“Correcto, respetuoso y subordinado”. Así evaluaban a César Santos Gerardo del Corazón de Jesús Milani sus superiores en 1984, poco más de un año después de que el militar llegara al Batallón 601, el cuerpo de inteligencia del ejército. “Muy subordinado”, lo elogiaba otro evaluador dentro de la misma especialidad. En el legajo que lleva su nombre completo, escrito a mano, también se puede leer: “entusiasta”.
La estima de sus superiores bajó cuando en diciembre de 1988 se negó a sofocar el levantamiento de Villa Martelli, el bautismo de fuego del que era considerado el líder moral del movimiento carapintada, el coronel Mohamed Alí Seineldín. A César Milani le correspondieron ocho días de arresto. En una calificación del período anterior, sus superiores ya habían advertido en su legajo: “En momentos de crisis debe ser más reflexivo a fin de no dejarse llevar por impulsos sentimentales, más cuando estos atentan contra la disciplina”.
Cuando llegó a capitán, lo destacaron por “sus virtudes morales y profesionales, su gran iniciativa, profunda lealtad, corrección y espíritu de trabajo”. Lo definieron, también, como un “valioso colaborador de su jefe de división y ejemplo de sus subalternos”.
Lo que siguió en los años ’90 fue una carrera meteórica, que combinó puestos políticos con cargos operacionales. En 2001, sorteó su primer ascenso ante la Cámara de Senadores para convertirse en Coronel. En 2007, logró subir a General de Brigada y, al año siguiente, se convirtió en el Director General de Inteligencia del Ejército. La última instancia que pasó sin mayores alborotos fue la de 2010, cuando alcanzó el grado de General de División, aunque sectores de la Unión Cívica Radical (UCR) lo vincularon a los alzamientos contra el expresidente Raúl Alfonsín.
En enero de 2011, se convirtió en el número dos del ejército, conservando el manejo del área de inteligencia. Él, que alguna vez dijo que de joven, cuando cursaba el Colegio Militar, había sufrido rechazos y postergaciones, estaba a un paso de llegar a la cúspide de su carrera. Lo que no sabía era lo que le esperaba después de alcanzar la cúspide.
Su ascenso a la jefatura del ejército terminó corriendo el velo de su pasado durante los años en que acumuló poder dentro de la estructura militar. La justicia se tomó su tiempo: empezó a investigarlo un año y medio después de su pase a retiro (junio de 2015). En cuestión de meses, Milani fue denunciado, procesado y detenido por cinco causas. Fue procesado por la desaparición del conscripto Alberto Agapito Ledo, ocurrida en 1976 en Tucumán. En La Rioja, el juez Daniel Herrera Piedrabuena lo indagó y ordenó su detención por haber participado en los secuestros de Verónica Matta y de Pedro y Alfredo Olivera, que lo había denunciado en 1979, en pleno terrorismo de Estado. En Capital Federal, Daniel Rafecas lo procesó por enriquecimiento ilícito. Su colega Luis Rodríguez lo investiga por haber llevado al ejército a trabajar en la villa de La Carbonilla en La Paternal. Y tras un testimonio del ex espía de los servicios de inteligencia Antonio “Jaime” Stiuso, el juez Claudio Bonadio atiza una causa por espionaje ilegal durante su jefatura al mando del ejército.
Poco menos de un mes después de ordenar su detención en la cárcel de La Rioja, el juez Herrera Piedrabuena volvió el 15 de marzo a indagar a Milani. Lo hizo a pedido de la fiscal Virginia Miguel Carmona, quien lo imputó por asociación ilícita. La defensa del exjefe del Ejército solicitó su traslado a Buenos Aires. Su abogado, Gustavo Feldman, pidió que lo sacaran de esa “mazmorra medieval”, el mismo centro de detención en donde entre 1976 y 1977 estuvieron encerrados Verónica Matta y los Olivera. Otra abogada de Milani, Mariana Barbitta, insiste en que las condiciones de encierro fueron bastante alarmantes. “Se trata de una cárcel provincial, llena de personas condenadas y en el caso de mi cliente no hay dictada una prisión preventiva”, dijo.
Mientras todavía debe decidir si lo procesa por los secuestros en La Rioja –como ya ocurrió con el caso Ledo en Tucumán- Herrera Piedrabuena descartó, en una primera instancia, enviarlo a Campo de Mayo, la unidad favorita de los represores que fue rehabilitada durante el gobierno de Mauricio Macri. El destino del hombre que supo reunir información, política y territorio es otro: el pabellón de lesa humanidad de la cárcel de Ezeiza.
