“¡Vení vení/ cantá conmigo/ que un amigo vas a encontrar/ que de la mano/ de Leo Messi/ toda la vuelta vamos a dar!”. Los compañeros elevan a Lionel Messi en el círculo central del Monumental. En la noche del reencuentro con los hinchas en la Argentina, la selección le acaba de ganar 2-0 a Panamá. Es el momento del festejo. Con la copa en brazos, Pablo Aimar camina en dirección opuesta, hacia una de las áreas, donde juegan hijos y sobrinos (Ciro Messi patea una botella). Se frena sobre la medialuna. Mira, ríe, los cuida. Le cae la pelota y toca. Enseña. Es el introvertido de la fiesta de la selección campeona del mundo. Es Aimar en su máxima pureza.
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Para comprender a Pablo César Aimar Giordano hay que viajar hasta Río Cuarto, 210 kilómetros al sur de Córdoba capital. Hijo de Estela María —Mary— y Ricardo —el Payo—, nació el 3 de noviembre de 1979 en la Clínica del Sud. Su padre lo llamó “César” por César Menotti. Estudió en el colegio público Manuel Belgrano. El viento fuerte característico de Río Cuarto lo moldeó hasta los 15 años, cuando se mudó a la pensión de River, debajo de una tribuna del Monumental. “Río Cuarto es mi casa —dijo—, son olores y situaciones. No es de cursi, me gusta estar ahí”. Olores: la mozzarella de las pizzas de Schiaffino. Situaciones: cruzar el río con la bicicleta al hombro, el agua hasta las rodillas, junto a su hermano Andrés y su amigo Rodrigo Siravegna.
“Ama Río Cuarto. Está muy feliz cuando va a una panadería y le piden una foto, cuando lo saludan en la calle. Le gusta sentirse que sigue siendo el riocuartense que podía andar por las calles, no pierde el sentido de pertenencia. Pero ser campeón del mundo revolucionó todo”, dice Siravegna, su amigo íntimo, ahora coordinador de las categorías formativas de Estudiantes de Río Cuarto. Juan Siravegna, el padre de Rodrigo, y el Payo Aimar, el de Pablo, compartieron equipo en el extinto Deportivo Italiano de Río Cuarto. Pablo y Rodrigo, en Estudiantes. “Nuestros viejos hablan más de fútbol que nosotros”, dice Rodrigo.
Aimar contó que el momento que más disfrutó en el fútbol fue con Estudiantes, a los 13 años, cuando jugó el torneo provincial de Córdoba en Oliva. Alojado con el equipo en un pabellón del hospital Vidal Abal, convivió con pacientes psiquiátricos. “La pasamos buenísimo. Salimos campeones”. No se proponía ser futbolista profesional. Lo vivía sin obsesión. Eran tiempos en los que se colaba a jugar en campitos prohibidos de los que, descubierto, huía con sus amigos saltando alambrados, perseguidos por perros de caza. Tiempos en los que construían chozas, iban a pescar.
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Aimar no quiere dormir en el colchón tirado en el piso, como siempre cuando se queda en la casa de alguno de sus compañeros, que se pelean por ser anfitriones: una de las tortugas de la pecera en la habitación de los hermanos Bruno y Franco Calabria es carnívora. Bruno, que juega en San Lorenzo y con Pablo en la selección Sub 17, le cede su cama. Verano de 1995. Aimar aún no fichó con River. Duerme en la casa de los Calabria, sobre la calle Santander, en Parque Chacabuco, más amena que el predio de la AFA en Ezeiza. Llora en secreto, extraña. Pero ahora no se encuentra tan solo y tan lejos de Río Cuarto. Cada tanto, hasta lo convencen y va a bailar al clásico boliche La Embajada. Cuando estalla la guerra entre Ecuador y Perú y se pospone el Sudamericano Sub 17 en Lima, se suma a las vacaciones de la familia Calabria en Mar del Plata.
