Ensayo

El mercado de las encuestas


Nadie lo hace por amor

El regreso de la democracia en 1983, aceleró el interés por las encuestas y los sondeos de opinión hasta su actual entronización. De las 35 consultoras registradas en Argentina, sólo la mitad se mantiene muy activa. Un candidato paga 150 mil pesos por una medición telefónica y 400 mil por una domiciliaria. Formados en la sociología y las ciencias políticas, los encuestadores dicen que ellos no prestan un servicio público y que sólo deben rendir cuentas a quien los contrata. Desde dirigentes reacios a los encuestadores –como Cafiero o López Murphy- hasta lectores compulsivos de sondeos -como Macri o Kirchner-, no hay político o votante politizado que las ignore.

En 1987 Cafiero tenía 65 años, muchos militantes le decían “el Viejo”, como al último Perón, y era una especie de leyenda viviente dentro del Partido Justicialista. La oficina de campaña del cafierismo operaba en Lavalle y Esmeralda. Hasta ahí llegó el analista y consultor Julio Aurelio con el resultado de las encuestas para la gobernación bonaerense.

—Antonio no termina de penetrar en las zonas más humildes del conurbano —resumió.

Según Aurelio, quien ya había trabajado para la campaña presidencial del peronista Ítalo Argentino Luder en el ‘83, los sectores populares no se identificaban del todo con Cafiero, lo percibían algo frío y distante. Una conclusión que era un secreto a voces, incluso para el candidato.

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A pesar de su locuacidad, “el Viejo” no se sentía cómodo en las escenas pre y post actos. Su fuerte nunca había sido ese momento en que la actividad política se vuelve física: tocar, besar, abrazar, rozarse y sonreír. Entre el silencio casi resignado de su tropa de asesores, los jóvenes renovadores Oscar Landi, Eduardo Amadeo, Hernán Patiño Meyer y Roberto Lavagna, se alzó la voz de Carlos “Chacho” Álvarez:

—Antonio, usted tiene que tocar a la gente. Le digo más: tiene que acariciar a las viejas.

Escandalizado, Cafiero le respondió con su mítico tono nasal:

—¡Pero cómo voy a hacer eso, Chacho, qué dice!

—Le muestro —respondió Chacho. Tomó del brazo a Cafiero y simuló una caricia suave, entre el brazo y los pectorales.

Cafiero no pudo, no supo o no quiso poner en práctica el consejo de Álvarez. De todas formas consiguió ganarle por siete puntos al radical Juan Manuel Casella, quien a su vez se había arreglado la dentadura para poder sonreír sin complejos ante las cámaras. Al año siguiente, en la elección interna por la presidencia entre Cafiero y Menem, el Viejo volvió a prescindir de aquella recomendación. Esa vez ya no le alcanzó con el capital de su nombre y su estampa de galán maduro, y perdió con el caudillo riojano.

En los ’80, con la vuelta de la democracia se aceleró vertiginosamente el interés por las encuestas y los sondeos de opinión, hasta su actual entronización. Al borde del fetiche, la respuesta sobre cuánto mide un candidato puede catapultar a los dirigentes más insulsos o, por el contrario, enterrar los planes de los más aptos. En la democracia vigente, sobre todo a partir del derrumbe del sistema de partidos en 2001, cada voto encierra una caja negra motivacional.

Ya no hay dirigente que desdeñe las encuestas, por más que sea un romántico, un obcecado, un principista o un negador. Son una herramienta costosa: eso explica que casi no haya recambio en la elite de las encuestadoras. Las que más trabajan para la política son Aresco (Julio Aurelio), Analogías (Analía del Franco), CEOP (Roberto Backman), Hugo Haime & Asociados, OPSM (de Ignacio Zuleta Puceiro), Equis (Artemio López), Ibarómetro (Ignacio Ramírez), Nueva Comunicación (César Mansilla), Circuitos (Pablo Romá), IPSOS (Manuel Mora y Araujo), Carlos Fara & Asociados, Raúl Aragón & Asociados, Graciela Romer y Asociados, Management & Fit (Mariel Fornoni); Giacobbe & Asociados Opinión Pública (Jorge Giacobbe); Poliarquía (Eduardo Fidanza); MGMR (Federico González y Cecilia Valladares) y CEIS (Fernando Larrosa). A su vez, funcionan como un elemento más de la lucha política. Son influyentes desde su aire de objetividad numérica, pero a la vez no logran parir una realidad paralela. Los políticos las usan para arengar a sus militantes, para dar un mensaje al “clima político”, para seducir a los empresarios y para sumar presencia y aire en los medios de comunicación.