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En la casa de los Milani se respiraba peronismo y cuando pasaba el patrullero no se respiraba.
La casa, que había sido construida gracias a la Fundación Eva Perón, tenía un garage al lado. Ahí se juntaban, después del golpe del ’55, don César Milani con un grupo de muchachos. “El general, el general”, escuchaba Milani hijo.
Cada noche de reunión, un “campana” se apostaba afuera del garage. Cuando veía que un patrullero se acercaba, avisaba y no quedaba ni una luz encendida. Ni un murmullo. Nadie respiraba. “Me acuerdo. Yo era muy chiquito”, contó Milani en un reportaje de 2013 que le concedió a la dirigente de Madres de Plaza de Mayo Hebe de Bonafini.
—¿Por qué te hiciste militar?
—Porque vengo de una familia muy peronista.
También dijo que el uniforme lo atraía. Tenía entre once y doce años cuando espiaba a un vecino que pasaba vestido de uniforme para ir al liceo militar.
Don César fue casi un prócer en Cosquín. Cuando murió, lo velaron en la municipalidad. Bautizaron ese edificio con su nombre. Uno de sus hijos, Rodolfo, estudió derecho y se quedó en Cosquín, donde amasó una reputación de operador político. El otro hijo, el mayor, César, se fue a los trece años del Valle de Punilla. Poco más de 60 kilómetros, separaban la casa familiar del Liceo General Paz de la Ciudad de Córdoba. Cuando terminó, quiso ingresar en la carrera militar. Fracasó. Un año en la carrera de Arquitectura lo rescató del tedio y al año siguiente volvió a la carga.
Con 21 años recién cumplidos, egresado como subteniente del Colegio Militar de la Nación en Palomar, lo destinaron a La Rioja. Llegó a la provincia poco más de un mes antes del golpe del 24 de marzo de 1976. Durante ese año, fue y volvió de La Rioja a Tucumán. En marzo de 1977, estaba en su lugar de destino cuando testigos lo vieron dirigir un operativo.
“Me voy a llevar a su padre detenido”, le dijo a Alfredo Olivera el militar jovencito que comandaba el operativo en su casa de la calle Italia en La Rioja capital. Los cinco hermanos estaban parados en el porche de la casa con la poca ropa que usaban para dormir. Nidia, que tenía catorce años, se reía de los nervios. “Mirá la tarada ésa que se ríe”, le comentó el militar jovencito a otro camarada. “Ya va a llorar”.
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Cuando su hijo terminó cuarto año en el colegio técnico, Pedro Adán Olivera pidió que lo designaran en la municipalidad de La Rioja. Hacía casi 30 años que trabajaba en el mismo lugar. Era el primero en llegar: abría el edificio y preparaba las fichas para que el resto de los trabajadores marcaran la entrada. “Éramos pobres y necesitábamos la plata”, cuenta por teléfono Alfredo, su hijo, desde su casa de La Rioja más de 40 años después.
En la madrugada del 12 de marzo de 1977, una patota al mando de un oficial joven irrumpió en la casa. Todos dormían. “Lo llevamos por averiguación de antecedentes”, le adelantó el militar de pelo rubio. No dijo adónde.
Pedro era enfermo cardíaco y necesitaba tomar los remedios. Alfredo se acercó a hablarle al médico militar de apellido Moliné. “Quédese tranquilo. Si hace falta, lo voy a atender”, le dijo. No esperaron. Juntaron los remedios y los llevaron hasta el IRS. Tenía que estar ahí. Pasaban las horas y Pedro no aparecía. Al día siguiente, un primo acompañó a Alfredo hasta la sede del Batallón 141 de Ingenieros. Les contestaron que Pedro estaba bien, pero que no sabían dónde estaba.
Cargando incertidumbre, Alfredo fue a trabajar en la mañana del lunes 14 de marzo de 1977, dos días después del secuestro de su padre, cuando dos suboficiales del ejército se presentaron en la Dirección de Obras de Ingeniería de la municipalidad, donde trabajaba como dibujante técnico. Le dijeron que los acompañara y lo subieron a un patrullero de la policía provincial. Lo trasladaron directamente al IRS, donde empezó a recibir palizas que se repitieron a lo largo de los días. “Bajen al otro”, escuchó y pensó que se trataba de su padre.
