En el living de su casa con vista al jardín botánico de la ciudad, el coreógrafo Oscar Araiz detiene la mirada en su perfil de Wikipedia, un punteo frío y telegráfico, muy desactualizado, que dice cosas como que desde 2005 es director artístico del Ballet Estable del Teatro Colón. Araiz dejó ese cargo hace 10 años.
—¿No tiene un sitio oficial?
—Tenía, pero no tengo.
—Wikipedia está muy atrasado de noticias.
—No lo hice yo; alguien dejó de hacerlo.
— ¿No está particularmente interesado en lo que se dice o no se dice de usted?
La pregunta lo pone serio. Demasiado serio. Luego de un silencio de varios segundos responde:
—Es delicado lo que me está preguntando, porque me está pidiendo que me defina sobre ciertos valores. Valores delicados. Me está preguntando por la existencia de uno como uno o por cómo está presente en el otro. Estamos entrando en un tema… hondo. Para mí, Internet no es un arma fácil.
El trabajo de Araiz, además de gestionar el Área de Danza del Instituto de Arte Mauricio Kagel de la UNSAM, es guiar, enseñar y dirigir a jóvenes a los que les lleva cuatro décadas. En el mundo de los mayores se vincula cordial, simple, un caballero sin ningún tipo de rasgos de extravagancia. Al momento de mostrar un movimiento en el mundo de los ensayos aparece la plasticidad en su cuerpo de bailarín y una sonrisa dulce cuando les dice a los bailarines “eso, eso” para aprobar lo que está sucediendo. Si debe corregir, lo hace con los mismos modales. Como si en esos cotidianos actos de docencia fuera consciente además de que lo que está anudando es un lazo entre sus maestras, quienes fueron las precursoras de la danza moderna en la Argentina, y los chicos de su elenco, los nuevos custodios de esa llama.
—Tengo 75 años y por más que haya personas de mi edad que lo manejan perfectamente, yo tengo muchos inconvenientes. Y hago lo que puedo. Acabo de sacar un Facebook para comunicarme con mis alumnos, pero les dije: no lo usemos más porque hay ciertas cosas que no se pueden transmitir sino es con la voz y con los ojos. Por ejemplo, ahora mismo, si quiere grabar no tengo inconveniente, pero para mí lo ideal es que usted me haga una pregunta y yo la escriba. Porque puedo decir pavadas y arrepentirme luego de haberlas dicho. Prefiero hablar poco pero que la palabra sea lo más justa posible.
Araiz: la frase justa, la palabra escasa, la indicación precisa.
El domingo 19 de octubre de 1969 la revista del diario Clarín le dedicó la tapa entera al ballet de Oscar Araiz. Adentro, en cuatro páginas firmadas por Margot de Kumec, se habla de un joven coreógrafo bahiense que mira al porvenir. “Uno busca diferentes lenguajes para expresarse”, contestaba Araiz sobre cómo llegó a la danza.
—Hoy, 47 años después, no respondería así. Creo que uno no elige un arte para expresarse, creo que un arte o lenguaje artístico lo elige a uno y después uno se da cuenta de que se puede expresar por él. No buscaba una herramienta para expresarme sino que necesitaba un refugio, y un papel en blanco para dibujar representaba la libertad.
Araiz, que el 18 de noviembre de 1973 era tapa del diario La Nación, tomaba una hoja en blanco y sentía su límite, el principio de la libertad. Se sentía bien.
—Era un refugio en el que tenía independencia, y eso se transfirió a la danza —dice convencido—. Fui independiente desde los 17 años; viví siempre de esto, nunca trabajé de otra cosa.
En la sala de ensayo del Campus Migueletes el ballet de Araiz practica la obra de Noche de Ronda. Una notebook reproduce una melancólica canción, la poesía de Agustín Lara –“qué triste pasas, qué triste cruzas”-. Una aureola apacible, de vals y bolero, sobrevuela en el amplio galpón donde se mueven los bailarines. Araiz domina el trabajo de su elenco sentado junto a su asistente, Yamil Ostrovsky.
Dice, frente al grupo: “Este es un tema para todos: tiene que ver con el foco, la mirada, lo que pasa al mirar. Es un diálogo de fuerza”.
Dice, refiriéndose a un bailarín: “Mientras él hace el solo, pasan cosas suaves, lentas, para o tapás su protagonismo. No te pases de energía”.
Dice: “Sin ser cotidiano, dentro de lo femenino, pero abstracto”.