—Cuando me retire, me hago una casita en Río Cuarto, con un patiecito para jugar a la pelota con mis hijos y chau fútbol —le repetirá, años más tarde, a su amigo Bruno Calabria, hoy en la coordinación de las juveniles de San Lorenzo.
Aimar debutó a los 16 años en Primera, dos meses después de que River ganara la Copa Libertadores 1996. Y no sólo no se despidió de la alta competencia: como ayudante de Lionel Scaloni se coronó campeón del mundo en Qatar 2022. A contramano de la exposición constante, muchas y muchos lo descubrieron (o lo redescubrieron) con la tercera estrella.
“Siempre fue un pibe que se divertía jugando, que disfrutaba, que no tenía presión de nada. Eso se los inculca a sus jugadores, ahora que es formador, el entrenador de la Sub 17. Lo trae desde chiquito, y nunca se contaminó del ambiente del fútbol, ni por los flashes ni por la prensa ni por los logros”, dice Calabria. “Ganaba o perdía, y mantenía el equilibrio. Tiene una paz que parece que nunca un problema lo va a superar. Se puede enojar por su carácter, pero tiene esa lucidez para tratar de resolverlo. De chico fue muy respetuoso de los que tenía arriba, del Burrito Ortega y de Enzo Francescoli. Y siempre fue un agradecido con los que le dimos una mano para que no se volviera a Río Cuarto. No hay muchos parecidos a él en el fútbol”.
—Cabezón —solía decirle Aimar a Calabria—, ¿por qué no creamos un equipo en un pueblo en el que no haya nada y traemos 20 jugadores y no entran ni padres ni representantes y los hacemos jugar? Salimos campeones del mundo, eh.
Cualquier similitud con la selección en el Mundial —con los días de concentración en la Universidad de Qatar— no es pura coincidencia.
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A los 38 años, después de haber ganado el Mundial Sub 20 de Malasia 97, seis títulos con River, cuatro con el Valencia y cinco con el Benfica, volvió a Estudiantes de Río Cuarto: debutó en la Primera en un partido de Copa Argentina y, 50 minutos después, se retiró como futbolista. Desde una tribuna lo aplaudía Marcelo Bielsa.
Antes de salir a la cancha, Aimar les había dicho a sus compañeros: “Los voy a envidiar con maldad”. Tímido en sus inicios, esquivo del fútbol-show y cómodo alejado del periodismo mainstream —odia(ba) los puntajes de los diarios, las exageraciones—, aprendió después de sus primeros años como profesional, cuando se lo marcó su abuelo, que el fútbol le daba la posibilidad de que lo escucharan. Aunque para Aimar es mejor escuchar que hablar: “Tenemos dos orejas y una sola boca”.
“Quería ser médico pediatra, pero nunca me pregunté qué quería ser —confesará en otra ocasión—. Fui al fútbol. Es mi lugar, mi ambiente. Sé que puedo hacer otra cosa, pero sé que no me va a llenar”. Antes de recibirse de entrenador y de volver al predio de la AFA en 2017, había sumado experiencia con los juveniles de Estudiantes de Río Cuarto, cuyo predio se llama “Pablo Aimar”.
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Su línea teórica abarca desde el Homo ludens (1938) del filósofo neerlandés Johan Huizinga —aquello que dicta que el hombre se constituye a través del juego, de lo lúdico—, hasta el Fútbol todotiempo (1975) de Carlos Peucelle, el hacedor de La Máquina de River, su club-escuela, pasando por la marca paternal de Menotti. “A los chicos les sacamos ese jugar por jugar, libre de toques, y les estamos sacando el juego, les estamos poniendo reglas”, explicó Aimar en “El rol del entrenador en la formación de juveniles”, su charla en la Fundación River, en 2022. “Por ahí suena medio romántico. En la escondida, un juego que uno juega de chico, imaginate que te decían: ‘Te podés esconder solo acá’. ¡No jugás más! En los clubes tenemos que entender que ya no tienen esa parte o la tienen cada vez menos. El que siente pasión por jugar quiere ganar, juega mucho tiempo, pero siempre que tengas la posibilidad”.