A Olivera padre lo dejaron tirado ese mismo día en la vereda de su casa, sobre la calle Italia. Tenía una hemiplejía que le impedía mover la parte derecha de su cuerpo. A su esposa le dijeron que ya no podía atenderse con su médico de cabecera, Carlos Santander, y que tenía que jubilarse de la municipalidad. Tenía 32 años de servicio y tuvo que pedir una jubilación por invalidez.
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Verónica Matta estaba en el último año del secundario cuando una noche de julio de 1976 su padre entró a la habitación y le dijo que habían venido a buscarla. El padre, Camilo Orlando Matta, era un abogado reconocido en La Rioja con vínculos con las autoridades militares. La madre, Ligia Da Costa Oliveira, era jueza. La chica preparó un bolsito y salió. Vio que el padre conversaba con un militar jovencito. “Carilindo”, lo recuerda hoy.
Desde 1975, Verónica era dirigente estudiantil en La Rioja. Participaba de un grupo integrado por profesores y estudiantes. Alberto Ledo, un poco mayor que ella, también era de la partida, al igual que su hermana Elena Beatriz. La mano se puso pesada para fines de ese año y decidieron que ya no iban a juntarse.
La llevaron al Instituto de Rehabilitación Social (IRS), el pomposo nombre que le dieron a la cárcel de La Rioja. La metieron en un calabozo dentro del área de presos políticos. Ese sector estaba en manos de la gendarmería. Un guardia se acercó y le dijo que también estaba detenida su hermana. Lo que siguió fue el horror. Un horror prolongado en el tiempo.
A Verónica la hicieron presenciar interrogatorios. También la interrogaron a ella con los ojos vendados. Los interrogatorios se hacían en un galpón del IRS al que los detenidos y las detenidas habían bautizado como el “Luna Park”. En algún momento, la venda cedió y vio al militar jovencito y carilindo que conversaba con su padre el día que la fueron a buscar.
Para septiembre de 1976, Verónica se quedó sola. La hermana fue trasladada a la cárcel de Devoto y a ella, al tiempo, la vinieron a buscar y la tiraron dentro de un camión. El trayecto fue breve. La habían llevado al despacho del entonces juez Roberto Catalán. El juez y el secretario de apellido Armatti le hicieron firmar una declaración que había hecho en el IRS, que oficiaba como engranaje fundamental en el circuito represivo de La Rioja. El padre estaba allí, pidiendo su sobreseimiento. Desde su designación al frente del único juzgado federal de La Rioja, Catalán supo tejer buenas relaciones con los militares que comandaban la represión, convalidando declaraciones tomadas bajo tortura y no investigando cuando detenidos o familiares se acercaban a su despacho para denunciar secuestros o torturas.
A Verónica Matta la llevaron hasta Buenos Aires en un avión. Del avión, al penal de Devoto. Durante los dos años que estuvo presa en Buenos Aires, recuerda que recibió la visita del juez Catalán. Cuando le dieron la libertad condicional, volvió a La Rioja. “Una nueva oportunidad porque sos joven”, le dijo el coronel Osvaldo Héctor Pérez Battaglia, que comandaba el área 314 y, como tal, la represión en La Rioja.
En los ’80, unas compañeras le mandaron un mensaje para que fuera a declarar a La Rioja. No quiso saber nada.
Toda esta historia anestesiada en su memoria volvió como un latigazo cuando la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner designó a un militar de cabello rubio para liderar el Ejército. No tuvo dudas: era el mismo carilindo que había dirigido el operativo en el que la secuestraron.
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Las teclas de la máquina de escribir sonaban con fuerza mientras las nuevas voces interrogaban a Alfredo Olivera. No eran las mismas que en los primeros días se mezclaban con sus propios gritos de dolor. Esta vez le anunciaban que iban a quitarle la venda, que debería firmar la declaración si no quería ser fusilado. Pidió leer el papel, pero se lo negaron. Al levantarle la venda, vio una pared rojiza. No tenía dudas de que estaba en el IRS. Al día siguiente iría al despacho del juez Catalán, le anunciaron.
Al lado suyo, en el patrullero de la policía riojana se sentó el militar joven que se había llevado a su padre. Con el juez se cruzó en el pasillo de los tribunales. Le indicó en qué sala iba a interrogarlo. El oficial no esperó afuera. Se sentó a su lado como en el patrullero y comenzó a increparlo.
—Decí que sos del ERP.
—¿Qué es el ERP?
—Vamos, eh, el brazo armado del PRT. A vos te cortamos la carrera de guerrillero.
El juez no entró a la sala. Fue el secretario el que le leyó la declaración arrancada entre tormentos. Olivera decía que no y se levantaba la botamanga del pantalón para mostrarle las heridas.
