Ensayo

El mundo de las parejas


Nunca fuimos monógamos

La visión dominante sobre la pareja da por sentado que está formada sólo por dos personas. Pero las relaciones nunca se construyen sólo de a pares: intervienen amistades, familias, viajes, fotos viejas, mascotas. En ese mundo atravesado por desafíos e incertidumbres, volverse estable es un trabajo de todos los días. De Romeo y Julieta al chongueo contemporáneo, y del matrimonio al tatuaje compartido, Maximiliano Marentes repasa los modos en que lxs amantes buscan cumplir la imposible tarea de cerrarse por completo y tener garantías sobre su devenir.

Le propongo un juego. Imagínese que tiene que contar todas las parejas que hay en su familia. Sin adivinar cuántas contó —le comento que soy sociólogo, no mentalista—, estoy casi seguro de que definió a las parejas en base a las dos personas que son o han sido sus protagonistas. Es posible que haya pensado en ese hermano que hace muchos años está con la misma novia, o en esa prima que hace muy poquito presentó una nueva —otra— chonga a la familia. Tal vez se acordó de un tío que recientemente se asumió gay y reconoció que su amigo de toda la vida era más que un amigo. O recordó la disuelta relación entre su madre y su padre. Más allá del número al que llegó, seguramente su definición de pareja se restrinja al dos.

Solemos dar por sentado que esa pareja de dos es y está cerrada. Cuando la actriz argentina Florencia Peña contó en un programa de TV que mantenía una relación poliamorosa con Ramiro Ponce de León, la apertura de las parejas se volvió tema de debate en algunos medios que, hasta el momento, no se habían mostrado tan interesados al respecto. El análisis del affaire Peña enfrentaba a las parejas que mantenían arreglos monógamos o de exclusividad sexual más tradicionales con aquellas otras que desafiaban la normativa monógama y se animaban a experimentar por fuera de ese tipo de contrato. Resumiendo, se trazaba una dicotomía entre las parejas cerradas y las parejas abiertas. De esta disyuntiva se desprende que el carácter abierto o cerrado de una relación descansa en un acuerdo entre las partes sobre la forma de consumar y consumir la sexualidad. ¿Y qué tal si la pareja, cualquiera sea la que se le ocurra, ya está abierta por naturaleza? 

Volvamos al juego. Como explica el célebre conductor Guido Kaczka, su razonamiento estuvo bien, pero no tan bien. Primero, el vaso medio lleno. La definición más extendida de lo que es una pareja, tal como lo establece la Real Academia Española en su diccionario, es un conjunto de dos personas. Ahora, el vaso medio vacío. Como parte del mismo juego, propongo que nos distanciemos un poco de esa idea y pensemos que las parejas nunca se forman con sólo dos personas.

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Se suele decir que cada pareja es un mundo. Les propongo que nos quedemos con la frase en su sentido más literal y pensemos lo siguiente: si cada pareja es un mundo, ¿cómo podríamos suponer que un mundo se compone de manera exclusiva por dos personas?

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Tomemos como ejemplo una pareja bien conocida, la de Romeo y Julieta. En una oración, la tragedia de William Shakespeare narra el drama de las dos personas que dan título a la obra. Así, aunque no hayamos leído o visto alguna de sus puestas en escena, diremos que la pareja son Romeo y Julieta. Pero, ¿y qué pasa con el enfrentamiento entre los Capuleto y los Montesco? ¿Qué sucede con Mercucio? ¿Y la escena del baile? ¿Dónde queda la declaración en el balcón? ¿Y el veneno y la daga? Desde la visión dominante sobre la pareja, todas estas cosas, toda esta enumeración, no son más que eso, cosas —personas y objetos— que forman parte del contexto en el que se desarrolla esta tragedia de amor. Pero esta definición no hace justicia al mundo que es la pareja de Romeo y Julieta.

Al tratarla como un mundo, la vemos conformada por todas esas otras personas —los Capuleto, los Montesco, Mercucio— y sus historias: la rivalidad entre las familias, los celos y amenazas, el asesinato de Mercucio. Pero también por cosas: el baile, el balcón, el veneno, la daga. La lista puede continuar. Desde esta perspectiva, esta pareja-mundo tendría a Romeo y Julieta como protagonistas o partenaires y estaría anudada por todo ese entramado o red que son las demás personas, situaciones y cosas. Las parejas son, como escribió Mario Benedetti y cantaron Sandra Mihanovich y Celeste Carballo, mucho más que dos.

Ahora que sabemos que la pareja-mundo comprende una multiplicidad de seres —humanos y no humanos, como mascotas, regalos de aniversario, recuerdos de viajes— y de relaciones, ¿hasta dónde se extiende esa red? ¿Es tan infinita como el universo? Es momento de ver, entonces, el movimiento natural de esta unidad de análisis que llamamos pareja: su intento de cierre.

Por ese carácter abierto y extendido, la pareja-mundo intenta construirse como unidad de dos a partir de diferentes mecanismos de cierre. Toda esa red de cosas que es una pareja deberá ingeniárselas para trazar líneas —de puntos— para autonomizarse del resto y consolidar la imagen de autosuficiencia. Esos mecanismos, de estabilización, tienen un doble objetivo: trazar una barrera y construir una frontera entre los partenaires y el resto de la red, y frenar y amesetar su propio devenir.

