Diego Velázquez tenía 24 años cuando se convirtió en el pintor oficial de la monarquía española. Los reyes, fascinados por sus obras, lo mandaron a llamar y ese mismo día, el joven sevillano entró al Palacio por primera vez. Pero Felipe IV estaba tan ocupado que no pudo posar para él. El príncipe de Gales, más relajado, le pagó cien escudos y se dejó retratar en el acto. A lo largo de varias horas, durante décadas, Velazquez pintó a la familia real con respeto y precisión. Recién a sus 57 años se animó a la irreverencia de retratar a las sirvientas del palacio en primer plano, y en un pequeño espejo, fuera de escena, muy de fondo, a los monarcas. “Las Meninas” es considerada hoy una obra maestra, un clásico reproducido y estudiado hasta el cansancio en todo el mundo.
Cuatrocientos años después, los integrantes del grupo argentino Mondongo escucharon que una voz castiza les decía por teléfono que los reyes querían que ellos hicieran sus retratos. Antes, aclararon, debían decir con qué material trabajarían y la casa real debía aprobar el proyecto. Al principio, creyeron que era una broma. Después tomaron decisiones: nadie debería posar. Buscaron una imagen en la web para usar de referencia. Y con una técnica puntillosa de trabajadores esclavos, Juliana Laffitte, Agustina Picasso y Manuel Mendanha trabajaron durante veinte horas para acomodar 60 mil piezas de espejos para hacer las caras reales sin perder la astucia.
— Para que nos aceptaran el proyecto les dijimos que el pueblo se refleja en la monarquía —dice Juliana en su taller.
Mondongo les estaba vendiendo espejitos de colores. Con malicia indígena, se resistían a ser cortesanos. Una irreverencia para revertir la lógica colonialista.
— Antes de entrar al palacio, nos fumamos un porro.
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En 2008, Agustina, que ya no participa del grupo, se radicó en Estados Unidos.
—Su alejamiento fue un proceso muy natural. No hubo una ruptura abrupta — dice Juliana, mientras fuma su cuarto cigarrillo del encuentro, en el taller de Plaza Italia que comparte con Manuel, su marido. Hasta este refugio, alejado de la calle por un largo pasaje, no llega el bullicio típico que a esta hora provocan tantísimas líneas de colectivo.
Agustina Picasso integró Mondongo durante diez años y hace cuatro que vive en Estados Unidos. En los inicios del grupo, estuvo casada con Eduardito Costantini, heredero del imperio Malba que fundó su padre; el empresario bautizó a su hijo bajo el mismo nombre. Pocos meses atrás, Agustina tuvo un bebé con el dibujante estadounidense Matt Groening, el creador de los Simpson. Rubia y alta –una suerte de Stacy Malibú- , conoció a Matt Groening en 2007, en una exposición dedicada a Walt Disney. En aquellos años Mondongo ya había viajado varias veces para exponer sus obras en galerías de Los Angeles, Denver y New York. La artista de 36 años cambió su nombre en facebook por el de “Agustina Picasso Groening”.
—¿Replantearon el modo de trabajo con la partida de Agustina?
—No, fue mutando, de manera muy paulatina. Además, somos un grupo, tenemos ayudantes, algunos vienen, otros se van— dice Juliana.
¿Hubo algún conflicto en este trío artístico? Desde Los Angeles, Agustina opta por el silencio; no responde a los reiterados intentos de contacto de Anfibia. Cuando una sociedad se termina, cada parte se lleva, en su fuero íntimo, las explicaciones de la ruptura. Aunque, desde su entorno, deslizan ambiciones distintas y pensamientos opuestos. “¿Si seguimos en contacto? No. Tomamos caminos diferentes”, dice Juliana, seca, y pone punto final al asunto.