—Escriba que me torturaron, por favor —le pidió Olivera hijo al secretario. Armatti le dijo que si lo hacía iba a ser peor para él. Dejó de prestarle atención mientras escribía y conversaba con el joven oficial.
—Milani. ¿Qué ascendencia tiene el apellido? —preguntó el secretario al joven oficial. “Milani”, recuerda hoy Alfredo que se dijo a sí mismo. Guardó ese apellido y esa cara en su memoria.
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La última vez que Graciela Ledo vio a Alberto, su hermano menor, fue a finales de 1975. Un año antes había conseguido un puesto como maestra en La Matanza. Abandonó La Rioja cuando el clima se puso espeso. Por aquella época, su nombre y el de su hermano aparecieron publicados en el diario El Sol, vinculado a la Triple A: los “acusaban” de formar parte del grupo que lideraba el sacerdote irlandés Antonio Gil, cercano al obispo tercermundista Enrique Angelelli.
La vocación docente de Graciela había nacido temprano gracias a su actividad pastoral. Era maestra de catequesis para los chicos del Barrio Ferroviario en La Rioja. Uno de sus alumnos había sido Alfredo Olivera, que tenía la misma edad que su hermano Alberto. Los dos habían nacido en julio de 1955.
A Alberto le gustaba la historia. Cuando terminó el bachillerato, arrancó la licenciatura, mientras seguía participando de grupos de discusión política. “Es lindo el trabajo de ser docente”, le confió Alberto a Graciela. “Yo voy a decir seguro de trabajar en la docencia”.
El 1 de febrero de 1976, Alberto tuvo que incorporarse al servicio militar obligatorio en el batallón de ingenieros de construcción 141. Ese mismo día, también, llegó al batallón un subteniente de cabello claro.
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César Milani había nacido el 30 de noviembre de 1954 en Cosquín. Era un muchacho rubio de familia peronista. No le fue sencillo, contó alguna vez, crecer en las fuerzas armadas: le tocaron tiempos en que solo los hijos de militares podían hacer carrera. “Yo también lo sufrí un poco”, le confesó en 2013 a Hebe de Bonafini. Pero siempre supo abrirse paso. Quienes lo conocieron en los últimos años recuerdan su voracidad por acumular espacios y poder, su omnipresencia y su capacidad para mostrarse como un militar capaz de usar el lenguaje de la política.
Milani cruzó las puertas del Colegio Militar de la Nación el 21 de febrero de 1973, semanas antes de que Héctor Cámpora ganara las elecciones que posibilitarían el regreso de Perón al poder. Salió del Palomar el 4 de diciembre de 1975, con Perón ya muerto y con el gobierno de María Estela Martínez de Perón agonizando.
Su primer destino como subteniente fue en La Rioja. El 20 de mayo de 1976 salió en comisión con un grupo de soldados y conscriptos para Tucumán. Tenían una misión clara: cooperar con el Operativo Independencia. Alberto Ledo iba con él.
“Muy subordinado”, lo elogiaban por escrito sus superiores en los comienzos de su carrera militar.
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La última carta que Marcela Brizuela de Ledo recibió de su hijo estaba fechada el 14 de junio de 1976. Desde que había llegado a Monteros, Tucumán, Alberto escribía todas las semanas. El 2 de julio cumplía los 21 años. Marcela, que en ese momento trabajaba como empleada, esperó hasta el domingo 4 y viajó a Tucumán. Al llegar, le dijeron que Ledo no estaba.
—¿Qué pasó?
—Desertó.
Se desesperó. Recién el 6 de julio de 1977 Marcela logró una respuesta de las autoridades: el rechazo al habeas corpus que había presentado. El juez Catalán se ocupó de hacerlo. En el escrito decía que las autoridades militares le habían dado de baja el 22 de junio de 1976 y que el 17 de junio se había fugado del vivac.
Graciela, hermana de Alberto, esperaba noticias desde Buenos Aires. Sus padres viajaron a la Capital Federal, recorrieron los organismos de Derechos Humanos, presentaron denuncias, buscaron información. Ella los acompañaba. Marcela aguardó con esperanzas la llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a la Argentina en 1979.
Ni la CIDH ni las instituciones locales pudieron darle respuestas por décadas. En 2007, se inició una causa por la desaparición de su hijo que no mostraba avances hasta que en 2013 un militar cuyo nombre no conocían fue propuesto para encabezar el ejército.
