El rey de la selva
(diciembre de 2023-febrero de 2024)
El 10 de diciembre de 2023 fue un día caluroso y soleado. A diferencia de sus antecesores, Milei decidió no hablarle a la Asamblea Legislativa. Se presentó ante los senadores y diputados solo para recibir los atributos del poder y realizar el juramento formal. En ese breve acto, se abrazó fríamente con Alberto Fernández, el presidente saliente, y mantuvo un intercambio cálido con la vicepresidenta Cristina Kirchner, a quien hizo reír al mostrarle que su bastón presidencial llevaba tatuadas las imágenes de sus cinco mastines ingleses: Conan, Murray, Robert, Lucas y Milton.
La decisión de no hablarle a la Asamblea Legislativa era una declaración de guerra contra la política tradicional, que Milei definía como «la casta». Una vez que juró, el nuevo presidente salió del edificio del Congreso y se acomodó en un atril en el exterior. Desde ahí, se dirigió a los seguidores y, al mismo tiempo, dio la espalda a los legisladores, sus enemigos. En el momento en que Milei iniciaba su discurso, la vicepresidenta electa, Victoria Villarruel, subió las escalinatas y se retiró abruptamente del acto. Así como Milei le daba la espalda a la Asamblea Legislativa, ella le daba la espalda a él.
Durante la campaña, el libertario había anunciado que su vice se haría cargo de las cuestiones de seguridad y defensa. Sin embargo, horas antes de la asunción, le entregó esa tarea a Patricia Bullrich. La relación entre el rockero y la chica conservadora empezaba a tensarse.
«Durante más de cien años, los políticos han insistido en defender un modelo que solo genera pobreza, estancamiento y miseria —arrancó Milei, ya con la banda presidencial cruzada en el pecho—. Un modelo que considera que los ciudadanos estamos para servir a la política y no que la política existe para servir a los ciudadanos. Un modelo que considera que la tarea de un político es dirigir la vida de los individuos en todos los ámbitos y esferas
posibles. Un modelo que considera al Estado como un botín de guerra que hay que repartir entre los amigos. Señores, ese modelo ha fracasado. Así como la caída del Muro de Berlín marcó el final de una época trágica para el mundo, estas elecciones han marcado el punto de quiebre de nuestra historia».
Entre los invitados más destacados, estuvieron presentes el líder ucraniano Volodimir Zelenski, el controvertido presidente húngaro Viktor Orbán y el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, a esas alturas un íntimo del argentino.
«Sabemos que será duro. Por eso quiero traerles, también, una frase sobresaliente de uno de los mejores presidentes de la historia argentina, que fue Julio Argentino Roca: “Nada grande, nada estable y duradero se conquista en el mundo cuando se trata de la libertad de los hombres y del engrandecimiento de los pueblos si no es a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios”».
Sobre el final, volvió a recostarse en la liturgia judía. «Recuerdo cuando hace dos años, junto a la doctora Villarruel, hoy vicepresidente de la nación, ingresamos a esta casa como diputados.
Recuerdo que en una entrevista me habían dicho: “Pero, si ustedes son 2 en 257, no van a poder hacer nada”. Y también recuerdo que ese día la respuesta fue una cita del libro de Macabeos 3:19, que dice que la victoria en la batalla no depende de la cantidad de soldados, sino de las fuerzas que vienen del cielo. Por lo tanto, Dios bendiga a los argentinos y que las fuerzas del cielo nos acompañen en este desafío».
Durante los días previos a su asunción, el presidente electo se había dedicado a armar su gabinete. Le quitó a Villarruel lo que le había prometido y se lo dio a Bullrich, a quien había acusado en la campaña de haber puesto bombas en jardines de infantes.
Luego se desprendió del equipo económico que lo había apoyado. Quedó afuera Carlos Rodríguez, el jefe de asesores económicos, a quien Milei había calificado como uno de los cinco mejores economistas de la historia argentina. La otra baja significativa fue la de Emilio Ocampo, el economista que impulsaba la dolarización. El trato hacia él fue innecesariamente cruel: en un lapso de cinco días, Milei anunció que presidiría el Banco Central y luego lo desplazó.