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Ruth Benzacar hecha con fósforos, Jorge Glusberg con caramelos media hora, Ignacio Gutiérrez Zaldívar con comida para perros, Sergio de Loof con botellas de vino, Federico Klemm con tachas sobre cuero, Pablo Suárez con carne picada, Patricia Rizzo con jabón de tocador, Amalita Lacroze de Fortabat con perlas falsas. Después de su muestra debut en el Centro Cultural Recoleta, en la que usaron 120 máscaras mortuorias, le siguió otra en la que retrataron a varios integrantes del circuito artístico. Cuadros de quienes suelen decidir qué es arte y qué no, colgados en las paredes de la galería Schuster-Braga Menéndez. Un gesto simple pero efectivo. Marketing en su más pura expresión. El efecto llegó hasta Hollywood.
El actor Vigo Mortensen, famoso por su rol de Aragorn en “El señor de los anillos”, y también por su idolatría a la camiseta de San Lorenzo de Almagro, está en Argentina.
Llegó para presentar un libro de su editorial Perceval Press, y sólo admite responder a unas pocas preguntas.
—Lo que ellos hacen me gusta mucho- dice con un tono monocorde. Arrastra la erre y aunque vive en Los Angeles y se codea con las celebridades Hollywoodenses, nunca perdió su tonada porteña.
—Les encargué un retrato de David Cronenberg. Lo hicieron, se lo enviaron y a él le gustó, eso es todo—dice. La obra de los argentinos cuelga en el living de la casa del realizador de cine canadiense, que dirigió películas emblema como “Crash”.
—En la última muestra trabajaron con Kevin Power —dice Mortensen sobre su amigo crítico de arte, quien murió hace poco-. Tengo ganas de editar un libro con sus poesías, para homenajearlo, y ya hablé con su mujer para poder usar en la tapa el retrato que los Mondongo hicieron de él.
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Hay quienes aseguran que Mondongo produce arte para bobos. Es un término que, traducido del francés, (bourgeois bohèmes) refiere a los miembros de un grupo social caracterizado como burgueses bohemios. Una nueva clase acomodada de gustos sofisticados que es funcional al capitalismo desde sus simpatías contraculturales y hábitos de consumo. ¿Fueron bobos los que les encomendaron hasta el hartazgo sus retratos? Mondongo pudo haberse dedicado a hacer crecer ese kiosco hasta enriquecerse.
—Podríamos seguir con los retratos por encargo y ganar mucha guita con eso, o con la serie de Caperucita, todavía nos la siguen pidiendo. Lo mismo con las calaveras, y ésta es la última —jura Manuel mientras señala un cráneo que oficia de testigo del encuentro en su taller.
— Tratamos de escaparle al éxito monetario, cuando se empieza a convertir en una fábrica o vemos que tiende a eso, lo damos de baja y emprendemos un nuevo camino.
Esto también podría funcionar como una estrategia diferente de mercado pero no es la que la mayoría de los artistas consagrados, globalizados, elige. Otros talleres han crecido hasta convertirse en expendedoras de mercancías estetizadas, y ellos en gerentes de la marca que lleva sus nombres. Se la pasan viajando en clase ejecutiva y se replican a sí mismos produciendo idénticas obras que exponen, en simultáneo, en ferias y bienales por el mundo. Mondongo, en cambio, elige hacer carrera internacional desde Buenos Aires. Adscribe al “Pinta tu aldea –desde tu aldea– y pintarás el mundo”.
El dinero como concepto, como materialidad, fue tematizado más de una vez en su obra. En 2009, en la galería Ruth Benzacar presentaron la muestra Merca, donde se destacaba un gigantesco billete de dólar realizado con 40 mil clavos, un tejido de hilo plateado y un fondo de petróleo. En ese entonces, sus obras cotizaban entre 3 y 15 mil dólares.
Pero ellos ahora no quieren hablar de dinero. Es imposible que digan el valor de sus obras. Ante la pregunta Manuel da un certero rodeo:
— No tiene sentido que lo digamos, es algo que va cambiando con el paso del tiempo. Genera una fantasía en la gente que es irreal, porque un precio de una obra puede sonar rimbombante y a eso tenés que restarle los gastos que implica, las comisiones, los materiales, meses y meses de trabajo nuestro, de otras personas, a veces pasamos años sin sacar obra nueva del taller. Es una rueda enorme.