En septiembre de 2013, un conscripto que fue movilizado con Alberto Ledo a Tucumán se presentó ante la justicia. Dijo que estaban reunidos en un fogón escuchando a Alberto tocar la guitarra cuando el sargento de guardia se acercó y le dijo a Ledo que tenía que acompañarlo hasta San Miguel de Tucumán, a unos 55 kilómetros del campamento. Al día siguiente, el sargento –que tenía pelo oscuro y bigotes– retiró las pertenencias del conscripto que la noche anterior había salido con él. De Ledo no supo nada más. “Ya era historia”, declaró.
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Milani volvió a Córdoba para casarse. A los 24 años, contrajo matrimonio con su novia de la misma edad en la capital de la provincia. Fue el 27 de abril de 1979 y con su hermano menor, Rodolfo, como testigo. Ese día Zafira Ana María del Carmen Waite se convirtió en su esposa y, más tarde, en la madre de sus cuatro hijos.
El militar, que ya había dejado La Rioja, prestaba servicio en la provincia de Corrientes. En septiembre de ese año –justo cuando la CIDH visitaba la Argentina para comprobar la veracidad de las denuncias por violaciones a los derechos humanos- Milani recibió una notificación del juez Catalán. Debía presentarse para responder a una denuncia de un muchacho que había sido detenido en La Rioja y al tiempo trasladado a la Unidad 9 de La Plata.
Alfredo Olivera recibió a Catalán el 29 de junio de 1979 en la cárcel platense. Sólo el exjuez sabe porqué, pero desde hacía un tiempo revisaba lo actuado por su propio juzgado. Esa revisión incluía visitar en las cárceles –en general de Buenos Aires- a detenidos que habían pasado por su juzgado durante los primeros tiempos de la dictadura. Olivera, que todavía no había cumplido los 24 años, recordó el apellido del oficial que lo había trasladado desde el IRS hasta el tribunal: “Milani”, lo nombró.
El teniente no lo negó ante el juez en su declaración del 28 de septiembre de 1979. “En algunas oportunidades se ocupó de la custodia de los detenidos desde el establecimiento carcelario de La Rioja hasta la sede del juzgado”, escribió Catalán.
¿Por qué lo tenía tan presente Olivera? Casi 40 años después, se lo sigue preguntando. “En la noche que se lo llevaron a mi padre, no había expresado el odio que yo vi cuando me llevó al juzgado. Ahí vi un odio acentuado. ¿A este tipo qué le hice yo?”
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El 26 de junio de 2013, la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció la renovación de la cúpula militar. Milani había llegado a la jefatura del ejército. El militar había sabido convertirse en un hombre de confianza durante la gestión de Nilda Garré al frente del Ministerio de Defensa. Siguió escalando posiciones cuando Arturo Puricelli estaba al mando de la cartera y llegó a la jefatura cuando Agustín Rossi pasó de la Cámara de Diputados a Defensa. “Atendía mil frentes”, cuentan quienes se lo cruzaban a diario en el Edificio Libertador.
En el ministerio ganó fama por su omnipresencia y por la audacia para opinar de cualquier tema, aun de los que no manejaba. También por reclamar cada vez mayor presupuesto para sí mismo y para sus subordinados. Le interesaba edificar su propio poder. Para la socióloga Paula Canelo, el caso de Milani podría caracterizarse por su interés en la construcción de un liderazgo de tipo personalista frente a la tropa y por mostrarse como un subordinado frente a los jefes civiles. “Toma el discurso de las autoridades y lo hace propio”, explica la investigadora del CONICET.
Como lo describían sus calificadores: muy subordinado.
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Alfredo Olivera y Graciela Ledo volvieron a encontrarse en el año ’84, cuando la maestra pidió el traslado para volver a La Rioja. Por ese entonces, Marcela Ledo, Pocha de Toledo y Juana Minué empezaban a marchar los jueves a la nochecita en la Plaza 25 de Mayo para reclamar por sus hijos.
Olivera había estado en La Plata hasta el 14 de octubre de 1981, cuando finalmente lo liberaron. Sin dudarlo, volvió a La Rioja. Las cosas no fueron fáciles. En la municipalidad, ya no tenía trabajo. Por un tiempo, trabajó en una fábrica que hacía cuadernos. Se fue cuando querían que echara personal. Desde el ’84, trabaja en la Caja de Jubilaciones. Ese mismo año declaró ante la Comisión Provincial de Derechos Humanos, de la cual era uno de los dos secretarios actuantes. Relató el secuestro en La Rioja, el paso por el juzgado de Catalán y el traslado a La Plata. No se olvidó del nombre que se había jurado recordar: Milani.
