La sala de reuniones, alfombra gris en el piso y púrpura en las paredes, está decorada con tres litografías del circo romano. Dos de ellas muestran los carros que rodaban en la arena para reproducir los triunfos militares que eran el orgullo del imperio y para perseguir esclavos reducidos –todavía más– a la condición de presas de caza, escena retratada en la tercera: un legionario conduce un carro tirado por cuatro caballos encabritados hacia un hombre de expresión lastimera que, tirado en el piso, extiende la mano izquierda clamando piedad.
–El señor Vicente ya puede recibirlo –dice, al abrir la puerta, la secretaria de Vicente Massot, director del diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca, ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires.
En otros sectores de la oficina porteña de La Nueva Provincia, que ocupa el cuarto piso de la Torre Brunetta en Retiro, también hay litografías del imperio romano, además de muebles clásicos laqueados. La secretaria guía hasta una puerta y la abre. El pelo –engominado– de Vicente Massot es de ese color indefinido, mezcla a medio hacer de témperas naranja, amarilla, blanca y marrón, al que están condenados los pelirrojos después de los cuarenta años, cuando el pigmento que en décadas pasadas incendiaba sus cabezas comienza a extinguirse. El hombre, poco más de sesenta años, metro ochenta y pico, delgado, viste zapatos lustrados, pantalón gris con las líneas de planchado filosas, corbata azul y camisa rayada con gemelos de hilo trenzado en los puños. Está de pie junto al escritorio, con el Iphone pegado a la oreja. Habla de fútbol: del desempeño de tal o cual jugador, del último partido que ganó el equipo del cual es hincha de toda la vida.
–Cuando voy a la cancha a ver a Racing, voy tan zarrapastroso, con jeans o jogging, que hay conocidos que me dicen «doctor, le juro que no lo reconocí así vestido» –dice Vicente Massot.
Se sienta detrás de su escritorio, sobre el que hay, en el centro, una agenda de cuero en la que puede costar hasta un mes de llamados telefónicos conseguir una entrevista de una hora y, a un costado, algunos diarios nacionales doblados a la mitad, formando una columna. La Nación, Clarín, Página 12, Diario Popular y, en la cima, Olé.
–Yo sé que no soy un nombre más en la guía de teléfonos, pero es una sorpresa que alguien quiera escribir sobre mí. De todas maneras, no sé si es el momento indicado para hacerlo. Los próximos meses estaré complicado. Abre la agenda de cuero. Pasa las páginas despacio, leyéndolas con atención.
–Estoy muy ocupado con nuestras empresas, las clases en la universidad, las charlas que debo dar... Encima, ahora también tengo que dedicarle tiempo a la causa judicial que me armaron. Me acusan de ser cómplice de la dictadura por los editoriales del diario. Editoriales que no escribía yo, sino mi madre.
Massot no puede ni quiere hablar del tema, por decisión propia y por recomendación de sus abogados. Cualquier cosa que diga en una entrevista puede complicarlo.
Echa una mirada a la foto en blanco y negro que hay sobre la mesa a la izquierda del escritorio. Es el retrato de una mujer de unos treinta años. El pelo corto enmarca una cara redonda, los ojos oscuros. Tiene una sonrisa que se ve fresca y sincera, gracias al subrayado luminoso que traza el collar de perlas, brillante sobre el vestido negro. Una síntesis de Lolita Torres y extra de cine estadounidense de la década del cincuenta. Diana Julio, su madre.
–Era una mujer de un carácter y una inteligencia natural fuera de serie. No se había formado en ninguna universidad, pero tenía dotes literarias y eso se notaba en los editoriales del diario. Era una mujer muy politizada y de muy bajo perfil. Nunca aceptó una entrevista, porque odiaba los programas de televisión, la radio. Ella podría haber sido ministro del Poder Ejecutivo o embajadora, pero su vida eran el diario y sus hijos.
Vicente Massot es el primer periodista en la historia argentina en ser imputado como responsable de delitos de lesa humanidad. La Unidad Asistencia para Causas por Violaciones a los Derechos Humanos durante el Terrorismo de Estado, dependiente de la Procuración General de la Nación, lo acusó a comienzos de 2014 de haber integrado «junto con los mandos militares una asociación ilícita con el objetivo criminal de eliminar un grupo nacional» durante la última dictadura. Esa imputación penal tiene tres planos, según el fiscal Miguel Palazzani, que lleva adelante la investigación junto a su colega José Nebbia.