La galerista Orly Benzacar es la heredera de la histórica galería fundada por su madre en 1965. Se mueve en el mercado internacional, y dice que cada vez que lleva piezas de Mondongo a las ferias del mundo, las vende.
Se rumorea que las últimas llegaron a rondar los 30 mil dólares. Es probable que cuando ingresen al mercado internacional esa cifra se duplique. Pero cuando una obra se revende una o dos veces más, sus creadores no reciben nada de esa transacción. Entonces la pregunta sin respuesta: ¿a cuánto equivale la fuerza de trabajo de un artista?
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En el estudio, sobre un estante, bien alto, se apoya un cuadro de San Cayetano. Manuel lo vio en la calle tirado y lo rescató, cuenta Juliana con algo de desdén, como quien quiere restarle importancia al asunto. Quizás para desligarse de cualquier culto a un santo, tal como suele predicar la doctrina evangelista en la que fue criada. Pero hay en ellos algo devocional hacia el trabajo.
A diferencia de otros artistas contemporáneos del circuito local, alineados a las huestes del arte conceptual –ese que privilegia la idea por sobre el objeto y ha dado obras de intensa reflexión pero también gestos crípticos que dejan al público en un absoluto desamparo semántico– Mondongo pertenece a una cofradía de “artesanos laburantes”, al decir de su amigo pintor Marcelo Pombo. Una vereda que los acerca también a incansables artistas, abocados a un trabajo manual, estudiosos de sofisticadas técnicas, como lo son otra dupla creativa conformada por Leo Chiachio y Daniel Giannone, o Mónica Millán, por mencionar solo algunos. En la era de la mentada “desmaterialización del arte” estos artistas proponen un exceso de materiales y destreza manual. ¿Vale la pena invertir tanto esfuerzo? ¿Para decir qué?
El taller encierra un armonioso desorden repleto de libros de arte, dibujos, pinceles, recortes de diarios del exterior donde los nombran, un conejo blanco de peluche, pedacitos de plastilina, fotos blanco y negro de Juliana de chica. También la presencia inquietante de una Blancanieves adormecida de plastilina. Sin terminar, está dispuesta como un santo popular, y va a estar rodeada de la villa 31. Al lado, una fotografía apócrifa que amplía las figuras de John y Yoko y, gracias al fotoshop, los muestra abrazados a los Mondongo. En los muebles y en las paredes del baño hay frases escritas con birome. Una obra de Sergio de Loof, un simple cartel que reza la palabra “Poco”, sólo puede leerse en clave irónica en este contexto.
En una visita al subsuelo, Manuel abre las puertas de los placares donde guardan cientos de carretes de hilos de colores, colocados prolijamente uno junto a otro, con los que “pintan” los retratos. Un poco más allá, bolsas y bolsas llenas de plastilinas de colores, que encargan a la fábrica de Alba por toneladas. En ese reducto de dos plantas se pasan casi todo el día, en una dedicación que raya con lo obsesivo. “Nuestra hija Francisca llegó para poner una especie de coto a la inminente locura. Vivíamos acá adentro”, admite Juliana.
Ahora trabajan de nueve de la mañana a siete de la tarde. A veces, ella aparece un poco más tarde, después de sus clases de yoga. La mayor parte del tiempo andan vestidos como eternautas pop, con máscaras y trajes protectores, para no entrar en contacto con la resina que utilizan para conservar las obras, tan tóxica como efectiva. Trabajan los retratos en solitario: ella arma los bollos de hilos de colores, él los coloca en el bastidor, mientras van dando cuerpo a las facciones del retratado, con una técnica que les permite una gran densidad psicológica. La música es fundamental para hacer llevadera la tarea, una rutina que llega a ser tediosa. Escuchan clásica, jazz, electrónica. Y también cumbia.
