Crónica

AnfibiaPapel CUERPO


Olor a diablo

“La hormona hizo su trabajo. Se impuso masculina en la fortaleza de mis huesos.” En este relato Cristian Alarcón cuenta cómo sus padres lo hormonizaron para frenar al niño que se subía a los tacos de su mamá. El texto es una de las 15 piezas de "Cuerpo", el nuevo libro de la colección AnfibiaPAPEL. Además, Juan Minujín lo interpreta para nuestro podcast "Historias que cuenta mi cuerpo".

Supe que tenía un cuerpo

a los catorce.

En una clase de teatro

bailé Carmina Burana.

Los ojos cerrados

ciego por el impacto de la ópera en mi piel.

Frenar un centímetro antes de la pared

derrotarme en el piso helado de mosaicos

cicatrizar en el sudor del vértigo

Era flaco, esmirriado, estrecho.

Negaba que tenía un cuerpo

agrediéndolo

con enfermedades más o menos

escandalosas

caídas

golpes de madera

los huesos frágiles

y al mismo tiempo tan invencibles.

No quería tener ese cuerpo.

Vivía lejos de los juegos infantiles.

Me la pasaba en los libros.

Rechazaba la vil materia

que me confirmaba ese mundo

al que yo no pertenecía,

del que debía irme.

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A los seis años,

quizás cinco,

quizás siete,

la bruma del invierno

patagónico cubre la mitad del puente

que atraviesa un río.

En un Ford Falcon blanco,

asientos de cuero negro,

me llevan al encuentro de un médico,

de una médica,

no logro saberlo.

Nunca cruzamos el puente;

cuando estamos a punto de treparlo,

nos desviamos

hacia unos sauces y álamos,

hasta una pequeña sala

de primeros auxilios.

Algo malo está pasando. 

Puedo sentirlo

en la respiración de mi padre,

en el nervio silencioso de mi madre,

en la madrugada que es todavía noche.

Una soledad de desierto tupido,

custodiado por ellos,

lejos de mi abuela, del cerezo inmenso

desde el que se ve

la aldea    el jardín    la huerta

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Estoy solo.

Solo, soy ingresado

como un pasajero clandestino

a esa habitación celeste,

como entrando a una piscina cuadrada

a la que han vaciado de agua hace tiempo.

Ese olor a azufre,

ese olor a diablo,

a experimento,

a laboratorio,

a limpieza.

La aguja de la jeringa en mi brazo delgado, 

en la vena que muchas veces no quiere ser vista,

para que no la profanen,

para salvarse del tratamiento.

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No recuerdo si entonces me lo dijeron

o en qué momento lo supe,

y cómo lo guardé entre pañuelos de lino:

fui inyectado    al menos     ocho veces.

Yo era un niño

que lucía los tacos de su madre,

las joyas de oro, las perlas,

el rouge del contorno de su boca,

ese violáceo en los párpados;

el camisón de satén beige

que caía hasta los pies

con el efecto de un vestido antiguo.

Era un niña inteligente

de voz y modales finos

viviendo entre salvajes.

La hormona hizo su trabajo.

Se impuso masculina

en la fortaleza de mis huesos,

en el bello abundante,

una melena profusa y vitalicia,

en cierto vértigo animal

que algunas noches me lanza

al bosque.

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Entonces el ansia de lo viril

convive con la suavidad

de mis primeros pasos delicados.

Supe que tenía un cuerpo

a los catorce.

En una clase de teatro

bailé Carmina Burana.

Con los ojos cerrados,

ciego por el impacto de la ópera en mi piel,

mi cuerpo renació en el baile.

Adquirió volumen

espesura    contornos   dobleces.

Carmina Burana elogio

del amor, del vino.

Oda al goce,

al placer carnal.

Entre sus melodías de niños cantores

en su ritmo de un modo misterioso

hice el cuerpo que tengo.