1.
Boston-Villa Soldati
1961-2016
Algunos dicen que ella me ha estado enviando señales desde el más allá, no falta quien escribió en el grupo de Facebook que Gilda me guía pero la verdad es que, si efectivamente lo hace, le debe haber fallado el GPS; la mera existencia de esta reedición el año de su vigésimo aniversario parece una bendición del cielo y sin embargo esto no hace que para mí, su autor, sea algo tranquilizador, más bien todo lo contrario: claro que me da mucha alegría estar escribiendo algo más sobre Shyll pero el hecho de poner el foco en su condición de santa también me provoca, no voy a ocultarlo, miedo.
Ahora me arrepiento de haber dicho tantas veces, a mis amigos y en privado, que la edición anterior fue una suerte de biblia pop donde la peripecia de la diosa profana, sus intimidades familiares y emotivas, y hasta los remedios que tomó por las molestias renales de su envoltura carnal, encontraron el refugio de un testimonio verídico; siguiendo esa lógica desbocada fabulé que fue su Espíritu el que disolvió las complicadas circunstancias de mi nacimiento, en la lejanísima ciudad de Boston, Massachusetts, Estados Unidos, garantizando de ese modo la existencia de su futuro exégeta o biógrafo.
Me explico mejor: jugué con la idea de que mi nacimiento o, si prefieren, la llegada de mi espíritu a estas tierras mortales se debió a una fuerza sobrenatural que cambió el destino no sólo de mis padres, que se habían ido desde la Argentina a vivir a los Estados Unidos, aunque los meses previos ya estaban separados y con mi madre de regreso en la Argentina (y sobre eso acabo de saber algo tremendo, todavía no me repongo…), sino de toda una ciudad: suena un poco exagerado, lo sé; pero la tapa del diario Boston Globe del 22 de setiembre de 1961 lo atestigua de un modo singular:
Who Pacified Esther?
Where’d She Go? Why?
Eso dicen las grandes letras de la copia de su tapa en blanco y negro que puedo leer en un cuadrito, regalo de mi madre para un cumpleaños, que hay en la cabecera de mi cama; me llevó tiempo entenderlo y no sólo porque mi inglés no es tan bueno; ¿cuál es la razón real de esa pregunta por «quién» pacificó al huracán Esther que estaba llegando a las costas del bello remanso bostoniano donde mi madre había empezado a pujar por mí?; ¿cuál la razón de que, al cabo del largo trabajo de parto ella quedase postrada al punto de no poder moverse ni de hecho abrazarme hasta un mes después?
En la tapa de ese viejo diario que enmarca mi vida hay un plano abajo del titular que muestra clarito cómo entre las 7 p.m. del 19 de setiembre de 1961 y el mediodía-noon del 21, el Hurricane Esther bailoteó peligrosamente desde las islas de Cabo Verde y África, pasando por el golfo de Nantucket, y avanzó hacia la Costa Este de los Estados Unidos para terminar muriéndose, inesperadamente y para alivio de todos, en algún remoto lugar de las aguas de Nueva Inglaterra; al día siguiente, exactamente a las 7 de la tarde del 22 de setiembre, nací yo.
Sabemos que poco menos de un mes después, el 11 de octubre, vino a encarnar en la Argentina el ángel de Gilda; concedamos que eligió para nacer el cuerpo de Miriam Alejandra Bianchi, que en principio se hizo llamar Shyll y exigía que la mencionasen de ese modo; invoquemos que al morir el cuerpo su alma recuperó vuelo propio y que Dios le dio la oportunidad, durante los siguientes 7 años (pero es más bonito que aún siga haciéndolo), para despedirse de sus seres queridos y dejar en quienes pudiesen conectar con ella un mensaje espiritual y una guía para ser mejores personas.
Yo no soy de creer en estas cosas pero hace poco me tiraron el tarot tres veces seguidas y me sentí inquieto por las cosas que le estuve atribuyendo a Gilda; me invitaron a una ceremonia de recibimiento de la primera estrella en la Casita Mágica de Agustina Taboada y las cartas aparecían de cualquier modo; primero una superpuesta a otra, y no una cualquiera: el diablo tapando al loco; mi taromante, hijo de la pitonisa, cuando vio eso consideró que era preciso mezclar de nuevo; mezclé y la mitad de las cartas quedaron para el lado de él y la mitad hacia mí.
El diablo volvió a aparecer en un lugar muy visible; mi taromante dijo que nunca había visto una tirada así y consideró que era preciso mezclar de nuevo; volví a mezclar otra vez y por fi n quedaron todas las cartas bien pero la expresión que puso él no me gustó nada, y cuando pidió otra opinión porque no estaba seguro del significado de lo que había aparecido me inquieté; no se notó nada yo creo; se me vino a la cara la sonrisa boba que me viene cuando estoy nervioso; la pregunta que yo le había hecho a las cartas era cuándo iba a poder publicar nuevos libros. Ya hacía cuatro años del último y mi computadora seguía acumulando obras; el diablo apareció otra vez, a mi derecha y junto a la torre caída, y si bien en el centro de la imagen estaban el Emperador y el Juicio y la Justicia, algo no debió ser lo suficiente y benéficamente correcto porque el joven que me leía me miró a los ojos con sus ojos azules y me hizo una advertencia: que cambiase mi comportamiento con las mujeres pero en verdad dijo «Somos pocos y nos conocemos» y a mí me perturbó al punto de casi no registrar lo que también me seguían diciendo las cartas.
