La suerte
Las reacciones frente al hecho horroroso del que fue víctima Lucía Pérez, con su 16 cortos años -bajo el imperio de la lógica mercantilizada que distribuye importancia o desinterés frente a la vida- , centraliza una escena que está plagada de cuerpos femeninos muertos violentamente, sin contar todos los que no lograron atención mediática. Ya vemos como de forma más o menos subyacente la racionalidad de la "puta" está dando vueltas. Si consumía drogas, si se fue con unas personas que la sobrepasaban y mucho en sus cortos 16, si la entregó una amiga. Estos elementos son presentados velozmente para orientar la explicación por el lado de las propias responsabilidades. Ya sabemos: las niñas buenas van al cielo, las malas a todas partes, y lo que suceda fuera de lugar les sucederá por eso, por malas, "por putas".
Leo una nota: “los hombres le dieron marihuana, entraron en confianza con ella y luego la drogaron con cocaína”. Amontonamiento de líneas de fuga, trampas discursivas, dirigidas a perpetuar encierro y confinamiento, domesticación. Una perversa forma de piedad que parece poner la responsabilidad en los otros. Ella está muerta ya, la muerte, dice el dicho popular, nos mejora: una buena víctima no se droga. El énfasis en su pasividad al respecto, además de habilitarla como buena víctima, nos advierte a las demás sobre el peso explicativo que tiene, cuando sufrimos violencia, nuestra propia contribución. “La drogaron” afirman. Pero no lo sabemos. ¿Y si se drogó sola? ¿Cómo conectar el consentimiento para meterse voluntariamente lo que quiera en el cuerpo con una violación con penetración múltiple a la fuerza?
“Le dijo a su papá que iba a un lugar pero se fue de su casa en una camioneta con dos hombres”, nos cuentan. No es que no sea cierto, pero ¿qué explica eso sobre lo que ocurrió? Poco y nada. Pero dispara otros prejuicios ¿Cuál es el hilo conductor entre subirse a una camioneta en la puerta de su casa y morir desvanecida en un centro médico porque su sistema vagal dejó de funcionar? Su propia responsabilidad, su culpa: se fue, mintió, como hicimos miles de veces muchas de nosotras, con mejor suerte claro.
Recuerdo una cita con alguien que no conocía. Le dije “voy a tu casa”. Allá fui no sin antes diseñar con mi amiga más amiga un protocolo consistente en llamarla cada tanto tiempo avisando que estaba bien. Se lo conté al chico apenas llegué: “mirá, cada tanto tiempo la voy a llamar, porque a nosotras, nos matan por cosas así”. Me miró raro, pero lo entendió perfectamente. Así de horrible es el mundo en el que las mujeres nos movemos hoy. Yo misma me vi levantando el dedo contra mí. Me preguntaba ¿a dónde vas? ¿qué haces? La solución fue no del todo cómoda, pero pude salir, no me quedé y tuve suerte, como muchas otras veces, como cuando me duermo en los taxis: de más joven volviendo de fiesta, de grande agotada de trabajo, que es lo mismo o más dañino. Y siempre tuve “suerte”. A lo sumo, un reto machista, pero buena onda, por ser “tan” irresponsable. Pero ya vemos, la suerte es esquiva y cuando falla, ocurren casos como el de las Lucías de cada día, que confinan a la muerte a algunas y a la asfixia de la auto-represión y el miedo a muchas otras.
Hay un eco misógino de fondo que oculta la ausencia total de vínculo razonable entre unas cosas y las otras, reforzando la idea de que evitar el daño es nuestra responsabilidad: mejor no ir, mejor quedarse, mejor no; pero si vamos, si no nos quedamos y en medio de todo decimos no, nos deberíamos haber dado cuenta antes, peor aún, es de histéricas. Curiosa forma de libertad que nos ofrecen: de un modo u otro se nos va la vida, encerradas con miedo o a expensas de algún “sí” fatal o que el macho de turno se crea un pase libre, un vale todo.
