Pequeña Victoria arranca con cuatro protagonistas que parecen diferentes entre sí pero que tienen mucho más en común que una hija. Julieta Díaz -Jazmín- representa el modelo de mujer empresarial que reconoce en la maternidad un obstáculo para seguir creciendo en su carrera. Natalí Pérez -Bárbara- automáticamente construye empatía con la audiencia con su historia plagada de violencias, soledad y su cuerpo como única herramienta para cubrir el día a día. Mariana Genesio Peña -Emma- viene a romper con los prejuicios (de los personajes y los tuyos) para mostrar que el amor no tiene género. Inés Estévez -Selva-, esa mujer a la que un día el traje de los mandatos comenzaron a quedarle chicos y desde su matrimonio tipo empieza a pensar: ¿qué hay -además y después- de ésto?
Las cuatro protagonistas encontrarán sus destinos cruzados a través de una niña nacida bajo un contrato que tiene poco de solidario, en el vientre de Bárbara, con el óvulo de Jazmín y el esperma de Emma. A simple vista parece una historia extraordinaria. Sin embargo, la crudeza de la cotidianidad a la que están expuestas las protagonistas vuelve visceral la narrativa para cualquier persona que esté frente a la pantalla, y sobre todo, construye una identificación que nos hace cuestionar lo aprendido: ¿realmente son tan distintas, ellas, entre sí?
La tira trae preguntas internas que nos hacen replantear nuestros propios vínculos: ¿Es el personaje de Julieta Díaz la única madre, por el sólo hecho de haber puesto su material genético y haber pagado una gestación? ¿Por qué para la ley -o los vacíos de ésta- el dinero automáticamente es capaz de generar un vínculo? ¿Por qué el personaje de Emma, por el hecho de haber puesto esperma, como material genético, la convierte en padre y no en madre? ¿Acaso Bárbara no tiene derechos como madre por haber puesto su cuerpo en una situación contractual dudosa, siendo que poner el cuerpo representa literalmente poner su vida en riesgo a favor del nacimiento de otra vida?
El deseo
El mandato de la maternidad y lo que ocurre socialmente a su alrededor es central en Pequeña Victoria, porque no aborda solo “el deseo”, sino que hace una pregunta inaugural que las ficciones han olvidado: ¿Qué es una madre? ¿Qué define el concepto “madre”?
A Jazmin, por ejemplo, su deseo la contradice porque la pone en un lugar al que ella le tiene alergia: el de la mujer infantilizada, el de la mujer abnegada, sin poder de decisión, o mejor dicho, sin Poder en todos los órdenes. Jazmín es esa mujer que ha logrado hacerse un lugar en el mundo empresarial jugando con los códigos “de los hombres”. Una mujer poco romántica, que vive su sexualidad con libertad, que denosta la maternidad como un espacio de extrema inocencia y debilidad para una mujer dura y de negocios como es ella. Sin embargo, su historia plantea un debate muy actual dentro del feminismo: por qué relacionamos a mujer que es empleada doméstica o madre con alguien débil o sumisa. ¿Por qué creemos que el empoderamiento y la libertad se consiguen a costa del deseo de ser madre? ¿Por qué el problema está en los nacimientos y no en la presencia de más derechos que permitan elegir el tipo de maternidad que queremos llevar adelante? A Jazmín se le irá revelando una dura realidad. Aunque haya jugado con las reglas de ellos tendrá que soportar una doble carga mental: la de mantenerse como sí mientras abre los ojos sobre un holograma que ella misma creyó porque las limitaciones siguen estando, ella no dejó de ser mujer a los ojos de los hombres que la rodean.
En este sentido, la sombra de los miedos de Jazmín queda interpretada por Gerardo, el compañero competitivo que nos devuelve todas las explicaciones por las que este personaje decide ocultar su maternidad, y por qué decidió transitarla de esa manera. A través de Gerardo, empatizar con Jazmín se transforma en un gran ¡Y sí! Él tiene tiempo a costa de un harem de mujeres, una esposa y empleada doméstica que permiten que cumpla con los horarios de los after office para negociar entre hombres a altas horas y con cervezas de por medio, o para hacer el informe financiero que Jazmín no puede porque está ocupada maternando.