Porque en la interconsulta taromántica que su compañera y también discípula de Taboada y tan visionaria como él estaba leyendo salía otra cosa: «Está todo en movimiento y por salir. Tenés que tener paciencia y confianza en vos», dijo y ahora que repaso los últimos acontecimientos gilderos junto a los mensajes tarotistas, me pregunto dónde estoy parado; el mero hecho de que ustedes estén leyendo todo esto ahora es prueba de que el pronóstico era acertado; está visto que todo llega; tal vez poner a prueba nuestra paciencia es el precio que nos impone una voluntad ultraterrena.
Muchas cosas que se han dicho de mí en estos tiempos son mentiras o equivocadas; me hago cargo de eso, y entre otras razones las atribuyo a mi propia inseguridad o, para ser más exacto, a esta compulsión que a veces tengo de publicar mis pensamientos en proceso en el Facebook, cosa que los que me quieren bien desaconsejan; subo y bajo como quien tira la piedra y esconde la mano cuanta cosa se me cruza y en mi defensa puedo sólo decir que es algo que escapa a mi propia determinación, como si algo más sabio, superior a mí, me diera letra cada vez. Acaso el Espíritu de Gilda esté interviniendo para que todos los que la amamos de corazón evitemos pelearnos tontamente; tal vez esto sea una misión después de todo: escribo estas páginas con el propósito de dilucidarlo; enciendo una vela para que ilumine mi razón, para que lleguen a estas páginas los que le deben sus vidas, su salud, sus sueños; les pido paciencia si ya quieren saber de eso, ni yo lo sé bien todavía; vayamos completando en principio el detalle de otras cosas, descifremos juntos qué significan las señales que fue enviando ella desde el día que se volvió inmortal.
Empecemos por casa, o en rigor, por la casa de al lado: hace 17 años solamente salía de ahí el ruido del vozarrón de la mamá de mis vecinas, la música de Gilda y las manos adolescentes de la hija menor, estiradas por encima del borde de la pared que separa nuestros patios para ir agarrando las nuevas hojas de la bio que yo le iba pasando para ver si funcionaban; de la misma casa ahora sale el sonido estremecido de la hija mayor cada vez que la visita su novio; la oigo cada viernes a la noche y me inquieta un poco saber que esa hora y ese día son los preferidos para las ceremonias de Satán.
Anoche sus gemiditos fueron como un crescendo que al final volvió a alcanzar el clímax para exclusivo placer de ellos, que no saben que me tienen a mí de involuntario escuchador, y a ustedes de testigos; cuando yo llegué justo mi vecina estaba acabando su melodía a puro bongó y tumbadora y oírla me hizo sentir envidioso de su novio pero también acompañado por esa música privada; a diferencia de otras veces, me dormí con placidez, seguramente porque la advertencia del taromante con respecto al cuidado con las mujeres seguía danzando en mi cerebro, serenándome.
Pero el sonido del goce ajeno trajo otro timbre de voz; de repente, sacándome del sueño en que caí apenas entré en la cama, lo que escuché fue el estruendo del novio de mi vecina gritando algo así como sos… os… oooos… y no pude oír si después del estallido oral vino algo sucio o romántico porque, a diferencia de los rumores insinuantes de ella, como de teclado siempre subiendo, de lo más grave a lo agudo, cuando el que grita de placer es el novio, todas las palabras quedan silenciadas por un bramido diabólicamente espasmódico, doloroso y flagrante como de trompeta o timbal.
Me desperté soliviantado pues, y a falta de orgías calcé la netbook sobre la bandeja de desayuno de madera y con la bandeja sobre el estómago y sin salir de la cama me alisté a repasar una vez más los enigmáticos avatares a que me viene sometiendo Gilda, ya no sé a esta altura si para recompensar el tiempo que le dedico o si para reprenderme, con etérea aunque casta mano femenina, por mi indomable ansiedad; y entonces me acordé de mi fi nado ex suegro, un anarquista pintor de paredes y gran jugador de ajedrez que falleció cuando su hija y yo éramos novios veinteañeros.
Él tenía una frase muy gráfica para designar lo que está pasando: «Cuando el carro anda, se acomodan los melones»; a mí me llevó toda una vida entender la dimensión de esa verdad inapelable pero en días como hoy, que la Gilda de la que escribí parece seguir guiándome en el camino de su fe, me da por preguntar, una vez más, si no será algo que está queriendo decir ella con la música que viene desde el mismo lugar donde se me presentó 17 años atrás; parece mentira, van a ser 20 años desde que se fue y yo recién me doy cuenta cabalmente ahora de la potencia de su amor.