“Paro cardíaco por empalamiento anal”, le dejó de funcionar el corazón, la reventaron. Ni las drogas, ni la edad de ella, ni la de esos dos violentos, ni su amiga, ni cuan “puta” pueda ser explican la muerte: sí la explican el empalamiento anal, el ensañamiento sexual, las prácticas violentas extremas pero regulares y reconocibles en una escena social, cultural y política llamada patriarcado, y ejecutadas por dos productos esperables de este modo de relacionarnos. Hacía ahí debemos orientar la búsqueda de explicaciones más cabales, las que contestan porqué pero sobre todo las que nos van a permitir construir otras posibilidades.
No son monstruos
El exceso de autorreferencia no sé si será disculpado por quienes lean, pero tiene explicación. Semejante nivel de brutalidad, de humillación, de cosificación extrema materializada en unos cuerpos pero expresivamente dirigidos a cada una de nosotras y también los varones, me viene revolviendo todo. Hace rato decidí hacer del reconocimiento en primera persona de la experiencia de la violencia machista, tanto como víctima como victimaria, aunque con distintos grados de responsabilidad, una condición básica para pensar que un horizonte de transformaciones es realmente posible, aunque cueste mucho, pero posible.
Así como existe la densidad política de la “puta”, leyendo Virgine Despentes en “Teoría King Kong” se comprende la “violación” en su sentido más político, más programático, más allá de tal o cual forma de materialización. La experiencia extrema, como la de los dos violadores que sometieron a Lucía, es más comprensible cuando es sacada del registro de lo excepcional para ser puesta bajo un cierto modo patrón general en el que se construye lo femenino: no todas somos alcanzadas por la experiencia material de la violación pero todas crecemos y nos constituimos bajo esa amenaza que comparte una matriz que se expresa y tiene sentido: el machismo. Ella lo dice así: “Nos obstinamos en hacer como si la violación fuera algo extraordinario y periférico, fuera de la sexualidad, evitable. Como si concerniera tan sólo a unos pocos, agresores y víctimas, como si constituyera una situación excepcional, que no dice nada del resto (…) Es el proyecto mismo de la violación lo que hacía de mí una mujer, alguien esencialmente vulnerable”.
No se trata de una propuesta de identificación a partir de las formas legitimadas de victimización que nos obligan a mantenernos pasivas, en silencio. La propuesta es hacernos cargo en serio de que cuando tocan a una, empalan a otras, es para todas. Un reconocimiento del continuo de la violación como programa político para poder reclamar justicia pero liberarnos, romper el molde. Dejar claro que no estamos dispuestas a seguir viviendo con el guión de víctimas que nos vienen proponiendo, porque eso no tiene nada de reparador.
También urge poner en cuestión el rol de los varones en el consentimiento directo o indirecto de esas prácticas, o de mínima la tolerancia que crece en la indiferencia. Sobre todo en estos tiempos de creciente concientización que muchos desaprovechan poniéndose a la defensiva o 100% fuera de la experiencia violenta, como si tampoco hubiera fuerza en esa asignación de violencia que ejercen a cambio de sus privilegios.
Comprender esa densidad política de la que nos habla Despentes respecto de la “violación” como programa, implica reconocer que el carácter extremo de prácticas que llevan adelante violadores como los que atacaron a Lucía están sostenidas por el universo simbólico de la violencia machista que sostiene el régimen patriarcal y que alimentan muchos otros, por más que los horrorice tal o cual experiencia. Como ha enseñado hace tiempo la gran Rita Segato: “Cuando la crueldad es física, no puede prescindir del correlato moral: sin desmoralización no hay subordinación posible”.
No necesitamos vuestro horror, ni su desacople de esos otros etiquetándolos como “monstruos”, porque solo sirve para ocultar la regularidad violenta en la que vivimos. Más bien hay que ver las continuidades, no para golpearse el pecho, sino para reconocer y transformar.
