Crónica

Curvaturas, el dolor nunca tuerce el deseo


Mi vida diagnosticada por otros

Julia Risso Villani se dio cuenta de que estaba perdiendo fuerza en las piernas en una clase de teatro: al caminar en puntas de pie, se caía. Tiene una deformidad en su columna vertebral. Algunos médicos le diagnosticaron Síndrome de Jarcho Levin; otros lo descartaron rotundamente, pero tampoco propusieron otro nombre. En “Curvaturas” (Editorial Chirimbote), la autora cuenta su historia de vida desde un cuerpo que otros exploran, analizan y etiquetan. Un cuerpo que no se doblega ante el dolor, más bien se descubre, se reconoce y se mueve por el deseo.

Cuando mi mamá me anotó en el jardín de infantes, las maestras  le preguntaban qué cosas podía hacer y qué cosas no. Si podía  hacer educación física con los demás nenes, si podía bailar en la  clase de música, si podía tirarme del tobogán, si podía ir al baño  sola. El médico dijo: a mí no me lo pregunten, pregúntenselo a ella. Julia les va a saber decir qué puede y qué no.

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Cifoescoliosis congénita con agenesia de cuerpos vertebrales, le  llaman a la deformidad de mi columna vertebral. Algunos médicos coinciden que el diagnóstico se llama Síndrome de Jarcho Levin. Otros lo descartan rotundamente, pero tampoco proponen otro nombre. Las características clínicas de este síndrome  consisten en estatura baja, tórax y cuello cortos, abdomen para  afuera, el occipucio o la parte posterior de la cabeza prominente,  puente nasal ancho, aumento del diámetro del tórax, cifo-escoliosis y lordosis. Los brazos y las piernas son normales, aunque por el tronco corto, parecen exageradamente más largos. Si fuera un cuestionario con posibilidad de respuestas múltiples, hasta ahora mi cuerpo tildaría todos los casilleros. El síndrome trae defectos de segmentación de vértebras y costillas, lo que también puede traer complicaciones del tubo neural, hernias inguinales o umbilicales, fallas del tracto urinario y complicaciones cardíacas. El tubo neural es una estructura que comienza a formarse desde el día dieciséis de gestación, luego se convertirá en  el cerebro y en la médula espinal del niño. Busqué lo que era una  hernia umbilical y me dio tanta impresión que estoy segura que  eso no lo tengo. 

Tengo vértebras partidas hasta en cuatro: se llaman hemivértebras, malformaciones por deficiencia ósea. Dentro de esas fisuras se formaron discos intravertebrales. Los discos intravertebrales son los amortiguadores cartilaginosos que están entre  una vértebra y otra. Las hemivértebras son las que provocan la cifoescoliosis y la lordosis, es decir, las desviaciones del eje típico de la columna. También me faltan algunas costillas, pero no sé  cuántas.  

Como mi columna tiene una forma de S, mis pulmones no  tienen un tamaño funcional. Me gusta decir funcional porque evita la palabra normal. Quiere decir que mis pulmones solo funcionan al treinta por ciento. Lo más riesgoso son las infecciones repetidas. A los dos años tuve dos neumonías seguidas, pero en  mi casa no se habla mucho de eso. Lo único que sé es que el primer día después de una internación, en la guardería sacaban la foto grupal del año y me obligaron a salir a cambio de caramelos. No me sacaron ni media sonrisa. 

El síndrome que algunos creen que tengo es causado por cambios en el gen MESP2, encargado de fabricar una proteína fundamental para el desarrollo de los huesos de la espalda, principalmente en la separación de una vértebra con la otra durante el proceso de formación de la columna vertebral. Este proceso se  llama segmentación de los somitas y empieza a darse en la sexta  semana de vida en el útero. Las mutaciones resultan en la falta de proteína o en una proteína que no funciona bien, por lo que  la segmentación de los somitas no ocurre y resulta en que las  vértebras no se separen entre ellas o que se fusionen. 

Somita suena como una palabra muy tierna para ser el origen  de cada una de estas vértebras que me componen.

