Otoño, tus ojos me golpearon por primera vez hace algunos años, disparados desde un flyer que circulaba por internet. Desde entonces, googleé tu nombre infinidad de veces en busca de todos los testimonios posibles y así fueron surgiendo tu sonrisa, tu juventud, tus amigos, tu profe de plástica, tu libertad, tu amor por el voley, tu bicicleta robada. Y mientras leía acerca de tu secuestro en Fernández Oro, de tu desaparición que duró seis meses, del estado en el que encontraron tu cuerpo después en Cipolletti -descartado como los restos de un botín devorado por pirañas humanas- me hacía la misma pregunta: ¿Por qué de tu historia, que lleva dieciocho años de movilización y reclamos de justicia, casi no hay notas de prensa más allá de los medios de Río Negro? ¿Cómo fue que no nos enteramos, no supimos, no exigimos, no te acompañamos?
Aunque tu desaparición haya sido en 2006, la tuya no es una historia del pasado. Es absolutamente actual porque, por primera vez, gracias al esfuerzo de una comunidad, cuatro de tus asesinos y responsables de tu desaparición forzada están sentados como acusados ante la justicia. La abogada de tu familia, Gabriela Prokopiw, en un esfuerzo descomunal por juntar testigos que le permitieran armar el caso, logró presentarlo justo un día antes de que prescribiera para siempre.
Tampoco la tuya es una historia de Río Negro y nada más, como en su momento no lo fue de Catamarca y nada más el caso María Soledad Morales, ni fue solo de Miramar el femicidio de Natalia Melmann.
Desde infinidad de flyers, carteles, murales y banderas, tus ojos piden a gritos que nos enteremos, que no esquivemos tu mirada, que no dejemos solos a tus familiares, a tus amigos, a la abogada y al puñadito de fotógrafas y periodistas que cubren lo mejor que pueden los dolorosos días del juicio. Estos días en los cuales todos los que te amaron tienen que volver a verles las caras a tus violadores y asesinos, y escuchar quién dio la orden de secuestrarte, quién escondió tu bici para que tuvieras que volver caminando y así te raptaran. Quién te mató y escondió tu cuerpo para que apareciera recién medio año después de que tu papá y tus seres queridos no pararan de buscarte.
En dónde quiera que me estés leyendo, Otoño Uriarte es acá y es ahora.
Hace semanas que miro y remiro tus fotos, también la belleza desbordada de nuestras pibas muertas puede hacernos doler. Busco en la tristeza de tu vida que no fue algo que no se oscurezca por las sombras, algo tuyo que no se haya contaminado por tus captores, porque quiero que una parte de una Otoño viva se quede conmigo y nos contagie a todos.
Veo un video que circula por internet: apenas tenés once años, Otoño, y estás acostada en tu cama, acariciando a tu gatito Kuruneko mientras tu mamá te prepara el desayuno. Decís que te encanta vivir ahí porque querés ver las montañas, los árboles y las plantas. Después agregás: “Soy feliz”.
Te quiero en mí libre de tus torturadores, los violadores y asesinos que te robaron hasta de vos misma. Limpia y fresca como tu risa, como tus ojos que hoy, en Fernández Oro y en Cipolletti, se reproducen en la paredes intervenidas por la militancia amorosa que exige a la Justicia algo que hasta ahora se empeñó en negarte: tu verdad. Ojos tuyos, Otoño, que circulan fotocopiados al infinito, que son lucha y son bandera.
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Debería darnos vergüenza que la comisaría 26 se negara a tomarle la denuncia a tu papá la noche en la que te desaparecieron.
Debería darnos vergüenza los dieciocho años sin siquiera un responsable preso.
Debería darnos vergüenza que el comisario Ives Vallejos notificó tu desaparición con una descripción detallada de cómo estabas vestida, mientras que tu papá había declarado que desconocía tu vestimenta porque se había ido a trabajar un momento antes de que salieras de tu casa por última vez.
Debería darnos vergüenza que tu secuestro fuera en octubre de 2006, que tu desaparición durara medio año y que cuando finalmente tu cuerpo apareciera con claros signos de violencia en el fondo de un canal de riego en abril de 2007, el ex secretario de Seguridad Víctor Jufré se apresurara a decir que el caso estaba esclarecido y que “la chica se había peleado con su padre y luego se había suicidado por lo cual no hacía falta la realización de una autopsia”.