Sus entrenamientos con los juveniles —es costumbre— empiezan o terminan con un juego, como armar una ronda tomados de las manos en la mitad de cancha y avanzar sin soltarse cabeceando la pelota, hasta que pegue en el travesaño. Aimar suele mirarlos abrazando pelotas debajo de sus brazos.
Consejero táctico y estratégico de Scaloni en Qatar, Aimar se asemeja a un buda futbolístico. Su figura de sabio, la tonada cordobesa tranquila, como si bajara del Cerro Uritorco, va más allá del juego: trafica metamensajes, porque, como dice Menotti, “el que sólo sabe de fútbol, ni de fútbol sabe”. “La autoestima alta es fundamental, no sólo en los deportes. No tiene nada que ver con la soberbia: autoestima. Hoy, que soy entrenador, me gustan los jugadores con autoestima alta, la gente que tiene confianza en lo que sabe, en lo que es, en lo que cree, en lo que dice”, le apuntó al psicólogo deportivo Carlos Saggio durante la pandemia, en una charla virtual. “Está lleno de remeras: ‘Persevera y triunfarás’. Está lleno de slogans y de dichos. Pero los que lo hacen no son tantos. Varios de los chicos de la selección mayor nunca bajaron los brazos”, remarcó medio año después del título de la Copa América de Brasil 2021, en una conferencia con el Sports Business Institute Barcelona.
Facundo Elfland vive hace 19 años en Valencia, donde Aimar es ídolo (ganó la liga 2001/02 y la liga y la Copa UEFA 2003/04, en pleno duopolio Real Madrid-Barcelona). Elfland es intermediario de jugadores. Tras la crisis de 2001 en Argentina se había ido a probar suerte en el ascenso de España. Aimar lo ayudó después de que dejara el fútbol a los 24 años. Le abrió las puertas de su casa. Le consiguió un trabajo en las tiendas oficiales de merchandising del Valencia. Había sido su compañero en las selecciones juveniles. Jugaba en Argentinos Juniors. Si con Calabria salió a bailar y vacacionó en Mar del Plata en el verano de 1995, con Elfland compartió una mini concentración en su casa sobre la calle Rogelio Yrurtia, frente al Parque Saavedra, durante las dos semanas de octubre previas al Mundial Sub 17 de Ecuador. Como la zona de grupos se jugaba en la ciudad de Cuenca, a 2.560 metros de altura, el médico y el preparador físico les habían enviado una dieta complementaria a las vitaminas. La madre de Elfland les cocinaba pescados y verduras. A Elfland, cada tanto, todavía hoy se le escapa el “Cai”, un apodo primigenio, relacionado a Carlos Aimar, entrenador, futbolista campeón con Rosario Central en los 70.
—Su costado lúdico pasa por la empatía y el sentido común —dice Elfland—. Desde ahí construye y teje. Al final, no hace más que describir lo que es el fútbol, que, como repite, es un juego, y como tal tiene esa faceta de hacerte divertir y divertir. La esencia del fútbol amateur es uno de los secretos de los grandes futbolistas. Si alguna vez empezamos a jugar es porque nos gustaba jugar con amigos a la pelota. Donde quedaba más claro lo que le gustaba el juego era viéndolo jugar, sobre todo al principio, cuando surgió en la Primera de River y en las juveniles. Llamaba la atención la alegría con la que jugaba, la transmitía. Por la forma en que se movía en la cancha daba la sensación de que era más un artista que un futbolista. Disfrutaba y nos hacía disfrutar. Siempre tuvo la inquietud por las diferentes facetas del arte. No había las motivaciones de ahora, celular, consolas. Era música, lectura, cine.
No le gusta que lo llamen “Payasito”, una deformación del apodo de su padre, el Payo, alimentado cuando se disfrazó de payaso en una producción fotográfica, de joven. “Estuve 20 años ganándome una reputación para que mi apodo sea ‘Payasito’. Hay uno en River, el paraguayo Robert Rojas, al que le dicen ‘Sicario’. ¡Es buenísimo!”.
