Crónica


Morir como perros

Horas antes del día del animal, en Dean Funes, un pueblo de Córdoba, aparecieron 200 perros muertos: algunos callejeros, otros domésticos. Al doctor Javier Ocanto lo sorprendió que las moscas que se paraban en el cadáver de su ovejero alemán, se morían al instante. “Lo envenenaron”, pensó. En las calles los bomberos encontraron albóndigas con metomil, un insecticida para control de plagas. A tres meses, hay cinco inspectores municipales imputados por violación de la ley de protección animal. Investigan si los mataron para controlar la población canina o para prevenir la transmisión de la fiebre negra.

1

 

La madrugada del domingo 28 de abril, Evelina Zambrano, voluntaria en un refugio canino, envolvió el cadáver de su perra Lola en una bolsa de nailon y lo guardó en el freezer.

 

Después salió a la calle y encontró todos esos perros muertos.

 

—Fue tan espantoso —dice, sentada en el jardín de su casa—. En mi vida me voy a olvidar del sufrimiento que vi esa noche.

Recorrió el pueblo junto a las voluntarias del refugio y de la protectora. Asistieron a los perros que agonizaban: les dieron agua, los acariciaron. Los guantes de látex fueron poniéndose amarillos. Algunos animales se salvaron, la mayoría no.

 

—Esa madrugada empezaron a caer los pájaros —recuerda Gabriela Luna, directora del hogar de niños Estrella de Belén y voluntaria de la protectora de animales—. Yo iba caminando cuando una cosa me cayó en el hombro. Era un gorrión.Y en la plaza vi un montón de tordos en el suelo. Caían: parecía una película de Hitchcock.

 

El sereno de la plaza pasó toda la noche embolsando animales muertos. Algunos vecinos, como Emanuel Arrieta, encontraron el cadáver de su mascota en el patio.

 

Nadie recuerda si esa noche los perros aullaron.

 

La mañana siguiente, muchos dejaron salir a sus animales. No sabían de los cebos que esperaban en los jardines, entre las hojas secas, bajo los autos estacionados. El ex director del hospital de Deán Funes Javier Ocanto vio volver a su pastor alemán torcido, inestable. Tenía los ojos muy abiertos, la lengua afuera. Una sustancia blanca le empapaba el hocico y los pelos largos del cuello. De repente, el animal abrió las patas y, como si estuviera junto a un árbol, expulsó un chorro de diarrea incontenible y ya no pudo mantenerse en pie, se dejó caer en el garaje. El perro estaba muerto.

 

—Supe que era un veneno absolutamente tóxico porque las moscas que se apoyaban en el cuerpo del perro morían en el acto —dice Ocanto, y se pregunta qué hubiera pasado si su hijo de ocho años tocaba al perro.

 

 

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En la comisaría le dijeron que antes que él veinticinco personas habían denunciado lo mismo. Apenas eran las nueve de la mañana.

Ese domingo, sólo abrió una de las dos veterinarias. Cada quince minutos entraba alguien con un perro en brazos. El tratamiento consistía en ponerles suero e inyectarles atropina —un anestésico relajante, como el Valium— para aplicarles después protectores hepáticos. Diecinueve perros llegaron al local, uno murió pese a la atropina y lo mismo le pasó a un gato. Los que sobrevivieron —dicen las veterinarias Mara Díaz y Gabriela Lijtenstent—habían conseguido vomitar el veneno.

 

Budy, el labrador, no pudo hacerlo.

 

—Se llamaba Budy, le decíamos “El piola” —Mariana Castro, dueña de un salón de fiestas infantiles, muestra una foto arrugada en la que hay un labrador dorado y una nena que ríe—Está arrugada porque mi hija la agarra, la aprieta.

 

Su hija, Ana Paz, tiene cuatro años y no puede caminar porque una parálisis cerebral espástica le acalambró las piernas. Los médicos dijeron que la zooterapia podía ayudarla, y así llegó Budy a la casa. La beba y el cachorro crecieron juntos; Budy dormía con ella, a los pies de la cama, y le alcanzaba los juguetes que se le caían al suelo.

 

Aquel domingo, temprano, Mariana Castro dejó salir al labrador.

 

El perro volvió temblando.

 

—Mi marido le metió los dedos en la boca, pero no vomitó. Lo enterramos en el campo esa misma mañana.

