—¡Por favor! ¡Por favor! ¡No, no hago nada!
Es sábado a la noche en la localidad chaqueña de Fontana y Elsa Fernández, una mujer qom, grita desesperada mientras filma a su hijo Cristian, que soporta con fuerza la puerta de su casa para impedir que entre un grupo de policías violentos y armados. La puerta cede. Irrumpen uno, dos, tres, cuatro, cinco y se tiran encima del muchacho. No tienen orden judicial. La mayoría está de civil: solo dos llevan uniforme. Algunos tienen escopetas.
El celular captura las primeras trompadas; de fondo se escucha el crujir de los vidrios rotos.
—¡Basta! ¡Por favor! ¡Basta!
Lo estampan contra una heladera y entre tres lo golpean en el estómago. Después lo tiran al piso y lo arrastran fuera de la casa. Él apenas se puede defender. En los dos minutos que dura el video no dejan de pegarle: en la cara, en el torso, en la espalda, en los riñones. Elsa filma cómo se lo llevan, arrastrado, mientras no deja de gritar.
—¡Basta, por favor! ¡Señor! ¡No doy más, basta, por favor! ¡Basta!
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Al día siguiente la filmación se viralizó junto con las fotografías de otros jóvenes que estaban ahí y también fueron desfigurados por la policía. Parecía una escena similar a la que en estos días ocupan las tapas de los diarios de Estados Unidos: violencia, impunidad y odio racial. Solo que ocurrió a cinco kilómetros de Resistencia, capital de Chaco.
Al día siguiente supimos quiénes fueron los responsables: la policía provincial de la comisaría tercera de Fontana. También supimos que cuatro de los jóvenes que se ven en las imágenes -dos varones y dos mujeres- fueron detenidos, torturados y abusados durante toda la noche mientras los agentes de seguridad les gritaban “indios infectados, ustedes son unos malacostumbrados” , “Ya les tiramos alcohol, ¿ahora quien las prende fuego?”. Pero el motivo de la violencia la sabemos hace tiempo: el odio y desprecio a los pueblos indígenas. Porque estas prácticas de dominación (tanto físicas como simbólicas) no son aisladas ni generadas por un “rebrote de violencia” producto del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO). Son el resultado de la invisibilización y criminalización que sufren estos pueblos históricamente.
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En Chaco la pandemia ha incrementado la desigualdad y pobreza. Resistencia, la ciudad capital y centro administrativo de la provincia tenía el índice más alto de pobreza de la región del Nordeste Argentino. El 46% de sus habitantes estaban por debajo de la línea de pobreza, mientras que el 21% eran indigentes. Buena parte de ese número está integrado por indígenas que tuvieron que migrar a los conglomerados urbanos desde localidades del interior luego de ser expulsados por la privatización de sus montes. Al Covid19, entonces, se agregan el desempleo, la falta de acceso al agua (para garantizar las medidas de salud indicadas) y el padecimiento de enfermedades nutricionales, gástricas, dengue, Chagas, o problemas respiratorios por fumigaciones, entre otras.
La vulneración de derechos a los pueblos indígenas aumenta a un ritmo similar al de los contagios por el virus. Las respuestas gubernamentales no lograron satisfacer las demandas ni generar condiciones de habitabilidad en las zonas más afectadas. Al contrario: segregaron a parte de la población en condiciones de hacinamiento y miseria.
Esto ocurre en la zona del Gran Toba, en la capital chaqueña, un territorio caracterizado por el el déficit habitacional, la falta de salubridad y donde aumentan día a día los casos de personas contagiadas por el Covid-19 (al cuatro de junio se habían registrado 146). Este conglomerado urbano está compuesto por diferentes barrios: Chelliyi, COTAP, Barrio Toba, Camalote y Crescencio López, donde conviven más de 4500 habitantes, principalmente integrantes del pueblo qom.
Desde la primera semana de mayo, cuando se conoció el primer fallecimiento en la provincia (hoy son 62), las dependencias gubernamentales aislaron a los habitantes del Gran Toba para impedir la circulación del virus. Las restricciones estuvieron acompañadas por la colocación de vallas, montículos de tierra en los accesos principales, retenes de seguridad de Prefectura y Gendarmería, además de la policía provincial que patrulla el área prohibiendo la circulación e increpando a quienes transiten fuera del perímetro establecido.
Cristina, vecina del Gran Toba, dice que las autoridades responsables no han enviado los medicamentos y alimentos suficientes para cubrir las necesidades. Y que, además, son pocos los espacios dentro del barrio para que los vecinos que presentan síntomas se puedan tratar.
—Recién hace quince días vino la gente del Ministerio de Desarrollo de la provincia y el Ejército y nos dieron alimentos y productos de limpieza, pero no sabemos cuando van a volver —cuenta, mientras enumera las cosas que le llegaron en el bolsón: dos paquetes de harina, cuatro fideos, dos picadillos.
