Desde la Biblia, el número es la clave para dimensionar un acontecimiento. Hay un número del misterio original, otro que nombra la perfección de las cosas y, desde que la opinión pública devora en sucesivos formatos ese artefacto llamado actualidad, prevalecen el número del cataclismo y el número nocturno de la vergüenza. Dios es uno y tres, cuarenta y cinco mil los muertos en un terremoto en Estambul de 1999 y son equis detenidos en una redada contra homosexuales en la disco porteña Contramano, a mitad de los ochenta.
Para una comunidad como la nuestra, digamos queer, desde que la sociabilidad homosexual clandestina giró a pública de la mano del periodismo -que siempre precisa de la catequesis del escándalo- el número funcionó como acreditación del “fenómeno”. Advertía, inquietaba e indignaba en dosis iguales sobre el probable daño infringido a los buenos vecinos. Las fiestas privadas, los cines porno, los retretes de estación ferroviaria, ciertos paseos públicos conquistados de noche avanzaban sobre el núcleo fantasmático de la sociedad cuya psiquis es como la luna, una cara oscura y otra luminosa.
En Soy Roca Félix Luna hace que el general se pregunte sobre la cantidad de amorales (así nos nombraban) que, según medios extranjeros, enviciaban la ciudad puerto en 1900. Varios de sus propios funcionarios, nos cuenta Jorge Salessi en Médicos, maricas y maleantes, eran estudiosos de las llamadas inversiones sexuales, y sin reparar en los servicios prestados a la causa, escribieron en sus papers las memorias delegadas por parte de una astuta protocomunidad de locas y travestis de la época, infiltrada a veces en la unánime noche heterosexual. El activismo de la narrativa travesti, su maquinaria fabulosa de felaciones y encajes, se mezcló en las historias clínicas del Departamento de Policía y en los archivos médicos. Activismo sin conciencia de sí pero originario y germinal.
En aquellos mismos años, en la ciudad de México, se produjo la histórica redada contra locas de clase alta que hacían de una casona un aguantadero para la joda dragueada. Según la prensa, el baile interrumpido constaba de una mitad de invertidos vestidos de mujer -en México se llama aún vestidas a las travestis y cross dresser- y la otra mitad de caballeros. Desde entonces se lo conoció como El baile de los 41 -una película sobre el caso es un éxito en Netflix- y se decía que el número 42 (se ignora si en versión femenina o masculina) se había escapado bajo protección policial porque era un pariente del presidente Porfirio Díaz. El mismo número 41 pasó a definir por pícara metonimia a todo maricón y también por eso, cuando el orgullo reemplazó al pudor, al sufrimiento y al miedo, pasó de cifra maldita a cifra reivindicada por los colectivos LGBTIQ+.
Algo por el estilo pasó con los resumidos en el 108 en Asunción del Paraguay. Septiembre de 1959, una cacería de la dictadura de Stroessner: el número da cuenta del vejamen infligido a un grupo de homosexuales, esta vez en su mayoría pobres, desmintiendo el mito herrumbrado de la antigua izquierda que conyugaba homosexualidad con degeneración capitalista. Los incluidos en la lista fueron obligados a desfilar por las calles de Asunción como si se tratara de una logia de desertores tardíos de la Guerra contra la Triple Alianza. Desde las veredas llovían escupitajos, golpes e insultos sin ningún espesor S/M; es decir la luz punitiva de los ciudadanos sanos sobre las tinieblas de las células enfermas expuestas a la mirada diurna. La causa de la ola correctiva contra las locas asunceñas se había originado en los diarios, que exigían dilucidar el crimen del locutor y bailarín Bernardo Aranda, un chico precioso de 25 años, encontrado en su cama con signos de asfixia por gases de combustión: es decir, murió quemado y seguramente a la espera de goces nocturnos. Lo que hoy hubiese sido inmediatamente traducido como crimen agravado por el odio a la orientación sexual de la víctima, para la opinión pública paraguaya revelaba hasta qué punto los homosexuales, en su desborde, provocaban extrañas tragedias cuyo guión solo la imaginación puede escribir. Los 108 sospechosos eran apenas una muestra de la magnitud de la logia. Como en México, Paraguay cifró la degeneración sexual y la vergüenza, a tal extremo que medio siglo después nadie sabía cómo había surgido el estigma numérico. El catastro urbano y las líneas de colectivos pasan por encima el infausto 108, sobreseído y reclamado hoy por el activismo del arcoiris.