El primer plano plantea la responsabilidad de Vicente Massot como integrante de una maquinaria de acción psicológica que tenía como objetivo defender el terrorismo de Estado. La Nueva Provincia «justificaba el accionar represivo y actos que luego fueron comprobados como violatorios de los derechos humanos», según un informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. «Este diario», continúa, «fue uno de los voceros escritos más destacados con que contó la represión en nuestro país».
«Enemigo es, salvando cualquier duda, el aparato subversivo en todas sus facetas; el “sacerdocio” tercermundista, que, desesperanzado de alcanzar el cielo, intenta transformar la tierra en un infierno bolchevique; la corrupción sindical, que lejos de considerar al trabajo “orgullo de la estirpe”, le ha rebajado, convirtiéndolo en un vil chantaje y holganza; los partidos políticos, nacidos, según sus encendidas mentiras, para servir el bien común, pero, desde sus orígenes, sólo interesados en subordinarlo a mezquinos intereses de comité (...) Al enemigo es menester destruirlo allí donde se encuentre, mas destruirlo sabiendo que sobre la sangre redentora debe alzarse la segunda república.» (La Nueva Provincia, 24 de marzo de 1976).
«Hace 30 años quedó clausurada para siempre la posibilidad de que la Nación Argentina siguiese los pasos de Cuba. Ese fue el principal mérito de las Fuerzas Armadas y de los millones de compatriotas que apoyaron su decisión.» (La Nueva Provincia, 24 de marzo de 2006)
El segundo plano de la imputación responsabiliza a las autoridades de La Nueva Provincia de haber encubierto treinta y cinco homicidios cometidos por grupos de tareas, al publicarlos en el diario como muertes en enfrentamientos entre militares y organizaciones armadas.
El tercer plano se propone resolver los asesinatos ocurridos a mediados de 1976 de Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola, obreros gráficos y gremialistas de La Nueva Provincia. Vicente Massot es acusado de ser «coautor por reparto de roles en el homicidio de los obreros gráficos, instigándolo, determinándolo, prestando aportes indispensables para su concreción material, encubriendo a sus autores inmediatos».
–Tenemos probado que Vicente Massot integraba el núcleo decisional de La Nueva Provincia, junto a su hermano Federico y la madre de ambos, Diana Julio –dice el fiscal Miguel Palazzani, vía telefónica, desde Bahía Blanca–. Está probado que Vicente Massot, el único de ese núcleo que está vivo, mantenía contacto permanente con los obreros gráficos, porque la dirección del diario había delegado en él la representación de la patronal en la huelga. A partir de julio de 1975, Vicente Massot empezó a negociar directamente con Heinrich y Loyola. Él niega todo, pero en sus declaraciones indagatorias ante el juez quedó en evidencia un cúmulo de contradicciones o, directamente, de mentiras.
Las principales mentiras de Vicente Massot, según el fiscal, son tres. La primera: él insiste en decir que durante 1976 no estuvo en Bahía Blanca, cuando hay libros de registro de personal del diario que prueban que sí vivió entonces en esa ciudad. La segunda: él dice que intervino en el conflicto gremial una sola vez, un día que su hermano Federico no estaba en el diario, cuando hay varios testigos que lo vieron, incluso con armas en la mano, conversando con los obreros. La tercera: él dice que los editoriales de La Nueva Provincia eran escritos por su madre, cuando él mismo dijo alguna vez que los escribía con ella y Federico.
–Los tres, como integrantes del núcleo decisional del diario, son responsables porque funcionaban como un grupo con tareas asignadas –dice Miguel Palazzani–. Por ejemplo, mientras Federico dirigía el diario y Vicente lo ayudaba, Diana Julio iba a negociar el asesinato de Heinrich y Loyola, como contó un testigo.
El testigo, un abogado militar defensor de represores, contó que uno de sus clientes, el fallecido general Acdel Vilas, ex jefe del Quinto Cuerpo de Ejército con base en Bahía Blanca, le había contado de una reunión que había compartido con su sucesor en el cargo, el general Osvaldo René Azpitarte, y Diana Julio. Luego de que Acdel Vilas se negara a intervenir en la huelga de La Nueva Provincia por no considerarla «un tema militar», la madre de Vicente Massot le dijo a Azpitarte qué debía hacerse con Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola: «Osvaldo, no nos va a quedar otro remedio que chuparlos por izquierda».
Con su pollera, saco y boina de un rojo furioso, la sesentona hace volar por los aires la escala cromática de la biblioteca del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, en pleno Barrio Norte. Pura sonrisa implantada, pasea entre las mesas su silueta sin curvas. Las mujeres –no más de diez– y los hombres –unos cincuenta–, ataviados con trajes negros, azules, marrones y grises, la miran y murmuran. Los hombres más viejos, algunos con bastón de madera y empuñadura de plata, comentan entre ellos: mirá cómo se vino... lo que le haría... quién pudiera. Ella hace como que no le importa. Avanza, llega hasta el extremo del salón y lo logra: saluda con un beso en la mejilla a Vicente Massot, poco antes de que este se siente a la mesa de honor desde la cual disertará sobre el panorama político actual.
