Ensayo

Conversaciones UNSAM


Nancy Fraser y el feminismo no funcional

Nancy Fraser es feminista, socióloga, profesora de la New School de Nueva York y socialista. Sus últimos estudios causaron revuelo: abordó los riesgos de una funcionalización neoliberal del feminismo. En 2014 visitó la UNSAM para una serie de charlas y talleres que se plasmaron en Conversaciones con Nancy Fraser. Justicia, crítica y política en el siglo XXI (UnsamEdita), libro que se presentará por videoconferencia.

En 2014 estuvimos con ella, compartimos una jornada completa de trabajo. Nos sorprendió su amabilidad, paciencia y cálida complicidad. De su lucidez estábamos anoticiados hacía ya tiempo. Durante meses, un grupo de alumnos, docentes e investigadores de la Universidad Nacional de San Martín y otras casas de estudios, la leímos, imaginamos preguntas y construimos problemas. Cuando la tuvimos en frente, los pusimos en común. En virtud de este trabajo le propusimos hacer un libro. Aceptó.

Para quienes aún no la conocen este podría ser un buen momento. Nancy Fraser es feminista y socialista, además de destacada socióloga y teórica crítica, profesora de la New School de Nueva York. Creció en Baltimore, Maryland, a fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, cuando todavía la ciudad estaba marcada por la segregación. De allí que, como ella misma nos cuenta: “la experiencia más importante de mi vida fue el movimiento de derechos civiles para la integración que irrumpió en la ciudad durante mi adolescencia”. No tardaría mucho en sumarse a sus filas y menos tiempo le llevaría aún aprender “cómo los buenos liberales, incluyendo a mis padres, podían vivir dentro de un sistema perverso y mirar para otro lado sin hacer nada al respecto”. Lo cual le daría la pauta de que la ideología liberal –y sus ideas de igualdad– se aleja de modo inexorable de la desigualdad social realmente existente.

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Su itinerario militante se extiende “de los derechos civiles a la oposición a la guerra de Vietnam, luego al movimiento estudiantil, y después al feminismo”. Sólo más tarde, una vez que ingrese a la universidad, se encontrará por primera vez con el marxismo, produciéndose un quiebre en su interpretación de la historia de los Estados Unidos. Fraser recuerda: “crecí durante el macartismo, una época de represión total de la historia de los movimientos radicales estadounidenses, del movimiento obrero, del Partido Comunista y el Partido Socialista estadounidenses. Mi generación tuvo que reinventar la rueda, tuvimos que redescubrirlo todo por nosotros mismos”.

El marxismo que profesa es heterodoxo, su noción de proletariado como clase revolucionaria le queda chica y, por lo tanto, es ampliada. Entre sus interlocutores privilegiados se cuentan además de Lukács, los referentes de la primera generación de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Marcurse, Benjamin), pero también Habermas y su noción de sistema: “no basta con intentar reformar tal o cual pieza; hay conexiones, profundas conexiones en el sistema social. Y si estas conexiones no se comprenden, uno termina mejorando un poco una cosa y empeorando otra”, afirma.

La complejidad de la realidad social la llevó a trabajar de modo conjunto autores no siempre compatibles. Junto a los ya mencionados sitúa a Foucault, Althusser y el pragmatismo estadounidense, sin olvidar elementos imprescindibles de la deconstrucción derrideana, categorías de Bourdieu y herramientas de la teoría feminista, de la que ella misma es autora y referente: “Entonces creía, y todavía creo, que ninguna tradición de pensamiento ofrece ella sola toda la comprensión ni todas las respuestas, y que esas tradiciones deben ser de algún modo combinadas, aunque existan entre ellas tensiones reales que deben ser resueltas”.