Jazmín sabe que la maternidad es una escalera rota, ese espacio en donde las mujeres podemos trastabillar hacia un agujero negro que pude opacar nuestra vida profesional. Luego del nacimiento de Victoria, Jazmín se da cuenta que un cuerpo que materna no es solo una razón de limitación en la vida profesional de las mujeres sino que las barreras más agudas se encuentran afuera, en la desigualdad que tenemos en relación a los hombres que parten de lugares laborales más ventajosos, en las contradicciones entre el querer estar presente pero no poder/querer descuidar lo construido a nivel laboral. Jazmín se dará cuenta de la soledad con la que tienen que lidiar las mujeres después de ser madres: no mostrarse débiles, luchar con las contradicciones, llorar a escondidas por llegar tarde a los abrazos, relegar un mundo construido muchas veces a la fuerza por las limitaciones externas. No alcanzará con ella y una empleada doméstica, para criar hace falta muchas más que cuatro manos, y así Jazmín le abrirá las puertas de la crianza a las otras protagonistas. No se materna con un cuerpo, se materna con la vida.
Les trans
El personaje de Emma llega como una patada a nuestros cerebros duales. Emma es quien le enseña a Jazmín sobre nuevos códigos de la solidaridad entre mujeres para socializar el mundo de las decisiones. Las integrantes de la Casa Diana -en homenaje a Diana Sacayán- nos enseñan cómo volver horizontales y colectivas las actividades diarias; ellas son un arma poderosa frente a una realidad que condena y arrastra a las sombras a la población trans.
Ese aprendizaje que Emma trasladará hacia el resto de las mujeres que crían es una de las enseñanzas más emotivas de la novela, porque de alguna forma ella viene a decirnos: las mujeres vivimos en la clandestinidad, somos minoría cuando debemos sortear los obstáculos haciendo cincuenta actividades con una sonrisa. No hay diferencias entre mujeres e identidades trans cuando el resultado es la condena por ser feminidades. La clandestinidad está en nuestros silencios, en los malestares ocultos, en la realización de un trabajo invisible que no es valorado, que no es productivo, que es relegado a las cuatro paredes de un hogar. No hay regulación, no hay políticas porque para el mundo no existe, para el Estado la crianza sigue siendo algo que se debe dar de manera natural por nuestra condición de mujer. Como dice Silvia Federici: aquello que llaman amor, es trabajo doméstico no pago, y así Jazmín deberá aprender que Feminismo no es ponerse un traje, ni dar órdenes verticalistas propias de los códigos patriarcales.
El Trinomio Bárbara-Emma-Jazmín nos dará una lección crucial. La dinámica dentro del hogar del tipo hombre/proveedor y mujer/receptora-ama de casa se hará manifiesta en diálogos.
- Jazmín, me tenés dentro de tu casa como lactante precarizada- dice el personaje de Natalí Pérez.
- Alguien tiene que pagar el queso para las tostadas- responde.
En su intento por pagar todo con dinero, Jazmín no visualiza que ella también tiene internalizada las lógicas de invisibilización. Allí Emma irrumpirá con enseñanzas fundamentales que traspasan la pantalla y nos dejan al borde de las lágrimas en más de una escena.
Otro de los múltiples puntos que toca la novela es el lenguaje trans. Se hace manifiesto el trabajo en conjunto que realizado con este colectivo, lo que hace de la tira algo excepcional. El personaje de Facundo Arana representa a ese hombre con su familia conformada que luego de separarse descubre que el amor no tiene género, que la sexualidad se construye solo entre dos cuerpos que se desean, y que así deberá reaprender la vida completa. El “curioso”, como lo llaman en Casa Diana, es intensamente observado por las mujeres de allí, pues ya saben lo que sucede con ellos. En post de prejuicios y del mandato de la masculinidad, juegan con los sentimientos, juegan en la noche, juegan y disfrutan de lo que a la luz del día prefieren ocultar como si fuera una vergüenza, como si las identidades trans fueran un medio de descarga, un lugar donde sólo ocurren las fantasías sexuales pero el amor no tiene lugar. Pero el amor tendrá lugar, porque el afecto es un derecho, porque los cuerpos merecen ser besados y amados con el sol de frente, con la verdad desnuda en las miradas del deseo. Nada dignifica más que el reconocimiento, que el abrazo, que la identidad despojada de los miedos.