“La respuesta típica del candidato ante una encuesta negativa es: ‘Yo no siento eso en la calle’. Pero el político vive en ambientes controlados: caminatas, actos partidarios, equipos que lo rodean, lo protegen y le dan seguridad. Así, siempre la sensación es sentirse acompañado. Pero en un acto se relacionan con mil personas afines y dejan de relacionarse con 100 mil sobre los que no sabe qué piensan”, explica el experimentado politólogo Mario Riorda, minutos antes de subirse a un avión para hacer una consultoría en México. 

La consultoría es la continuación de la política por otros medios. Y en esa batalla por la percepción surge una paleta de zonas éticamente grises, como la ya folclórica picardía de la triple encuesta: una para el candidato su mesa chica, otra para la militancia ampliada, y la más optimista siempre para la prensa. Otro secreto: algunos encuestadores reciclan sus trabajos. Si a uno le encargan cinco sondeos en municipios bonaerenses y otro en alguna provincia del sur, se estira un poco y agrega a su costo una encuesta en el norte, otra en la Capital y ya casi obtiene un informe sobre la intención de voto nacional. Ese nuevo resultado lo venden o la exhiben para darse chapa.

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El sociólogo francés Patrick Champagne sostiene que las operaciones son decrecientes a medida que se acerca la fecha de la elección. En concreto, cuanto más lejos de la hora de votar, más se miente porque el desprestigio es menor.

Sentado en su oficina de techos altos, clásica pero con toques modernizantes en su decoración, el director de Ibarómetro, Ignacio Ramírez, opina que “medir intención de voto cuando faltan dos años para una elección es cuestionable conceptualmente”. En los últimos 20 años, no hubo grandes errores en las elecciones nacionales, sobre todo cuando las diferencias resultaron muy nítidas. 

“La mayoría de los políticos se jacta de no necesitarlas, de no guiarse por las encuestas. Pero sin falta las reclaman y las contratan”, dice el barbado encuestador Ricardo Rouvier. Dueño de una pequeña pero muy solicitada consultora, Rouvier trabaja para el oficialismo desde la presidencia de Néstor Kirchner y no oculta su simpatía. Mide intendencias, provincias, imágenes de candidatos y de gestiones.

Con empleo fijo en el otro bando ideológico, el del PRO, el consultor Jaime Durán Barba responde amablemente que “son pocos los que saben usarlas. Los que dicen que no creen en ellas o que no las usan, son arcaicos. Hay pocos sitios en los que se oye algo tan absurdo”.

Durán Barba introdujo una novedad en el sistema argentino, en donde el servicio de las consultorías suele unificar varios rubros semejantes. Autor del libro “El Arte de Ganar”, Durán Barba es un consultor estratégico de perfil muy alto, pero que no se dedica a la investigación: no produce encuestas. En línea con la tradición estadounidense, donde existen roles específicos, como el del asesor de medios, el de marketing y el encuestador, este ecuatoriano verborrágico se concentra en redondear una estrategia. En concreto, le habla al oído a Mauricio Macri para intentar arrastrarlo hacia la presidencia a puro golpe de consejo certero.

“Con todos sus defectos, las encuestas son una herramienta tan indispensable para hacer política como los exámenes de laboratorio para ejercer la medicina. Algunos creen que las encuestas son para cumplir con lo que dicen los números.  Esta es otra actitud primitiva. Las encuestas detectan sensaciones efímeras de los votantes y cuando se hacen en serie, detectan su evolución”, opina Durán Barba.

—¿Cómo se comporta Macri con las encuestas?

—Macri es un político moderno.  Las usa ante todo como un input para sus equipos técnicos.

—¿Hay mala praxis en la confección de encuestas?

—Es excepcional, pero puede haberla como en toda profesión. Aciertan bastante más que los estudios económicos y los meteorológicos.  Se las ha mitificado y por eso atacar encuestadores es un deporte extendido en Occidente.

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En 1983, tras siete años dictadura, casi no había políticos interesados en las encuestas. Los medios de comunicación no encargaron sondeos y tampoco los publicaron. Los únicos clientes eran los empresarios, más familiarizados con los estudios de mercado.

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El triunfo de Raúl Alfonsín por más de diez puntos terminó con el mito del PJ como una marca invencible. Pero también dejó en evidencia que para predecir un resultado electoral ya no alcanzaban los indicadores tradicionales: el nivel de convocatoria y composición social de los actos, el olfato de los punteros y la intuición de los entendidos.

