En marzo de 2016 la empresa Deep Mind, una subsidiaria de Google, desafió al campeón mundial de go, Lee Sedol. El software desarrollado por Deep Mind, denominado Alpha Go, se basa en técnicas de aprendizaje reforzado que permiten que en entornos de juegos electrónicos la máquina aprenda a elaborar sus propias estrategias. El juego elegido para el certamen no era un pasatiempo electrónico cualquiera. El go no sólo es uno de los juegos de mesa más antiguos y con mayor número de jugadores a nivel mundial, también es uno de los más complejos: se dice que el número de posibles jugadas supera la cantidad de átomos que existen en el universo. Dada la cantidad inmensa de posibilidades, la mayoría de los especialistas en informática consideraban que faltaban décadas para que las máquinas derrotaran a un jugador profesional. Como se observa en el documental, también llamado Alpha Go, el mismo Lee Sedol confiaba en ganar con facilidad el certamen. Cuando el encuentro finalizó Sedol había perdido la serie 4 a 1. Para sorpresa de los espectadores, muchas de las jugadas de Alpha Go eran creativas e impensadas. Algunas de ellas eran tan inusuales - como la famosa jugada 37 del segundo partido - que solo existía una posibilidad en 10 mil de que fueran realizadas por un ser humano.
Para expertos en inteligencia artificial como Max Tegmark, autor de Vida 3.0. Ser humano en la era de las máquinas inteligentes, Alpha Go simboliza uno de los quiebres que marca la aparición de agentes inteligentes. A los simples mortales, estos eventos nos producen esa mezcla extraña de fascinación y espanto a las que nos han acostumbrado películas como Terminator. Son proyecciones lejanas de las que todavía parecemos a salvo.
Y sin embargo, muchas tecnologías de automatización ya están aquí de formas más sutiles y omnipresentes. Prácticamente toda la publicidad que recibimos en internet es controlada por sistemas automatizados que extraen información de gigantescas bases de datos, la analizan utilizando máquinas que aprenden (y parecen adivinar nuestros deseos) y luego nos persiguen de forma fantasmal por todos los dispositivos que utilizamos. En los hogares de mayores ingresos es posible encontrar una serie de electrodomésticos totalmente robotizados (máquinas para hacer pan o pastas, aspiradoras robot o cortadoras de césped). Pero incluso artefactos que parecen completamente inocuos, como los lavarropas automáticos inteligentes, se pueden conectar a internet y transmitir datos sobre la cantidad de lavados, el tipo de programas que se utilizan y el consumo de agua, entre otros.
Si la automatización ya se observa en el hogar se debe a que en realidad sucede hace mucho en las fábricas y las cadenas de distribución de productos. Según la Federación Internacional de Robótica, en todo el mundo existen alrededor de 2,7 millones de robots industriales, y su número crece a más del 10 por ciento anual en la industria automotriz, electrónica o de semiconductores. Asia, y en particular China, es la región que lidera claramente su adopción. Es probable que muchos de los celulares y otros artefactos electrónicos que utilizamos se encuentren fabricados en parte por robots industriales. Podría decirse que la automatización ya está entre nosotros, pero -parafraseando a William Gibson– todavía no ha sido equitativamente distribuida.
Estos signos anuncian un nuevo paradigma tecnoeconómico basado en la automatización que incluye tecnologías como big data, robótica, impresión 3D e inteligencia artificial. La nueva era de las máquinas tiene el potencial para reformular buena parte de nuestras vidas, nuestras relaciones con el ambiente y la producción, el transporte, los modos de trabajo, la política y, como descubrió Lee Sedol, hasta puede poner en tensión la idea de creatividad humana y no-humana.
Para la economista Carlota Perez, los cambios de paradigma tecnoeconómicos abren ventanas de oportunidad para que los países periféricos puedan tratar de competir en un campo relativamente más despejado. Pero la historia de transiciones hacia nuevos paradigmas tecnológicos nos enseña que resulta mucho más fácil embelesarse con los beneficios supuestos de las nuevas tecnologías que asumir sus costos y comprender sus riesgos. Frankenstein, la novela escrita por Mary Shelley durante el apogeo de la primera revolución industrial, todavía tiene algo que decirnos sobre el sentimiento de hubris que nos invade cuando creemos tener control de las nuevas tecnologías, sólo para descubrir que la creación no responde a nuestros deseos y sin embargo nos vuelve responsables de sus acciones y sus efectos.