Desde el ’84, Alfredo y Graciela fueron familia sin saber que había algo más que los unía. Lo descubrieron a mediados de 2013, cuando la entonces presidenta ordenó renovar la cúpula militar.
—¿Sabés, Alfredo, que me dijeron que el tal Milani estuvo vinculado a la desaparición de Alberto?
—A ese Milani yo lo denuncié.
En una habitación de un hotel de la Ciudad de Buenos Aires, donde se hospeda mientras su madre se hace estudios, Graciela Ledo todavía recuerda con precisión esa tarde. Dice que al escuchar a Olivera abrió los ojos y corrió hasta la computadora y buscó una foto del militar que había sido designado en el invierno de 2013 para ocupar la jefatura del Ejército.
Era el oficial joven y rubión que Alfredo recordaba.
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“Si tan preocupado está Milani por el daño que pueda sufrir la presidente, podría servirle de fusible en vez de usarla como paraguas”, escribió Horacio Verbitsky en Página/12 el 21 de julio de 2013. Un día después, los integrantes del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) presentaron una impugnación contra el ascenso de Milani, cuyo pliego iba a ser tratado ese mismo día en el Senado. La sesión quedó suspendida. Afuera del Congreso, se concentraron militantes del Encuentro Memoria, Verdad y Justicia (MVJ), integrado por la Asociación de Ex Detenidos- Desaparecidos (AEDD) y por partidos de izquierda, que también rechazaban la promoción.
Verbitsky había conversado con Cristina Fernández para advertirle sobre el riesgo de ascender a un militar denunciado por su accionar durante el terrorismo de Estado. La charla no fue amena. El gobierno se decidió a seguir adelante pese a que organismos históricos y con trato fluido con la Casa Rosada –como el CELS o Familiares– ya habían manifestado sus objeciones.
“Yo creo que la discusión de fondo del caso Milani tiene que ver con que debería ser el Estado el que realizara una especie de clearing entre todas sus instituciones para poder tener información propia, y no poner en una situación incómoda o descansar en organizaciones de la sociedad civil”, dice Gastón Chillier, director ejecutivo del CELS a más de tres años del nombramiento de Milani.
En su presentación de julio de 2013, el organismo presidido por Verbitsky hacía mención a las denuncias de Olivera y al acta de deserción que figuraba en una causa que tramitaba ante el juez Daniel Bejas por la desaparición del conscripto Ledo. Milani había oficiado como sumariante del acta que declaraba desertor a Ledo por órdenes del capitán Esteban Sanguinetti, quien sería procesado por el caso Ledo en agosto de ese año.
“Nosotros siempre dijimos que el hecho de tener denuncias, más aun serias como en este caso, era suficiente para poner en cuestión su idoneidad para teniente general y jefe del Ejército”, agrega Chillier.
Desde el retorno democrático, el CELS buscó la depuración de las fuerzas armadas que habían sido actores centrales de la persecución, la tortura, el exterminio y la desaparición durante la última dictadura. A partir de la reforma constitucional de 1994, se estableció la inhabilitación para ocupar cargos públicos por parte de aquellos que hubiesen atentado contra el orden constitucional. Habían pasado pocos años de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, de los indultos, y ese artículo de la Constitución se volvió para el movimiento de derechos humanos una alternativa frente a la falta de justicia.
En 1993, el gobierno de Carlos Menem promovió el ascenso de Antonio Pernías y Juan Carlos Rolón, dos represores de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). El caso fue un escándalo y a partir de allí, la Comisión de Acuerdos del Senado empezó a requerir los informes del CELS y de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) antes de evaluar los antecedentes de los candidatos para ser promovidos dentro de la estructura de las fuerzas armadas.
Durante el kirchnerismo, el Ministerio de Defensa también le pedía al CELS que chequeara la lista de los postulantes antes de girarla al Congreso. Se buscaba en la información producida por las víctimas, sus familiares y los organismos de derechos humanos; en las causas que tramitaban en el país y en el exterior; en información fidedigna aparecida en los medios de comunicación, y luego se daba una respuesta. Era un mecanismo aceitado y basado en la confianza en los organismos de derechos humanos.
Con Milani, algo de ese camino recorrido se torció.
Al día siguiente de la impugnación del CELS y de otros organismos, la presidenta anunció que ordenaría a los senadores del bloque oficialista postergar el tratamiento del pliego de Milani hasta fin de año para evitar que cayera dentro de la carrera electoral de ese año. “No voy a aceptar ningún linchamiento mediático”, dijo.