Detrás de la mesa que Vicente Massot comparte con el economista Agustín Monteverde y otros tres hombres, autoridades del Colegio de Abogados, hay una bandera argentina y un cartel, según el cual esta entidad fundada en 1913 lleva más de cien años «Defendiendo la Justicia la Etica y la Libertad». Así: sin comas, sin el acento puesto en la ética.
Vicente Massot habla y, de fondo, suena el repiqueteo de las cucharas contra las cazuelitas de barro con locro. El menú elegido para este almuerzo de camaradería, como lo llaman, a pocos días del 25 de Mayo, inunda el lugar de olor a chorizo colorado y panceta. Sobre el final de su alocución, Vicente Massot destaca a Sergio Massa como «una figura nueva de la política» y celebra su «ascenso meteórico» de intendente de Tigre a diputado nacional con ambiciones presidenciales.
–El kirchnerismo tuvo la mala pata de que muriera Néstor –dice al público–. Él y Cristina tenían la alternancia y la continuidad aseguradas. Ahora, el kirchnerismo tiene fecha de vencimiento para diciembre de 2015, como el yogur.
Casi todos ríen, sin dejar de llevarse la cuchara a la boca. La sesentona de rojo sonríe con la copa de vino tinto en la mano. Cuando termina su disertación y empieza la del economista Agustín Monteverde, Vicente Massot se pone la servilleta como babero, enganchando una punta en el cuello de la camisa celeste, para no mancharse la corbata rosa ni el traje negro de raya diplomática. Cada dos cucharadas de locro, toma un sorbo de vino tino, agarrando la copa por el tallo. Escucha a su socio en la consultora Massot, Monteverde & Asociados con un gesto de subestimación-fastidio-aburrimiento: las comisuras de los labios apenas caídas, la ceja derecha arqueada, la vista puesta en la cazuelita.
El socio de Vicente Massot, Agustín Monteverde, cincuentón de pelo blanco con el sobrepeso compacto de quien ha sido rugbier, dice que la economía argentina tal como está, con un Estado que incrementa la inversión pública y aumenta las retenciones a los cultivos con rentabilidad extraordinaria, va de mal en peor. Nadie le presta demasiada atención. En las mesas se habla de Sergio Massa como la gran esperanza blanca para las elecciones presidenciales de 2015 y de rugby, con citas reiteradas a lo que dijo La Nación Deportiva sobre la temporada del SIC, el CASI y otros equipos. Agustín Monteverde apura el final diciendo que la única salida para la crisis argentina es acceder al financiamiento externo luego de firmar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, mientras sigue con la mirada las bandejas que transportan las tulipas de cucurucho rellenas de helado de crema bañado con salsa de frutos rojos. Con el postre llegan las preguntas que algunos comensales han escrito en papelitos blancos y un asistente le alcanza a Máximo Fonrouge, presidente del Colegio de Abogados. Antes de leerlas, Máximo Fonrouge le pregunta a Vicente Massot, sentado al lado suyo, si cree que un nuevo gobierno mantendrá la «doctrina de la venganza» en materia de derechos humanos.
–La condición para ponerle un punto final a lo ocurrido hace cuarenta años en la Argentina es el fin del kirchnerismo –dice Vicente Massot–. Luego sí, la solución puede venir desde Roma, de la mano de Francisco.
La sesentona de rojo se acerca a la mesa de honor luego de las pocas preguntas y respuestas que marcan el fin del almuerzo. Tiene las mejillas coloreadas por el vino y la boina colgando de un invisible, cayéndose. Vicente Massot se despide de ella y otros, y camina hacia la salida, pero un viejo le corta el paso con la mano extendida para saludarlo. No quiere conversar con el viejo y quienes lo acompañan, se le nota en la cara, pero se queda, de pie con las manos apoyadas en el respaldo de una silla.
–Yo soy bahiense, aunque viva en Buenos Aires –le dice una sesentona rubia que está en la mesa–. Los bahienses tenemos el orgullo de tener el único diario que empezó y terminó el siglo XX con formato sábana.
–Sí, pero el diario se ha aggiornado y ahora es más pequeño y a color –dice Vicente Massot–. Bueno, me tengo que ir.
–Vení, sentate, que te invitamos a tomar un café –dice la rubia.
–Es que no puedo. Tengo muchas cosas que hacer.