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Las formas para devenir en eso que comúnmente se llama una pareja estable varían según los partenaires, aunque la mayoría de las veces esos mecanismos están preestablecidos. Por fortuna para quienes andan con pocas ganas de improvisar, las parejas suelen estabilizarse a partir de un repertorio más o menos limitado de formas de cierre. Para resumir, tracemos una distinción a partir de su nivel de institucionalización.

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Uno de los mecanismos institucionales más fuertes es el matrimonio. Por la potestad que se le confiere al Estado, una serie de personas y cosas tienen la facultad de declarar y reconocer a dos —y, salvo algunas excepciones, sólo a dos— personas unidas bajo este contrato. Para celebrarlo se necesitan más que dos partenaires: testigos, una jueza o un juez, un turno para hacerlo, una libreta de casamiento, anillos. Ese intento de estabilización ya no depende de la mera voluntad de quienes protagonizan su unión, sino que intervienen instituciones como la religión y el Estado para formalizarlo. En tanto dispositivo, el matrimonio es uno de los movimientos más fuertes para intentar cerrar una pareja y frenar su devenir trazando una meseta: la pareja-mundo deja de estar unida por un noviazgo y queda atada por el casamiento. Este mecanismo del que muchas veces se reniega, además de institucionalizado, está formalizado.

También existen otros recursos institucionalizados pero no formalizados, al menos legalmente. Por ejemplo, definir la relación como un noviazgo. Hernán, un joven que entrevisté para mi tesis de doctorado, a sus veinticuatro estaba viéndose con Álvaro, de treinta y dos. Al volver de sus vacaciones, Hernán sintió que la relación de cuatro meses se deshilachaba. Por eso se incomodó cuando Álvaro le preguntó qué eran y adónde iban. Álvaro no pasó la prueba de ese etiquetamiento vincular como hubiera esperado: con un Somos novios como respuesta. No lograron estabilizar la pareja-mundo que venían tejiendo. 

El noviazgo funciona como un mecanismo más institucionalizado que el nos estamos viendo, pero sin estar formalizado por la ley como el matrimonio. Todas esas etiquetas, claro está, son dinámicas y cambian con el tiempo: por ejemplo, festejante cayó en desuso y perdió su fuerza estabilizadora mientras que chongo se emancipó de las relaciones entre varones.

Existen otros instrumentos de estabilización que también logran cerrar la pareja y frenar el devenir aperturista de la situación, pero que no están ni institucionalizados ni formalizados y que dependen más de la propia historia de la pareja-mundo. Un ejemplo son los códigos compartidos que crean los partenaires para hablar un propio idioma. Patricio —otro joven que entrevisté— está de novio con Lean hace más de seis años. Entre las cosas que los unieron están los viajes. Patricio recuerda cuando, a sus veintiséis, fueron a Mendoza fuera de temporada. Como parte de una excursión recorrieron la ciudad en combi. Sentados al fondo veían todo el empeño que la guía ponía para que ellos dos y otros tres chicos de su edad disfrutaran del paisaje. Por desgracia, sus compañeros de excursión se interesaban más por los precios y ubicaciones de los boliches que por la belleza del paisaje. Entre risas se sacaron fotos imitando las caras de aburrimiento de los otros. Ese chiste continúa vigente, a más de tres años del viaje a Mendoza.

Al tejer ese código, Lean y Patricio cerraron su pareja para que la guía, la combi, los otros chicos de la excursión y el paisaje de Mendoza no los desplazara de su estatus de partenaires. Y al mismo tiempo lograron estabilizar la relación construyendo un recuerdo compartido que se actualizará cada vez que sea necesario. El repertorio de códigos es muy amplio y puede incluir hacerse el mismo tatuaje o enganchar un candado en un puente. A veces, se hace un esfuerzo muy grande por coincidir: como buscar similitudes entre las familias o encontrar numeraciones parecidas en el documento. 

Un último punto, incómodo aunque necesario: los mecanismos de estabilización no implican estabilidad. Estas formas de cerrar la pareja y amesetar su devenir tienen un éxito relativo, siempre y cuando sorteen nuevos obstáculos. Por más estable que se vea una pareja, siempre se enfrenta a la posibilidad de ser desestabilizada. Porque las barreras de contención pueden modificarse y anularse de un momento para el otro. 

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Me gusta pensar el amor como una correntada que va a mojar más o menos a los partenaires que se paran sobre distintas piedras, algunas más firmes que otras. El agua puede ser refrescante o helada, puede apenas salpicar o terminar ahogando. Para contener y frenar las olas es que construimos mecanismos de estabilización, distintos accidentes que enfrentará el agua —diques, cascadas, olla, remolinos, entre otros—, que no siempre logran su objetivo ni tienen eterno éxito. Tal vez sea por eso que, constantemente, las parejas están intentando cerrarse: para que el agua no se les escurra de las manos.