Ensayo

Escaparse al bosque con Patricio Pron


Nostalgia por un reino sin memoria ni lenguaje

¿Quién no quiere irse a un bosque, dejar de ser quienes creemos ser, salirse de la ruta establecida y entregarse a la posibilidad inquietante y salvaje de una vida otra? Nona Fernández reseña el nuevo libro de Patricio Pron y pone la lupa en su universal. Encuentra en “La naturaleza secreta de las cosas de este mundo” un elogio a lo aleatorio y un permiso para actualizar la difícil pregunta sobre nuestra identidad, en este mundo cada vez más difícil de entender.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”. 

Así escribe Henry David Thoreau en Walden, o La vida en los bosques, una de sus obras fundamentales publicada en 1854. Thoreau vivía en una pequeña aldea de menos de cinco mil habitantes, en Nueva Inglaterra, y decidió dejarla para perderse en el bosque, construir ahí una pequeña cabaña y vivir apartado de la civilización. La experiencia duró más de dos años y de ella nació este texto que es una mezcla de diario íntimo, registro naturalista y borrador filosófico. El bosque en el que se instaló estaba relativamente cerca de su aldea y, aunque no cualquiera puede vivir aislado como él lo hizo, su gesto estaba teñido de puro deseo y curiosidad, no pretendía nada épico ni heroico. Sin embargo, casi ciento setenta años después, cito su aventura para intentar establecer la huella de ese secreto deseo que muchas y muchos compartimos, el de dejarlo todo y, por lo menos por un momento, perdernos por completo. Dejar de ser quienes creemos ser, salirnos de la ruta establecida y entregarnos a la posibilidad inquietante y salvaje de una vida otra. Romper los límites y, quizá, vivir en libertad.

La naturaleza secreta de las cosas de este mundo, de Patricio Pron, dialoga con estas ideas y comienza justamente así, con una joven mujer que se saldrá de la ruta y romperá las vallas que separan la carretera del bosque. Su nombre es Olivia, es actriz, y sin planearlo repite accidentalmente el gesto que, en esa misma carretera, hace años, cuando era una niña, su padre cometió. El hombre manejaba junto a ella y su madre, y aceleró el auto para lanzarse contra un grupo de árboles que marcaban el inicio del bosque. El accidente no tuvo consecuencias fatales, Edward, el padre, alcanzó a frenar. Sin embargo, la atracción por el bosque y por cruzar el límite que separa el mundo, tal como lo conocemos, de ese otro que late y acecha en la oscuridad, quedó instalada en el destino de la familia. Años después, cuando Olivia tiene catorce, Edward, su padre, un día cualquiera, sin motivo aparente, deja el hogar familiar para no volver. Camina, se aleja, se pierde definitivamente para terminar ahí, como Thoreau, en el bosque.

Este es un libro sobre la huida de Edward, que determina por completo la vida de su hija Olivia y de su esposa Emma, que comenzarán desde entonces a buscarlo, a extrañarlo y a intentar sobrevivir con su ausencia. Este es un libro sobre perderse, sobre dejar de estar ahí donde todos te pueden encontrar, sobre dejar de estar disponible. Y también sobre el intentar encontrarse a sí misma justamente en ese espacio nuevo donde te dan por perdida. Este es un libro sobre deambular, sobre lanzarse a una ruta desconocida, aleatoria, errática. Un libro sobre caminar fuera de la norma, lejos de la linealidad euclidiana, probablemente en un tiempo fractal, en una danza en espiral. Este es un libro sobre el arte como una expresión de ese abandono a la norma, de esa diferencia que te expulsa de la ruta recorrida por la mayoría, que te aleja del patrón, del acto banal de la ejecución literaria, escénica, visual, musical que alimenta vorazmente plataformas, redes sociales, algoritmos, vitrinas. Este es un libro sobre fantasmas y desapariciones. Sobre un padre que ya no está, pero cuya ausencia ocupa un pesado espacio en el presente. Es un libro sobre los restos. Y es también, y aquí me quiero detener, un libro sobre el bosque. Sobre nuestra inquietante atracción hacia él.

Según Jung, lo sabemos, el bosque es el arquetipo de nuestro inconsciente, ese lugar donde ocultamos información valiosa de nosotras mismas que desconocemos. Nuestros miedos, nuestros traumas, nuestros malos recuerdos están ahí escondidos y nos acechan en momentos inesperados. 