Al calor de la última marcha del 8M comenzó a circular por las redes un texto suyo, publicado originalmente en 2013, donde advertía sobre los riesgos de una funcionalización neoliberal del feminismo. Ese movimiento, del que Fraser se reconoce autora y parte vital, con sus críticas al Estado regulador y paternalista alimentó, sin desearlo, al actual capitalismo “desorganizado”, flexible y neoliberal. La segunda ola del feminismo que emergió como una crítica al “segundo espíritu del capitalismo” –como dirían Boltanski y Chiapello–, cuya figura emblemática es el Estado de bienestar, se ha convertido en la sirvienta de este “tercer espíritu” que se quiere libre, auténtico y desafiante.

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Con un fuerte sentido de la autocrítica Fraser detecta tres ideas que, habiendo inspirado los reclamos de las primeras luchas feministas, devinieron pilares de la ideología neoliberal. De este modo, la lucha contra el salario familiar propició el entronizamiento del trabajo asalariado flexible y mal pago de las mujeres sobre el que se sostiene el modo de producción en su fase actual –bajo el empoderamiento de la mujer se justifica la explotación–; al enfatizar la “identidad de género”, rechazando las reducciones economicistas y politizando lo personal, contribuyó al olvido de la batalla por la igualdad económica –la crítica al sexismo cultural subordinó la crítica a la economía política–; por último, la crítica al Estado regulador e intervencionista convergió con el enfrentamiento neoliberal al “estado-niñera” y redundó en un achicamiento de las políticas macro-estructurales contra la pobreza en favor de estrategias “micro” destinadas al público femenino.

Contemplar los pliegues de toda lucha, detenerse en sus efectos no buscados, advertir sus bordes y desbordes, es la recomendación que leemos en casi todos los libros de Fraser. Con ellos aprendimos, entre muchas otras cosas, a combatir la inocencia y a sospechar de las buenas intenciones, aún de aquellas contenidas en los movimientos más auténticos y nobles. La “marea feminista” es uno de ellos y, quizás, a la luz de los últimos sucesos cobre todavía más fuerza lo que Fraser decía en 2013: “el escenario alternativo de la solidaridad puede que aún esté vivo”. Pero, para que no todo esté perdido, es preciso interrumpir esa “amistad peligrosa” entre feminismo y neoliberalismo. Reclamar para sí esas tres críticas fagocitadas por el momento actual neoliberal del capitalismo y avanzar de modo tal que: la crítica al salario familiar de lugar no ya al capitalismo flexible sino a un modo de vida no atado al trabajo asalariado precario y que dote de valor a las actividades no remuneradas (más acá y más allá de las vinculadas al cuidado); romper el lazo entre crítica al economicismo y políticas de identidad para albergar la lucha por la justicia económica y social. Y, por último, suspender la falsa continuidad entre crítica a la burocracia y fundamentalismo de libre mercado, para promover un proceso creciente de democratización que robustezca los poderes públicos sin los cuales no es posible poner límites al capital en procura de una mayor justicia real.

Conversaciones con Nancy Fraser. Justicia, crítica y política en el siglo XXI (UnsamEdita, 2017) es un experimento y una apuesta por una forma distinta de producir saber. Una mezcla de texto de autor, de diálogo, y de reflexiones de investigadores, con la pretensión de conservar la polifonía y resguardar la singularidad de las voces. La manera en que fue construido está contada en esas páginas. Aquí ofrecemos tan sólo algunos fragmentos de nuestra conversación (Parte I) con Fraser contenidos en el libro:

Aquí se habló del conocimiento que surge de la experiencia, por lo tanto, quizás les interese oír algo acerca de mi biografía, ya que esto podría ayudarlos a comprender cómo desarrollé mi pensamiento del modo en que lo hice. Bien, el primer dato importante es que crecí en Baltimore, Maryland, entre fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta, cuando todavía era una ciudad marcada por la segregación, con transporte, vivienda y restaurantes diferenciados para negros y blancos. Esa fue mi juventud. Y, de alguna manera, la experiencia más importante de mi vida, creo, fue el movimiento de derechos civiles para la integración, que irrumpió en la ciudad durante mi adolescencia, justo cuando comenzaba a pensar por mí misma. Así que, por supuesto, me sumé a la lucha, y algo que aprendí de ella fue cómo buenos liberales, incluyendo a mis padres, podían vivir dentro de un sistema perverso y mirar para otro lado sin hacer nada al respecto, aunque supieran que estaba mal. Creo que esto me dio un fuerte sentido de la brecha existente entre la ideología liberal –con sus ideas de igualdad– y la realidad social desigual.