Por putas
Tracey Emin, antes de devenir en figura de la vanguardia artística inglesa, fue joven en una ciudad costera de Londres, Magrate. En 1995 filmó Why I never became a dancer, seis crudos y contundentes minutos testimoniando sobre lo que significó crecer allí, con la osadía de hacer de su sexualidad lo que le dio la gana, siendo niña, que es el punto, claro. El atrevimiento de decidir acostarse con quien quisiera durante toda su adolescencia tuvo costos. Cuando decidió presentarse a un concurso de baile, en el que divisa una chance para saltar el cerco de la fantasía y poder salir de esa ciudad, en el momento exacto en el que vio futuro, un grupo de tipos que la conocen, con muchos se acostó, no la alientan y le gritan fuerte “puta, puta, puta”, hasta vencerla y dejarla fuera.
Hace algunas semanas una chica italiana se ahorcó con su bufanda. ¿Por qué? Por muchas cosas, quizás, pero lo que todo el mundo sabe es que un chico la grabó mientras ella le practicaba una felatio en la intimidad y subió el video a la web. Consensuaron filmarse. La difusión corrió por cuenta del varón. No pudo con la pesadilla, se mudó de ciudad, cambió su nombre, lo intentó todo, pero la gran audiencia televisiva se burlaba, jugadores de la selección de fútbol y hasta algún funcionario público hacían chistes al respecto.
Siempre hablamos de otras experiencias pero las reconocemos bien porque con distintas intensidades las recorrimos, las transitamos. Pienso, por ejemplo, cuántas veces yo en mi adolescencia en una ciudad chica estuve macerando la hipocresía suficiente para hacer lo que quisiera, sin que se note, porque todos se acuestan con todos y a las chicas nos gusta tanto como a los varones, pero ya sabemos bien que mientras unos son alentados a soltar riendas bajo el mito de que la naturaleza “tira”, son irrefrenables, otras somos convocadas a resistir, a cerrar las piernas, a no comportarnos como “putas”.
En realidad, lo que se premia no es la castidad, sino la simulación, hacerla bien, el sigilo, que no se note, no ser vistas. Y la amenaza se hace sentir porque de un minuto a otro, como a Tracey Emin, empiezan a llamarte “puta, puta, puta”. Cualquiera sabe lo cruel que eso puede ser: el ostracismo o la sobreadaptación con adhesión al estigma son las opciones posibles para la inmensa mayoría. En ninguno de los casos se sale indemne porque quedarse afuera, no pertenecer o adoptar el rol y quedar a merced de como los otros nos definan, a su disposición incluso física, se parece mucho a volvernos cosas, a no existir.
No nos va mucho mejor a quienes creemos que logramos “hacerla bien”. El sigilo nos deja a expensas del varón que si se enoja o necesita reafirmar su hombría patriarcalmente entendida a costa de la humillación de nosotras, podrá de un minuto a otro, llamarnos “puta”. Probablemente su éxito se vea reasegurado porque muchos otros y otras concurriremos presurosos a alimentar a fuerza de chismes, mofa y repetición, el mote fijando la etiqueta a la que por indiscreta, por mala mujer, por cruel o despiadada, en definitiva, por “puta”, le corresponda.
La reproducción de las mañas del patriarcado, en tanto relaciones de dominación es, sabemos, la condición misma de nuestra supervivencia. Tan tramposo que si falla será cargado a la cuenta de cada una porque siempre, por acción u omisión, algo de putas habremos puesto en juego. Si hay mucha juventud, clase, capital simbólico y somos preferentemente blancas, la inocencia o la estupidez que nos es asignada en dosis similares a nuestra condición de “putas”, nos auxiliarán un poco frente al manoseo y otras formas de vejación que las victimas de hechos de violencia sexual siguen padeciendo aún después de muertas.
Cuando digo “puta” aquí lo hago apelando a la potencia enunciativa que posee, mucho más allá de la identificación estigmatizante con la experiencia reconocible y concreta de la prostitución, recogiendo la enseñanza de Sonia Sánchez y María Galindo cuando enseñan que “la palabra puta tiene ese poder de salir del mundo de la prostitución y explotar en todas las casas, en todos los rincones sociales y en nuestros corazones”.