–Bueno, lo único que te quiero decir es que nosotros te apoyamos con el drama de ese juicio que te quieren hacer. Sabemos que sos San Vicente.
Los cuatro viejos que están con la rubia, incluido el que salió a cortarle el paso, asienten con la cabeza y murmuran zalamerías.
–Me siento cómodo en estos lugares –dice Vicente Massot, ya en la vereda, con sus ray ban negros y el sobretodo de gamuza marrón–. Además, el locro me encanta. Cuando me invitan a dar una charla en el interior, siempre pido que me hagan locro, humita en chala, empanadas, esas comidas tradicionales que en las provincias las preparan como nadie. Lo digo con conocimiento de causa. Yo viajo seguido a Santiago del Estero a visitar a mi novia y viajamos por el norte.
De la novia no quiere decir su nombre ni su apellido, solo que es abogada defensora pública y que pertenece a una de las familias más antiguas de Santiago del Estero. (También se niega a dar el nombre de su ex esposa, a quien conoció en la facultad cuando ambos estudiaban Ciencias Políticas en la Universidad el Salvador, y con la que tuvo un matrimonio de quince años pero ningún hijo.) En esos viajes con su novia por el norte argentino, cuenta mientras camina por la avenida Santa Fe hacia la oficina de La Nueva Provincia, se encuentra con la hospitalidad, la cortesía y, en suma, «los valores de antes, tan de la vieja España» que se han perdido, no solo por las crisis económicas, sino también y principalmente por la crisis cultural, que no es responsabilidad de los Kirchner o de Carlos Menem o de Fernando De La Rúa, sino de todos los que estuvieron antes, los que están y los que estarán... aunque hace minutos, en el Colegio de Abogados, haya apostado a Sergio Massa.
–Ni los militares, que tenían el control sobre la vida y la muerte de las personas, hicieron algo para modificar esa crisis de fondo. Nada hicieron. Y los gobiernos que vengan tampoco harán nada. Yo soy un pesimista.
Vicente Massot nació bajo el signo de Aries, dato zodiacal que él mismo da luego de precisar la fecha y el lugar del acontecimiento: el 14 de abril de 1952 en Manila. La capital de Filipinas, país del sudeste asiático, había sido el primer destino al que había sido enviado su padre diplomático, Federico Massot (II), tras casarse con Diana Julio. Durante los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón, en las embajadas argentinas había un delegado gremial. Fue solo cuestión de tiempo para que Federico Massot (II), antiperonista confeso, tuviera con el delegado gremial de la embajada argentina en Manila, según se dirá en el futuro en la familia, «un incidente importante» que le costaría el puesto; otras fuentes dirán que el desplazamiento se debió a las deudas personales que el diplomático había contraído como encargado de negocios de la embajada. A mediados de 1952, Federico Massot (II), Diana Julio y los dos primeros hijos de la pareja, Federico (III) y Vicente, se instalaron en Bahía Blanca.
Esa ciudad era la misma a la que había llegado Federico Massot (I), también diplomático, para desempeñarse como profesor de inglés en el Colegio Nacional; la misma donde se habían conocido y casado Federico Massot (II) y Diana Julio, y la misma donde la familia Julio se había convertido en una de las más poderosas de la región. Enrique Julio, el abuelo de Diana, era un periodista que, luego de dirigir un periódico llamado El Deber, fundó el 1º de agosto de 1898 La Nueva Provincia, cuyo nombre se originó en un proyecto legislativo que por entonces buscaba dividir el territorio bonaerense para conformar una nueva provincia con capital en Bahía Blanca. Desde su primer número, el diario amplificó las ideas de los sectores conservadores, que, durante la primera presidencia de Perón, se volvieron antiperonistas radicales. Esa línea editorial fue la causa por la cual La Nueva Provincia se convirtió en 1950 en uno de los primeros diarios de la Argentina en ser clausurados por el peronismo.
Con La Nueva Provincia cerrada, Federico Massot (II) y Diana Julio se mudaron a Buenos Aires a fines de 1952. El matrimonio y sus hijos vivían sin el dinero ni las comodidades a las que estaban acostumbrados. Federico Massot (II), que no conseguía trabajo, dormía en la bañadera del departamento de un ambiente que ocupaban en el barrio de Almagro para que Diana Julio, que nunca había trabajado, pudiera compartir la cama con sus hijos, Federico (III), Vicente y el recién nacido Alejandro. Así vivieron hasta junio de 1955, cuando la Marina bombardeó la Plaza de Mayo y alrededores, matando, según diferentes fuentes históricas, entre doscientas y dos mil personas. Federico Massot (II), como comando civil de la autodenominada Revolución Libertadora que había ejecutado la masacre, recibió entonces la misión de regresar a Bahía Blanca.