En el libro “Lo que quiere la gente”, el sociólogo Gabriel Vommaro dice que la victoria de Alfonsín “predicha por algunas encuestas y, en cambio, impredecibles a partir de los indicadores tradicionales de la lucha política, constituyó un primer punto de apoyo para que políticos y periodistas confiaran en el instrumento”.

Los nuevos expertos continuaron trabajando durante un tiempo en los márgenes del juego político y electoral. En los años siguientes, según Vommaro, la profesión de encuestador se nutrió de tres campos sociales. Del académico obtuvieron prestigio como analistas, a través de la utilización de técnicas de recolección de datos por cuestionario. En el campo político alcanzaron estatus de consejeros, lo que les permitió intervenir en la competencia política (en el diseño de estrategias, por ejemplo) y al mismo tiempo multiplicar sus oportunidades de negocios. En los medios adquirieron una notoriedad pública que les permitió garantizar su presencia como voces expertas.

Desde ese piso acumulado, la década del ’90 fue la de la consolidación: los encuestadores se profesionalizaron y ganaron autonomía respecto a los partidos políticos. El resultado de su trabajo, las  encuestas, se naturalizó. Su ascenso fue el producto de ciertas transformaciones, que a su vez ayudó a motorizar: la instauración de la democracia, la mediatización de la política y el nacimiento de “la gente”, individuos menos enlazados a formas colectivas de organización.

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Federico Storani desplegó su repertorio antimenemista contra su adversario electoral, el diputado Alberto Pierri, presidente de la Cámara y candidato a renovar su banca. Después atajó las preguntas pasivo-agresivas de Mariano Grondona y, ya detrás de cámara, escuchó pacientemente el editorial del “doctor”.

En septiembre de 1993, Storani era cabeza de lista de la UCR y Pierre en la del PJ. A una semana de las elecciones bonaerenses para diputados nacionales, el dirigente alfonsinista se quedó hasta el final de Hora Clave, en un costado del amplio estudio de canal 9. Parado junto a su asesor, Daniel Sario -experto en comunicación y autor del libro “Tele política: una visión política de la televisión”- esperaba con ansiedad el bloque final del programa. Minutos antes del cierre, el encuestador Javier Otaegui daba sus habituales pronósticos electorales. Era el momento moderno de un programa integralmente conservador.

—Nuestras encuestas telefónicas nos dicen que Storani va a resultar triunfador por amplio margen.

El encuestador elegido por Grondona era parapléjico y se movía con dificultad en una silla de ruedas.

—¿Está seguro, Javier? -preguntó Grondona, algo incrédulo porque las encuestas que circulaban daban a Pierri como claro ganador. Convencido de sus números, Otaegui dio detalles: 37% del radical contra 32% del peronista.

Daniel Sario palmeó en la espalda a Storani y salió corriendo a los gritos por los pasillos del actual canal 7: “¡Tullido, viejo nomás! ¡Tullido viejo nomás!”.

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Storani desconfiaba. Su propio consultor, Edgardo Catterberg, simpatizante radical, luego director de Poliarquía y uno de los padres de la sociología orientada a las encuestas junto al peronista Julio Aurelio, le daba 28 puntos en el escenario más optimista. Además Catterberg detectaba que a Storani le costaba sumar votos en el segundo y tercer cordón del conurbano.

La novedosa encuesta telefónica de Otaegui presentaba un problema que en el futuro todos debieron tener en cuenta: los que tenían teléfono fijo en la provincia eran sólo una porción de todos los bonaerenses, entre los que Storani era claramente el favorito. Pero al encuestador de Grondona se le pasó por alto esa distorsión. Pierri terminó ganando por 22 puntos de diferencia: 48% para el PJ, contra 26% de la lista encabezada Storani. Grondona despidió a Otaegui, quien nunca más volvió a hacer sondeos de opinión. Lo convirtió así en una excepción absoluta en el mundo de los encuestadores, que mantiene un elenco casi estable desde hace más de 20 años.

Si tomamos la recuperación democrática como el inicio de la era de las encuestas, la listas de consultoras dedicadas al rubro apenas se amplió en treinta años. Se consolidaron como una casta, en la que la experiencia acumulada, el lobby político y los altos costos económicos funcionan como una barrera para la entrada de actores nuevos. Hoy existen 35 consultoras registradas, de las cuales sólo la mitad se mantiene muy activa. Además, sólo 8 presentaron la información sobre fichas técnicas de las mediciones que, según la Ley de Financiamiento de los partidos políticos sancionada en 2009, deben incluir con los resultados de los sondeos.