En Putos de fuga.ar, el investigador ítalo argentino Rocco Carbone recorre las huellas del trauma en la literatura paraguaya (todo un hallazgo para un lacaniano enterarse de que el bar gay más conocido de Asunción se llama Trauma) y postula que los llamados amorales, como los guerrilleros, “hablan la lengua de la revolución”, porque “a partir del deseo, la excitación sexual y el orgasmo” traman otra praxis del cuerpo, insoportable para el orden de la dictadura. La persecución de cuerpos anómalos, aclara Carbone, no fue “solo atribución del stronato sino también del nuevo orden socialista cubano”.
Cuerpos vibrátiles en El baile de los 41, cuerpo quemado en la lista de los 108. Las penumbras trastocan, subyugan, develan, imprimen y dan testimonio, convierten el crimen en un arte gore y cierto departamento de Barrio Norte -corre 1942- en un estudio fotográfico que registra en exquisito expresionismo los retratos nudistas (selfie de ayer) de jóvenes narcisos de Buenos Aires, entre ellos, varios cadetes del Colegio Militar, seducidos por el ojo de la cámara del niño bien Ballvé Piñero. Ballvé militaba minuciosamente con el ojo, y a veces con otras zonas del cuerpo, sin saber que estaba abriendo la caja de Pandora de la variada sexualidad masculina porteña, a veces tan secreta y fetichizada como vigorosa. Forma así un archivo minucioso digno de libro de arte que, vaya destino, termina siendo la prueba del delito cuando la policía se pone a revisar los escritorios. Como el delator nunca falta, un cadete fisgón de cartas con datos del remitente había denunciado a un compañero practicante del desnudo cuidado.
Gonzalo Demaría, en La cacería, describe el clima social sobreviniente al escándalo del 42 conocido como “de los cadetes”. La prensa amarilla fija el tono e introduce fake news. Sodoma en Buenos Aires: fiestas policlasistas de un “verdadero consorcio de desviados”. Mientras el poder político discurre en sesiones secretas del Senado y los militares nacionalistas y católicos maldicen la democracia corruptora, el pueblo lo toma con humor. El cómico Dringue Farías parodia en el Maipo el modelaje de cadetes frente a la cámara de Ballvé y termina agarrándose a trompadas en la calle con uniformados ofendidos que habían irrumpido en el escenario. Educados para preservar las apariencias del honor, habrán sentido lo mismo que los gays de su tiempo, que apuraban el paso por miedo a que se notase la estela de plumas. El golpe militar del 43 adujo como pretexto, entre otros, la crisis moral en el país. Todavía hoy Gonzalo Demaría espera, sin resultado, que una jueza autorice el acceso al catálogo de Ballvé, archivado desde hace más de medio siglo en Tribunales, ya sin las fotos de los cadetes, que fueron quemadas.
Cuando oscurece, convencer es más simple
Cuando con Flavio Rapisardi escribimos Fiestas, baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura, nos esmeramos en el trazo de la resistencia erótica contra el tanatorio biopolítico. Para los partisanos de entonces, en las tinieblas de los urinarios nacía a cada momento una gesta compartida y el recto o la boca eran minúsculas trincheras. Las razias (las de la semana anterior y las inminentes) intensificaban el goce como si se estuviese apurando el trago, quien sabe si no el último antes de que llegue el patrullero. En la orilla de los baños de estación ferroviaria, por ejemplo los andenes de la línea Mitre, prosperaban verdaderas comunidades de paso, reserva obstinada de la sociabilidad gay cuando se prohibían otros los lugares de encuentro que no fuesen los calabozos de la comisaría. Si no se abren discos ni bares de ambiente, la opción serán las parties en las casas particulares, como hoy sucede en Arabia Saudita. Por supuesto, se disfrutan los riesgos del desenfado, las precipitaciones de la emoción, la inversión de los géneros a través del vestuario recién zurcido.
La decisión de continuar hasta donde se pueda la fiesta, en una ciudad donde ya no se podía vivir, afirmaba a Eros sobre la muerte. Verdadera guerrilla urbana, en la oscuridad quedaba la última trinchera cuando nos querían desaparecer del paisaje, como en el Mundial del 78: las locas celebraron el triunfo del seleccionado en los baños de Retiro, cruzando cuerpos con los chongos que habían bajado los puentes. En ese cuadro de arte degenerado, la posición del penitente era el gesto de los verdaderos ganadores de la contienda contra el orden represivo de la dictadura. Cada descarga, un manifiesto.