Ese viaje es el clímax del relato épico sobre la recuperación del diario que se cuenta con orgullo en la familia. Federico Massot (II) partió con su esposa y sus hijos en auto desde Buenos Aires, sin imaginar lo que le depararía el camino. Según cuenta su hijo, el hombre debió cortar alambrados para abrirse camino a través de campos de trigo, maíz, girasol y así esquivar los retenes peronistas. Al llegar a Puerto General Belgrano, la principal base de la Marina argentina, ubicada a menos de treinta kilómetros de Bahía Blanca, recibió un salvoconducto de manos del capitán de corbeta Guillermo Castellanos Solá, el mismo que tomaría Bahía Blanca el 16 de septiembre de 1955, luego de que Perón renunciara. Al día siguiente, el Comando Naval Revolucionario designó a Federico Massot (II) como interventor de La Nueva Provincia, del cual su esposa era heredera natural. Con la ayuda de su esposo y la hermana de este, que estaba casada con el capitán Alberto Antonini, ayudante del almirante Isaac Rojas, por entonces vicepresidente de la Nación, Diana Julio consiguió una audiencia personal con Rojas. Diana Julio, nacida el 14 de diciembre de 1928, secundario completo, salió de la audiencia convertida en la dueña de La Nueva Provincia. Ahí se cimentó para siempre la relación entre la Marina argentina y el diario. «Cimentó» es el verbo usado en el relato épico familiar.
La dictadura de Pedro Eugenio Aramburu reincorporó en 1956 al Servicio Exterior tanto a Federico Massot (I), nombrado cónsul general en Gotemburgo, Suecia, como al hijo, quien, luego de divorciarse de Diana Julio, se instaló en la embajada argentina en Londres. Vicente Massot, al igual que sus hermanos, se quedó con su madre en Bahía Blanca. Cursó el jardín de infantes en el colegio salesiano María Auxiliadora, donde el uniforme era guardapolvo blanco con moño grande al cuello, rosa para las nenas, celeste para los nenes. Como Diana Julio estaba absorbida por la dirección del diario, su tía Raquel Calvento se encargaba de cuidar en lo cotidiano a los tres chicos, que la consideraban su abuela aunque la llamaran tía Queca. La tía Queca y Diana Julio cuidaban con obsesión a los chicos.
–Sos tan protectora que te van a salir afeminados. Ponelos pupilos.
Diana Julio siguió ese consejo de su padre, Néstor, y anotó a Federico (II) y a Vicente en el colegio inglés San Albano, en Lomas de Zamora, a poco más de seiscientos kilómetros de Bahía Blanca. Los chicos lloraron como nunca antes al enterarse. Ya no iban a tener cerca a su mamá ni a la tía Queca para auxiliarlos.
–Del San Albano tengo recuerdos malos –dice Vicente Massot, sentado en su oficina.
El colegio San Albano contaba en su sistema disciplinario con prefects (prefectos), alumnos de quinto año del secundario que estaban a cargo de vigilar el comportamiento de los de primer grado del primario. El prefect de diecisiete años estaba autorizado a golpear al chico de seis cuando lo considerara necesario. No podía pegarle trompadas ni patadas. El único castigo físico que podía aplicar era six of the best (seis de las mejores).
–Era lo más brutal –dice Vicente Massot–. Nos hacían poner así:
Se pone de pie a un costado del escritorio y se inclina hacia delante, apoyando las manos en las rodillas sin flexionar. En esa posición, gira la cabeza y dice:
–Quien aplicaba el castigo agarraba una paleta de madera y le pegaba en la cola al castigado seis paletazos.
Se sienta de nuevo en su sillón.
–Con la fuerza que nos pegaban, los chicos de diecisiete nos sacaban volando. Uno tenía que haber cometido alguna tropelía para que le hicieran eso, y nosotros éramos muy chiquitos, muy traviesos. También había una cantidad de cosas que los grandes nos hacían hacer a los chicos. Andá a buscarme la toalla. Andá a comprarme una coca cola. Además, el San Albano tenía un régimen delatorio-policíaco.