El alquiler de vientre
La problemática alrededor de la regulación de la práctica de vientres subrogados propone otro hilo de discusión. En la novela de Telefe, la frialdad de los intermediarios que lucraron durante todo el proceso para garantizar que la madre subrogante sea sólo un útero portador, es escalofriante. El equipo autoral, encabezado por Erika Halvorsen y Daniel Burman, decidió mostrar la otra cara de quien cumple su deseo de maternidad a costa del cuerpo de otra persona.
Estamos acostumbrades a sensibilizarnos con quienes cumplen su deseo de ser madre y padre, pero que no pueden o no quieren hacerlo a través de su cuerpo. ¿Hay lugar para preguntarse qué sucede con “el otro lado”? ¿En qué parte del relato logramos ver la vida de la gestante? ¿Por qué se invisibiliza como persona a costa del deseo de un otro que puede pagar por cumplirlo? ¿Cuáles son las razones que llevan a una mujer a “vender” su cuerpo físico? ¿Qué implicancias emocionales tiene? ¿Qué implicancias físicas?
El cuerpo de escritores de la tira no escatima en describir las circunstancias alrededor de la madre gestante: las tetas llenas de leche afiebradas, un cuerpo en estado de cicatrización post cesárea, el peso emocional y hormonal al que está expuesta, la violencia con la que se la trata, como si fuera un desecho, una parte de una máquina que ya no sirve más y por consiguiente debe retirarse, pues ya cumplió su contrato. Pero además la serie muestra todo lo que la llevó a la portadora a llegar ahí: una cadena de necesidades que la exponen a usar su cuerpo para la situación límite de gestar, con todas las implicancias que esto tiene para la salud. La frutilla del postre ocurre cuando Bárbara termina teniendo un parto antes de término y la mujer responsable del cumplimiento del contrato, la responsabiliza, así la manipula para pagarle menos y evitar quedar expuesta en su negocio.
La tira pone de manifiesto algo fundamental: ni las leyes ni las instituciones están preparadas para una realidad que ya está ocurriendo. El concepto de familia está cambiando, y los marcos jurídicos siguen anclados en un tipo de familia heterosexual y dual, que pone el peso de la responsabilidad de cuidados en las mujeres e inscribe a los hijos como objetos de propiedad de sólo dos personas por la única razón de compartir material biológico. En este país, el amor no tiene marco legal.
Preguntas como ¿de qué forma será inscripta esa beba? ¿Quién es la madre? ¿Hay un padre? O mejor dicho ¿debe haber un padre?, encuentran en la escena del personaje de Julieta Díaz el vacío institucional. Jazmín es interceptada de noche en la puerta del sanatorio y no la dejan pasar porque en el sistema de gestión de la clínica registraron como madre a la gestante. Así somos espectadores de cómo nuevas formas de vincularidad aún no tienen espacio en las formalidades. Y eso se así por una imposibilidad de reflexionar sobre el binarismo madre-mujer, padre-hombre, que no indaga en el deseo y la responsabilidad.
La cuestión de las nuevas maternidades y paternidades, gracias a los avances científicos, hacen tambalear todo lo aprendido sobre la familia tradicional y nos traen debates refractarios y urgentes: ¿Tiene un padre que estuvo ausente durante la crianza derecho sobre les hijes por el solo hecho de haber puesto su esperma? ¿Debe obligarse a la filiación y vincularidad a madres y padres que han sido irresponsables? ¿El derecho a alimentos de les hijes, debe generar (como sucede en nuestro país) un vínculo filiatorio automático que muchas veces deja a las mujeres en lugares de dependencia jurídica con hombres que usan ésto para delimitarle posibilidades como la salida del país? Son debates no solo regulatorios sino también éticos que mueven la estantería de la raíz profundamente misógina que tiene el Derecho como entidad. En nuestro país hasta 1949 los hijos eran del padre, por eso la patria potestad compartida brindó facultades de “propiedad” sobre las mujeres, pero incluso con las sucesivas reformas en el código civil ésto no ha evitado que jueces y juezas sigan promoviendo la revinculación con violentos, padres abandónicos o abusivos.