Los alumnos lo miran como si fueran técnicos que leen palabras de un manual o músicos que consultan notas escritas en un pentagrama, y actúan en consecuencia. Pocos días después, interpretadas por los bailarines, las indicaciones de Araiz transforman una fría noche en el teatro municipal de San Martín en el perfume de una época, un viaje al pasado.
Su ayudante y discípulo Yamil entiende que hay un trabajo fantástico en su maestro: el decir sin palabras. “Oscar tiene una musicalidad fantástica”.
Araiz, el hombre que se hizo bailarín para poder componer coreografías, dirá luego: “Las generalizaciones son traicioneras, pero en el bailarín hay una tendencia a una naturaleza intuitiva, no intelectual. La mayoría de los bailarines no son verbales, intelectuales ni racionales. Hay una cosa animal bellísima en ellos, que tiene que ver con la verdad, la honestidad, la sinceridad, el estar presente. La presencia del cuerpo. La danza ni fue ni va a ser. Está ahí, cuando usted la está viendo. Por eso hay un halo mágico que tienen que ver con la danza. Para que exista tiene que haber otro”.
Antes del final del ensayo, mientras los chicos se estiran, Araiz se acerca y le pregunta al cronista si se está aburriendo.
—Yo la paso muy bien –dirá, hablando de sí mismo. Su lugar en el mundo no es un punto geográfico, un rincón de esta tierra. Su lugar es la danza.
La Génesis de Araiz está en la película, Fantasía, de Walt Disney. Con precisión, el segmento en el que suena y se ve La Consagración de la Primavera, de Igor Stravinsky. Esos fragmentos musicales con el pulso certero, enérgico, anclados en la tierra, son acompañados por imágenes de dinosaurios que se enfrentan en una lucha agónica. Algunos mueren y otros emprenden el largo camino de los sobrevivientes.
“Yo soy un chico Disney”, se define. La película que es contemporánea a su nacimiento, en 1940, lo definió por completo. Ese es el mito de origen de Araiz. Imaginemos: un chico de 5 años, 1945, el dramatismo de Stravinsky. Dinosaurios. El niño se obsesiona y, como todos a esa edad, dibuja. Cuando, un poco más tarde, comienza a tomar clases de pintura en Bahía Blanca, parece un pibe más. Pero en su cabeza resuena la música de Stravinsky.
—Un día entra al estudio una señora bajita que era amiga de la maestra. Y dice: “por qué no le mostrás a mi amiga los dibujos que hiciste de la Consagración de la Primavera?”.
La señora bajita era Élide Locardi, bailarina, integrante de la primera generación de maestros de danza moderna en la Argentina. Locardi trabajaba con la norteamericana Mary Wigman, creadora de la primera compañía de danza moderna en el país. Sus alumnas fueron las primeras grandes maestras de la generación de Araiz. Entre ellas estaban, además de Élide, Ana Itelman, Renate Schottelius, Luisa Grinberg, Paulina Ossona y Cecilia Ingenieros, la hija de José, la novia de Borges, la bailarina de la película Marihuana, dirigida por León Klimovsky y estrenada en 1950.
En el reparto de esta mujeres vanguardistas a Oscar Araiz le tocó Élide. Ella le dijo, luego de ver sus dibujos: “vení, vení a una clase”. Ya en el primer contacto Araiz, como una revelación, entendió que entre todos los caminos posibles de la vida, ese era el suyo. No se trataba de otra cosa. Y así fue. En su vida no hizo más que dibujar, coreografear, bailar.
Las décadas pasaron y la obsesión de Araiz por La Consagración se convirtió en obra. Realizada a partir de esas imágenes que dibujó de manera intuitiva o impulsiva, sin haber adquirido todavía formación teatral o conocimientos técnicos, la puesta de La Consagración tuvo su episodio escandaloso. En los archivos el crítico teatral Ernesto Schoo anotó que fue en una función de gala en el Teatro Colón, en honor del príncipe heredero de Japón, durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía (1966/1970). La función había sido organizada por Cancillería, a pedido del canciller, Nicanor Costa Méndez. Onganía, líder de la llamada Revolución Argentina, estaba presente. Lo acompañaba su mujer. La pareja, sobre todo ella, se perturbó por el erotismo. En el esquema ideológico del onganiato, el erotismo, la pornografía y el comunismo formaban un combo a combatir con medidas moralistas y disciplinarias. Y decidieron que la versión Araiz no iba a bailarse más en el Colón. El cierre de Tía Vicenta por un dibujo de Landrú, la prohibición de El mandarín maravilloso, de Bartók, con una prostituta como protagonista, y la exclusión del repertorio del Teatro Colón de la ópera de Alberto Ginastera, Bomarzo, basada en un libro de Manuel Mujica Lainez, son algunos de los hitos de censura de la época. Araiz tiene el suyo.