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De manera que, cuando crecí, seguí el mismo camino que muchos, muchísimos jóvenes de mi generación siguieron: el de los derechos civiles, el de la oposición a la guerra de Vietnam, luego participé en el movimiento estudiantil STS, después en el feminismo, etc. El momento antibélico y antiimperialista fue especialmente importante, porque me ayudó a comprender el problema al que Eduardo se refería recién, acerca del desenmarque de las cuestiones de justicia e igualdad. Cuán frecuentemente se intenta construir una sociedad más igualitaria en un rincón privilegiado del mundo, al mismo tiempo que se destruyen las vidas de otros en otra parte.

Y por supuesto, la historia argentina y la historia sudamericana en general fueron víctimas frecuentes del imperialismo estadounidense, soy muy consciente de ello. De modo que nunca podría aceptar un abordaje de las cuestiones de justicia e igualdad que solo se enfocara en los Estados Unidos o en cualquier otro país individualmente considerado. Así que no solo nada de socialismo en un solo país, sino también nada de igualdad en un solo país, de justicia en un solo país.

Acá abro un paréntesis: antes de que lo asesinaran, Martin Luther King, la gran figura del movimiento estadounidense por los derechos civiles, también se encontraba desarrollando esta clase de enfoque antiimperialista global, y hemos especulado, a menudo, sobre la posibilidad de que este cambio en su pensamiento hacia una perspectiva más internacionalista haya estado detrás de su asesinato. Lo mismo para Malcolm X. Tal vez es una teoría conspirativa [risas].

Bien, como sea, en la universidad me encontré por primera vez con el marxismo, y este es un punto importante en relación con la historia de los Estados Unidos. Crecí durante el macartismo, que fue una época de total represión en la historia de los movimientos radicales estadounidenses, del movimiento obrero estadounidense, del Partido Comunista (PC) y el Partido Socialista estadounidenses. No nos enseñaban nada acerca de esto, estaba completamente reprimido, de manera que mi generación, en la universidad, tuvo que reinventar la rueda, tuvimos que redescubrirlo todo por nosotros mismos. Y en la Nueva Izquierda desarrollamos un tipo de marxismo no ortodoxo. Y eso fue porque ya vivíamos en una sociedad que había empezado a ser muy pluralista, que ya no se centraba únicamente en los obreros industriales; debimos desarrollar una concepción más amplia de quiénes eran las personas que podrían cambiar algo; no podía tratarse solo de los obreros. De manera que desarrollamos un tipo de marxismo más abierto, que podía funcionar en este comienzo de la sociedad posindustrial.

[…]

Militaba en una suerte de frente independiente cuasi trotskista [risas]. ¡Cuasi! Bien, nosotros ya comprendíamos la importancia del problema racial, tanto a nivel nacional como global. Comenzamos, también, a entender la importancia del género, porque por esos años estaba emergiendo el movimiento feminista y eso fue... déjenme decirlo de este modo: en mi vida hubo una sucesión de conmociones reveladoras, con las que de pronto aprendes algo y el mundo se ve completamente diferente. Primero, que era posible crear un movimiento desde la sociedad civil para la igualdad racial y comenzar a cambiar las cosas. Segundo, que existían las clases, que existía el imperialismo, y luego el sexismo; cada una de ellas fue un terremoto en mi cabeza. Y, por supuesto, luego viene la crítica del heterosexismo, el movimiento por los derechos de las personas LGBT, como decimos hoy. Es una historia de descubrimientos de cada vez más tipos de opresión, de cada vez más tipos de desigualdad y subordinación.