Estaba prohibido hablar en castellano de una a seis de la tarde, periodo en el cual debía practicarse el inglés de manera intensiva. Al mediodía, antes del toque de queda idiomático, los chicos de la primaria formaban fila en el patio. Cada maestro llamaba a un alumno de su grado y le daba una tableta de madera. Desde el momento en que la recibía, el alumno debía encontrar a algún compañero hablando en castellano, violando la prohibición, y dársela. Quien a las seis de la tarde tenía la tableta de madera podía recibir como castigo six of the best, la mayoría de las veces, u off cinema, que implicaba quedar excluido de la función de cine del sábado por la tarde. Vicente Massot dice hoy, a la distancia, que el peor castigo era quedarse sin ver proyectados en tamaño sobrehumano a John Wayne, a Lee Marvin, a James Stewart. Pero sobre todo a John Wayne, con su cara de insatisfacción-enojo-odio de héroe occidental del mundo bipolar, con su postura de cowboy –la espalda erguida, el pecho inflado, un hombro levemente caído, la mano derecha acariciando el revólver cromado de largo cañón–, matando al otro, a mexicanos, a negros, a chinos, a indios, a blancos que decidieron vivir fuera de la ley, con el revólver cromado de largo cañón que segundos antes acariciaba.
–Por temor, yo le tenía que pasar la tableta a algún compañero. Tenía que escucharlo hablando en castellano o inducirlo a que cometiese el error de hablar en castellano. Teníamos cuatro horas para encontrar a alguien. Y a las seis de la tarde los maestros hacían una inspección para ver quién tenía la tableta y para ver si teníamos las uñas limpias, la corbata bien anudada, los zapatos lustrados... ¡y guay que no los tuviésemos! Temblábamos.
Había alumnos como Vicente Massot y su hermano Federico que no dormían en las instalaciones del colegio, sino en las casas de ciudadanos británicos radicados en la zona. Después de la cena, formados en fila, marchaban hacia esas casas cantando himnos religiosos ingleses.
–Siempre pedíamos de cantar «Onward, Christian Soldiers», adelante, soldados cristianos. Es una marcha muy linda, casi militar. Cuántos registros hay en la historia de soldados que marchan cantando al frente, desde las falanges de Esparta hasta los Marines americanos. Después viene el horror de la guerra, del que nadie vuelve cantando...
Vicente Massot asocia. Él, que mantuvo un vínculo que no duda en calificar de muy estrecho con los militares carapintadas que quisieron derrocar a Raúl Ricardo Alfonsín y a Carlos Saúl Menem. Que ocupó el cargo de Viceministro de Defensa en 1993, durante el primer gobierno de Menem, del que fue desplazado por sugerir el uso de la tortura en una hipótesis de conflicto: «Si hay cien mil personas en un estadio a punto de volar en pedazos y encuentran a quien puso la bomba, ¿lo torturan para que hable?». Que asesoró en temas de seguridad y defensa a Carlos Ruckauf cuando este fue gobernador bonaerense e impuso en el país el concepto de mano dura, a Menem en la campaña presidencial de 2002 y a Francisco de Narváez en las elecciones legislativas de 2009.
–... Pero no nos vayamos por las ramas con cuestiones históricas. Como le decía, nosotros marchábamos cantando en la noche hacia la casa de missis Marge. Porque es innegable que uno se da valor cantando.
En casa de la señora Marge fue donde Vicente Massot y su hermano Federico se reencontraron en 1959 con su padre, recién llegado de Inglaterra.
–Ahí lo conocí, porque no tengo muchos recuerdos suyos de antes que se fuera a Londres.
Dice que no tiene mucho más para contar de su padre, quien murió en 1970.
Bajo el régimen del San Albano vivió Vicente Massot hasta los ocho años, cuando él y su hermano fueron trasladados a otro colegio inglés, el San Jorge, en Quilmes. El San Jorge era un hotel cinco estrellas, dice. El edificio estaba preparado para que los chicos de primaria y los de secundaria estuvieran totalmente separados.
–Estábamos en espacios distintos divididos por alambrado. Eran dos universos que no se mezclaban. Nada que ver con el San Albano, que era un hotel de dos estrellas.
Y lo más importante: en el San Jorge no había prefects como en el San Albano, sino monitors (monitores), alumnos más grandes que tenían autoridad sobre los más chicos, pero que no podían golpearlos.
–El San Jorge es un colegio del cual no me voy a olvidar nunca porque marcó una etapa de mi vida, más que el San Andrés, donde hice el secundario. Cuando estaba en el San Jorge, por ejemplo, mi madre venía a festejarme los cumpleaños y revolucionaba el colegio.
Diana Julio llevaba payasos, tortas, golosinas y rifles de juguete para que su hijo le disparara a los patos a cuerda que se movían por el piso.
–Yo soy un loco de las armas desde chico. Me gusta cazar, aunque ya no tiro tanto. Mi madre estaba siempre disponible para nosotros. Cuando teníamos salidas del colegio me llevaba a la cancha a ver a Racing. Una vez, uno de nosotros se lastimó jugando y pedía verla. Mi mamá tenía una entrevista con el presidente Arturo Illia y la suspendió para ir a vernos. Ella siempre decía «hubiese deseado ser una ama de casa que come bombones, lee libros de María Antonieta y cuida a sus hijos».