En un sentido, más que un ejercicio de pulcra planificación técnica, los cambios de paradigma tecnoeconómico se asemejan al Lejano Oeste, un territorio escaso de normas, donde prima la ley del más fuerte y las promesas de ganancias fáciles producen resultados insospechados y trágicos. Por un momento es tentador pensar que los desafíos de la automatización se resuelven con mejores leyes, pero la realidad global es mucho más compleja: en muchos casos los Estados actúan como un cowboy más, utilizando nuestros datos de forma opaca o jugando a la guerra por otros medios con sistemas de hackeo e infiltración informática que tienen la capacidad para destruir parte de la infraestructura y/o la economía de nuestros países.
No es casual que quienes corren con ventaja en la carrera por automatizar el futuro sean un puñado de las empresas más poderosas del mundo: Amazon, Google, Facebook, Apple y Tesla, así como también empresas chinas como Alibaba y Tencent, entre otras. Estas empresas tienen más recursos y capital que muchos Estados y la capacidad para atraer los mejores científicos y talentos en programación, robótica e ingeniería. Algunas de ellas son además conocidas por sus prácticas abusivas en el entorno de trabajo, la resistencia a la conformación de sindicatos y la explotación poco transparente de los datos.
Y es en este punto donde, detrás del marketing en tiempo real y la narrativa de éxito que cuenta Alpha Go, llegamos a darnos cuenta de que nos estamos perdiendo una parte del relato. De la misma manera que otras plataformas digitales automatizadas, Alpha Go es la historia de una empresa occidental, dominada por programadores blancos y en su mayoría hombres, que deciden poner en jaque prácticas centenarias e industrias completas sin preguntar qué piensan quienes usan las tecnologías y quienes las producen, qué pasará con quienes han dedicado su vida a estas actividades y qué efectos sociales, económicos y culturales tendrán estos cambios. La automatización realmente existente no tiene previsiones de deliberación ni de participación alguna: no hay democracia tecnológica ni aprendizajes compartidos, y tampoco prevé una colaboración genuina individuos y máquinas. Más que una historia de éxito, Alpha Go es la historia de una conquista: la conquista del futuro.
Pero una cosa es controlar un juego con reglas definidas como el go y otra es pretender dominar a sociedades enteras a partir de sistemas de inteligencia artificial. A poco de ingresar en la cuarta revolución industrial, todavía no terminamos de comprender lo que Mary Shelley nos advertía sobre las máquinas de la primera.
Peter Frase, quien escribió un fascinante libro sobre los posibles escenarios que se abren en el siglo XXI, asegura que la crisis climática y la automatización son el punto de partida para cualquier debate sobre el futuro. Afortunadamente, los movimientos sociales y las generaciones más jóvenes han comenzado a poner en agenda el calentamiento global. Pero la automatización todavía es considerada más una panacea que una cuestión social que requiere un amplio debate. Mientras tanto, las preguntas sobre cuáles son los modelos de democracia y desarrollo que precisa un mundo cada vez más automatizado y desigual se acrecientan a medida que las tecnologías avanzan.
Automatización o la ilusión disruptiva
Mientras que existe amplia coincidencia sobre las características supuestamente revolucionarias de la automatización, no es tan claro cuál va a ser su dirección. Hoy existen dos corrientes de pensamiento principales sobre la automatización. Por una lado se encuentra la visión tecnooptimista dominante, ligada a los organismos económicos internacionales, las consultoras de management e instituciones de gobierno, cuyos principales promotores son (casi todos) hombres de ingeniería y negocios como Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial y autor del libro la La cuarta revolución industrial (en adelante 4RI). Este es el tipo de razonamiento que puede escucharse en las gerencias de las grandes empresas y los grandes organismos públicos de investigación bajo denominaciones con leves variantes, como Industria 4.0. En su libro, Schwab propone que la unión de máquinas y entornos digitales lograrán formas de producción flexible, más sustentable y adaptada minuciosamente a los deseos de les consumidores.
