De un tiempo a esta parte, diversos grupos de jóvenes pertenecientes a la clase media porteña consumen cumbia y se ríen del stand-up marginal. Así lo demuestra el éxito de fiestas de cumbia como La Mágica o la D-Lirante, o la difusión de diversos humoristas que reivindican en sus monólogos al conurbano como un espacio desde el cual construir distintas referencias humorísticas.
¿Significa eso que las diferencias sociales están saldadas? ¿O se trata, más que de una reivindicación de la cultura marginal, un boom comercial que solo saca ventaja para hacer negocio? ¿Puede una fiesta de cumbia derribar los prejuicios y las diferencias de clase? Eso parece desprenderse de la nota “El boom de lo marginal” de la Revista Veintirés. En la tapa se menciona que la “cultura villera pasó de ser un estigma a una marca de valor” y, en el desarrollo de la nota, se retratan esas fiestas, el stand-up villero, el teatro, la música y la poesía realizado por actores sociales con diversos grados de marginalidad. El patrón común es la referencia espacial: el conurbano, la villa o la cárcel. Y la propuesta analítica gira en torno a la novedad que implica que dichos actores y dichas prácticas, otrora despreciados por el “buen gusto” de lxs porteñxs, pasen a hora a ocupar un lugar más o menos importante en la escena cultural local, planteando una especie de suspensión de jerarquías y diferencias sociales efímera pero no por eso menos real.
En mi propio trabajo de campo en bailes de cumbia de capital y el conurbano la discriminación hacia diversas manifestaciones de la cultura de las clases populares había sido un patrón sostenido a lo largo de los últimos diez años. ¿Esa tendencia se había revertido? “El preso que llegó a la MTV”, frase que pretendía describir al rapero Ariel “Patón” Argüello, era, sin duda, polémica. ¿Es que acaso el mismo sentido común que repite hasta el cansancio que se necesita “controlar el flagelo de la inseguridad” y “meter presos a los ladrones” ahora se encarga de celebrar la cultura de un ex-convicto?
De esta nota podemos inferir varias cuestiones. En primer lugar, es porteñocéntrica, digamos, como buena parte del periodismo argentino que escribe, mira, interpreta y analiza desde la Capital y hacia el resto del territorio nacional. Da por sentado que esas experiencias de un “otro villero” son novedad para un “nosotros” de clase media más o menos ilustrada habitante de la CABA. Y en segundo lugar, reproduce –tal vez sin quererlo– el mismo estigma sobre “lo villero” que supuestamente quiere desmembrar: Intenta mostrar que los habitantes de las villas también hacen cultura, haciéndose cargo de una tradición prejuiciosa y bienpensante: que estos sujetos están más cerca de la naturaleza que de la cultura y por ende su vínculo con esta última es casi nulo. Para que quede claro: cuando uno se preocupa por aclarar “los villeros hacen cultura”, está partiendo de la idea de que ésta no es, entre “ellos”, una práctica habitual.
La vi posteada en el muro de Facebook de Damián Quillici, un joven humorista cultor del stand-up villero, en cuyas intervenciones se mezcla el humor y una mirada crítica sobre las propias experiencias de vida en un barrio del tercer cordón del conurbano: "Marginalidad es comer al menos tres veces por semana milanesas de hígado". La compartí y agregué: “le replican por ahí que los más o menos acomodados también se recalientan la polenta para ahorrarse unos mangos. Creo que la diferencia radica entre aquellxs que lo hacen para ser estratégicos porque pertenecen a una clase que la pasa mejor si ahorra con el morfi de todos los días, para después salir "de tapas" a Palermo sin culpa, y aquellos para quienes comer polenta o hígado es casi la opción obligada por las circunstancias, es decir, las condiciones materiales. Unx puede hacer cultura (humor, música, pintura, etc.) a pesar DE los condicionamientos materiales y NO gracias A ellos.
Luego de postear la nota, Damián me dijo:
“No está bueno ser marginado, no es una moda, hay gente que la pasa mal, [los que aparecen en la nota] son los mismos que cuando en algún boliche de moda empiezan a ir pibes de la villa, dicen que ya no se puede ir a bailar porque se llena de negros… si tanto te gusta ser marginal, arrancá no discriminando al pibe que pide monedas porque no le queda otra o al limpiavidrios que hace eso porque capaz no quiere robar. Yo por suerte no sufro discriminación, voy a todos lados, con el humor obvio, si tuviera que ir por mi cuenta no sé si me dejarían entrar”
La otra cara del humor ¿“villero”?