El aborto
Emma y a Bárbara llevan un collar con el corazón verde abortero y una pulsera del mismo color, respectivamente. El verde irrumpe para decir: la maternidad será deseada o no será. El corazón verde refleja que siempre hablamos de las implicación de abortar pero jamás de maternar, de todo lo que significa: barreras, espacios en blanco, limitaciones, restricciones y sobre todo muchísima soledad. ¿Por qué pensamos que lo peor que puede pasarnos es un embarazo no deseado y un consecuente aborto en vez de reflexionar sobre un embarazo deseado pero con posibilidades de maternar menos complejas? ¿Por qué las madres no pueden arrepentirse de ser madres y el deseo abnegado debe estar por arriba de todo? La cuestión es la misma en los diferentes niveles de análisis, y funciona como un prisma de muchas caras: un embarazo no te hace madre, el material biológico tampoco.
El matrimonio
El personaje de Inés Estévez -Selva- no solo interpelará a las mujeres casadas, sino también a quienes no lo están. ¿Qué hay después del matrimonio? ¿Qué hay además de construir con un otro? Los diálogos que oscilan entre el humor y las reflexiones que nos doblegan se manifiestan:
- Marito, ¿nunca pensaste en hacer algo distinto, en hacer algo más?
- Selva, los cambios traen desgracias-, responde el personaje de Jorge Suárez.
Selva crió a cinco hermanos y ahora se da cuenta que también crió al marido. Le lleva facturas para satisfacerlo, sabe qué decir para que no se desate el conflicto, sabe cómo mantener todo en orden. Selva tiene un destino de cuidadora marcado, que la llama a la puerta del Uber que maneja adonde quiera que vaya.
¿Quién es ella por fuera de ese destino? ¿Dónde están sus deseos? ¿En qué momento ser mujer se resignifica por fuera de los mandatos? El interés amoroso de un joven con muchos menos años que ella rompe con la tradicional historia de amor naturalizada que tenemos les espectadores entre una mujer joven, bella y desvalida y un hombre mayor. Ahora es Selva la admirada, la que tiene obnubilado a un joven hermoso. ¿Por qué ella no habría de merecer tener historias extraordinarias?
Para las mujeres casadas o en pareja que estén frente a la pantalla hay una pregunta que las atravesará por completo: ¿Es un “hombre bueno” suficiente razón para quedarse al lado de un vínculo que ya no nos hace crecer, que no nos presenta desafíos, cosquillas, sabores, aprendizajes? ¿Por qué hay que amar para siempre, hasta que la muerte nos separe? Mientras Marito sigue anclado en el pasado, ella comenzará a encontrarse gracias a un nuevo código de mujeres que la rescatan de las cuatro paredes del hogar y del destino de cuidadora, recorrerá un nuevo sentido de libertad, pero antes será ella misma quien deba despojarse de los miedos y prejuicios propios.
El Amor
Erika Halvorsen dice: “Las historias de amor están en todas partes”. Este es, sin duda, el eje que une a todos los personajes. La historia de amor va más allá de Victoria, la bebé en cuestión. La historia de amor no es tampoco la de los intereses amorosos de las protagonistas. El amor son los vínculos que se construyen para hacer de la vida un lugar de residencia más amable. El amor son ellas cuatro tiradas en la cama agotadas de criar, pero sintiéndose acompañadas, siendo sostén. El amor es la magia que baña a esta historia que nos propone a todas las mujeres un código de rescate, y que llama a los varones a que puedan generar una nueva ética de la afectividad.
La pequeña Gran Victoria es que una ficción pueda decirnos a través de sus historias conmovedoras que el Amor tiene múltiples formas y que se trata más de encandilar la oscuridad de la soledad, de ser la contraseña de un día pésimo que el ideal romántico que nos vendió la industria cultural por años. La Victoria no es llegar al final de una meta sino atravesar esa puerta que se abre en la pantalla para un nuevo comienzo que lo resignifique todo: el de las vidas que merecen ser vividas.