirchner, formada en esas nociones clásicas -a diferencias de otros miembros del gobierno que las desconocen- viene haciendo desde hace años menciones al problema de la falta de orden. Su última campaña electoral protagónica, la de 2017, giraba en torno de la “organización de la vida” -que se había desordenado, según ella, como consecuencia de la gestión económica macrista. Sus episódicas intervenciones, ya como vicepresidenta, giran en torno de esa idea: desde la regulación de los precios de las tarifas domiciliarias hasta el reto público al presidente a que “ordene sus cosas”, pasando por los funcionarios que no funcionan. Todo la lleva a un principio de organización. Pero ella no está en posición de organizar el orden. Inflación, pobreza, inseguridad y desequilibrios macroeconómicos son el desorden. Entrometerse en el gobierno sería, justamente, desorganizar el principio de autoridad. Quien debe proporcionar esa organización deseada, la que construye mayorías electorales, es el presidente.
Cabe preguntarse si en los pocos meses que nos seṕaran de noviembre el Frente de Todos podrá proveer a los argentinos algo de ese orden deseado. Es difícil y no se limita a alivios económicos en tiempos de escasez. Lo que le crearía una herida importante sería que otras fuerzas políticas le quiten al peronismo el monopolio de la promesa del orden. Las dos vertientes postmacristas de Juntos por el Cambio van por ese gran botín.