En el piso que Diana Julio tenía en un edificio de la calle Cerrito, cercano a la embajada de Francia, había una mesa pequeña cuya tabla redonda estaba decorada con distintas efigies de María Antonieta. Eso es lo que más recuerda de aquel lugar el abogado Luis María Bandieri, amigo de Vicente Massot desde comienzos de la década de 1970.
–Diana tenía por María Antonieta una admiración y un conocimiento muy fino, tanto de su vida como de sus problemas... hasta el problema final: la guillotina.
Luis María Bandieri, sesenta y largos, pelo y barba candado entrecanos, festeja el comentario propio con una risa. Detrás suyo, en una de las paredes de su estudio, hay varios diplomas, uno de los cuales lo destaca como miembro del consejo directivo de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina (UCA).
–Diana era una mujer fuerte. Era pequeña y muy elegante, pero era dura y se imponía, tenía cierta autoridad natural. Mantenía un trato fino con la mayor parte de los personajes más importantes de su época: Amalia Fortabat, Ernestina Herrera de Noble y Ana de Alvear, la mujer de Manucho Mujica Láinez. Además, tenía buen sentido del humor y era muy buena anfitriona. Una vez, me invitó a su piso de Cerrito y nos tomamos unos buenos whiskys, unos chivas.
Diana Julio había invitado a Luis María Bandieri para festejar un triunfo judicial. A comienzos de la década de 1990, Eduardo Varela Cid, periodista, editor del libro El camino de la democracia, de Emilio Eduardo Massera, y ex diputado nacional, publicó una nota en la cual acusaba a Diana Julio de ser responsable del asesinato de Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola durante la dictadura. A pedido de Vicente Massot y su madre, Luis María Bandieri inició una acción legal por calumnias, que terminó en la retractación de Eduardo Varela Cid. Esa fue la primera vez que el rumor sonó más fuerte que lo normal y planteó públicamente la supuesta responsabilidad de la dirección de La Nueva Provincia en la muerte de los dos obreros gráficos.
–Ahora se le hacen esas mismas imputaciones a Vicente, pero son infundadas –dice Luis María Bandieri–. En el momento en que ocurrió eso, Vicente no tenía ninguna función directiva en el diario, que estaba dirigido por Diana. Ella se sentía muy mal con esas acusaciones, indignada. Había conocido a los dos obreros porque eran delegados y había chocado con ellos, pero no tuvo nada que ver con lo que les pasó después. Hoy tampoco hay ninguna circunstancia concreta que incrimine a Vicente. Esa causa es una persecución política. La acusación siempre le afectó a la familia Massot, pero un rasgo de ellos y, en particular, de Vicente es enfrentarse a eso con una elegancia y una frialdad admirables.
Luis María Bandieri conoció a Vicente Massot en 1972, durante la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse. El abogado, junto a otras personas entusiasmadas con el Gran Acuerdo Nacional lanzado por el dictador para garantizar el regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina como parte de un plan cuyo objetivo era reinventarse como candidato presidencial democrático, había fundado la revista nacionalista Vísperas. Vicente Massot, que entonces estudiaba Ciencias Políticas en la Universidad del Salvador y ya militaba en el nacionalismo católico, se acercó a la redacción de Vísperas con la intención de colaborar.
–Estábamos en la redacción y apareció un flaco de pelo colorado que estaba vestido muy correctamente, con saco y corbata. Yo siempre le digo que él es un old georgian, porque se le nota esa formación que le dieron los ingleses en el San Jorge.
La firma más destacada de Vísperas era la de Ricardo Curutchet, quien luego fundaría el principal órgano del nacionalismo católico argentino, Cabildo. En la revista Cabildo, de la que Vicente Massot fue el primer secretario de redacción, colaboraban, entre otros, Luis María Bandieri y el fallecido general Ramón Camps. Desde su tapa, coronada por el logotipo rojo en fuente gótica, Cabildo defendió en 1977 la dictadura que luego calificaría de tibia («JUNTA MILITAR: UNIDAD EN LA DEFENSA DE LA SOBERANIA»), exigió en 1989 la renuncia de Ricardo Raúl Alfonsín a la Presidencia («En esta hora de tinieblas, La solución está en ECHARTE»), hizo en los últimos años campaña contra las leyes de Matrimonio Igualitario e Identidad de Género («DEGENERACIÓN “NACIONAL Y POPULAR”», «EL GOBIERNO APADRINA LA CONTRANATURA») y atacó la política de derechos humanos desarrollada desde 2003 («JUSTICIA OFICIAL: ODIO Y VENGANZA»). Desde su fundación, en mayo de 1973, Cabildo se ha publicado de manera discontinua. Ha sido cerrada por gobiernos que consideraban que atentaba contra la institucionalidad democrática y también por falta de dinero. Luego del primer cierre, en 1975, Luis María Bandieri y otros de los que escribían en Cabildo y antes lo habían hecho en Vísperas comenzaron a colaborar en La Nueva Provincia.