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—Sacame esta música de mierda porque si no te rompo todo— repitió el escritor Rodolfo Enrique Fogwill por tercera vez. Los integrantes de Mondongo, que trabajaban en el estudio, volvieron a ignorarlo. De fondo sonaba rock pesado. El escritor le dio una patada a la computadora y el aparato voló unos pocos metros hasta quedar destartalado en el piso.
Juliana y Agustina lo habían conocido en una celebración de la revista El Porteño en el Centro Cultural Recoleta. Alguien se los presentó y se quedaron charlando. Bebieron un trago, luego otro más. Cuando ellas dijeron que se iban, que ya estaba bien por esa noche, él se sumó “de baboso”, dice Juliana. Llegaron los tres al taller de Plaza Italia y se encontraron con Manuel. A partir de ese momento, el autor de “Los Pichiciegos” empezó a visitarlos una vez por semana.
—Era un sparring para las ideas —dice Manuel.
Y no solo Fogwill, también Juan L. Ortiz, Leónidas Lamborghini, Néstor Perlongher y escritores más jóvenes como Cecilia Pavón, conforman un universo literario que es central en los procesos creativos de Mondongo. Sus lecturas están también amasadas en ese barro neobarroco de plastilina.
Fogwill era capaz de entrar al taller completamente fuera de eje y recitarles poemas de Pessoa con una gracia inaudita. Y a los cinco minutos ponerse de malhumor.
—La re puta que los parió. Son unos hijos de puta—dijo apenas vio el retrato que habían hecho de él.
El cuadro le afectó, cuenta Manuel. Sin pensarlo, ellos reflejaron su respirar conflictuado. En la boca medio abierta, en la expresión cansina, aparecía el enfisema.
La computadora golpeó el piso con un ruido seco. Después, a Fogwill le dio culpa y estuvo tres horas tratando de arreglarla. Esa noche, en el taller, pidieron unos fideos y se sentaron a comer todos juntos. La amistad había sido puesta a prueba. Y se impuso a la intermitente ferocidad del escritor.
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—Se cortaron solos —dicen algunos de sus ex compañeros de la la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Los recuerdan aislados del resto: a Juliana más trash, a él como alguien más tranquilo.
En 1999, Juliana Laffitte y Manuel Mendanha cursaban el último año y, a través de una amiga en común, conocieron a Agustina Picasso. Los tres pintaban con óleo y hacían retratos. Viajaron a Nueva York y se les ocurrió trabajar juntos.
Manuel y Juliana no se cansan de decir que vienen de “cunas antagónicas”. Ella nació en San Nicolás, un pueblito del norte de la provincia de Buenos Aires, en una familia muy religiosa. A los 13 años se mudó a Villa Ballester primero y a José León Suárez después. Desde chica intuía su inclinación artística, le atraía la música, la poesía y la plástica. Lujos que sus padres no practicaban ni incentivaban.
Manuel se crió en el barrio de Núñez. Sus padres eran militantes de izquierda. A los ocho años, se pasaba el día dibujando con lápices y témperas de colores. Todavía recuerda cuando su papá lo llevó a ver una muestra de Antonio Berni. Él no podía creer que un tipo hiciera obras de arte con basura, objetos viejos, latas y trapos. Se fascinó con la forma en que los materiales se transformaban en otra cosa.
Hizo la secundaria en el colegio Nacional de Buenos Aires. Con un amigo de aquellos años deliraban con la invención de un nuevo y necesario movimiento artístico. Y pensaron en el guiso que, cocinado con varios ingredientes, cuajaba con el tipo de arte que les parecía que hacía falta: algo popular, accesible y devorable. Más tarde, recordó esa charla y le dio nombre al grupo.
Ante la misma pregunta Manuel y Juliana no responden igual. Se contradicen, se interrumpen, se hacen chistes y, por turnos, matizan las afirmaciones del otro.