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El ascenso de Milani coincidió con una etapa de crisis del sistema de inteligencia que terminó de detonar con la denuncia –y muerte- del fiscal Alberto Nisman contra CFK por haber firmado el memorándum de entendimiento con Irán.
El 18 de diciembre de 2013, pese a las impugnaciones del CELS y de otros organismos, el senador Miguel Pichetto ordenó a la bancada del Frente para la Victoria (FpV) aprobar el pliego. Cuatro días después, el juez Julián Ercolini -a pedido del fiscal Federico Delgado– allanó el edificio Libertador para intentar comprobar si Milani espiaba al entonces senador radical Gerardo Morales, hoy gobernador de Jujuy. “No dieron mucho los peritajes”, dijo una fuente de Comodoro Py que sigue de cerca el caso. A pesar de los peritajes sin resultados, esa causa fue acumulada con otra que tramita ante el juez Claudio Bonadio.
En julio de 2016, la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional Federal de la Ciudad de Buenos Aires desempolvó una denuncia presentada contra Milani por la “acción social” del ejército en la villa de La Carbonilla, en el barrio de La Paternal.
En la entrevista con Hebe de Bonafini, Milani se entusiasmaba con la participación del ejército en el mejoramiento de las villas.
—Hay una idea que yo tengo – le dijo Hebe a Milani —¿No podría ser que el ejército, con las fuerzas o con lo que sea, urbanice las villas? Porque las villas son un desastre.
—Podría ser.
—Callejuelas, cosas complejas. Yo me acuerdo que, en Villa Palito, había un compañero que me dijo un día: “Hebe, voy a urbanizar Villa Palito”. Le dije: “Vos sos loco. No vas a poder”. Eran todas calles. Hizo una cosa preciosa, con tiempo. Ustedes, que tienen todas las máquinas, todos los ingenieros, tienen la plata o lo que sea, y la gente para hacerlo, agarren. “¿Cuál villa? Vamos a urbanizarla”.
—Ojalá —respondió, Milani, moviéndose hacia delante en la silla—. Vos sabés que no depende de mí. Si me dejaran… Si me dicen: “Te damos una villa, cualquier villa. Tenés ahí para trabajar”. ¿Urbanizarla? Sería espectacular.
Para funcionarios que trabajaron con Milani en el Ministerio de Defensa, él no sólo estaba pensando en una nueva función para las fuerzas armadas, sino en una forma de sumar poder, conquistando territorio.
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En diciembre de 2013, Milani contestó a un cuestionario del CELS sobre su actividad en los años del terrorismo de Estado. Negó haber participado en detenciones ilegales y haber oído que el batallón de ingenieros podía haber funcionado como un centro clandestino de detención. Negó también haber escuchado cómo los presos políticos llamaban a las salas de torturas del IRS.
“Luego de recuperada la democracia –escribió el militar– a muchos jóvenes militares que estuvimos lejos de la represión ilegal nos costó creer y comprender que lo que se decía sobre nuestros superiores, sobre lo que habían organizado y ejecutado a nuestras espaldas, era terriblemente cierto”.
Al borde del negacionismo. Así califica Chillier, del CELS, a la carta escrita por Milani.
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En el tercer piso de Comodoro Py no hubo sobresaltos el 26 de octubre de 2016 cuando el juez Daniel Rafecas indagó a Milani. El general había renunciado al ejército el 23 de junio del año anterior. Lo había convocado para que explicara cómo había comprado una mansión en el barrio La Horqueta de San Isidro.
La explicación del militar: un día tomaba un café en el séptimo piso del Edificio Libertador con un amigo que trabajaba en la seguridad del Banco Nación. Milani le contó que estaba pensando en mudarse a la zona norte y el amigo le ofreció un préstamo 200 mil dólares. ¿Quién era el amigo? Eduardo Enrique Barreiro, un ex integrante del Batallón 601 de City Bell que luego fue detenido por el juez federal de La Plata Ernesto Kreplak, acusado de estar involucrado en el homicidio de una pareja y el secuestro de tres chicos.
Después de declarar ante Rafecas, Milani se cruzó con las cámaras y micrófonos de los canales de noticias y perdió la calma. “Pregúntenle a (Héctor) Magnetto, el amigo de (Jorge Rafael) Videla por Ledo”, dijo, irritado. No era el primero en acusar al Grupo Clarín de estar detrás de su desgracia. “Vieron en el General Milani a un hombre que habló del proyecto nacional”, protestaba.