 

La cifra oficial, que ronda los doscientos perros muertos, se compone por los 120 que levantaron los bomberos de las calles y el puñado de decenas que levantaron los empleados municipales. Pero no se sabe cuántos, como Budy, fueron enterrados por sus dueños, ni cuántos callejeros se escondieron en baldíos y descampados para morir. Las proteccionistas dicen que fueron cientos.

 

El labrador Budy estaba siendo entrenado para asistir a Ana Paz, para servirle de apoyo.

 

—No sólo han matado al perro de mi hija, le han matado la posibilidad de caminar —dice Mariana Castro. Y explica que no pueden reemplazar a Budy por otro labrador entrenado, que no funciona así. El perro debe criarse junto al paciente para generar confianza y un lazo emocional. Ana Paz no puede esperar otros cinco años para aprender a caminar.

 

—Nunca me voy a olvidar de ese perro —dice Mariana Castro en la puerta de su casa, con los ojos húmedos. Cuenta que, por la enfermedad, su nena tiene problemas para socializar con otros chicos. Que no le resulta fácil. Y que el año pasado eso cambió, por un momento:

 

—Era el Día del Animal. Ana Paz llevó al Budy a la guardería y fue un revuelo: todos los compañeritos se acercaron a tocarlo. Si la hubieras visto a ella con su perro ahí, jugando con todos —dice, como puede, antes del llanto—. Estaba tan contenta ese día, mi nena. Tan feliz.

 

Al mediodía la municipalidad decretó la emergencia sanitaria y ambiental, las clases fueron suspendidas por una semana. La matanza ya era una noticia nacional: hasta la placa roja de Crónica reiteraba, con letras blancas y mayúsculas, “Basta de matar perros en Deán Funes Córdoba”. Sin embargo, el intendente Alejandro Teijeiro no aparecía por ningún lado. Horas antes había viajado a Israel y no regresaría sino quince días más tarde porque, según sus colaboradores, “era muy costoso cambiar los vuelos".

 

 

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Durante la tarde los bomberos voluntarios rastrillaron las calles y encontraron albóndigas en cada cuadra, sobre todo en el centro y hacia el norte, en los barrios más humildes como Las Flores, Algarrobo y La Feria, donde más perros suele haber. Cebos de carne molida con pequeños fragmentos blancos en su interior. Los bomberos alzaban a las víctimas y tapaban con cal viva las manchas de sangre, vómito y excrementos, mientras la pala mecánica de la municipalidad recorría Deán Funes con su garra cargada de perros muertos y con movimientos bruscos, trabados, los dejaba caer rodando sobre una montaña de cadáveres. En cuestión de horas un contenedor para escombros estuvo repleto de animales malolientes. Susana Pozzoli, la encargada del departamento de control alimentario de la comuna, se asomó por casualidad al contenedor y vio que uno de los perros amontonados se movía. Pudo rescatarlo. Los demás, bien muertos, comenzaron a hincharse y a emanar un olor ácido, intenso, que de a poco fue mezclándose con la podredumbre. Faltaban algunas horas para el lunes 29 de abril. En Argentina, el Día del Animal.

2

Deán Funes es un pueblo rodeado de campos para ganado, ubicado en el norte de la provincia de Córdoba y a unos ochocientos kilómetros al noroeste de Buenos Aires. Aunque técnicamente sea una ciudad, sus veintidós mil habitantes conservan la costumbre de dejar las puertas siempre abiertas y conocen el nombre de cada persona y de cada perro. Porque en Deán Funes los perros callejeros tienen nombre, historia, territorio. Por eso la gente se entristeció tanto con la muerte del Verde, el perro de la plaza que acompañaba al canillita a repartir los diarios y asistía a misa, religiosamente, todos los domingos. Y muchos se alegraron porque Fantasma, “el perro que aparece y desaparece”, tuvo el buen criterio de esfumarse aquella noche fúnebre del veintisiete de abril de 2013.

A mediados de semana ya eran dos los contenedores llenos de animales muertos. Quedaron en la calle, al lado del hospital, frente al corralón donde la municipalidad guarda las máquinas. La gente se asomaba para buscar a su mascota desaparecida. Pero de a poco los cadáveres empezaron a reventarse, a sangrar. Tuvieron que tapar los contenedores con un nailon negro y recién una semana después enterraron a los perros en un basural.

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—Cavamos una fosa, un pozo de dos metros de profundidad. Pusimos una membrana plástica de PVC para que los fluidos de la descomposición no contaminen las napas —dice Daniel López, jefe del cuerpo de bomberos voluntarios, en una oficina del cuartel general—. Llenamos el fondo con perros y tiramos cal viva encima. Después va otra hilada de perros y más cal: es como si estuvieras haciendo una torta.