Finalmente, mis días como militante concluyeron y decidí regresar a la universidad y a la filosofía; pero esta vez, emprendí mis estudios con una cosmovisión política ya desarrollada. Y entonces me sentí inmediatamente atraída por el estudio de la teoría crítica, por Foucault, por cualquier pensador que, a mi entender, pudiera arrojar luz sobre este sistema. La idea de sistema ha sido siempre una idea importante para mí, y la conservo aun cuando creo que es más complicada de lo que creíamos en el pasado. En otras palabras, me parece que no basta con intentar reformar tal o cual pieza; hay conexiones, profundas conexiones en el sistema social. Y si estas no se comprenden, uno termina, como señalé en la conferencia de ayer, mejorando un poco una cosa y empeorando otra. Así que terminé tratando de combinar elementos de tradiciones diversas del pensamiento crítico, juntándolas de manera que pudieran iluminar este sistema: elementos del marxismo, de la corriente alemana de la teoría crítica de Lukács a Habermas, del pragmatismo estadounidense –especialmente influyente para mí fue el pensamiento de Richard Rorty–, del posestructuralismo francés –especialmente de Foucault, que creo que es el más importante de esa tradición–, pero también algo de deconstrucción, Bourdieu, y elementos de la teoría feminista que estábamos en proceso de elaborar nosotros mismos...

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Entonces creía, y todavía creo, que ninguna tradición de pensamiento conocida ofrece por sí sola toda la comprensión ni todas las respuestas, y que esas tradiciones deben ser de algún modo combinadas, aunque existan entre ellas tensiones reales que corresponde que sean resueltas…

[…]

La gran e interesante Hannah Arendt hizo foco en esta idea de politización desde la sociedad civil, incluso en los Estados Unidos, aunque nuestros derechos sociales están mucho menos desarrollados que los de ustedes. Quiero decir, hace un momento hablé de la importancia del movimiento por los derechos civiles, pero se trataba de un movimiento que exigía colocar al Estado federal en contra de los derechos de los Estados locales del sur, el gobierno federal en contra de los derechos estatales –de ahí la importancia de los poderes públicos–, ahora prefiero hablar de poderes públicos, en plural, antes que del “Estado” porque, como decíamos antes respecto del problema del enmarque y de la importancia de no pensar las relaciones únicamente dentro de un Estado territorial limitado, sino en términos globales, en términos de imperialismo y fuerzas transestatales, corporaciones multinacionales, especuladores financieros, etc., creo que necesitamos poderes públicos en muchos niveles, y el nivel estatal es solo uno de ellos.

De modo que, para continuar con el razonamiento, a menos que se tengan poderes públicos robustos, con capacidad seria, no es posible controlar los poderes privados, que son muy fuertes, muy grandes y están profundamente arraigados en las formas de opresión –incluso la de género, pero no solamente–. Entonces, el poder público debe institucionalizarse y, por supuesto, tiene que abrirse a la sociedad civil, a los movimientos sociales, a la opinión pública, etc. Así que, respecto a este punto, tengo una visión de alguna manera habermasiana: creo que lo político debe ser entendido según un modelo de doble vertiente: por un lado, poderes públicos institucionalizados, por otro, corrientes informales de opinión y acción en la sociedad civil, y todo consiste en la comunicación y relación entre ambos. Por eso hoy me preocupa ver a tantos de mis estudiantes y a tantos jóvenes militantes en todas partes volcarse al anarquismo; por supuesto que es grandioso que se vuelvan militantes, pero creo que se trata de un desarrollo negativo: es necesario que entiendan la importancia del poder público institucionalizado. De otro modo –de nuevo–, simplemente permite que el poder privado haga lo que se le ocurra.

[…] para que los Estados democráticos sean capaces de disponer de un poder público adecuado para resolver los problemas de la población, para hacer lo que la ciudadanía requiere, se necesita un nuevo sistema global. Del sistema global depende la clase de capacidad que los Estados tienen y las cuotas de poder que las corporaciones y los bonistas están dispuestos a ceder al supuesto Estado soberano. No es un juego de suma cero –más poder a lo global, menos poder al Estado–. No. La clase correcta de poder global da la clase correcta de poder estatal, en mi opinión.