En esta configuración, quienes poseen el capital -ya sea físico o intelectual: ya sean inversores, dueños o dueñas de empresas e innovadores- serán los claros ganadores de la revolución tecnológica. Los consumidores también se verán beneficiados con la baja de costos de los productos, la abundancia de energía renovable barata y las mejoras en la eficiencia ganadas a partir de una mejor integración de datos y el uso de inteligencia artificial. ¿Y los perdedores? Quienes trabajan serán los más desfavorecidos ya que corren el creciente riesgo de ser reemplazados por máquinas cada vez más eficientes en prácticamente todos los sectores de la economía, no sólo en la industria sino también en buena parte de los servicios estandarizados.
La automatización generará un enorme proceso de - como diría Schumpeter - “destrucción creativa”. Para evitar las obvias tensiones sociales de la pérdida de empleos e industrias, quienes promueven la 4IR proponen la recalificación les trabajadores y la adopción de un ingreso básico universal que permita hacer girar la rueda del consumo. Como si fuera sencillo volver a capacitar a una parte importante de la población que parece destinada a perder el trabajo en manos de robots y sistemas automatizados. Si este discurso suena conocido se debe a que, a pesar de toda la fanfarria sobre disrupción tecnológica, la noción de 4RI es en realidad un enfoque tecnoconservador que profundiza las asimetrías entre aquellos que poseen el capital y quienes solo cuentan con su fuerza de trabajo. Probablemente la única irrupción que resulte de la automatización conservadora sea la transición del capitalismo de las corporaciones industriales hacia el capitalismo de las plataformas.
Al otro lado del espectro ideológico, teóricos de izquierda como Nick Snircek y Alex Williams, Paul Mason y Aaron Bastani han adoptado ideas cercanas al aceleracionismo. Para ellos, acelerar la automatización podría generar una nueva economía de abundancia que desplomaría las tasas de ganancia capitalista, y con ello se abriría la posibilidad de un futuro socialmente revolucionario. Para Mason, la automatización producirá una abundancia de bienes y servicios que crecientemente disminuirán su costo marginal posibilitando una economía post-capitalista. Snircek y Williams argumentan que la automatización del trabajo abre la puerta para pensar un mundo más allá del empleo. Quizás sea Aaron Bastani quien mejor resume estas ideas en su libro Comunismo de lujo totalmente automatizado (CLTA).
Allí donde la visión más gerencial de Schwab mira con algo de desconfianza los cambios en el mundo del trabajo y la creciente abundancia de bienes, el CLTA abraza estas ideas para repensar un viejo tópico marxista: la liberación de los trabajadores de sus necesidades para abocarse a tareas más creativas. La baja de costos por la abundancia de bienes y energía se podría canalizar, bajo la dirección del Estado de bienestar socialista, hacia la provisión gratuita de servicios públicos y el establecimiento del ingreso básico universal más generoso. Y la humanidad podría finalmente dedicarse a tareas más ambiciosas que amplían el horizonte de abundancia y el desarrollo. Bastani no es módico en las ambiciones: propone la minería de asteroides como parte de la conquista del espacio, la cura de las enfermedades endémicas, la extensión de la vida o la producción automatizada de alimentos in vitro completamente libres de crueldad animal.
El enfoque de CLTA y el aceleracionismo de izquierda tienen sus razones para abrazar las tecnologías de automatización. Después de décadas de repliegue de las ideas de izquierda frente al neoliberalismo, las teorías sobre el postcapitalismo realizan un esfuerzo muy consciente por ofrecer una visión optimista sobre el futuro. Y sin embargo, el tecnooptimismo del CLTA se parece demasiado a las expectativas deterministas de la Cuarta revolución industrial, mientras que ambos dejan un tendal de preguntas sin respuesta. ¿De qué sirve la creciente conciencia sobre los desafíos ambientales si solo se utiliza la automatización para hacer más eficiente la explotación de los recursos naturales? ¿Es viable que el Estado del que disponemos - colonizado por intereses establecidos y dominado por vicios burocráticos - pueda revertir las crecientes desigualdades y al mismo tiempo liderar la resignificación de las nuevas tecnologías? Parecen demasiados cabos sueltos para apostar todo un cambio de paradigma tecnoeconómico a las decisiones de una vanguardia tecnocrática.