El lugar de ambos fue ocupado por Luis Caputo y Santiago Bausili, hombre de confianza del primero. Era un viraje radical. Caputo había sido criticado por Milei debido a su actuación como secretario de Finanzas y como presidente del Banco Central durante la gestión de Macri. Desde el primer cargo, Caputo había ofrecido altas tasas de interés a grandes fondos de inversión para que el gobierno argentino financiara el déficit fiscal que Macri no había eliminado. Eso, para el Milei de 2016, ya era una herejía. En 2018, Caputo pasó a presidir el Banco Central y garantizó la entrega de dólares a gran parte de esos mismos fondos de inversión que pugnaban por salir de la Argentina en medio de la crisis, luego de haber hecho una diferencia sustancial.
Milei había sido lapidario con él: «Se fumó 15 000 millones de dólares en dos días».
El flamante ministro de Economía le habló al país el 12 de diciembre. Tal vez ese haya sido el discurso más trascendente en los primeros seis meses de gestión, porque estableció los lineamientos económicos centrales del nuevo gobierno. Si la designación de Caputo contrastaba con la recorrida anterior de Milei, las medidas anunciadas eran aún más sorprendentes.
La primera de ellas fue una devaluación del peso del 118%, una de las más altas de la historia argentina y casi sin antecedentes en el mundo. Esa medida buscaba recomponer los márgenes de ganancia del sector exportador, generar mayores liquidaciones de reservas, y encarecer las importaciones, para cuidarlas. El nuevo esquema podría mejorar el ingreso de dólares, a cambio de dañar el poder adquisitivo de la población. Además, la aceleración inflacionaria, si no era acompañada por aumentos de los salarios estatales y jubilaciones, serviría para licuar el gasto público, al costo de producir una recesión.
En los años de su ascenso mediático, Milei había sido lapidario con Macri, justamente por haber devaluado la moneda. Sostenía entonces que la única manera de ordenar la economía era mediante el ajuste del gasto, y no a través de una devaluación. Para el Milei de entonces, una devaluación brusca generaría un fuerte aumento de los precios, y luego una recesión profunda. Recortar el gasto, en cambio, podría ser expansivo si despertaba confianza y atraía inversiones. «Los políticos no quieren hacerlo porque implica pagar el ajuste con la de ellos», decía.
No obstante, devaluó. Y, fiel a sus características de personalidad, devaluó más que cualquier otro. Eso provocó, como él mismo había anunciado, primero, una aceleración de la inflación y, luego, una profunda recesión.
La segunda medida fue un fuerte aumento del impuesto PAIS, que se aplica a las compras de productos en moneda extranjera. El objetivo era, lógicamente, equilibrar las finanzas del
Estado sin que el peso del ajuste recayera en el recorte de gastos. Pero, otra vez, contradecía de manera flagrante las promesas de campaña. «Antes de subir impuestos, me corto un brazo», había dicho el candidato. El presidente arrancó subiéndolos.
El tercer elemento del plan consistía en un dramático recorte del gasto público, mediante la eliminación de la obra pública, una reducción de los envíos de fondos a las provincias, y el congelamiento de jubilaciones y salarios estatales. Este último punto coincidía con el espíritu de las propuestas del Milei candidato, que siempre había postulado la necesidad de ajustar el gasto. Pero era sustancialmente diferente de uno de los eslóganes centrales de su campaña.
«Esta vez el ajuste lo va a pagar la casta. No lo va a pagar la gente», había dicho una y mil veces. Las medidas afectarían el nivel de vida de todos.
Otra diferencia entre los dos Milei, el agitador y el presidente, era la gran ausente en el menú libertario. No habría dolarización y se mantendría el control de cambios.
—Javi, te está mirando Ariel. Él es un compañero. ¿Él iría a cobrar el sueldo en dólares? —le había preguntado Fantino en 2022.
—Sí, exactamente, va a cobrar en dólares. Va a pagar en dólares.
Milei había dicho que tenía los 10 000 millones de dólares necesarios para poder dolarizar a un tipo de cambio razonable.