—Se armó un quilombo monumental —recuerda Araiz—. Fue una tanda de llamados, sugerencias de que no se diera más, del gobierno a la dirección del Teatro. Mucha cosa en los medios, mucha especulación. Luego de esa vez, la obra no se hizo más. Me río de eso porque, para mí, para eso la obra es ambigua, abierta. Si Onganía y su señora vieron pornografía, no tengo ningún problema. Lo que lamento es que menos gente haya visto la obra”.
A los 15 años dijo basta a los viajes entre Bahía y Buenos Aires. Desde los 10 años, cuando su familia se había mudado a la capital, el pequeño Oscar alternaba entre uno y otro sitio, por razones familiares. Su mamá había propiciado en la casa una atmósfera artística y libertaria. Elvira Amado, discípula de Enrique Pichon Riviere en su escuela de psicología social, tocaba en el piano a los clásicos españoles, mucho Albéniz. Lorca, Hernández, esos poetas forjaron el carácter de Oscar. “Mis padres se separaron cuando era muy chico. Ella influyó bastante en mí. Mi madre era rara. Quería luchar contra las injusticias y se estrelló contra el muro de la sociedad”.
A los 28 años Araiz creó y fue director artístico del Ballet del Teatro San Martín. En su carrera las notas periodísticas incluyen tanto sus reflexiones acerca de la danza como arte abstracto, como tomas de posición acerca de paritarias o las dificultades para emprender una gira por razones presupuestarias. Esta es una marca de su carrera. Su CV incluye la dirección del Ballet Estable del Teatro Colón, la Danse del Grand Theatre de Geneve de Suiza, del Ballet Contemporáneo del San Martín, del Teatro Argentino de La Plata, ahora, del Área de Danza del Instituto de Artes Mauricio Kagel de la UNSAM.
Pero, además de todo esto, Araiz convocaba a mucha gente. En términos de negocio, de mercado, era un éxito.
Renata Schusseim fue testigo, partícipe y sigue siendo compinche de Araiz. Como ella suele decir, formaron con él un matrimonio artístico y fueron un trío cuando sumaron a Jean Francois Casanova. “Cuando presentó Crash en el Di Tella, fue impactante. Lo conocí a los 17 años y desde entonces trabajamos juntos. Es muy teatral. Entre nosotros, los amigos lo llamamos El Maestro. Nada más apropiado a su carácter y su modo de vivir”.
El teórico Rodrigo Alonso encuadra aquellas obras pioneras de Araiz, que llamaban la atención de los medios y el público, dentro de las experiencias de cine expandido, aquellas que pusieron el énfasis en la percepción, en lo sensorial. Mientras Minujin jugaba con los happenings, Araiz montaba en 1969 su Symphonia. En su ensayo Fuera de las formas del cine, Alonso realza la búsqueda de esa obra, “donde los cuerpos de los bailarines eran utilizados como pantallas receptoras de proyecciones cinematográficas que los transformaban en espectros danzantes”.
La frase “estuvo en el Di Tella” funciona hoy, a décadas luz de esos años, como un santo y seña, o un sello de pertenencia a una época. Araiz pasa de largo. No hace alarde de eso. Dirá con extrema simpleza y síntesis:
—Era lo que había, no había tanto.