Contra el sentido común de la automatización
Detrás del optimismo que comparten estas visiones sobre la automatización emerge una suerte de disonancia entre tecnologías y políticas. Mientras que las nuevas tecnologías promueven una economía de abundancia, producción distribuida y creatividad constante, nuestra imaginación política continúa motorizada por modelos extractivistas y, sobre todo, verticales. No es casualidad que la idea de CLTA - junto con otros intelectuales de centroizquierda - coincida con las propuestas gerenciales de la industria 4.0 a la hora de proponer la vuelta del Estado productor de bienes y servicios o del Estado emprendedor. Lo mismo sucede con las propuestas para establecer un ingreso básico universal. No hay nada malo con estas ideas, y menos en un momento de crisis en el que se busca reconstruir las capacidades estatales. Pero muchas de estas políticas ya se discutían en la década de 1960, y frente al desafío de la automatización no resultan demasiado novedosas ni adecuadas. Como los aficionados de go, o los tecnólogos de Deep Mind, los partidarios de 4IR y CLTA abordan la automatización siguiendo las reglas de antiguos juegos. En este punto, resulta evidente que puede ser difícil - sino imposible- construir una visión política novedosa convocando a los mismos actores e ideas de siempre.
Lo más problemático es que el imaginario dominante sobre la automatización nos impide encontrar respuestas a otras preguntas que arriban junto con las máquinas: ¿cómo vamos a lograr controlar y democratizar las tecnologías de automatización? ¿Cómo vamos a armonizar el horizonte de crecimiento ilimitado que pintan las nuevas tecnologías con el cuidado del medio ambiente?
Para escapar de esta trampa, en primer lugar, es preciso reconocer que el determinismo tecnológico no parece una buena guía a la hora de imaginar escenarios políticos alternativos. El determinismo técnico siempre se presenta como la racionalidad instrumental resolviendo los problemas de la humanidad, pero en el fondo permite esconder los intereses de quienes diseñan y poseen las tecnologías. Confiar en que las máquinas por sí mismas nos aseguren una distribución justa de los beneficios económicos de la automatización y prácticas más allá del empleo es una fantasía. Las máquinas, los algoritmos, las bases de datos y los robots que intervienen en nuestras economías ya llevan inscritas determinadas relaciones de poder que no pueden borrarse por decreto. Es obvio que el discurso determinista beneficia las visiones gerenciales de la cuarta revolución industrial, pero para el pensamiento de izquierda este tipo de ingenuidad corre el riesgo de alimentar justamente aquello que se quiere evitar: más desigualdad y desempleo y una mayor expoliación ambiental.
Un corolario de este punto es incapacidad que muestran el aceleracionismo de izquierda para identificar quiénes van a ser agentes de cambio. Por más fuerte que apostemos a la incipiente creatividad de las máquinas, no van a diseñar nuestras políticas. Tampoco parece que las instituciones estatales -debilitadas por décadas de realismo capitalista- se encuentren en una temporada de apuestas radicales y visiones estratégicas a largo plazo.
Si no queremos que un conjunto de corporaciones y organismos estatales agotados decidan cómo las máquinas van a cambiar nuestras vidas, necesitamos rápidamente empezar a imaginar un futuro que subvierta el sentido común sobre la automatización. Si algo se puede aprender de la lectura del aceleracionismo es que generar un pensamiento realmente transformador sobre tecnologías que todavía no terminamos de entender, no resulta tan sencillo. Reimaginar el futuro de la automatización va a requerir desarrollar nuevas visiones, nuevas prácticas y nuevos valores sobre el trabajo, la economía y nuestra relación con la naturaleza. Estos problemas resultan demasiado complejos para tratar de resolverlos de un plumazo teórico. Si queremos evitar que la automatización nos dicte una política de desarrollo, deberíamos empezar a explorar con qué actores dialogar, y construir nuevos imaginarios de cambio.
En este contexto, llama la atención que toda una legión de actores que vienen experimentando con formas alternativas de automatización -desde las comunidades de programadores y hackers, makers que que experimentan con hardware libre, los colectivos feministas de tecnología, entre otros- no aparezcan en las discusiones teóricas de izquierda. Quizás sea momento de dejar de teorizar sobre cómo debería ser la automatización y empezar a dialogar con estos actores y aprender de ellos. Sólo la redistribución de capacidades para experimentar las nuevas tecnologías nos permitirá imaginar futuros más democráticos.