Damián nació en el Hospital Municipal de Tigre y lo criaron su madre junto a sus abuelos. Vivía en una casa precaria y compartía habitación con sus tres tíos. Su madre siempre trabajó de empleada doméstica, “limpiando casas para la gente de clase alta”. Su abuelo fue obrero de un frigorífico en los furiosos 70’s y fue una gran inspiración para Damián, figura paterna y ejemplo a seguir. Cuenta que éste había viajado por Europa y se había traído varios libros que quedaron enterrados en algún lugar incierto. Eso lo desvela: Damián fue el único que heredó su pasión por los libros, la literatura y la política.
Cuando lo conocí me contó que un libro le cambió la vida. Y fue así nomás, como en los cuentos de hadas y príncipes, pero con conciencia de clase y espíritu combativo. Su madre trabajaba en casas de familia acomodadas con un sueldo bastante bajo. Para compensar, quizás, cada tanto le regalaban cosas que iban a tirar a la basura. Una tarde llegó con una bolsa llena de juguetes y libros. Dos llamaron la atención de Damián: El Manifiesto Comunista, de Marx y Engels, al que recordaba porque su abuelo lo había mencionado una vez, y Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. Se los leyó en una semana y aunque reconoce que no entendió nada, dejaron en él decenas de preguntas. Años después trabajó de obrero en varias fábricas. En una de ellas había mucha actividad sindical: allí, cree, terminó de entender esas lecturas. Cuando se quiso acordar ya opinaba en las asambleas, se había despertado su conciencia social, iba a reuniones, paraba la máquina, reclamaba. Había descubierto todo lo que estaba mal.
Una noche de 2012, caminando por el Paseo la Plaza, le acercaron un volante para un show de stand up. Entró y quedó loco, entusiasmado con lo que había visto. Se puso a investigar y descubrió que eso se podía estudiar y hacia allí fue, cargado de prejuicios y dudas: “¡yo pensaba que me iban a sacar cagando por villero!”. Damián se define como comediante. Dice que el dinero le alcanza para vivir con poco. Hace shows casi todos los fines de semana en espacios tan diversos como teatros de la Avenida Corrientes y clubes de barrio del Conurbano y, de vez en cuando, participa en diversos programas de TV. Le pregunté cómo es transitar mundos tan distintos y poder hacerse cargo de las contradicciones. Me respondió que en una misma noche actuó en un lugar top, volvió al barrio, agarró la plata que había ganado y se fue a bailar con los pibes al Tropitango. También le tocó ir a funciones con el barrio inundado[1], salió descalzo desde su casa hasta la ruta, y en la parada se puso las zapatillas para actuar en la mismísima calle Corrientes. A veces cuenta esas anécdotas en las redes sociales y muchos lo toman como parte de sus monólogos y no de su realidad cotidiana.
Frente a un contexto que condiciona o restringe las posibilidades de las personas, ¿qué hace la diferencia en historias como las de Damián? Son los propios sujetos quienes tienen la capacidad de darle batalla a un supuesto destino inexorable:
“a veces estaba en la esquina con mi primo y los otros pibes se iban a robar, yo lo rescataba y nos íbamos a casa a leer algún libro o mirar películas, el camino mío no era ese, pero pudo haberlo sido. He tenido un 38 en la mano, y más de una vez, en las malas, lo pensé, nunca me animé, soy un privilegiado porque justo me llegó un libro de regalo, eso me cambió la vida, leer me hizo ser la persona que soy”
Damián muestra la otra cara del humor de manera cruda, revelando una enorme capacidad para poder reírse, ante todo, de su propia realidad con agudeza y sin autocompadecimiento. Eso es lo verdaderamente distintivo. Dice que se le abrieron muchas oportunidades, pero esas puertas se le cierran rápido y no le permiten mejorar sus condiciones objetivas de vida. Exista o no el #BoomMarginal, parar la olla sigue siendo una tarea complicada en la historia de éste y otros artistas del palo. Su realidad cotidiana no se resuelve con apariciones televisivas o reconocimientos simbólicos de los pibes de Palermo cool.