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Aimar excede al fútbol, lo que se potenció durante el Mundial. El actor Hugo Arana era su fan. Hincha de River, Arana recibió un video con el saludo de Aimar en un homenaje televisivo, en 2012. Hacía un año River había descendido a la B. “Sos un grandísimo actor, uno de los más fieles hinchas de River, y este gracias es por tu trabajo, porque en los momentos más difíciles que nos tocó vivir siempre nos sacaste una sonrisa. Ojalá algún día nos podamos conocer, y si es en el Monumental, mucho mejor”. Hugo Arana se sacó los lentes. Le hablaba su ídolo. “Abrazarlo es una deuda que siento —dijo—. Hablando sobre el trabajo del actor, lo he nombrado a Pablo como modelo y ejemplo. Hay algo en él central, tan noble, tan equilibrado, tan valioso: nunca lo he visto apretar los dientes, meter la plancha en una pelota, ir a buscar una revancha. Pablo tiene un respeto y un cuidado por el adversario, sabiendo que sin el adversario, él no podría jugar, que es parte de la posibilidad de jugar, no un enemigo. Pablo es maravilloso, es buena madera, es madera sabia”.
En Europa —primero en España, en el Valencia y el Zaragoza, y más tarde en Portugal, en el Benfica—, Aimar no sólo se expandió como futbolista, levitando en la cancha. Leyó al escritor Paul Auster (La noche del oráculo), a José Saramago (La balsa de piedra), a Gabriel García Márquez (Cien años de soledad). Escuchó en loop “Por el bulevar de los sueños rotos”, de Joaquín Sabina (atesora entre sus objetos un sombrero del cantante, que le regaló su amigo Rodrigo Siravegna después de que lo atrapase en un recital). Miró la película Diarios de motocicleta, sobre el viaje por América Latina que convirtió a Ernesto Guevara en el Che (tiene una remera con su propia cara puesta en la fisonomía de la foto icónica, “Guerrillero heroico”). En Valencia nacieron su hijo y su primera hija. Las dos más chicas, en Lisboa. Se curtió con las críticas que le endilgaban un “cuerpo de cristal” por las lesiones. Practicó conducir menos con la pelota, jugar a un toque. En charlas con el periodista Cayetano Ros, que cubría al Valencia en el diario El País, devela su costado reservado, sensible, melancólico. “Ni me tiro a las vías cuando las cosas van mal ni me subo a una nube cuando van bien”, dice. “¿Presión? Disfruto jugando. La presión es la de los padres que no llegan a fin de mes”.
“Al final, el fútbol es un canal de expresión. Y la literatura, claro, es un canal de expresión –dijo en 2016, en la presentación de la primera edición de Pelota de papel, libro en el que Aimar escribió el cuento ‘El Maracaná de la calle España’, inspirado en su padre–. Suena lógico que entre esos dos canales de expresión surja un canal de expresión compartido. Siento que cuando estoy leyendo un libro la paso infinitamente mejor que cuando estoy leyendo por vez enésima algo en el celular. Y me sorprende bien cuando conozco chicos, y hay muchos, que andan con un libro en la mano. Pero no descifro cuál es el encantamiento del celular que hace que leamos mucho, pero leamos menos libros”. El escritor Eduardo Sacheri lo entrevistó en el ciclo “Contar el juego” (DeporTV), en 2021.
—Aimar es una combinación extrañísima —dice ahora Sacheri—. No sólo es un flaco con una capacidad descomunal para jugar al fútbol, sino que es de una sensibilidad muy especial, vinculada al juego y por fuera del juego. Te ponés a hablar con él de cualquier otra cosa y esa sensibilidad se pone de manifiesto. Pero sobre todo se pone en la intersección entre su mirada y el fútbol. Rescata, en un universo hiperprofesional, lo más bello, profundo y sentimental del juego. Y no lo hace un tipo que la ve de afuera porque no tuvo el talento. No: tuvo talento, fama, éxito, dinero, pero nunca perdió esa capacidad y eso lo vuelve extraordinario. El hecho de que lo lleve al mundo de la selección me parece de lo mejor que le ha pasado al fútbol argentino. Ser campeones del mundo me pone feliz por un montón de motivos. Uno es que un tipo como Aimar lo merecía mucho.