Ante ese incumplimiento masivo, hace una semana la Cámara Electoral apuró a las consultoras. Por lo bajo, los directores de las empresas protestan: dicen que ellos no prestan un servicio público y  que sólo deben rendir cuentas a quien los contrata.

“El que las paga, si no lo benefician, no las publica. Las encuestas obedecen a algún interés, como todo lo que define poder en la Argentina. A pesar de eso, uno puede realizar mal o bien la tarea. Lo que no se puede decir es que se hace por amor. Nadie nació para medir la imagen de Cobos”, explica con humor y realismo el encuestador Artemio López, director de Equis, consultora contratada frecuentemente por distintos sectores del peronismo.

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La Cámara Gesell en la que se hacen los Focus Group está vacía. Los dos ambientes, separados por un vidrio de visión unilateral y con entrada independiente cada uno, están en penumbras. En la sala despojada donde usualmente ocurre la acción, hay una mesa de madera rectangular, cuatro sillas de metal de un lado, cuatro del otro, una más en una punta y un silloncito en la cabecera más cercana al vidrio clásico de las películas policiales. Ahí se sienta el sociólogo que conduce la conversación. Entre seis y ocho asistentes es el número ideal, pero con cinco ya hay quórum, y con más de nueve se puede descontrolar la investigación. En ese ambiente no hay mucho más: paredes blancas, una alfombra azul sobre el piso de madera y una pantalla led en un rincón. La otra salita, desde donde se ve el desarrollo de la llamada sesión focal, es mucho más chica: tiene un escritorio empotrado en la pared del vidrio y dos filas de sillas. En las tres de adelante se sientan los analistas que, con ojos entrenados, detectan tendencias, humores, gustos y prejuicios dentro del aparente caos en el que fluye la conversación.

El objetivo final del servicio es potenciar el producto del cliente, ya sea una marca de yogurt o una candidatura a intendente en San Miguel, aunque las lógicas de cada ámbito sean bien distintas. Las tres sillas de atrás están reservadas para los clientes, a los que se invita a presenciar el proceso: en el caso de los candidatos se trata de una especie de disección oral de sí mismos. Si no pueden asistir, les queda el recurso de la grabación o la transmisión en vivo por streaming. Y si definitivamente no les interesa ver la manufactura de la consultoría que contrataron, ya les llegarán los resultados y las conclusiones en una exposición simplificada. En función del nombre y cargo del cliente, la presentación se hará en la sala de conferencias de la consultora, en el ámbito del político o en un salón alquilado especialmente.

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La Cámara Gesell brinda valiosos datos cualitativos que, a pocos días de una elección, no rinden: los candidatos quieren mirar números para buscar darse, en un discurso, una entrevista, una caminata, un último empujoncito para sumar algunos votos más.

En la sala de proyectos de esta consultora, un plantel juvenil procesa los últimos datos de intención de voto. Son seis y tienen menos de 30 años: cada uno con su computadora portátil, en una mesa regada de chocolates Toblerone, esos chiquitos que se consiguen en el Free Shop, trabajan con el Power Point o con un programa llamado SPCS. En la pared, sobre un pizarrón blanco hay una foto de Daniel Scioli. Más abajo, están los precandidatos a gobernador Julián Domínguez y Aníbal Fernández. La presidenta Cristina Kirchner, a un costado. Semanas atrás todavía estaban las fotos de los otros aspirantes que se fueron bajando antes de llegar a las primarias. En una referencia juguetona a la serie Homeland, en la que la CIA iba tachando a los miembros asesinados de Al Qaeda, los Ibarómetro boys -en realidad las girls son mayoría- ponían una cruz sobre los caídos en el darwinismo cruel de la política.

En la recta final de una campaña, hay un solo tipo de encuesta posible. O al menos es la única que interesa a esa altura: la IVR (interactive voice response). Es la famosa llamada de una grabación disparada desde una máquina, que invita a digitar la opción elegida. Antes de que suene el teléfono, uno se sobresalte y confirme con cierta decepción que se trata de una encuesta (sólo un 15% de la gente responde hasta el final), el caminito recorrido es relativamente simple. El candidato encarga el sondeo a la encuestadora; esta confecciona un cuestionario y una locutora (son más requeridas las mujeres) lo graba. De ahí, el spech grabado va a la máquina, que hace los llamados aleatoriamente hasta acumular unos 1000 casos efectivos. Entre 1000 y 1200 encuestados es el piso necesario para que los datos tengan representación nacional.