3

 

Con las albóndigas los perros tragaron metomil, un insecticida de uso agrícola para el control de un amplio espectro de plagas. Es un polvo conformado por pequeños cristales blancos que debe ser diluido en agua para su aplicación en los campos. No lo diluyeron, lo usaron en estado sólido mezclado con carne molida y grasa.

 

Pertenece al grupo químico de los carbamatos, que originariamente fueron creados como gases neurotóxicos para la guerra. La Organización Mundial de la Salud los clasifica como sustancias de banda roja: muy peligrosos para la vida humana. Una ley local prohíbe su uso a menos de quinientos metros de los centros urbanos, si se aplica con pulverizadores terrestres; y a menos de 1.500 metros si se aplica de forma aérea.

 

Para matar a un perro de diez kilos hace falta apenas un gramo de metomil.

 

El producto se comercializa en envases de 100 y 250 gramos.

 

Cotiza en dólares, como todos los agroquímicos, pero es accesible: el envase más chico puede conseguirse por once dólares en un comercio de agroquímicos de Córdoba. Aunque para comprarlo hace falta tener Cuit de productor agropecuario.

 

El metomil se introduce en el cuerpo por ingestión, por contacto y por inhalación, pero no hubo personas afectadas, más allá de algunos casos leves como mareos, náuseas o irritaciones. Quien armó los cebos sabía la dosis exacta que debía tener cada albóndiga para matar, a lo sumo, a un perro de treinta kilos. No más.

 

4

 

A tres meses de la matanza no hay definiciones y la gente se impacienta. Los vecinos responsabilizan al fiscal Eduardo Gómez por haber “congelado la investigación”. Él argumenta que nadie colabora, ni los testigos ni los imputados. La matanza de cientos de perros puede que permanezca para siempre entre los casos inconclusos.

 

Seis personas están imputadas por daño y violación a la Ley de Protección Animal. Son delitos con penas bajas, excarcelables. Cinco son inspectores municipales y el sexto dejó de serlo hace algunos años, cuando existía la antigua perrera.

 

Nadie los vio manipulando las albóndigas.

 

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—Las imputaciones se sustentan en indicios de presencia durante esa noche: tres inspectores estaban de turno, dando vueltas por el pueblo en una Trafic blanca, y los otros tres parece que tenían problemas con los perros. Nuestra principal hipótesis es que ellos se excedieron—dice Gómez, lento y sosegado en el modo de hablar.

 

Estuvieron de turno Roque Enrique Quinteros, Juan Santos Marques y Diego Oscar Allende. Si es verdad que ellos transportaron las albóndigas envenenadas en la Trafic —como sospechan los vecinos—, se expusieron a inhalar el veneno.

 

—Parece que esa noche la Trafic estuvo en el Hospital Romagosa porque Allende estaba descompuesto —dice el fiscal—. Pero justo llegó un patrullero y los inspectores se fueron antes de que los médicos pudieran revisarlo.

 

Si ellos hicieron el trabajo, la municipalidad tiene que haber dado la orden.

 

—¿Están investigando a algún funcionario?

 

—Primero vamos a tratar de confirmar las imputaciones que tenemos. Pero si se confirma esta hipótesis, sí, alguien tiene que haber dado la orden. Y no cualquiera sabe manipular este producto, hay que estar muy preparado.

 

—La gente dice que algunos inspectores tienen fama de maltratar a los perros.

 

—Los otros tres imputados son los hermanos Palomeque. Allanamos su casa y secuestramos una sustancia venenosa que no sabemos todavía si es metomil. Parece que estos hermanos se dedicaban a matar perros en la vieja perrera.

 

—Son mentiras—dice Darío Palomeque, un hombre de 31 años, alto, robusto y moreno como sus hermanos mayores, Francisco y Daniel. Está sentado en una oficina de la división de inspectores, donde se desempeña como mano derecha del director de Seguridad Ciudadana, Atanasio Solís, un ex gendarme que obliga a sus subordinados a vestir uniformes azules, gorra al tono y botas negras. De lejos, los inspectores de Deán Funes son idénticos a los policías.

 

—¿Recibieron la orden de envenenar a los perros de la calle?

 

—No. Nosotros no tenemos nada que ver. Yo creo que vino alguien de afuera; los policías dicen que no vieron nada, pero para mí dejaron el campo abierto para que alguien actúe.