Se casaron en 1998 en una ceremonia evangelista, para contentar a los padres de Juliana. Manuel, ateo, accedió a visitar a un pastor que tenía fama de vidente. Al día de hoy, ella sostiene que el hombre tiene poderes sobrenaturales. Así que fueron a verlo hasta un templo de El Palomar. La iglesia parecía un sórdido estacionamiento techado. El religioso los esperaba del otro lado de una mesita de madera que no podría llamarse altar. Apenas hechas las presentaciones, el pastor le preguntó a Manuel:
—¿Por qué te querés casar con Juliana?
Manuel, que tiene una forma de expresarse pausada, empezó a hablar rápido, casi gritando, como poseído, vociferando las razones para elegirla. Él, que antes dudaba, salió del lugar convencido de que quería que los casara ese pastor.
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Con el encargo de la familia real, los Mondongo se compraron su primera computadora.
¿Por qué, con la posibilidad de elegir a cualquier artista en el mundo que retrate a sus monarcas, los españoles se inclinaron por un grupo de argentinos? En ese entonces, empresas ibéricas eran dueñas de los aviones, el agua, el gas, la telefonía y hasta la explotación petrolera de nuestras tierras. Suele decirse que Argentina estaba regalada.
“¿Por qué despiertan tanta curiosidad estos jóvenes iconoclastas que algunos califican de geniales?”, se preguntaba, en 2004, el crítico del diario La Nación Julio Sánchez. Y seguía: “Sólo el tiempo dirá si son un buen producto del mercado o el emergente histórico de una sociedad en crisis”. Acababan de inaugurar una nueva muestra en la galería Maman. La mitad de las obras ya estaban vendidas una semana antes de la inauguración. Algunos de los compradores eran el museo londinense Tate Modern y el MoMA neoyorquino. Las invitaciones mostraban las fotos de sus bodas, incluso la de Agustina con Eduardo Costantini, aunque ya estaban separados: un llamativo gesto de marketing personal.
La exposición incluía dos series: Esa boca tan grande, con Caperucita roja de plastilina. La niña era una lolita seductora y el lobo un dandy encantador. La Serie Negra, recreaba escenas de sexo explícito bajadas de Internet y modeladas con galletitas dulces como Sonrisas, Melba, Oreo y Manón. Estas muestras, combinadas con los retratos de la realeza, les trajeron una popularidad poco frecuente para los artistas plásticos argentinos: los invitaron al programa de Susana Gimenez. Los susanos bailando de fondo, el maestruli en el piano, el sillón blanco iluminado y la conductora de la televisión argentina de charla con los tres veinteañeros, entre nerviosos y divertidos, como si estuvieran delante de la directora del colegio luego de hacer una travesura que no les permite parar de reírse.
—¿Qué les preguntó Susana Giménez?
—Y… mucho sobre la guita— dice Juliana.
— Que es el sistema de valoración de la sociedad contemporánea—comenta Manuel.
— No teníamos muchas armas para responder en ese momento. Éramos medio nabos. Imaginate, más nabos que ahora —.
En 2005 también fueron a La noche del 10, el programa de Diego Maradona, que convocaba artistas y al final del ciclo remataba sus obras. Mondongo hizo la cara del Diego con cadenitas de oro. Fue la más cara de toda la subasta: Maradona quería tenerla, y llegó a ofrecer 165.000 pesos pero se plantó cuando el Casino Victoria quiso pagar 170 mil. Entre bambalinas, los tres vieron a Xuxa, escucharon a Valeria Lynch clarear la garganta y comieron el asado en cruz que hizo el Chaqueño Palavecino. Muchos de sus colegas los criticaron por lo bajo. Lo trataban de fashion, acomodados y cholulos.
—¿Cómo se llevan hoy con el ambiente del arte?
—Con el paso del tiempo sentimos que hay una especie de respeto al trabajo sostenido. Lo de la moda está descartado, lo de fashion también, porque no vamos prácticamente a ningún lado, somos medio ‘outsiders’—dice Juliana.