En la guardia del hospital de Pacheco hacen pasar a un pibe, cuando le hacen sacar la campera se le cae un arma y al toque es detenido por la policía del hospital… y por pelotudo. Culpa del #BoomMarginal (del muro de Damián)
¿Qué pasó con la cumbia?
Cuando tenía 7 años empecé a ir a las bailantas de capital con mi vieja. Ella adoraba bailar cumbia y chamamé y yo no tenía con quién quedarme. Todavía recuerdo los detalles de decoración de “La Linqueñita de Caballito” o el “Patio Santiagueño”, los dos lugares más frecuentados. Eran espacios de celebración del baile, la seducción, el cortejo y la música como principal herramienta de acercamiento y comunicación. Mi vieja siempre se esforzaba por marcar la composición poli-clasista de sus públicos (“hay de todo, desde albañiles y empleadas domésticas hasta médicos y abogados”). Yo, desconfiada como era, descreía un poco de que alguno de esos señores, vestidos con ropas más o menos rudimentarias, pudiera curar a alguien o defenderlo en un juicio. Por el contrario, creía que mi madre exageraba y que necesitaba decir eso para ocultar una realidad innegable: los lugares a los que ella y su familia iban a bailar cada fin de semana estaban repletos de obreros, miembros de las clases trabajadoras, desclasados, sujetos más o menos borders, más o menos marginales, unidos por una misma música y por una misma pertenencia social.
Muchos años después volví a esos espacios para hacer mi tesis, primero con los pibes y pibas que escuchaban cumbia, después con los músicos que la ejecutaban, pero también con quienes la producían, la pensaban y la inventaban. En ese recorrido, que por momentos sonaba a deuda autobiográfica, me encontré con testimonios sugerentes de diversos actores que hacen al mundo cumbiero. La pregunta por el componente clasista, lógicamente, volvía a aparecer una y otra vez. Y la cumbia, que había sido marginal en los 80, boom comercial en los 90 y estallido “villero” en los tempranos 2000, de golpe se escuchaba en Palermo desde 2010 en un circuito que convoca cada vez más a “chicos bien”, combinando en sus pistas de baile a cumbieros tradicionales con hypster, skaters y rockeros de mente abierta. ¿Cómo y a quiénes se les ocurrió armar fiestas de cumbia con semejante mezcla de públicos?
Martín es uno de los realizadores de estas fiestas cumbieras y su opinión sobre la discriminación en torno a la cumbia es determinante:
“Ciertos músicos no aparecen en la televisión porque [a los medios] no les gustan los negros, porque les dan asco, porque tienen miedo, nada más, no hay ninguna cosa rara… porque creen que eso es grasa, creen que eso es malo… pero es así, Argentina es así, todo funciona de esa manera. No llegan a las virtudes artísticas. La gente que no le gusta la cumbia, y en general a los medios no les gusta la cumbia, no llegan a profundizar en nada. Mucho antes cortan el interés. [En mi trabajo] todo el tiempo estoy explicando que no son negros, no son villeros, me la paso explicándoles qué es lo que significa todo eso, hay mucha gente progre que tiene prejuicios sobre la cumbia”.
Y en el mismo sentido, opina sobre el público tradicional cumbiero y sobre los músicos:
“La gente que consume cumbia de verdad vive su vida a través de las canciones, a través de la cumbia, su vida es eso. Su vida son las canciones, las historias, y sus problemas los van llevando con la música, aunque te parezca una ridiculez, van resolviendo seguir adelante con la música, todo al ritmo de la cumbia… Los músicos de cumbia en general se forman a través del oído, son obreros, ¿entendés? Trabajan en forma de obreros, son muy metódicos con la música y después las cosas son perfectas, las canciones son perfectas…la gente que hace cumbia son obreros, no son vagos que hacen rock, lo hacen desde otro lugar”
Sobre las fiestas, Martín y Pablo, otros de los productores, cuentan que su intención era poder generar espacios para tocar pero sobre todo darle lugar en Capital a las grandes bandas de cumbia (La Nueva Luna, Los Palmeras, Antonio Ríos, Dalila, entre otros), ya que pos-Cromañón (diciembre de 2004) se habían cerrado la mayoría de los locales y la cumbia estaba relegada al Conurbano. Lo cierto es que fiestas como La Mágica o la D-Lirante representan un lugar en donde esa mezcla que mi vieja inventaba hace 30 años se hizo realidad. La pregunta obligada es, entonces, qué significa eso, qué hablita, a qué lectura y a qué tipo crítica cultural nos enfrenta.