 

—Los vecinos piensan que tus compañeros tiraron el veneno desde la Trafic.

 

—No tiene sentido. El veneno ese es muy tóxico: no podés llevarlo en un habitáculo cerrado, inhalándolo.

 

—Me gustaría hablar con tus compañeros.

 

—Los muchachos no quieren hablar.

 

—¿Qué hacen tus hermanos?

 

—Uno de ellos trabaja acá, en la parte de maestranza; cuando había que levantar a un perro iba él. Mi otro hermano no es inspector, cobra una pensión. Él la ligó de arriba porque los tres vivimos en la misma casa, la que allanaron.

 

—¿Qué se llevaron en el allanamiento?

 

—Un frasco de K-Othrina que uso para las garrapatas de mis perros, un Raid hogar y plantas y la costeleta que me iba a comer ese día. Tuve que almorzar puré solo.

 

5

Ante la ausencia de una versión oficial surgieron dos hipótesis acerca de quién mató a los perros y por qué. En el pueblo casi todos piensan que el municipio ordenó a los inspectores controlar a la población canina, “como hicieron siempre”, con la diferencia de que esta vez —sospechan— se les fue la mano con el veneno y no supieron cómo ocultar el desastre. Otros dicen que quisieron prevenir la fiebre negra.

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En Deán Funes hay una sobrepoblación de perros callejeros. Según dijo a los medios el subsecretario de Salud y Medio Ambiente del municipio, Carlos Gómez Calvillo, antes de la matanza había unos cuatro mil. Tres meses más tarde, en las calles la presencia sigue siendo notable: dos, tres, cuatro por cuadra.

La teoría se apuntala con la versión de que los Palomeque solían matar perros. Uno de los tres hermanos, Francisco, supo trabajar en la antigua perrera y de él se cuentan historias temibles, aunque nadie puede asegurar su veracidad. Francisco Palomeque estuvo internado en el neuropsiquiátrico de Santa María de Punilla en tres ocasiones, en 2003, 2004 y 2010. Su historia clínica indica que tuvo “trastornos con el consumo de alcohol”. En el imaginario su perfil encaja perfectamente: podría ser el “loco que mata perros”.

De todos modos, la mayoría de los vecinos piden que la Justicia investigue a los que dieron la orden.

—Los imputados no sacaron plata de sus bolsillos para comprar carne molida y un agroquímico. Los autores ideológicos son otros —dice el médico Javier Ocanto.

—Los inspectores son gente humilde: no van a elegir envenenar a un perro antes que darle de comer a sus hijos. Cae de maduro que, si fueron ellos, sólo cumplieron órdenes —dice el cura Sergio Romero.

Cuando ocurrió la matanza el intendente de Deán Funes, Alejandro Teijeiro, estaba llegando a Israel. Había partido diez horas antes de que apareciera muerto el primer perro. Regresó quince días más tarde y a la semana dejó su cargo para convertirse en funcionario provincial. Lo reemplazó en la intendencia el secretario de gobierno, Germán Fachín.

—¿Ustedes encargaron a los inspectores ejecutar la matanza de perros?


—Eso es una locura, no existió orden de ese tipo. Es insólito —la voz de Germán Fachín suena cansada en el teléfono—. Si a mí también se me murió un gato.


—¿En qué quedó la investigación interna que iban a realizar?


—En nada de nada. Negativo. No hay nada raro con los inspectores.


—¿Quién mató a los perros?


—Nosotros no. Pensá que para la gestión municipal esto es una mancha. Estoy seguro de que es una cuestión política, nos han querido perjudicar.


Aunque algunos especulan con una inusual vendetta política por los abruptos cambios de partido de Teijeiro —radical, kirchnerista, delasotista—, la mayoría piensa que se trató de una orden que fue cumplida con una eficacia delirante. Pero si el objetivo era disminuir el número de perros en las calles, ¿por qué simplemente no los castraron? ¿Y por qué no discriminaron entre callejeros y domésticos?


Un día después de la matanza, el médico, docente y ex subsecretario de Salud de Córdoba, Medardo Ávila Vázquez, dijo:


—Para exterminar a los perros, el gobierno provincial contrata a empresas especialistas en desinfecciones que saben cómo manipular el veneno. El objetivo es prevenir la leishmaniasis, una enfermedad mortal que los perros transmiten a los humanos. No van a reconocerlo, porque la enfermedad apareció por culpa de los mismos gobiernos que permitieron el desmonte.


