¿Cómo disfruta el que no conoce el triunfo? Es la primera pregunta que debe hacerse el lector a la hora de entender que cuando se escriben estas palabras ya hay dos muertos y tres heridos solo en Santiago. Minutos después de comenzar a celebrar en Plaza Italia (un muro invisible que divide los ingresos de los habitantes de la capital, de arriba a abajo, literalmente) la policía chilena lanzó gas a los presentes aturdiendo familias con sus bebes incluidos. Nunca quedó muy claro el origen de la reacción y por fortuna no doblaron la apuesta cuando todavía faltaban miles por llegar. Pero es que la verdad no hay manual para la fiesta. Acá no hay carnaval: lo mas cercano, es el festival de Viña. Una celebración televisada y maqueteada hasta el hartazgo que se ejecuta cada febrero, como un aviso de que el verano se va y hay que volver a usar el traje gris que combina con el invierno chileno.
Plaza Italia es el punto donde se celebró la muerte de Pinochet, la llegada de Marcelo Ríos al número uno (un niño millonario cuyo único talento es jugar al tenis) o se organizan las marchas de descontento social.
No es fácil ser chileno: ser chileno es que todo te cueste. Nuestra salud, nuestra educación, nuestra política son de las más caras de mantener en la tierra. Y qué decir nuestro fútbol: David Pizarro, volante de la Roja, lo dijo entre lágrimas cuando se ganó la copa: “Somos chilenos, no es fácil”. No es fácil porque por un lado en nuestro ADN no existe el liderazgo: buscamos la vocería. Nuestro pueblo originario solo tenia un “toqui” en un estado de guerra o calamidad. Entonces, al final del día, nuestra cultura cuesta de ponerse de acuerdo porque no hay quien se haga responsable. Quien sacrifique su cuerpo a los dioses en caso de un error. Nuestra cultura tampoco tiene muchos incentivos para sacrificarse en pos del desarrollo de un proyecto: en Chile un terremoto, una sequía, un tsunami, un volcán o inundación minan nuestra seguridad. Todo se puede acabar de un día a otro. Así pasó con nuestra política en los ‘70: el proyecto de la Unidad Popular fue arrasado por los militares que lanzaron un misil sobre una casa de gobierno. Con el tiempo, además de ser el único golpe de estado televisado de la historia, se ve como un acto absolutamente desproporcionado. Digno de un cartoon.
A cambio de todo esto, somos personas amables. Algunos piensan que llevamos eso hasta la sumisión, pero tiene que ver más con lo auténtico que con la posibilidad de una traición. El chileno es de sentimientos puros, para bien o para mal. Y es que la cordillera también nos aisló muchos años. El pasillo, el corredor, el acantilado que da hacia el mar. El callejón sin salida donde el alcalde era el presidente y el cura del pueblo era Dios en cada pequeña localidad.
Entonces nosotros no solo no conocíamos el triunfo, hasta hace poco tampoco conocíamos el mundo.
Por eso también convivimos con nuestros fantasmas. Con nuestros miedos. Vivimos con animitas en nuestros barrios, con Bingos para recuperar los gastos de nuestros muertos de cáncer, con una deuda universitaria promedio equivalente al de un departamento en el centro. Entonces lo que hacen estos chicos cuando ganan es ser nuestros verdaderos cazafantasmas.
Son nuestros cazafantasmas porque son hijos de la democracia, en primer lugar. Son parte de una generación sin trauma. Los chilenos aun temen al desencuentro. No es así para los que nacieron después del ’85, que no ven al conflicto como una vía para dispararse mutuamente sino para discutir. También son mas liberales, mas libres de una iglesia católica opresiva y también (y aquí viene probablemente el mayor problema para solucionar el drama social) mas individualistas. Por eso, la más bella herencia de Marcelo Bielsa a esta generación de potenciales lobos solitarios fue crear una máquina donde cada uno depende del otro. Un sistema de comunicación que Sampaoli empujo a un nivel que hoy nos permite vencer y coronar a un grupo de brillantes jugadores emuladores del FIFA o del Pro-Evolution Soccer. Ellos vencieron a su peor amenaza: ellos mismos. Preguntenle a Arturo Vidal que estuvo a punto de morir manejando una Ferrari que saltó un acantilado a alta velocidad y que nos recordó todos los antecedentes de indisciplina que nos hacían preguntarnos “¿por qué estos tipos que ganan tanto dinero no hacen su trabajo?”
Pero Vidal y Alexis, hoy estrellas del fútbol europeo, están en segundo plano. Los protagonistas son Claudio Bravo (un arquero soberbio, como no habíamos conocido en nuestra historia) y Gary Medel. Este último un hijo de jardinero que si no fuese por el fútbol sería probablemente discriminado por los mismos que esta noche, ebrios, vitorean su nombre por las calles. Como él mismo lo dijo: “si no hubiera sido futbolista hoy sería un narcotraficante”.