Debería darnos vergüenza que los análisis de ADN sobre tus vellos púbicos no fueran hechos en su momento y luego se deterioraran irremediablemente.
Debería darnos vergüenza el sistema judicial que, casualmente, perdió una carpeta de más de treinta páginas con un informe de un perito genetista, experto en este tipo de intervenciones.
Debería darnos vergüenza la actuación de la ex jueza María del Carmen García destituida en un jury de enjuiciamiento por su desempeño en tu caso: no incorporó al expediente las desgrabaciones de conversaciones entre la comisaría 8ava de Choele Choel y los proxenetas de la zona, en donde hablaban de “fichar a una chica de 15 años recién llegada de La Pampa”.
Debería darnos vergüenza que el ministro de Seguridad Daniel Jara no quisiera declarar en persona durante tu juicio, amparándose en sus fueros. Hasta que finalmente se presentó presionado por la opinión pública luego de que uno de los imputados, Antilaf, lo acusara directamente de encubrimiento y complicidad: “Él sabe quiénes son los responsables”, dijo.
Debería darnos vergüenza que el policía Claudio Retamal -hoy retirado, pero que en su momento integró la Comisión Investigadora del caso-, se ocultara para no declarar todas las veces que fue citado, hasta que finalmente fue traído al juicio por la fuerza pública y pasó la noche en un calabozo antes de declarar prácticamente que no recordaba nada.
Debería darnos vergüenza la continuidad criminal prostituyente que posibilitan los testigos que no declaran por el dinero que corre por los cuerpos de nuestras chicas o por el miedo que tanta podrida impunidad termina imponiendo.
Debería darnos vergüenza la obscenidad con la que la mano de obra que te secuestra, Otoño, -los auténticos changarines de la trata sexual de nuestras chicas muertas- se tiren la responsabilidad unos a otros y también a la policía, Otoño, que en un momento pasaste de ser botín a estorbo al que había que descartar.
Debería darnos vergüenza que la impunidad hacia tus asoladores garantice una vez más la impunidad futura hacia los femicidas por venir, en una larga cadena de femicidios tristemente célebres y sin resolución en Cipolletti.
Debería darnos vergüenza que estos cuatro asesinos que, impunes y libres durante años, se pasearon por las marchas para amedrentar a familiares y amigos y meter miedo entre los vecinos de Fernández Oro, puedan quedar en libertad, acusados sólo de “privación ilegítima de la libertad” y no de secuestro con fines de trata y femicidio.
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“Me molestaban”, le contabas a tu papá refiriéndote a parte de los acusados que se juntaban a tomar cerveza en el espacio público de Fernández Oro y te decían “cosas”. Hoy sabemos que eso es acoso y es un delito, pero en ese entonces ni siquiera teníamos los términos para nombrarlo adecuadamente.
Esos hombres profundizaron su acoso verbal hasta que pasaron a la acción: uno te sacó la bicicleta para que tuvieras que volver del polideportivo en donde practicabas voley caminando y te pudieran emboscar, cuando los profesionales del secuestro y la venta de pibas así lo determinaran. Y lo hicieron con eficacia: varios hombres para robar y vender tu cuerpo y tu vida.
Pero tu memoria invencible, Otoño, y los que todavía te aman, lograron que mientras yo te escribo estas palabras con bronca e impotencia desde el conurbano bonaerense, en Cipolletti finalmente se esté juzgando a Néstor Ricardo Cau, José Iram Cafri, Maximiliano Lagos y Germán Ángel Antilaf.
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Hace unos días subí una foto tuya a mi Instagram pidiendo justicia. Alguien me contestó desde la cuenta Otoño Uriarte 2024 que ya no exigen justicia para vos, sino verdad. Al principio me dio bronca. No entendía por qué renunciaban a ese pedido tan elemental. Aunque bajé tu foto y volví a subirla exigiendo verdad, estaba llena de preguntas.