Desde su salida de la jefatura del ejército, poco se supo del día a día de Milani. Se hablaba de su sociedad comercial en una panchería con el exsecretario de Comercio Guillermo Moreno y se lo escuchaba, de vez en cuando, en alguna entrevista radial.
“Esta causa es una operación mediática y política en mi contra por haber levantado al Ejército”, decía Milani. También acusaba al otrora hombre fuerte de la Secretaría de Inteligencia (SI) Antonio “Jaime” Stiuso.
En diciembre de 2016, Rafecas lo procesó por enriquecimiento ilícito. Fue su primer revés judicial serio.
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Olivera no se animaba ni a imaginar que un día Milani podía terminar preso. Preso en el mismo lugar donde estuvo él, el IRS, y desde donde lo trasladó hasta el juzgado de Catalán, también condenado a doce años de prisión en la llamada megacausa de La Rioja.
Graciela Ledo había estado junto a su madre esperando cruzarse a Milani el 14 de febrero cuando lo indagó el juez Fernando Poviña en Tucumán por la desaparición de su hermano. No lo vio. El viernes 17, en La Rioja, en donde viven, se quedaron afuera junto a otros militantes esperando novedades mientras el juez Daniel Herrera Piedrabuena lo indagaba por los secuestros de los Olivera y el de Verónica Matta. Se abrazaron al enterarse que iba a quedar preso. Por primera vez, en 40 años, volvían a soñar con el bálsamo de la justicia. “Tiene que salir el procesamiento en la causa de mi hermano”, se esperanzó Graciela.
Poviña fue designado en noviembre para reemplazar a su colega Bejas al frente de la instrucción de la causa por la desaparición de Ledo. En diciembre de 2014, el fiscal Carlos Brito había pedido a Bejas que indagara a Milani. El juez dilató esa medida todo lo posible. En diciembre del año pasado, Poviña decidió convocar al ex jefe del ejército. El 14 de febrero lo tuvo frente a él por casi tres horas, pese a que el militar retirado se negó a responder a sus preguntas. Lo procesó el 3 de marzo por falsedad ideológica y encubrimiento. “Hay falsedad ideológica porque Ledo fue desaparecido y no desertado, y se procuró encubrir el crimen del cual fue víctima”, explicó el magistrado por teléfono, horas después de haber firmado el segundo procesamiento de Milani.
Hubo un documento fundamental para procesarlo: el acta de deserción que el entonces subteniente Milani labró el 29 de junio de 1976 en Famaillá por orden del jefe de la compañía, Esteban Sanguinetti.
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Virginia Miguel Carmona llegó a La Rioja como fiscal después de participar en el juicio por La Perla de Córdoba, un proceso que se extendió durante casi cuatro años. Le tocó a ella después de la intervención de otros cuatro fiscales –que se inhibieron o que buscaron separar al general de la investigación– sentarse frente a Milani en la mañana del 17 de febrero. Carmona pidió que se le amplíe la imputación, por lo que el ex militar volverá a ser indagado por el juez Herrera Piedrabuena.
“Más allá de los vaivenes políticos, es claro que se puede seguir avanzando en las causas por violaciones a los derechos humanos”, dijo la fiscal. “Acá lo importante es que sea una política de Estado. En este caso, hay muchas cosas para seguir analizando todavía”.
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Viviana Reinoso se recibió de abogada en 1987, en Córdoba, y volvió a La Rioja. Al igual que Graciela Ledo y Alfredo Olivera, no tardó en sumarse al grupo de apoyo a las Madres de esa provincia. Hoy es una de las abogadas que lleva los casos de Olivera y Matta.
El 17 de febrero llegó temprano al tribunal. Subió hasta el primer piso y se encontró a Milani sentado en el hall. El militar hablaba por celular. Caminaba unos pasos, volvía a sentarse. A las 10 horas lo hicieron entrar al despacho del juez Herrera Piedrabuena, a quien él había visitado en 2013 para ponerse a disposición.
“Estuvimos años dando vueltas en una calesita. Milani presentó un recurso tras otro y la instrucción se paró”, protestó Reinoso. “Las pruebas no han variado en absoluto”.
Al rato, llegó Olivera con sus hermanas. Un subcomisario se acercó al grupo y les dijo que no podían seguir en ese hall. Esperaron en una sala contigua. Cuando recibieron un mensaje desde el interior del despacho, se abrazaron y lloraron.
Adentro, Milani se jactaba: “Por fin puedo escuchar mi imputación. Por fin puedo estar frente al juez”.
Afuera, Olivera agradecía a su buena memoria.