Varios medios de comunicación las reprodujeron. El gobierno de Córdoba lo desmintió y el tema pasó al olvido.

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Ávila Vázquez es coordinador de la Red Universitaria de Ambiente y en 2009 trabajó en una campaña de fumigación contra el mosquito del dengue. El gobierno provincial había contratado a la Cámara de Control de Plagas (Coninplag), una decena de empresas pequeñas encargadas de realizar las fumigaciones. Cuando la tarea terminó, Ávila Vázquez le preguntó a un operario qué iban a hacer las empresas a partir de ese momento.


—Tenemos trabajo de sobra, ahora empezamos con los perros —le contestó.


En 2010 otro operario lo fue a ver al hospital en el que trabaja y le contó que ya habían empezado:


—Me dijo que tenían un contrato en Santiago del Estero para matar a cincuenta mil perros en un lapso de un año. Yo le pregunté cómo hacían y me explicó todo.


Le dijo que preparaban los cebos con dimetoato, un insecticida muy potente, pero que también podía ser metomil (tenía que ser un veneno que los matara rápido para que no pudieran irse a morir a otro lado). Comenzaban el trabajo a las diez de la noche y regresaban a las pocas horas para retirar los cadáveres y los cebos que habían quedado. Juntaban a los perros en un baldío y los enterraban.


—Me contó que suelen quedar algunos perros que no llegan a ver y que la gente los encuentra al otro día. Nunca son muchos, seis o siete. En esos casos la gente siempre piensa que hay un loco que los envenena.


Ávila Vázquez no hizo una denuncia formal ante la Justicia.


—No tengo pruebas concretas, sólo esta información. Los operarios no van a hablar, quieren seguir teniendo estos contratos. De todos modos, el fiscal nunca me llamó a declarar.


Sobre este punto, la secretaria de Prevención y Promoción de la Salud Mónica Ingelmo dijo que no existe un plan para eliminar animales o controlar enfermedades.


—Se pueden utilizar fumigaciones, que no son nocivas ni para animales ni para plantas — dijo, en declaraciones a los medios locales.
Sin embargo, expertos de la Red de Investigación de la Leishmaniasis en Argentina dicen que "la lucha contra los vectores con insecticidas da resultados en el corto plazo, pero a la larga es de poca efectividad".

El vector es un mosquito flebótomo, muy pequeño, peludo, jorobado, que se llama lutzomyia. Es de clima tropical y está bajando desde el norte a medida que el desmonte calienta las tierras del sur. En el norte de Córdoba ya está el flebótomo, los perros y las personas. Falta el parásito: la leishmania. Los expertos dicen que es cuestión de tiempo para que aparezca la enfermedad. Es el momento apropiado, entonces, para realizar acciones de prevención.


No es descabellado pensar el sacrificio masivo de perros como una medida para prevenir la leishmaniasis, sólo hay que rastrear cuales son las acciones epidemiológicas recomendadas. Desde el ministerio de Salud de la Nación reiteran que lo mejor es controlar a la población canina mediante la castración, sin embargo, en la página web del mismo ministerio, cualquiera puede descargar un PDF titulado “Leishmaniasis visceral, guía para el equipo de salud”, en la que se indica que “al no existir instrumentos para evitar que los perros infectados transmitan la enfermedad al hombre y a otros perros, la conducta indicada es el sacrificio humanitario de perros infectados”.


¿Y cómo se puede saber si un perro está infectado? Porque no siempre presentan síntomas. Hay que realizarle pruebas serológicas o un examen parasitológico, es decir: estudios de laboratorio. Y es complicado realizar análisis clínicos a cada perro que deambula por la zona de riesgo, porque la zona de riesgo abarca a las provincias de Salta, Jujuy, Formosa, Chaco, Santiago del Estero, Tucumán, Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, por nombrar a aquellas provincias en las que hubo casos recientes de leishmaniasis, según el último Boletín Integrado de Vigilancia del ministerio de Salud de la Nación, que da cuenta, en total, de 164 casos confirmados en Argentina entre 2012 y lo que va de 2013.


La leishmaniasis es una enfermedad antigua. Su tipo más peligroso, la visceral, también es conocida como Kala Azar o fiebre negra. Hay quienes aseguran que en el antiguo testamento aparece como la sexta plaga de Egipto: “Y vendrá a ser polvo sobre la tierra de Egipto y producirá sarpullido con úlceras en los hombres y en las bestias”. Hoy se la considera una enfermedad reemergente.