Así, como si fuera algo natural, algunas de las formas coreográficas de Araiz aparecen en lugares en teoría ajenos a la danza. Recuerda Gloria Guerrero en su libro Estadio Obras: el templo del rock, la vez que llegó Milton Nascimento para “reventar” el estadio junto con el Ballet Contemporáneo de Oscar Araiz, con vestuario de Renata. Esa presencia en Obras sucedió a fines de 1979, pero la historia Araiz/Milton llevaba unos años. El argentino había sido, en 1976, el coreógrafo y director de la primera obra del Grupo Corpo, activo hasta estos días, tanto que fue parte del espectáculo de clausura de los Juegos Olímpicos de Río. Con música de Milton, María María –el sol, el sudor, el calor, la lágrima que corre lenta-se presentó durante 10 años en 14 países. De hecho es, hoy, la obra de Araiz que tiene más visualizaciones en YouTube, casi 18 mil. Como hecho anecdótico, se le podría atribuir a Araiz el encuentro de Charly García con Marisa Zoca Pederneiras. Zoca tenía 17 años cuando llegó a Buenos Aires con el ballet de María María. Renata Schussheim hizo las veces de celestina. “Yo se la presenté. Zoca era divina, no hubo que hacer mucho trabajo”. Zoca es la chica que aparece dando vueltas a la heladera en Buscando un Símbolo de Paz, según retratan Agustina Larrea y Tomás Balmaceda en el libro Quién es la chica: las musas que inspiraron las grandes canciones del rock.
Todo lo que quieran con estos cuentos, pero no le hablen a Araiz de María María.
—No puedo aceptar que hice eso, execro esa obra.
Execra a María, María, la condena, se la saca de encima con la mano, en un gesto casi de repugnancia, pero sólo por un tema formal, de lenguaje coreográfico.
“Tendrá que ver (ese éxito) con lo que hizo el grupo a través de los años. El grupo Corpo tenía y tiene muchas preocupaciones políticas. Hacen un trabajo maravilloso. La obra es el retrato de la doméstica negra de una familia blanca. Es un homenaje a esa mujer, sus desgracias, sus amores, sus alegrías. Fue brutal en el momento en que se hizo. Luego ese grupo abandonó ese lenguaje narrativo, literario. Por eso digo que a la danza, al arte, hay que verlo contextualizado. La danza es muy frágil. Preferiría que no perdure, que no se registre, que no se grabe. Ahora es todo lo contrario. Tengo mis dificultades con eso, confieso”.
Hay una foto perdida en medio de un video subido en YouTube con el disco Paraíso Sideral, de Agitor Lucens V, obra sinfónica de Arco Iris, de 1974. Es el escenario de un teatro. En la foto en blanco y negro hay una banda de rock y unos bailarines. Arriba, las figuras difusas de Gustavo Santaolalla y Ara Tokatlian. La escenografía de fondo imita una pared con ladrillos a la vista. El encuadre de la foto muestra, en un nivel más bajo que la banda, a 14 bailarines unidos, de frente al público. Es en el teatro Gran Rex.
“En ese grupo estaba Rodrigo Pederneiras, coreógrafo de Corpo. La historia es así: en 1974 el Ballet San Martín pierde el apoyo de la institución por causas que no voy a detallar y encuentra refugio en el Cervantes, donde sobrevivió dos o tres años. Cuando se acaba el apoyo los bailarines, estos bailarines que están en esa foto, no queríamos dispersarnos. Ahí dije: hagamos algo de lo que podamos vivir. Conocía entonces a un empresario que había tomado el teatro Odeon, hoy demolido. Gracias a eso hicimos algunos espectáculos como Araiz on the rock”.
Un afiche confirma que Araiz pensó coreografías para música de Pink Floyd, Claudio Gabis y la Pesada, Emerson, Lake and Palmer. Araiz lo pensaba para tener público. Para vivir. Era una melange de rock con rancheras y clásico, con ropa de Renata.
Araiz on the rock fue un éxito, pero a otros proyectos de ese grupo independiente, que había perdido el salario fijo, no les fue tan bien.
—En uno de esos fue cuando conocimos a Arco Iris. Compartimos un montón de sesiones con ellos, escuchamos su música. En ese momento me llegó una propuesta de Francia y se hizo allá. Vuelvo, me encuentro con los chicos de Arco Iris, dijimos ‘hagámoslo acá’, y se hizo en el Gran Rex. Una sola vez. Fin del cuento. Santaolalla es un tipo muy querible”.
Tal vez el principal enemigo de Araiz sea la obviedad. Frente a los ataques de la traducción literal, su espada es la ambigüedad. El fenómeno artístico termina, si es que termina, en el espectador, sostiene Araiz. Osvaldo Pellettieri, prócer de la docencia y teoría del teatro, coloca a la obra de Araiz dentro del amplio espectro del teatro-danza. Dice de Fénix, una obra estrenada en 1984, símbolo teatral de la primavera democrática y una las obras emblemáticas del equipo Araiz/Schussheim/Casanovas: se trata de “imágenes descontextualizadas y ambiguas no fáciles de codificar pero siempre generadoras de un placer intelectual, emocional, corporal. No hay espacio para interrogarse si se trata de danza o de teatro, ni tampoco motivo”.