No es gratuito que en los cuentos infantiles el bosque sea el espacio de enfrentamiento a las más importantes pruebas. Ahí donde Hansel y Gretel son abandonados por sus padres, donde la Caperucita se encuentra con el lobo que desea engullirla, donde las brujas viven en sus secretas cabañas, donde los monstruos acechan y donde los hombres comunes y corrientes deben entrar a vencer peligros pesadillescos para transformarse en héroes. En el bosque, arquetípicamente hablando, se encuentra nuestra sombra, nuestro lado oscuro y salvaje, esa parte nuestra que, como diría Thoreau, aún no hemos domesticado. Allí todo es agreste y rústico, todo está lejos de la norma que nos constituye, en un aparente caos, en un estado previo del que sabemos poco o quizá, si supimos algo, ya lo olvidamos. Hay misterio en el bosque, no nos manejamos ahí, sin embargo, su magnetismo es latente. Es como si extrañáramos esa parte nuestra que hemos escondido, una vida fantasma que echamos de menos, pero que no sabemos bien si ocurrió o si es sencillamente un anhelo de futuro. Hay que asumir esa nostalgia por lo salvaje, por ese reino sin conciencia, sin memoria y sin lenguaje, que quizá añoramos sin saber cómo nombrarlo y que en el mundo simbólico de nuestra psiquis alguien determinó que su imagen fuera la del bosque. Thoreau decía, en su escrito Caminar, que existe en la naturaleza un sutil magnetismo y que, si cedemos inconscientemente a él, nos dirigirá correctamente. 

El primer trabajo teatral que Olivia asumió fue la interpretación de un monólogo basado en la vida de una joven salvaje que fue hallada en un pueblo de la Champaña. La joven iba descalza, cubierta con pieles de animales, en busca de agua. Tenía cerca de diecinueve años, de los cuales muchos los debió haber vivido escondida en el bosque, alimentándose de lo este le entregaba, sin lenguaje ni memoria de una vida anterior. La joven, que fue descubierta por los pobladores, terminó siendo obligada a vivir de la caridad de los demás, lejos del bosque que se había convertido en su primer hogar, y transformada en un fenómeno de feria que subsistía de la venta de un libro que narraba su historia. Desde ese primer monólogo que Olivia interpretó, siente que historias como esa, de niños ferales, se van cruzando en su vida a la espera de su mirada o interpretación. Niños y niñas salvajes, muchas cuidadas por lobos, que han sido “rescatadas” y deben emprender con mayor o peor éxito el camino de la domesticación que nunca solicitaron. La mayoría intenta regresar a su vida salvaje, pero la civilización que ya las ha descubierto, no las deja regresar, pero tampoco las acoge de la misma forma que lo hizo el bosque o los lobos. Un desacomodo se apodera de los niños ferales, una nostalgia por lo salvaje imposible de erradicar y así continúan su vida, con los pies en este mundo, pero con el deseo puesto en otro.

Inmersas en una realidad que cada vez comprendemos menos, como si el lenguaje que manejamos ya no bastara para descifrar el acontecer, todo cambia vertiginosamente. Nada es lo que era. No hay paisaje que no haya sido modificado velozmente, nada permanece salvo la incomprensión, con un genocidio ocurriendo en Gaza en nuestras narices, con atentados y conflictos bélicos desarrollándose por años en diversos frentes, con formas de vida que destruyen aceleradamente al planeta, con sistemas políticos que ya no funcionan y solo levantan desconfianza, con liderazgos que son temibles, con la desesperanza y la incertidumbre rondándolo todo, con una civilización en crisis, con tazas de depresión y suicidio alzándose año tras año en los diversos lugares del mundo como prueba de un desastre del que ni siquiera nos damos cuenta que estamos viviendo, la imagen de los niños ferales que nos propone el libro nos identifica. Seres que cargan la nostalgia de una vida otra, que vagan con la idea de haber perdido algo que ya no recuerdan, seres que habitamos este mundo, pero que tenemos puesto el deseo en otro.  

“No nos encontramos a nosotros mismos hasta que no estamos completamente perdidos.” Vuelvo a citar a Thoreau para decir que este delicado y elocuente libro que Patricio nos ofrenda es un libro que intenta pensar quienes somos, levantando la difícil pregunta sobre nuestra identidad en medio de este mundo contemporáneo cada vez más difícil de entender. 

¿En qué nos hemos convertido? ¿Qué hace que seamos las personas que creemos ser? ¿Somos sólo contexto? ¿A qué molde obedecemos? ¿A qué rol, a qué género, a qué etnia, a qué discurso, a qué estética, a qué vitrina? 

Debajo de todos estos guiones que nos pautean y domestican, y al parecer también nos destruyen, ¿qué hay? ¿Cómo averiguar lo que somos realmente? ¿Dónde está la pieza original que contenemos? Eso que fuimos alguna vez en ese pasado que ya no recordamos, pero que quizá es nuestra visión de futuro, nuestro secreto deseo. La apuesta al mañana que se aloja justamente ahí, del otro lado de las vallas de la carretera que Olivia va a cruzar. Ahí, en el oscuro, salvaje y misterioso bosque, donde se hospeda la naturaleza secreta de las cosas de este mundo.