Medel es la imposible fantasía meritócrata de una sociedad de castas. Es el más agresivo y fiero jugador de cancha, pero a la vez un padre de familia dulce que tras el triunfo besa a sus hijos entre lágrimas. El hombre que de una patada anuló a Messi e insultó a sus compañeros cuando no fueron a despedir al público en el segundo encuentro de la Roja en la Copa América. Pero al mismo tiempo es el cándido que cuando se encuentra a la presidenta le pide un feriado para celebrar. No deja de ser alucinante que Medel sea un defensa, y que la gente lo adore en una sociedad de capitalismo salvaje donde nadie defiende a nadie.
Por eso, hoy es el único jugador cuyo nombre y apellido se vitorea en las calles de Santiago. Ese cántico es lo que resuena una y otra vez en las bocas de muchos niños a esta hora que tienen todo para ser mejores que sus padres, que además suman el “C-H-I” y el homófobo y xenófobo “el que no salta es Argentino maricón” confirmando que el deporte no siempre une a los pueblos.
Y este es el último de los puntos para confirmar la tesis de la caza de fantasmas: Argentina es nuestro anverso. Nos gustan por contraposición. Nos llama la atención su acento, sus hombres y mujeres decididos y sus épicas que nosotros no tenemos. O tenemos a otra escala: nuestro Charly García es Jorge González. Nuestro Maradona es Zamorano. Los dos han terminado batallando contra un país que tiene siempre algo que cuestionarles. El Diego y Charly se autoimponen ser cuestionados cada cierto tiempo por sus comportamientos, pero siempre habrá obra para soportar pecados. En cambio nuestros héroes esperan su momento para ser crucificados (así es el peso del catolicismo), morir y poder ser mártires: Víctor Jara, Violeta Parra, Arturo Prat y Salvador Allende lo fueron. Amamos a los mártires porque tienen la épica de lo cristológico. Porque dan su vida en un país donde la vida vale tan poco pero es tan cara.
Argentina desde aquí es como una Tierra 2, donde nos sorprende que existan estructuras públicas (en Chile lo público aun es materia en debate y construcción) y donde el caudillismo es posible y no destruye todo. En cambio en nuestra cultura, todo siempre está bajo la amenaza del “cáncer marxista”, como escriben sin contrapeso los editorialistas de los diarios de derecha. Es nuestro trauma, es nuestra pesadilla. Porque nos contaron esos cuentos de horror cuando éramos chicos . Y es que en ese sentido, nuestra bondad fue derrotada por la construcción de una realidad psicópata que ahora es nuestro partido a vencer. Mientras se jugaba la Copa América, un grupo de diputados conservadores propusieron que para mejorar las condiciones de los jubilados, estos pudieran hipotecar sus casas, en vez de debatir sobre las AFP (las Administradoras de Fondos de Pensiones), lo cual es equivalente a proponer que para que tener salud debas vender tus corneas y riñones. Ese es el tema hoy en Chile: un far west capitalista donde todos se rascan con sus propias uñas.
De ahí a que el celular sea el centro de la construcción de la nueva sociedad chilena: ¿hay algo mas solitario que estar mirando la pantalla de un celular? Es el centro de soluciones y deseos. Es muy neoliberal. Pero a la vez, como Internet es un disparo en el pie al capitalismo, por el tamaño de lo incontrolable, hackea la lógica. Diego Portales, el anticaudillista extremo de los albores de la república en Chile, hablaba del “peso de la noche” como una sensación que detenía procesos de cambio y que hacía reposar a la masa para que no existiesen revoluciones.
Lo que ha hecho la tecnologia (gracias a los TLCs firmados en los '90, que nos permiten que las importaciones sean más baratas que en cualquier país del cono sur y que tengamos un 70% de conectividad) es que a través de esas pantallas se acabe ese peso de la noche. Que reciba la misma misma luz del celular con Android el niño pobre que el niño rico.
Y desde esa luz, el mismo Claudio Bravo respondió a los críticos que trataban a patadas a esa selección desde redes sociales que todos queríamos que ganase, pero extrañamente tratábamos mal. “Críticos de escritorio”, etiquetó. Y con eso también los mató desde la cancha. Los mató al detener los goles que podían condenar nuestro ánimo.
Él y el equipo nos enseñan no sólo que “nada es imposible” (frase acuñada por Nicolás Massú, campeón olímpico de tenis en Atenas 2004), sino también que siendo más libres, más puros, menos atados a nuestros traumas, podemos ganarle a los sub-campeones del mundo, lo cual es buena ley para ser los campeones de América. Es así en tantos sentidos en el último tiempo (literarios, musicales y ahora deportivos) que quizás lo único que le falta a Chile es perder el pudor de decir “me gusta” mas allá del dedo de Facebook. Pasar a ser parte de los procesos, no solo como un espectador, sino como un elemento activo de cambio, que vitoree a sus ídolos en la cancha y en la vida.
Y es que como explicaba al principio de esta columna, no nos sale muy bien disfrutar.
Ojalá desde la noche del 4 de julio de 2015 aprendamos a hacerlo más seguido. Mucho más seguido.