No participan del ritual del show off del mundillo del arte. Prefieren recibir amigos en su taller, charlar y tomar hasta tarde. Sus maneras parcas pero atentas y concentradas no responden al imaginario de excentricidad de un artista contemporáneo. Quienes mejor los conocen los describen como un dúo cuyos temperamentos se complementan y equilibran. Manuel es un imperturbable. Juliana más explosiva. Ella se viste con colores negros a tono con su pelo largo y una sencilla cruz plateada en el cuello. Él, barba tipo mosquetero y algo de melena como los jóvenes de los setenta; casi siempre con camisa sobre remera y pantalones informales. Como si hicieran de su vestuario un guiño inconciente a su procedencia familiar.
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En 2008, la diseñadora japonesa Rei Kawakubo los contrató para utilizar su obra en los volantes de difusión de la casa de modas Comme des Garçons. La marca parisina tiene filiales en 25 países. Recién después de Mondongo, convocaron a otros artistas jerarquizados a nivel mundial como los Brothers Quay, el Ai Weiwei y el fotógrafo suizo René Burri, reconocido por sus famosísimos retratos de Picasso o el Che Guevara. En una nota al diario Clarín en aquel momento Juliana dijo, exhaltada:
— Para nosotros, Kawakubo es Jesucristo. Nos permitió tener una difusión que nunca podríamos haber logrado solos.
Entre aquella felicidad de tener el abrigo especulativo del mercado, empezó a colarse la sensación de estar presos en una “picadora de carne”, que ahora tratan de evitar, dicen.
—No queremos ir a feria tras feria, sacar una obra detrás de otra. Si te dedicás a solventar las demandas del mercado te convertís en un muerto. Si entrás en ese camino vas socavando tu integridad— asegura Manuel.
—Y nos ha pasado, por supuesto —admite Juliana — Y lo hemos sufrido muchísimo. Al principio estábamos alegres de poder vivir de nuestro trabajo, de hacer un retrato tras otro, y en un momento nos dimos cuenta de que era muy triste. Ahí dimos el golpe de timón.
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—Estás equivocado, Manuel. ¿Qué pensás hacer? ¿Vivir como un artista cortesano? —dijo, enojado, el cineasta Mariano Llinás. Mientras caminaban junto a filas de automovilistas que esperaban su turno para llegar al surtidor, su amigo le había dicho que iba a renunciar al MALBA, donde trabajaban los dos en el área de cine. Fue después de volver de España. Llinás lo reprobaba, también, por cuestiones personales: Manuel era un aliado en ese lugar donde no suele haber demasiada solidaridad. A partir de ese momento se hicieron amigos. Junto al cineasta y dramaturgo Agustín Mendilaharzu, suele ir al taller a filmar a los artistas en acción.
—Ahora, en vista de lo que pasó, veo que mis reparos eran equivocados— cuenta el director de “Balnearios” mientras fuma su pipa en el bar de la calle Laprida. Llegó acompañado de un ovejero alemán.
Llinás piensa que les hizo muy bien dedicarse cien por ciento a su trabajo.
—De todos modos, hubo un momento en el que sí boludearon un poco, del cual supongo que se arrepienten mucho, cuando empezaron a cobrar cierta fama. Se convirtieron en personajes de la televisión, fueron a lo de Susana Giménez y me da la impresión de que eso les hizo mucho daño porque se los asoció muy rápidamente a un lugar muy superficial, frívolo y eso no lo perdonan. Y muchos le hicieron la cruz por esa época, lo cual me parece razonable.
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No llevan la cuenta de las obras que hicieron durante su carrera. Lamentan que no haya prosperado un físicoculturista musculoso realizado con salchichas, o un retrato de caramelos Yummies. Sí lograron armar la cara del papa Juan Pablo II con ostias y la figura de Eva Perón con panes. También experimentaron con carnes, ciervo ahumado y quesos. La crítica Victoria Verlichak escribió meses atrás en El País de Uruguay: “Afortunadamente, dejaron atrás la irritante utilización de alimentos; en 2004 manipularon cientos de kilos de fiambres y quesos, pan y galletitas en un país con alarmantes índices de desnutrición”.