Araiz entra, en el catálogo teórico de Pellettieri, dentro del grupo de creadores que rompen lo convenido y lejos del naturalismo o realismo extremo.
“El arte es una pantalla –dice Araiz- Lo que vemos en un escenario es una pantalla en la que nosotros nos proyectamos. Aplicamos en ella nuestro pasado, nuestro saber, nuestro conocimiento, nuestro deseo, nuestra proyección al futuro. La ambigüedad es parte de esa libertad”. Por eso cuando volvió a montar -tanto en el teatro Colón como con el Grupo de Danza UNSAM- El Carnaval de los Animales, obra de 1886 del francés Camille Saint-Saëns que había presentado en Ginebra, lo hizo sin disfraces de animales, ni acudiendo a los estereotipos. Con un vestuario de Renata despojado, apenas sugerente, trabajó lo conceptual. Por ejemplo, la pesadez de los animales. “Cuando vine le pedí a María Elena Walsh que haga un texto nuestro. No se trata de animales que bailan, sino de la animalidad del hombre. Son crueles, son bellos, sexies, ridículos, y eso es el hombre, tiene todas esas cualidades. Es lo que le pedí a María Elena, porque ella siempre hacía esos comentarios sobre el poder y lo político y me encantaba”.
Y apareció la escritura de María Elena:
En el jardín zoológico ¿por qué jardín si es cárcel? En el jardín bestiario sucede algo extraordinario. ¡Qué agitación, cuánto preparativo! Todos decoran, empapelan, serruchan, pintan, ponen flores y guirnaldas. El castor teje sus andamios, la cigüeña transporta bultos, la jirafa cuelga cuadros, el ruiseñor del Japón enciende farolitos. Parece que esta noche, en el jardín, habrá una fiesta impresionante: El Carnaval de los Animales.
Una palabra, un concepto, apareció repetido en los discursos que se escucharon en la ceremonia que consagró a Araiz como doctor Honoris Causa de la UNSAM. Esa palabra es deseo.
Dijo Araiz: “Es lo que hacemos los bailarines, dejarnos llevar por el deseo. No hubo disciplina, no hubo voluntad. Hubo algo más orgánico. Como el apetito, que es imparable. Es lo que me llevó a esta carrera tan feliz, tan llena de gratificaciones”.
Y el deseo de Araiz, lo que lo mueve, su utopía artística, es el cine.
Su primera participación como coreógrafo fue en Luces de mis zapatos, el film con el que debutó Luis Puenzo en 1973, una película que justamente rinde homenaje al cine. Los movimientos de Pipo Pescador y bailarines del Teatro San Martín en esa película fueron dibujados por Araiz. Antes de eso él había bailado la música en El Negoción, de Simón Feldman, película con Luis Tasca, Ubaldo Martínez, Tincho Zabala, Bergara Leumann, guión de Oski, música de Waldo de los Ríos.
“Te estoy hablando del 56, 57, 58. Tenía 17 años, recién empezaba”. Otra más conocida de Feldman es Tango Argentino, donde Araiz bailaba un tango de Ana Itelman. “En esa película también estaba Astor (Piazzola). Eran las cosas que sucedían en el espectáculo de Buenos Aires en ese momento. Era como un documental, un divertimento. La tuve la película, la tiré”.
Araiz prefiere pasar por alto los detalles de antecedentes como su trabajo El Fausto Criollo, la película de Luis Saslavski, de 1979.
Elige decir que su relación con el cine es mucho más profunda que haber trabajado en películas. Habla de obsesión, de frustración.
“Esta obsesión, esta frustración por el cine hizo que mi trabajo esté empapado de las herramientas del cine, pero hechas en el escenario. El trabajo de manipulación de la mirada en el escenario es el de quien está editando. Hay muchos elementos en común entre el coreógrafo y el director de cine. Muchísimos más de lo que la gente piensa. Y es muy fácil darse cuenta porque son elementos que tienen que ver con el espacio y con el tiempo. La posibilidad de distorsionar, multiplicar, repetir, crear un ritmo, contar algo, no contarlo, todo eso es lo que me fascinaba. Poco a poco me di cuenta de que estaba poniendo más elementos cinematográficos en el lenguaje. Hasta que hice Boquitas Pintadas”.