Nada de eso existía. Aquel anuncio estruendoso era pospuesto, o quedaba en la nada.
Los presidentes siempre son distintos de los candidatos que fueron. En este sentido, muchas personas percibieron como un rasgo sensato y pragmático la decisión de no dolarizar y mantener el control de cambios.
Meses después, él mismo lo explicaría: «La verdadera apuesta de nuestros predecesores era que abriéramos alegremente todo desde el momento cero. Entendieron que somos libertarios. Ahora: lo que ellos creían era que comíamos vidrio. No. Vidrio no comemos. La apuesta que ellos tenían era que eso gatillara una corrida, que se cuadruplicara la cantidad de dinero en pocos días, que eso detonara una hiperinflación y, en el medio de esa megacrisis, ellos volver al poder en enero, en un contexto donde, además, se iban a ocupar de generar saqueos, ataques a supermercados, cosas que ya conocemos».
En cualquier caso, lo más importante no era si Milei se parecía a Milei o cuánto se parecían, sino si sus propuestas funcionaban. Ese era el partido que empezaba a jugarse en esas semanas clave. La profecía maldita describía de esta manera el arranque de los gobiernos ortodoxos que después terminarían mal: «En general, los equipos ortodoxos llegan al poder en medio de una crisis de la balanza de pagos. Sus respuestas frente al problema son una serie de propuestas que involucran una brusca devaluación, un aumento de los ingresos agropecuarios, una caída de los salarios reales, una drástica restricción monetaria, una recesión de mayor o menor profundidad, y un deliberado esfuerzo de atracción de capitales extranjeros. De acuerdo con las afirmaciones de la ortodoxia, la recesión y la caída de los
salarios reales no serían más que perjuicios momentáneos que corresponderían a un período inevitable de sacrificio necesario para ordenar y sanear la economía».
El 20 de diciembre, el presidente libertario se comunicó con su pueblo por cadena nacional. La imagen lo mostraba sentado en el despacho presidencial, como un jefe, en el centro de la escena. Detrás, marciales, estaban los funcionarios más destacados de su Gabinete, y una persona que no pertenecía a él. Se trataba de Federico Sturzenegger, el fallido presidente del Banco Central durante el gobierno de Macri, a quien Milei siempre había defendido. Sturzenegger se había retirado de aquella gestión en medio de un áspero conflicto con Caputo. Ahora, ambos volvían al ruedo como parte del nuevo equipo: Caputo en primera línea, como ministro; Sturzenegger, como diseñador en las sombras de la estrategia económica.
Ese día, Milei anunció la derogación de cientos de mecanismos de regulación de la economía. Dispuso, por ejemplo, que las empresas de combustible y las de medicina prepaga fueran excluidas de cualquier tipo de control de precios. Esa medida se fundamentaba en una convicción central de Milei, según la cual, si alguien aumenta demasiado los precios, tarde o temprano aparecería un competidor que ofrecería un precio más bajo. Resolvió también liberar el precio de los medicamentos y eliminar cualquier castigo a las empresas que decidieran, por la razón que fuera, desabastecer de su producto al mercado.
Al mismo tiempo, derogó la ley de alquileres, que solo permitía actualizaciones de precios con una frecuencia anual. Con una inflación superior al 100%, el congelamiento depreciaba el valor del alquiler, reducía la oferta de viviendas y, por lo tanto, perjudicaba a los inquilinos. Desde el anuncio, los propietarios podrían cobrar lo que quisieran, en la moneda que quisieran, y actualizar lo que les pareciera.
Decisiones similares de desregulación o modificaciones en ese sentido afectaban a sectores tan variados como los clubes de fútbol, la privatización de empresas públicas, la propiedad de tierras, el sector aerocomercial, los servicios de internet, el sector turístico, la legislación laboral. En todos los casos, el enfoque era el mismo: para bien o para mal, el Estado se retiraba de cualquier regulación.
Con esa ofensiva, Milei exploraba dos límites: los de su poder personal y los de la tolerancia social. La abrumadora mayoría de los constitucionalistas advirtió que, con un decreto tan abarcativo, Milei prácticamente eliminaba las funciones del Congreso.