Hay sin duda una intención democratizadora, de ánimo inclusivo, pero como dice Damián, mientras los mismos que bailan cumbia en estas fiestas sigan pensando que el trapito o el limpiavidrios son pibes peligrosos a los que mejor evitar, el problema de fondo sigue existiendo: la cuestión no es la cumbia, a la que se puede reivindicar, bailar, versionar e incluso admirar por su ritmo pegadizo, sus arreglos más o menos originales y su invitación permanente a mover los pies y la cadera. La cuestión, en este contexto, radica en los públicos cumbieros, la historia que la cumbia tiene atrás, el lugar de dónde viene, las trayectorias que representa, las sensibilidades que moviliza, la memoria narrativa y emotiva que se teje en sus letras. Parafraseando a Martín, debemos comprender que la cumbia es, para las mayorías populares, no solo una música alegre y festiva sino un modo de vida, una forma de tramitar las experiencias vitales, por más duras que éstas sean. Y que no es la misma la forma de apropiarse de estos ritmos en los bailes del centro que en las fiestas del barrio.
Otro de los grandes debates en torno a la cumbia suele ser la preparación de sus músicos, ligada, claro está, a su pertenencia de clase y al vínculo que de allí se deduce respecto de sus competencias culturales. La presunción casi naturalizada de que los músicos de cumbia no estudian parece ser más una afirmación de sentido común que un dato de la realidad. Pablo, músico y productor cumbiero no duda cuando afirma “la mejor escuela es juntarse a tocar, la cumbia es un ritmo sensible, que se comparte y se aprende con el otro”, además de señalar que en los conservatorios y las escuelas de música los ritmos tropicales no son parte de la currícula oficial.
En Familias Musicales, un libro sobre artistas tropicales nacionales que inventaron géneros, hay un hermoso testimonio de Juan Carlos Denis, líder de Los del Bohío, histórica banda de cumbia santafecina –la que se toca con guitarra eléctrica–:
“En el estudio he tenido algunas discusiones. Estábamos grabando y uno está en el detalle, que los coros, que el arreglo aquel. Y entonces el técnico te dice: "¿A vos te parece que el negro, con dos cervezas encima, se va a fijar?". Yo le dije "¡Mirá que el negro escucha más de lo que vos pensás!" El tiempo me dio la razón. Me han marcado cien detalles. ¡Cómo escucha el negro!”
Frente a la pregunta sobre cómo distinguir la verdadera cumbia de aquella que parece producto solo del casting, una de nuestras entrevistadas defendía el valor de escuchar a los cumbieros de ley, viviendo y experimentando con ellos todo lo que significa la cumbia en sus vidas cotidianas: “Si yo voy con unos chaqueños a comer locro un 9 de julio y me pongo a charlar de música no me van a decir “aguante Karina”, me van a decir “aguante Dalila” y ahí es donde sacas la verdad y mentira de la historia, eso más el oído, la escucha y el sentido común, todo eso te va formando”. También hay un espíritu democratizador en algunos testimonios de productores y DJS cumbierxs, que insisten en señalar que no hace falta ser hijo de obreros para poder entender o sentir la cumbia. Lo que sí es necesario es que una supuesta convivencia más pacífica o la tan mentada “integración multicultural” se sostenga más allá de los límites de las fiestas cumbieras, aspirando, tal vez, a lo mismo que señalaba Damián: que no se discrimine a los pibes y pibas por su pertenencia de clase, tildándolos de “negros”. Conocer y valorar la cultura cumbiera no debería pensarse como un gesto inclusivo si para eso se necesita dejar a los cumbieros afuera por “inadaptados”. La cumbia nos tiene que gustar con los cumbieros adentro.
Antes de ser cool, Palermo era Metrópolis. Y desde los años 40 han desfilado por sus esquinas y sus locales bailables laburantes de distintos rubros, ávidos de un poco de diversión: en todo caso, el supuesto “boom marginal” está marcando algunas continuidades y no tantas rupturas.
[1] El barrio donde vive Damián se inunda cada vez que sus vecinos de Nordelta abren las compuertas para no inundarse ellos.