–El diario tenía, y todavía tiene, una orientación política que no es simpática para algunas personas –dice Luis María Bandieri–. Durante los años setenta, Vicente y su familia recibían amenazas de la derecha peronista y de la izquierda. En esa época, las ideologías eran como religiones laicas, porque modelaban la vida de la gente. En ese sentido, Vicente siempre tuvo una actitud muy firme desde el punto de vista ideológico, que podría calificarse de derecha, pero nunca tuvo rasgos de fanatismo o ánimos de incitar a la violencia. Él se dedicó al estudio y a la docencia universitaria, tarea que todavía desarrolla en la UCA como profesor titular. Lo central en Vicente es la vocación intelectual.
Luis María Bandieri enumera los libros de su amigo, entre los que se encuentran Esparta. Una tesis sobre el totalitarismo antiguo; José Antonio. Un estilo español de pensamiento, sobre el político fascista Primo de Rivera, creador de la Falange Española y pilar teórico del franquismo, y Matar y morir. La violencia política en la Argentina (1806-2011), donde Vicente Massot dice sobre el terrorismo de Estado desatado bajo la última dictadura: «El drama de cualquier guerra sucia reside en el hecho de que los soldados quedan enredados en una telaraña mortal: deben actuar como soldados frente a soldados (guerrilleros) que asumen la categoría militar cuando obran como victimarios, pero se escudan en su condición de civiles cuando resultan víctimas. Por eso, según el desafío que enfrentan, la calidad del oponente y las circunstancias históricas, todas la Fuerzas Armadas convencionales han resuelto el dilema apelando a lo que los alemanes denominan Kriegsraison (razón bélica): para lograr el menor costo posible en tiempo, vidas humanas y bienes materiales se hace necesario forzar la sumisión del enemigo a cualquier precio. (...) Los miles de desaparecidos (muertos) fueron el saldo de esa estrategia».
Hoy, un viernes sin reuniones de negocios, ni conferencias ni clases en la universidad, Vicente Massot no lleva corbata. Vestido de elegante sport, en cuanto entra en la oficina porteña de La Nueva Provincia, le pregunta a su secretaria si está confirmada la reserva para la cena en un restaurante de Palermo.
–Sí, para las diez y media –le responde la secretaria.
–¿Y sabe cuánto dura Priscilla, la reina del desierto? Porque recuerde que antes vamos al teatro.
–No lo sé, pero se lo averiguo.
Vicente Massot, mientras camina hacia su despacho, dice que nunca vio un musical en la Argentina. Pero sus conocidos le hablaron tan elogiosamente de esa obra, basada en la road movie que cuenta la historia de dos gays y una transexual que viajan en un colectivo bautizado Priscilla para hacer su show de transformismo en un hotel perdido en el desierto australiano, que decidió ir a verla.
–Sí he ido a ver musicales en Nueva York, porque son espectaculares –dice, ya sentado detrás de su escritorio–. A mí me gusta mucho el teatro. De todas maneras, cuando voy a Nueva York, lo que más me gusta hacer es ir al Metropolitan Museum y pasar horas en la sala de historia antigua. Yo soy un apasionado de las estructuras antiguas, de Esparta, de Roma.
Quien de chico lo llevó a conocer Nueva York y otras ciudades del mundo, le inculcó el gusto por el arte y le mostró que merendar en el Hotel Alvear, rodeado de tapados de piel, sombreros y manos enguantadas, puede ser divertido fue su madre, Diana Julio.
–Lo que somos mis hermanos y yo es producto de una madre extraordinaria desde todo punto de vista. Ella nos educó, nos enseñó las responsabilidades, nos hizo saber cuáles eran los deberes que teníamos por todo lo que habíamos recibido, porque nosotros nacimos en cuna de oro. Nuestra formación en términos humanos lleva el sello de una madre. Nosotros llevamos el sello de una madre.
Hace una pausa y dice:
–Si a mí me preguntasen «¿usted qué quiere en la vida: plata, poder, ser Presidente de la Nación?», yo diría yo quiero a mi mamá.