—Cuando hicimos la serie de carnes fue muy violento – cuenta Manuel sentado en una de esas típicas sillas de director de cine que tienen en el taller–. Si funcionaba, si realmente tenía algún impacto, sabíamos que iba a ser violento hacer cuadros con carne, cuando en este país la mitad se moría de hambre.
—Fue una experiencia irrepetible, la carne es algo espantoso para trabajar —dice Juliana mientras aplasta entre sus dedos un trocito de plastilina que, junto a los hilos de algodón, es el material básico de sus últimas obras.
—Éramos como Hannibal Lecter, cada vez que abrías nuestra heladera estaba repleta de carne.
—Forma parte de un pasado que tiene que ver con la juventud, más enloquecida.
Por el tamaño de sus proyectos, en el 2005, sumaron asistentes: estudiantes de bellas artes pero también de filosofía, cocina, música o letras.
—Nos preguntamos ‘qué pasa que siempre estamos desesperados por hacer cosas enormes’ —dice Juliana—. Envidio un montón cuando veo obras pequeñas que me tocan el corazón. Nosotros no podemos salir de la locura del tamaño, del barroquismo. Creo que debe tener que ver con un alarde de nuestra inseguridad.
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En la entrada del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires unas 30 personas de diferentes edades miran a Juliana y Manuel. Los artistas llegaron puntuales, ambos vestidos con camisas leñadoras y zapatillas, para empezar una visita guiada a través de la muestra “Argentina”, su última producción. Hace cuatro años que no exponen aquí.
—¿Ustedes son hermanos? —preguntan desde el público. Juliana se ríe y responde paciente al múltiple y repetitivo interrogatorio de los asistentes. Solo se aparta un momento para usar su celular y verificar si Francisca ya llegó a su casa de la escuela. Su hija, de seis años, suele participar de las obras. Toma pedacitos de plastilina, los moldea despacito y con toda naturalidad coloca su creación en medio de los paisajes en los que trabajan sus padres.
La muestra ocupa dos salas. En la primera, grandes retratos sobre los muros, un cubículo negro que contiene un esternón realizado con cien mil monedas de 5 y 10 centavos que, sin estructura, se sostienen por su propio peso. Cuatro cajas con luz se incrustan en una pared, con una serie de túneles agobiantes. Ellos dicen que representan las vías de escape de la humanidad.
La recorrida comienza por el gran retrato de Francisca y sigue con el de Manuel de chico. El rostro está velado con un trozo de tela cuadriculada que parece pixelar analógicamente sus facciones para ocultarlo y contradecir su existencia como retrato. Más allá, Juliana muestra el cuadro de ella embarazada, “con unos kilitos de más”, dice su marido, y ella no deja de masticar chicle. Luego la madre y la abuela de Manuel.
—Estos cuadros no se venden, pertenecen a nuestra intimidad— dice él.
Hay un doble juego entre los géneros de la pintura en esta exposición de Mondongo. Por un lado, una especie de retratística minuciosa del paisaje que carga de temperamento a la naturaleza y por el otro, construyen un paisaje de retratos, un micromundo familiar y reservado pero a gran escala.
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Juliana y Manuel suben las escaleras del MamBA y el público los sigue. En el segundo piso se estrenó una nueva sala con paisajes hechos de relieves en plastilina, en los que los Mondongo estuvieron trabajando durante cuatro años. Quince cuadros de 3 metros por 2 -una franja encadenada de 45 metros- de una geografía abrumadora.