Pasaron los días y continué leyendo sobre tu caso hasta que me enteré de que tu cuerpo no fue entregado a tu familia sino hasta hace un par de meses, que durante dieciocho años permaneciste en una morgue y tus seres queridos nunca tuvieron tus restos para llorar y despedirte como se debe, que ni siquiera pudieron empezar a duelarte con tu certificado de defunción, porque hasta eso te negaron. El certificado de defunción a tu nombre, Otoño Uriarte, se lo dieron a tu papá hace apenas unas semanas y por presión de la abogada Prokoviw. Esto hace que el Estado argentino también te haya desaparecido durante casi dos décadas. Al mismo tiempo que le garantizó a los responsables de toda esta desolación una impunidad vomitiva.
Hoy me parece que esa respuesta que me dieron desde el Instagram responde a una sabiduría muy particular: no hay en Argentina justicia para nuestras chicas muertas. Este juicio es un registro lúgubre y macabro de cómo el Estado violenta a las víctimas y sus familias, tanto como garantiza una y otra vez una impunidad descarada a los agresores.
Busco y leo la campaña que vienen sosteniendo en Fernández Oro hace casi dos décadas. En los hermosos flyers, pintadas y afiches que se renuevan primero marcha a marcha, y año a año después, hay infinidad de fotos tuyas. Pero también hay algo más: a veces sos un par de ojos inquisidores tatuados en cada una de las hojas de los árboles que amarillean y vuelan libres. Otras veces te volvés mujer silueta que emerge del fuego, renacida entre llamaradas del color del otoño o sos un par de ojos gigantes, desbordados de fuerza, que no dejan de mirarnos. Así, involuntariamente icónica, volvés una y otra vez reclamando tu verdad y el castigo a tus torturadores. Otoño Uriarte, una vida breve pero muy amada por quienes tuvieron la suerte de conocerte y te recuerdan siempre, a la vez que van iniciando a otros en la dolorosa necesidad de mantener viva tu memoria hasta que la justicia se entere, sacudida por tus miles de imágenes y palabras como epitafios voladores, dando cuenta de lo infinito de tu amor y de tu pérdida.
Las sentencias judiciales también están hechas de palabras y en la de este juicio se juega la posibilidad que tenemos como sociedad de intentar hacer una reparación mínima a tus seres queridos y a vos misma. Tus ojos, desde una granada en forma de corazón que alguien dibujó en estos años de lucha, también nos miran a nosotros.
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Los días del juicio van pasando implacables como los años desde tu muerte y tu gatito Kuruneko se habrá muerto de viejo sin saber de vos. El lunes 23 de diciembre será el día de los alegatos finales. El domingo 22 habrá otra larga noche de vigilia activa pidiendo por vos.
A veces me duermo pensando en vos y a la mañana siguiente me despierto con vos metida en la cabeza y en el corazón. Busco tu cara en el celular, y se la muestro a alguno de mis hijos que ya saben tu nombre. Vuelvo a leer la crónica diaria del juicio en donde no faltan tus ojos pintados en la pared del juzgado, mientras que tus ojos reales se perdieron para siempre. Y al final lo siento, lo entiendo: justicia sería que siguieras entre nosotros.
Lloro un rato largo y me acerco a la computadora. Escribir no es un trabajo aséptico.
Todos deberíamos llorar, de bronca, de tristeza, de impotencia, porque esta es la Justicia que tenemos. Deberíamos exigir que al menos se trate a nuestras chicas muertas con la dignidad que implica todo ser humano, pero no, ni siquiera eso: a nuestras Otoño se las continúa dañando incluso después de muertas. Vos y los tuyos, Otoño, han sido arrastrados al grado superlativo de estas violencias y humillaciones durante demasiado tiempo.
Está en mano de quienes llevan adelante este nuevo juicio que algo mínimo, pero no por eso menos importante, pueda ser reparado. Es una responsabilidad enorme y necesaria de un Estado que se dice democrático hacia la vida de sus ciudadanas hacer justicia con quienes ejecutaron este crimen y luego buscar y condenar a quienes pagaron para lucrar con tu vida que nos va a faltar siempre. Que permanezcan libres implica que puedan seguir haciendo lo mismo con otra piba más.
Para los responsables, Justicia.
Para vos, Otoño, tu verdad.