«No nos debemos equivocar por la tentación autoritaria. La solidez de la desregulación depende de la sustentación legal. Todo dentro de la ley, nada fuera de ella», escribió Daniel Sabsay, un jurista extremadamente crítico del kirchnerismo que ahora denunciaba que el nuevo gobierno barría con las facultades legislativas. Minutos después denunció: «En las redes sociales ya me están diciendo traidor».
Mientras, Milei demostraba que estaba dispuesto a ser un líder de verdad. Su inexperiencia, los límites que le imponía la Constitución o el reducido número de legisladores que le respondían no lo transformarían en un presidente dubitativo. Sus formas, al contrario, parecían las de un revolucionario. Entre el vacío de poder y el exceso, prefería, por mucho, lo segundo.
El segundo límite que exploraba Milei era el de la sociedad. Sus primeras medidas económicas representaban un golpe al nivel de vida de mucha gente que lo había votado, pensando tal vez en que el ajuste recaería sobre «la casta». Las consultoras más serias registraban que en la última semana de diciembre los alimentos habían subido un 11%, la medición semanal más alta en treinta años.
Esas medidas no fueron acompañadas por una compensación social de una magnitud acorde. El diario La Nación publicó que los ingresos de dos tercios de los argentinos no alcanzaban para consumir lo suficiente como para no ser pobres. Los jubilados habían recibido ese mazazo, al que se sumaba la liberación del precio de los medicamentos. Nadie pensaba demasiado en ellos. Los comedores populares, que atendían a cientos de miles de personas, empezaron a dejar de recibir los aportes de alimentos del Estado. Sus organizadores denunciaban una y otra vez esa carencia, que terminaría en un escándalo.
Milei empezó a reaccionar con furia ante algunas críticas. Sus redes se colmaron de mensajes, escritos o replicados por él, que calificaban a los disidentes como «parásitos», «zurdos», «tránsfugas del Estado», «gente deshonesta», «esclavos conformes con su esclavitud», «terribles fachos», «subversivos». En campaña, había dicho que cada uno era dueño de decir de otras personas lo que quisiera, con una sola excepción: si los insultos provenían del aparato del Estado, eso era «fascismo» o «policía del pensamiento». Ahora, como presidente, como jefe de ese Estado, insultaba a piacere.
Y sus seguidores reproducían sus insultos, cientos, miles de veces.
Al mismo tiempo, Milei difundía mensajes que lo veneraban.
– «El impulso y la decisión de Milei para sacar a la Argentina de la mediocridad es admirable».
– «Un patriota. Milei va a quedar en la historia».
– «Sin caer en exageraciones, Javier Milei debe ser actualmente el mejor presidente del mundo» (decía sobre sí mismo).
A fines de 2023, el líder libertario viajó a Mar del Plata, donde Fátima Florez protagonizaba el show teatral más exitoso de la temporada. No fue una visita privada, sino todo lo contrario.
En un momento, Milei apareció en el escenario. Ella vestía una sugerente malla plateada, que dejaba descubiertas algunas partes de su cuerpo, entre ellas sus glúteos.
El presidente le dio un gran beso y luego improvisó un breve discurso, que sería retransmitido al país por las redes sociales.
«Quiero que sepan que van a venir meses duros. Pero estos meses van a valer la pena. Nos vamos a poner de pie... y vamos a salir con fuerza. ¡¡¡Viva la libertad, carajo!!!».
La platea lo ovacionó.
—¡Libertad! ¡Libertad!
Milei giró hacia Fátima, ella lo abrazó y se dieron un larguísimo y apasionado beso. Eran dos amantes fogosos y apasionados que no se podían despegar.
La platea deliraba.
El 31 diciembre, horas antes del año nuevo, algunos miles de
personas manifestaron frente al hotel donde se alojaba la novia del presidente. Ella salió al balcón, eufórica. Agitó las manos, saludó, agradeció.
—¡¡¡Feliz año!!! —gritó desde el balcón.
—¡¡¡Ar-gen-tina!!! ¡¡¡Ar-gen-tina!!! —fue la respuesta.
Foto: Télam