Los paisajes arremolinan referencias desde las ambientaciones cromáticas de Los nenúfares de Claude Monet, hasta la exuberancia animada de los bosques de La Princesa Mononoke del ilustrador japonés Hayao Miyazaki. Se pueden ver las caritas de los minúsculos espíritus de la naturaleza habitando esas superficies trabajadísimas. La sucesión de enormes cuadros genera una narración visual por la metamorfosis desde la espesura del pantano hasta el remanso del río a cielo abierto. Son para observar en detalle, detenerse por un largo rato en cada uno, encontrar las pequeñas disonancias que aparecen, en cada uno de los paneles como llevadas y traídas por el agua: unas zapatillas colgando de una rama que nos conecta con la tragedia de Cromagnon pero que también señalan, en el conurbano, la presencia de un dealer; un helicóptero de rescate o huída; una oreja cortada como la famosa de Van Gogh o como la ominosa de Blue Velvet de David Lynch; letras y signos enigmáticos; pájaros como aviones o viceversa, sobre el río que fue testigo de los vuelos de la muerte en el delta litoraleño. Y una única figura humana, la de “el Keto”, un entrerriano que vive de la caza y de la pesca. Sus diminutas manos ensangrentadas son una mancha roja casi imperceptible en el magma verde del bosque. Si nos alejamos se descubren calaveras. Quizás aquí, pese al déficit en la ecuación de forma y contenido que pueda achacárseles, logran alejarse del impacto para alcanzar un estremecimiento.
Los Mondongo no pisaron el museo de la Orangerie de las Tullerías, ni vieron el montaje oval de los paisajes de Monet. Lo que tuvieron en mente para este trabajo fue algo más local: una exposición sobre los panoramas realizados por Augusto Ferrari, padre de León, hace ya algunos años en el Centro Cultural Recoleta. Combinan los panoramas de antaño. Imágenes verosímiles que representan paisajes urbanos o campestres, escenas de guerra o religiosas de manera fidedigna. Y, como antes, llegan a acoplar elementos escultóricos para acentuar el efecto de realidad. En sus paisajes, hacen un comentario de las vicisitudes de la vida social de un país y de la humanidad. La exigencia de contemporaneidad del realismo del siglo XIX subyace en esta obra del grupo. Una coleccionista latinoamericana pregunta si están a la venta.
—Sí —responde Juliana y la cara de la mujer se ilumina—. Todos juntos.
Las últimas palabras transforman la sonrisa de la mujer en una mueca de desilusión.
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Abu Dabi es de los mayores proovedores de petroleo del mundo. En su capital se instalaron poderosas empresas y bancos multinacionales; un punto de ebullición y negocios entre Oriente y Occidente. También se organizan ferias de arte que visitan los millonarios gobernantes. Hasta allá viajó el año pasado una obra de Mondongo. La princesa la vio y sintió que tenía que ser de ella. Un retablo gigante, de 6 metros de largo, que muestra un paisaje de una villa miseria, con sus techitos de chapa, sus casas humildes y un Diego Maradona de niño, en primer plano, con la camiseta celesta y blanca, haciendo jueguito con la pelota. La imagen se compone como un puzle de fragmentos de decenas de villas del mundo, favelas de Brasil, jhuggis de la India, y otras versiones del paisaje contemporáneo: el hacinamiento humano.
—¿Por qué creen que la princesa de Abu Dabi compró una obra de arte de 6 metros de largo de una villa miseria?
—Porque tiene onda la princesa— dice Juliana
—Y… en un punto, es lo mismo que Berni colgado en las casas de la aristocracia argentina, en escala es todo lo mismo— dice Manuel. Se rumorea que la princesa está armando una colección pensando en el futuro museo Guggenheim de Arabia Saudita. Y es inevitable que Mondongo se ilusione. “No tenemos la certeza de cuál va ser el destino de esa obra pero… ojalá”, confiesa Juliana.
Quizás esta transacción absurda efectivizada desde la opulencia más absoluta para rendir culto e idolatría a la pobreza más urgente –allí enmarcada, acotada, limitada dentro de un retablo– obedezca a una suerte de estética del cinismo que opera en el mundo del arte contemporáneo. Y claro está que, fuera de él, también.