—Ya se me acabó todo. Me duró una semana porque entregaron alimentos por viviendas y no por las familias que allí vivimos. Y encima no vino ni leche, ni azúcar ni yerba, que es lo más fundamental. Los chicos necesitan un cocido y una torta frita para comer.
La demanda de Cristina es compartida por varios vecinos que también afirman no tener participación en la toma de decisiones sobre el accionar del Gobierno Provincial. También reclaman varias empleadas de los centros de salud de la zona, que no tienen insumos para atender a la población: “Trabajamos sin recursos doce horas por día, de 7 de la mañana a 7 de la tarde. El gobierno no nos da nada, nos pagan entre 2.500 hasta 10.000 pesos por mes. Estamos agotados”.
La idea de culpabilizar a los pueblos indígenas en Chaco no solo estuvo promovida desde las dependencias estatales, sino que también fue acompañada por distintos medios de comunicación. Frases como “los aborígenes, en muchos casos, no acatan las disposiciones de aislamiento y distancia social” o “la integración de las comunidades aborígenes nunca fue sencilla y la pandemia vuelve a exponer las inequidades”, publicadas en portales locales y de alcance nacional, se hacen eco en las acciones policiales a lo largo y ancho de la provincia, donde miembros de las comunidades son interpelados por su origen étnico. La discriminación a la poblacion indigena es de larga data; Joaquina, una integrante del pueblo qom, cuenta que existe desde la invasión a sus territorios y en este contexto sigue igual de vigente.
—Hoy vas al supermercado, te ponés en la fila y pasa primero el criollo: a nosotros nos dejan al final de todo.
Al interior de la provincia del Chaco, en las áreas periurbanas y rurales, la situación es muy distinta a la de las zonas urbanas. No son las mismas necesidades ni problemáticas: acceder al agua es mucho más difícil en una localidad donde las viviendas se encuentran dispersas en el monte y en la que no hay caminos pavimentados para acceder con transporte público. Igual de complejo es acceder a las salas de salud y la asistencia hospitalaria, en estas zonas mucho menor y más deficitaria. Lo mismo pasa con los servicios básicos, o el alimento.
Hace pocas semanas Greenpeace publicó un documento en el que afirman que desde el 15 de marzo hasta el 15 de abril del 2020 se desmontaron en Chaco más de mil hectáreas. La NASA fue aún más precisa y publicó una imagen satelital de los campos arrasados por las topadoras en el Gran Chaco durante el día de la deforestación, el 20 de mayo, en la que se denuncia el avance de la frontera agropecuaria.
Pero lo que pasó en los últimos dos meses no es más que la punta del iceberg de un fenómeno más profundo y añoso. No solo se viene produciendo en la región un cambio productivo -donde la soja se impuso frente a otros cultivos- sino que también se incrementó la apropiación y uso de los territorios indígenas a manos de empresarios del agro. Los desmontes, entonces, están acompañados por la usurpación de los recursos, las fumigaciones y la migración forzada de la población indígena a zonas urbanas como Resistencia o Fontana. Y aunque existe la Ley 26.160 de “emergencia territorial indígena”, sancionada en 2006, prorrogada tres veces y que impide los desalojos, sólo se han relevado poco más del 42% de las comunidades registradas, por lo que los conflictos territoriales continúan en diversas regiones del país.
Uno de los empresarios que compró tierras en esta provincia, y figura en el informe de Greenpeace como uno de los principales autores de las deforestaciones en el norte argentino, es Eduardo Eurnekian. En su haber tiene más de 25 mil hectáreas desmontadas. Es el equivalente a la mitad del territorio de Resistencia.
En Pampa del Indio Eurnekian es dueño de la estancia “Don Panos”, destinada a la producción agropecuaria. La localidad está a 220 kilómetros de la ciudad de Resistencia y tiene alrededor de 15 mil habitantes: más de la mitad de la población es integrante del pueblo qom y vive en parajes de 700 a 800 personas. El resto reside en parajes con menos de 350, es decir, en las escasas zona de montes que quedan en la región. Las usurpaciones territoriales a manos de empresarios del agro, los desmontes, fumigaciones aéreas y la falta de acceso al agua son condiciones que forman parte de su paisaje.
—Desde que se privatizaron las tierras todo es alambrado. Ya no nos queda casi nada a nosotros, nos sacan de nuestras casas para que vengan los empresarios, la soja, las vacas, el algodón. Y aparte fumigan —cuenta Mario, un productor de 50 años que vivió en Pampa del Indio toda su vida. Junto a su familia se dedican a la venta minorista del algodón. En los últimos años, frente al aumento de empresas y hectáreas destinadas a distintos cultivos, empezó a tener problemas para vivir de su producción. Ahora le resulta muy difícil plantar algo, esperar que crezca y cosechar, empaquetar y vender: la mitad de lo que cultiva se muere por el clima o la falta de agua.
