Palmas invisibles

Por: Ariel Palacios

Mi padre olvidó su mano izquierda quién sabe en qué lugar. Como no recuerda dónde, hace casi setenta años que la busca.
Mi padre todavía no es consciente de ello, y quizás no lo sea nunca. Supongo que eso lo empuja a apostar por la derecha, que es su mano correcta, cuando elige candidatos de Binner hacia abajo.

Mi padre fuma unos veinte cigarrillos diarios y come muchas grasas. Desafía los colesteroles y sigue en su peso. Recorre los caminos de tierra del sur de Santa Fe en una bicicleta flaca y no hay toses que lo aplaquen. Se dice afortunado de hacer lo que le gusta. O sea: de cuidar el ganado en una zona sin chacras para un patrón sin pelos. “Y si no, de qué trabajo”, le oigo argumentar desde los tiempos de Rap Anelli, un galgo que encontró en una cañada y que llegó a ministro.

Mi padre silba y silba, cosa rara en el mundo. Ahora, justamente, practica una nueva que suena con moscas. No sé cómo explicarlo. Pongamos que el pasado aletea con furia.

Mi-padre-y-yo

Mi padre no me preguntó si deseaba ser de Boca. Me vistió de azul y oro y ya: consiguió lo que quería. Encima, se sacó una foto con aquel niño pequeño que llevaba mi nombre. Va a parecer asunto de locos, pero es la única imagen en la que aparecemos dándonos pelota.

Mi padre es ácido, machista, amante del tango y los caballos, creído de sí, desordenado. Qué escribir sobre él que no haya sido escrito. Tal vez todo, o esta crónica obvia que para el caso es nada. El resto es un choque mudo de palmas invisibles. Un saludo simple, necesario. Puro viento y basta.