Es el sistema más rápido y el de costos más bajos, pero tienen un alto porcentaje de rechazo. Su principal contra es que suelen responder los sectores más politizados, y por lo tanto no representativos del universo total. El antídoto para minimizar esa distorsión suele ser consultar por el voto pasado: si el resultado no condice con el de las elecciones previas, es que se coló un sesgo.

Una encuesta así, con más de mil casos en todo el país, que es el piso necesario para alcanzar una mínima representación nacional, cuesta entre 25.000 y 50.000 pesos. Si el cliente tiene un poco más tiempo (y plata) y busca mayor precisión, en el escalón siguiente están las encuestas asistidas por un ser humano: las CATI (Computer Assisted Telephone Interviewing). En este caso, las preguntas las hace un operador desde un call center, que puede ser propio de la consultora o tercerizado en otra empresa. Para achicar costos, la tendencia creciente es establecer un contrato de tercerización casi fija con un call center especializado en esta metié. Frente a una computadora, cada uno con su típico auricular de telemarketer, el miniejército de veinteañeros llama hasta conseguir a alguien dispuesto a donar sus opiniones y sus diez minutos.

Las encuestas telefónicas tipo CATI cuestan entre 100.000 y 150.000 pesos. Si se las mezcla con algunas presenciales en algún punto fijo de la ciudad, la tarifa sube hasta los 250.000 pesos. Las domiciliarias son las más caras: no bajan de 400.000 pesos. La ganancia del encuestador es de un 20% en promedio; el resto, dicen, se le va en costos operativos.

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Sólo en la última semana, Ibarómetro realizó diez sondeos para localidades de Buenos Aires, Formosa y Santa Cruz. Pero ninguno se publicó. La decisión de difundir o no la encuesta le pertenece al cliente, que no siempre está interesado en hacerla pública. En contra de lo que se cree, puede no haber coincidencia de objetivos entre el político y el encuestador.

Cuando el oficialismo tenía siete anotados para la sucesión presidencial, hubo una competencia a cara de perro entre los propios clientes de una empresa. Así, divulgar una medición favorable para uno de los precandidatos podía resultar (y así fue) sumamente incómodo para ese consultor. Como resultado de esa colisión de intereses en la carrera rumbo a las PASO, la compañía ganó presencia mediática a costa de perder un cliente. Porque una vez que se difunde la información, los medios convocan al encuestador antes que al político que protagoniza la medición. De hecho, ese servicio indirecto muchas veces va implícito en la contratación, sobre todo en los casos de “monotributistas de la consultoría”, apodo con el que las grandes empresas desdeñan a los encuestadores pymes. El servicio puede incluir la provisión e interpretación de las cifras, más una eventual performance radial o televisiva.

El sociólogo y consultor Hugo Haime relata un ejemplo anti-intuitivo en su libro “Qué tenemos en la cabeza cuando votamos”. Haime asesoraba en las parlamentarias de 1993 al candidato menemista en Capital Federal, Antonio Erman González. Si bien González no era el favorito, en un momento los sondeos de Haime lo dieron como ganador. Tras una serie de cálculos de oportunidad en el comando de campaña, su equipo decidió retener el dato, para evitar movimientos hacia sus adversarios. Y así Erman González ganó por poco, en un territorio siempre hostil para el PJ.

En las presidenciales de 2003, Poliarquía había llegado a una conclusión reveladora para su cliente, Ricardo López Murphy: mientras no hablara de economía, tenía serias chances de llegar a un balotaje contra Carlos Menem y ganar en segunda vuelta. “Yo fui demasiado explícito porque, al no tener respaldo parlamentario, quería que mi discurso funcionara como un mandato”, recuerda López Murphy a 12 años de aquella elección.

Radical de perfil conservador, López Murphy no hizo caso a los consultores, a los números que le mostraban, a las encuestas cualitativas. En cada intervención mediática no disimuló sus propuestas de ajuste económico. “Una actitud menos precisa y estricta quizás me hubiera ampliado la masa de votantes”, se lamenta. El candidato y sus consultores de entonces coinciden: de haber hecho caso a las encuestas y mediciones, López Murphy podría haber relegado a Néstor Kirchner del balotaje que terminó siendo el comienzo del kirchnerismo.