Pero donde la utopía se concretaba a sus anchas, a fuerza de rumores de placeres y trabajosas previas, lanchas interisleñas a punto de hundirse por el peso de los disfraces y el peso de los cuerpos expectantes sobre los que pronto serán lucidos, era en el delta de Tigre. Qué mejor propuesta que el carnaval para recibir al mesías que ese laberinto selvático, en las humedades de la flora y los cuerpos sacudidos de madrugada. Todo un refugio y una redención coreografiada. Mestizar géneros y superficies plagadas de punto G producía por una noche el efecto Mario Mieli, el pensador italiano setentista, que sostuvo que la liberación del deseo, su “naturaleza hermafrodita”, era imprescindible para la revolución: “El hundimiento del sistema falocéntrico supone el hundimiento del sistema capitalista”.
También nuestro Néstor Perlongher imaginaba un cuerpo liberado del Superyo del capital por la “estrategia carnavalista” que, en una superación del espacio “lúdico-lúbrico, abre un devenir, un “principio de esperanza”. Perlongher postula la posibilidad de que, a través de la asociación directa entre el afecto y la expresión, se alcance una nueva producción de subjetividad fuera de los márgenes del mundo oficial. Militancia sí, pero todavía sin la organización de un programa político reivindicativo, que llegó en democracia. Aquellas resistencias sudorosas de las divergencias sexuales construyeron su nueva subjetividad política a través de la memoria y de un lenguaje común. La noche, ocuando menos las penumbras, cobijaron planes que trascendían la alcoba y empujaban los límites que se habían fijado hasta entonces los organismos de derechos humanos. El libre ejercicio de la sexualidad es un derecho humano, dirá la Comunidad Homosexual Argentina (CHA). Después, la emergencia del sida y sus fantasmas obligaron a los políticos y a la opinión pública a descifrar noches sorprendentes y una versión minoritaria de la remanida posición 69.
Hoy, cuando la paranoia sobre la vida LGBTIQ+ se va disgregando hasta ver convertida la Marcha del Orgullo en opción de salida familiar y los hábitos identitarios en nicho de mercado, hasta los panelistas conservadores de la tele se han aprendido la sigla. Cuando se apaga el recuerdo de Carlos Jáuregui repartiendo manifiestos mecanografiados en las disco, sigue siendo interesante pensar aún la noche como sede de militancia. Al menos esa es la premisa sobre la que trabajaron lxs organizadorxs del inminente Congreso “Estados de ánimo de la noche” en el MALBA en el que, además de una mesa redonda sobre el tema, habrá distintas actividades, exposiciones y performances. Nada mal. Por el contrario, pensar la producción de subjetividad, sus intensos filamentos que atraviesan la noche y sobreseen las tinieblas, me tienta a cerrar este artículo rememorando la defensa que hacía Guy Hocquenghem en el diario Liberation -1979- del mestizaje por sobre el concepto plano y acrítico de diversidad, capturado hoy hasta por la nueva derecha. Más que celebrar la diversidad como si fuera nuestra propia piel, “toquemos la diferencia”.
Yo mismo milité la noche porteña cuando ofrece esa aventura libidinosa entre pista y túneles; el cuerpo rotundo bebiendo de otras supuestas orientaciones sexuales que, como en la estrategia carnavalista de Perlongher, están en ese preciso momento produciendo una subjetividad vibrátil, mestiza y liberadora. Me dirán, te comiste un chongo o te comió un chongo.
*Las fotografías que ilustran este ensayo forman parte de la muestra Las metamorfosis expuesta en el Malba y dedicada al ensayo fotográfico en el que Madalena Schwartz (Budapest, 1921 – San Pablo, 1993) retrató a las travestis y transformistas que frecuentaban la escena alternativa de San Pablo durante la primera mitad de la década de 1970, en plena dictadura militar.
En diálogo con las imágenes de Schwartz, la muestra ofrece además un breve panorama de la fotografía latinoamericana dedicada a la vida trans de esos años con obras de distintos autores y colectivos de Argentina, Chile, Bolivia y otros países de la región. En total, la exposición reúne 112 fotografías de Schwartz y más de 70 piezas históricas como periódicos, documentos, películas e imágenes que dan cuenta del contexto en el que la fotógrafa realizó su obra. La curaduría es de Gonzalo Aguilar, miembro del Comité Artístico de Malba y profesor de Literatura Brasileña y Portuguesa en la Universidad de Buenos Aires, y Samuel Titan Jr., Coordinador Ejecutivo del Instituto Moreira Salles (IMS) de Brasil y docente de Teoría Literaria en la Universidad de San Pablo.