Supe que tenía un cuerpo
a los catorce.
En una clase de teatro
bailé Carmina Burana.
Los ojos cerrados
ciego por el impacto de la ópera en mi piel.
Frenar un centímetro antes de la pared
derrotarme en el piso helado de mosaicos
cicatrizar en el sudor del vértigo
Era flaco, esmirriado, estrecho.
Negaba que tenía un cuerpo
agrediéndolo
con enfermedades más o menos
escandalosas
caídas
golpes de madera
los huesos frágiles
y al mismo tiempo tan invencibles.
No quería tener ese cuerpo.
Vivía lejos de los juegos infantiles.
Me la pasaba en los libros.
Rechazaba la vil materia
que me confirmaba ese mundo
al que yo no pertenecía,
del que debía irme.
A los seis años,
quizás cinco,
quizás siete,
la bruma del invierno
patagónico cubre la mitad del puente
que atraviesa un río.
En un Ford Falcon blanco,
asientos de cuero negro,
me llevan al encuentro de un médico,
de una médica,
no logro saberlo.
Nunca cruzamos el puente;
cuando estamos a punto de treparlo,
nos desviamos
hacia unos sauces y álamos,
hasta una pequeña sala
de primeros auxilios.
Algo malo está pasando.
Puedo sentirlo
en la respiración de mi padre,
en el nervio silencioso de mi madre,
en la madrugada que es todavía noche.
Una soledad de desierto tupido,
custodiado por ellos,
lejos de mi abuela, del cerezo inmenso
desde el que se ve
la aldea el jardín la huerta
Estoy solo.
Solo, soy ingresado
como un pasajero clandestino
a esa habitación celeste,
como entrando a una piscina cuadrada
a la que han vaciado de agua hace tiempo.
Ese olor a azufre,
ese olor a diablo,
a experimento,
a laboratorio,
a limpieza.
La aguja de la jeringa en mi brazo delgado,
en la vena que muchas veces no quiere ser vista,
para que no la profanen,
para salvarse del tratamiento.
No recuerdo si entonces me lo dijeron
o en qué momento lo supe,
y cómo lo guardé entre pañuelos de lino:
fui inyectado al menos ocho veces.
Yo era un niño
que lucía los tacos de su madre,
las joyas de oro, las perlas,
el rouge del contorno de su boca,
ese violáceo en los párpados;
el camisón de satén beige
que caía hasta los pies
con el efecto de un vestido antiguo.
Era un niña inteligente
de voz y modales finos
viviendo entre salvajes.
La hormona hizo su trabajo.
Se impuso masculina
en la fortaleza de mis huesos,
en el bello abundante,
una melena profusa y vitalicia,
en cierto vértigo animal
que algunas noches me lanza
al bosque.
Entonces el ansia de lo viril
convive con la suavidad
de mis primeros pasos delicados.
Supe que tenía un cuerpo
a los catorce.
En una clase de teatro
bailé Carmina Burana.
Con los ojos cerrados,
ciego por el impacto de la ópera en mi piel,
mi cuerpo renació en el baile.
Adquirió volumen
espesura contornos dobleces.
Carmina Burana elogio
del amor, del vino.
Oda al goce,
al placer carnal.
Entre sus melodías de niños cantores
en su ritmo de un modo misterioso
hice el cuerpo que tengo.