Pampa del Indio es una localidad seca a pesar de estar a metros del río Bermejo. A partir de la construcción de diques de contención y compuertas su curso fue modificado y lo que antes era bañado por agua ahora es una ambiente hostil para sus pobladores, sobre todo en épocas de calor agobiante. La falta de acceso a agua potable es uno de los problemas que afecta diferencialmente a la población indígena dadas las condiciones de extrema precariedad. El municipio provee agua transportada desde localidades vecinas en camiones cisterna, pero no cubre las necesidades de toda la población. La mayoría de las veces tienen que recolectarla en pozos -generalmente sin tapa- luego de días de lluvia.
—Estamos sin agua hace meses y seguimos con los problemas de siempre. Calor de 40 grados, viento norte: el tema es asfixiante —cuenta Alicia, una integrante del pueblo qom que vive en un paraje a unos 20 minutos a pie de Pampa del Indio. Hasta hace poco era habitual encontrarla con su hija cargando bidones de agua en su ciclomotor. La sacaban de las canillas que hay en un salón comunitario en la zona. Si bien hace meses no tiene agua en su casa y para conseguirla tiene que ir al municipio y reclamar que los camiones cisternas le lleven, con la pandemia esto se hizo más complejo. Ella, como muchos de los habitantes de los parajes, están preocupados: además de servir para hidratarse el agua es fundamental para prevenirse del virus.
Exponer el cuerpo y la vida frente a la pandemia, muchas veces, no es una opción: muchos de los integrantes de las comunidades dejaron de trabajar en sus changas, ventas de artesanías o trabajos temporarios. Y con el cierre de los comedores, sumado a no poder comprar en los comercios de la zona por el aumento abrupto de precios, se les hace imposible satisfacer sus necesidades básicas.
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Pampa del Indio no fue noticia en estos días por los desmontes o la falta de agua, recurso tan necesario para prevenir el contagio del Covid19 según los especialistas de la Organización Mundial de la Salud o los funcionarios del Ministerio de Salud de Nación. Aunque sí lo fue en los primeros días de abril por un supuesto enfrentamiento entre gauchos.
Los medios locales dijeron que “Con heridas de arma de fuego ingresó durante la madrugada un joven qom al hospital de Pampa del Indio tras enfrentarse con gauchos en el campo privado de “Don Panos”’. Lo cierto es que tal ‘enfrentamiento’ se trató de otra situación de abuso de poder y violencia policial, muy lejana a una escena sacada del Martín Fierro. Pero muy parecida a la que vivieron el sábado a la noche Elsa Fernández y su familia.
Lo ocurrido: Edgardo, de 17 años, su tío y su primo -todos integrantes del pueblo qom- salieron a cazar porque, por el ASPO, no podían comprar alimentos. Ellos viven en Campo Medina, un paraje que linda con el campo de “Don Panos”. Según cuenta Matías, un amigo de Edgardo, a partir de que la empresa se instaló el campo dejó de ser apto para el cultivo. No pueden sembrar y además sus familias tienen problemas respiratorios por las fumigaciones.
—Antes, antes, esto era lindo, todo verde. Cuando llegaron las fumigaciones se arruinó todo. Hasta los animales, el monte: todo. Se arruinó todo.
Matías cuenta que las familias tienen otro problema con “Dos Panos”. Muchos de los animales que crían, cuando los sueltan, van cerca de la estancia. Y cuando eso sucede allí los matan a tiros o los secuestran. La noche que Edgardo, su tío y su primo salieron a mariscar pasó algo parecido. Los tres hombres entraron a una de las pocas zonas que queda de monte, y que forma parte del campo de “Don Panos”. Eran cerca de las nueve cuando los emboscaron.
—Los vieron y les dispararon, sin orden de alto, ni nada.
A Edgardo lo hirieron. Los tres corrieron hasta llegar a su casa sin ver cuántos policías había. Sus familiares lo llevaron al hospital, donde quedó internado: tenía heridas en la espalda y en la cabeza.
—Le tiraron con todo: era para matar.
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Fontana, Resistencia, Pampa del Indio. La lista sigue: mientras terminábamos de escribir estas líneas en la localidad de Quitilipi, ubicada a 140 kilómetros de Resistencia, treinta personas del movimiento social 25 de Mayo que cortaban la ruta 16 pidiendo asistencia social fueron reprimidas por la Infantería. En Chaco estos casos no son una novedad ni una excepción. Junto a la discriminación racial y la violencia institucional, profundizan la vulneración histórica de los derechos de los pueblos indígenas. Hoy esa desigualdad se profundizó. Cristina, del Gran Toba, lo dice claro.
—Cuando nosotros reclamamos, ellos nos dan un poco: la necesidad de comer nos obliga a molestarlos. Pero la policía nos tiene en la mira.
Colaboró: Florencia Rodríguez