Los especialistas dicen que es lo que se viene a nivel epidemiológico. Que en cinco años va a ser muy común. Que hay que aceptar que de la mano del calentamiento global la enfermedad avanza, lenta pero inexorable.


Existen tres tipos de leishmaniasis: cutánea, mucosa y visceral. Las dos primeras provocan ulceras, mutilaciones y discapacidad. La última es la forma más grave: afecta órganos internos y sin el tratamiento adecuado es letal en el noventa por ciento de los casos.
¿Tiene sentido que los gobiernos ordenen matar a los perros para frenar su avance?


El especialista en enfermedades tropicales Hugo Pizzi dice que en general se mata a los perros, que son un eslabón importante de la cadena epidemiológica. Que antes las perreras lo hacían sin problemas, pero que ahora se hace de manera más velada porque es muy criticable.

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En 2008, cuando se conocieron los primeros casos de leishmaniasis visceral en Misiones, la municipalidad de Posadas ordenó el sacrificio de 1.500 perros. Organizaciones proteccionistas se manifestaron y, según denuncias, las matanzas continuaron de manera solapada. Después, en 2010, quinientos perros fueron sacrificados por la municipalidad de Santo Tomé, Corrientes; y en 2012 doscientos perros callejeros aparecieron envenenados con agroquímicos en Paysandú, Uruguay. Y este año hubo, además, asesinatos no tan masivos: treinta perros en Tanti, doce perros en Bell Ville, ocho en Jesús María; veinte en Rosario; diez en Luján. Y la lista sigue.


—Cuando nos enteramos de la matanza de Deán Funes inmediatamente lo relacionamos con la leishmaniasis, porque desde 2010 sabemos que la lutzomyia está en el norte de Córdoba, justamente, en la zona de Deán Funes —dice, por teléfono, el jefe del servicio dermatológico del Hospital Pediátrico de Córdoba, David Dib.

6

 

La de abril no fue la primera matanza de perros en Deán Funes.

 

Tres meses atrás había ocurrido lo mismo, pero con una diferencia: esa vez, casi doscientos desaparecieron de las calles. Sólo que antes pudieron ser fotografiados, uno a uno, por Gabriela Luna, de la protectora de animales.

 

—Fue el 9 de febrero, también un sábado a la noche. Veíamos a un perro muerto, volvíamos unos minutos después y ya no estaba. Alguien los iba levantando, pero no sabíamos quién. Por eso comenzamos a sacarles fotos.

 

Luna contó 189 cadáveres. Al día siguiente, los inspectores municipales dijeron que sólo habían encontrado a diez. Luna y Zambrano salieron entonces a buscar los cuerpos desaparecidos y los encontraron, chamuscados y a medio quemar, en un terreno cercano al predio donde la municipalidad entierra la basura.

 

—Eran los que yo tenía en las fotos —Gabriela Luna va mostrando en su celular decenas y decenas de animales ennegrecidos por el fuego. Algunos estaban envueltos en las bolsas celestes de la municipalidad.

 

—Esa es la prueba —dice Gabriela Luna. Los policías del pueblo aceptaron las fotos, pero cuando fueron al descampado, un día más tarde, los perros ya no estaban. El fiscal admitió que no hubo investigación y prometió agregar este hecho a la causa.

 

—Nadie nos creía. Después vino la matanza de abril. Hablaron de doscientos animales muertos, pero fueron muchísimos más: setecientos por lo menos.

 

—En el pueblo dicen que nosotras somos “señoras bien” que nos pasamos el día entero leyendo revistas y, como no tenemos nada que hacer, ayudamos a los perros —dice Zambrano, sentada en el jardín de su casa, en el que hay césped bien cuidado, una palmera, un bebedero para pájaros y una enorme bolsa con veintidós kilos de alimento balanceado. Los ladridos resuenan dentro de la casa, perros de todos los tamaños saltan y se asoman por las ventanas. En febrero murieron tres —Lili, La Pipa y Fido— después de comer cebos envenenados. Zambrano ofreció una recompensa de cinco mil pesos a cambio de que alguien le dijera quién había matado a los animales, pero no consiguió nada.

 

Hasta la municipalidad negó que estuviera pasando algo raro.

 

—Nos tomaban como loquitas, no nos creían.

 

Por eso en abril, cuando volvió a ocurrir, Zambrano envolvió el cadáver de Lola en una bolsa y lo guardó en el freezer para esperar la autopsia. Para que nadie pudiera decir, esta vez, que a los perros no los habían matado.