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A Aimar, cada tanto, algún distraído se lo cruza por las calles de Belgrano, paseando a su perro, en remera rockera (de los Rolling Stones, de The Smiths, de Talking Heads, de Marky Ramone) y short de fútbol o bermuda. Y el rosario de madera en el cuello, la pulserita roja en la muñeca izquierda. En su look acaso hay una declaración de principios: no jodas, soy un chabón, como vos y yo, de 43 años. Más de una vez, en sus años de futbolista, se metía en la cabina del chofer del micro de regreso a Río Cuarto y le relataba anécdotas de River. El chofer lo dejaba en la puerta de su casa en el barrio Banda Norte, de paso en el recorrido a la terminal. Más de una vez, el short de fútbol era el de la selección. “Hay familias —dijo en relación a esa ropa— que la pagan en 24 cuotas, y a vos te la dan para entrenar. Es un privilegio muy grande”. Los martes, como cualquiera de nosotros, se junta a jugar con sus amigos en una canchita alquilada de césped sintético.
El post Qatar les trastocó la vida a los jugadores y al cuerpo técnico. Lo básico y cotidiano, como salir a la calle. El escritor Juan Forn recordó una vez un consejo de Osvaldo Soriano a los que publicaban su primer libro: “Ojalá no te vaya ni muy bien ni muy mal”. “La relación ideal con el éxito y el fracaso —precisaba Forn— es que sean levemente esquivos con uno. No me interesa una clase de éxito que te entorpezca o te cambie demasiado la vida”. Pero el fútbol no es la literatura. Ni un libro genera la explosión emocional de una Copa del Mundo. La identificación de la gente con la selección durante Qatar fue una película muy parecida a la vida en la Argentina. Sobreponerse a una derrota inicial, a una pérdida interior. Lo vimos a Aimar como nunca, hiperventilando en el banco después del gol de Messi a México, el 1-0 del que lo tenía como ídolo de pibe, el del alivio, el que esfumó el fantasma de su eliminación en primera ronda como jugador en Corea del Sur-Japón 2002, el que mezcló también la muerte de su madre, un mes antes del comienzo del Mundial.
En 2020, recién 18 años después, volvió a ver el partido ante Suecia del Mundial 2002, el de la eliminación. “Me puse triste como ese día —dijo—. A lo mejor es eso mismo lo que te lleva a superarte y haber llegado a hacer eso, el inconformismo. Pero del inconformismo a la infelicidad, no hay mucho”. Otra espina clavada fue Alemania 2006, su segundo y último Mundial mayor, afuera en cuartos ante Alemania, con José Pekerman, su formador en las selecciones juveniles, como entrenador. “En el fútbol se exagera demasiado —sabe Aimar—. Hoy sos Dios y mañana no existís. Me guste o no, son las reglas del juego”.
Durante los días que le siguieron a Qatar, y antes de que regresara a los entrenamientos con la Sub 17, volvió a su pago, a descansar. Declarado “ciudadano ilustre” de Río Cuarto, presenció una prueba de chicos en Estudiantes. Se sacó una foto “viral” en una estación de servicio. Le dedicaron un mural con su cara en Río Cuarto y en Córdoba capital. Le escribieron poemas, relatos, lo retrataron en cuadros. Él envió un video con un saludo a la Asociación Agentes de Propaganda Médica de la República Argentina. “Lo mejor del fútbol son los amigos —les dice—, y los asados posteriores”.
En Villa General Belgrano, mientras tomaba mate sentado en una mesa de un bar, una persona se le acercó con un fibrón y le señaló el pie.
—Tatuate el nombre de tu familia, o traeme una remera —le dijo Aimar, algo molesto.
—Nonono, acá, por favor.
Accedió. Al lado de la firma, en el gemelo izquierdo, la persona tenía tatuada una pelota de fútbol.