Boquitas es su homenaje al cine. Los planos están hechos para que el espectador sentado en la butaca tenga, de pronto, una perspectiva cenital, como observando desde arriba. En Boquitas el baile es actuación, los monólogos se danzan.
“Eso –dice Araiz -, eso me encanta. Me gustaría seguir por ahí. Me hubiera gustado seguir por ahí, ya no sé. Hay una escena de Boquitas muy cómica. ¿Viste el baile de la primavera? Termina y se repite en rewind, se va acelerando hasta llegar al paroxismo. Eso es cine puro, transformás el tiempo real. El cine que tengo adentro me salió así”.
Araiz tiene un proyecto, que cuenta casi a modo de infidencia. Se trata de una adaptación de una obra de Manuel Mujica Lainez. Con Manucho estaban unidos por una gran amistad. El escritor dedicó su novela El Gran Teatro a Jeannnette Arata de Erize, al compositor Alberto Ginastera y Oscar Araiz, en ese orden. Esa novela tuvo su primera edición en 1979, cuando Araiz era director del Ballet Estable del Teatro Colón. Con la wagneriana Parfisal de fondo y pretexto, hay quienes ven en esa comedia de enredos de la alta sociedad porteña a un joven Araiz como un personaje secundario de la novela.
El proyecto que da vueltas y vueltas en la cabeza de Araiz es contar “La Casa” -la novela de Mujica Lainez editada en 1954- con recursos coreográficos, teatrales y cinematográficos. En esa novela, la casa lleva adelante la narración. Es una casa del siglo XIX, un palacio que sufre mientras la despellejan, ladrillo a ladrillo. Tiene 68 años, vieja para Buenos Aires, una beba en París, y en tanto sufre el acoso de los obreros que desarman los vitrales y atacan el techo italiano, cuenta la decadencia, altivez, secretos y falsedades de la aristocracia porteña. Una casa de la calle Florida con ojos y memoria para registrarlo todo y contarlo, lo humorístico y lo canallesco, con Manucho como médium.
“Es un proyecto que nunca pude hacer. Primero fue una película, luego una instalación, después una proyección, después una ópera y todavía está buscando su formato. Yo creo que ya lo tengo: es cine proyectado en dos pantallas, con la gente adentro, entre las dos pantallas. Es muy íntimo lo que estoy contando: me gustaría hacerla en un espacio que tenga una pantalla transparente que pueda reflejar una imagen proyectada, pero que deje ver lo que está detrás, ¿se entiende? Y si agrego otra pantalla, puede haber tres lecturas. Es un trabajo que tiene que ver con la degradación de las texturas. Lo que pasa con el arte, con las esculturas, con las personas, con las plantas. El libro es eso, un proceso de degradación. Es el formato de la casa que cuenta su historia cuando está muriendo. A mí me ayudó a entenderlo como el vaciamiento cultural y moral del país”.
Araiz no ha dejado demasiado escrito en torno a todas estas ideas. Hay un libro, Creación Coreográfica, coordinado por Patricia Dorin y editado por Libros del Rojas, en el que Araiz y otros coreógrafos transmiten algo de todo esto. Eso fue en 2007. Ahora quiere dejar algo más. “Si es para ellos, es todo para ellos –mira a las nuevas generaciones, a los más chicos-. No les voy a dar la quimera del oro. Pero podemos abrirles la mirada, hablarles de herramientas. Podemos darles más opciones para que elijan. La educación es eso: es mostrarles los caminos, no es indicarles un camino”.
Lo que dejará es un libro. La investigadora Beatriz Lábbate, encargada de la Laudatio en la ceremonia del Honoris Causa, ha participado del proceso de edición.
“Es una joya –lo valora Beatriz-. Su lectura nos devela un universo de danza único, particular, asombroso. En él se abren pliegues que nos contactan con mundos artísticos exquisitos. Se trata de un material muy especial, un libro de artista que –sin ser autobiográfico- da cuenta de su experiencia del mundo, de sus decisiones de formación, de sus procesos compositivos, de sus viajes, de sus creaciones; del trabajo de y con sus maestros extraordinarios. Sin ser estrictamente cronológico, es histórico; sin pretensiones teóricas, aporta sin embargo, líneas de pensamiento organizado, fundamentado, vivo; sin proponer definiciones nos alcanza “ideas-danza” al modo de las “ideas-teatro” postuladas por Badiou”.
El libro, su legado, se llamará “Escrito en el aire”.