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En unas horas cumplo años. Es la primera vez que festejo un  cumpleaños en Buenos Aires. Igual que cuando era chiquita,  tengo miedo de que no venga nadie. Superando mis escasas expectativas, el festejo se extiende hasta las 4 de la mañana. Abro mi celular y tengo un mensaje de WhatsApp con un montón de corazones. Es Santiago. Hace un mes que no tenía noticias de él. 

A Santiago lo conocí por Tinder. Nos encontramos un día frío  de junio en un bar espantoso de Palermo que él propuso. Lo esperé media hora, mientras hacía ejercicios de respiración sentada en un escalón de mármol de una casa que parecía abandonada. Tenía puesta una camisa celeste que parecía un colectivero y  un saco con cuadritos negro y gris. Y las botas de las citas, unas  que tienen una plataforma que me aumentan ocho centímetros, altura suficiente para disimular cualquier discapacidad. 

Santiago hablaba poco y remar conversaciones me hacía doler  la espalda, como si el uso de los remos fuera algo literal. Cuando lograba que hable, estiraba mucho las letras como cuando salís  de una clase de yoga. Relajado, casi drogado. Sus dientes eran  perfectos, pero como no abría mucho la boca para hablar se le  veían poco. A veces era tan rara su fonética que parecía que era  nativo de otro país y pensaba cada letra para pronunciar frases  en español. 

Tomé un trago muy fuerte y me empecé a reír aun sin ganas de hacerlo. Estábamos sentados en unas banquetas horribles que me estaban haciendo la noche imposible, ya que con mi altura implicaba dejar los pies en el aire pero como no había donde  apoyarlos, las botas de las citas me pesaban un poco. Me estaba  tirando el ciático. El nervio ciático nace en la zona lumbar, en la  cintura. Cuando duele se siente hasta en el dedo pulgar del pie. 

Es el nervio más grande y más largo del cuerpo humano y me  estaba animando en una cita a desafiar su anatomía. Imaginé que me quedaba dura sin apoyar la pierna y Santiago me tenía que sacar a upa de ese bar espantoso, subirme a un taxi y después a mi cama. 

Terminé el trago de golpe y le dije que no aguantaba más. Que nos íbamos. Me doy cuenta ahora de que me parecía a una madre. Esa música tan alta me molesta, y las banquetas son el diablo. Caminamos casi diez cuadras hasta Scalabrini Ortiz. No sé cómo seguimos saliendo después de ese gruñido. Cuando llegamos a la  parada del colectivo, estábamos de la mano. La saqué sin decir  nada, odio ese tire y afloje donde no hay palabras precisas. La  misma sensación surgió cuando me quiso dar un beso. Le rogué  a todos mis santos que no me cruce una mano por la espalda,  igual que cuando actuaba con mi amigo Diego. 

Intento acordarme de dónde me agarró para darme un beso,  pero no me acuerdo. Solo sé que su barba me dio un poco de alergia. Pero me encantó.

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Me di cuenta de que estaba perdiendo fuerza en las piernas en  una clase de teatro. Tenía que caminar en puntas de pie y me  caía. Me fui dos veces para el costado izquierdo y la segunda vez  no lo pude disimular, me caí encima de un compañero que nunca  había visto. La profesora me susurró no es necesario que te exijas  tanto. Salí de esa clase y lloré por la calle Beruti como si hubiera muerto alguien. Cada síntoma que aparece y cada posibilidad  que el cuerpo pierde son como un familiar que falta en la mesa  del domingo. Algo que despedís y no sabés si vas a volver a sentir. 

Días después fui a ver a un neurólogo. Su voz de publicidad  de perfumes masculinos me generó confianza desde el inicio. Me  hizo pruebas: llevarme la punta de los dedos a la nariz con los  ojos cerrados varias veces, apretar su mano, hacer fuerza con los  tobillos para afuera y para adentro, caminar por su consultorio  apoyando sólo los talones, luego sólo el metatarso y luego sólo  las puntas de pie. Cuando quise caminar en puntas de pie me  choqué la camilla, la camilla pegó contra un acrílico y creo que se  quebró. No importa, calzate y sentate. Me imaginé un reclamo a la  obra social por romper un pedazo de clínica. Diagnóstico: torpe za por insensibilidad de miembros inferiores. 

Vamos a estudiarte, y escribió órdenes con estudios y más estudios. Yo pensaba por qué los médicos hablan en plural aun  cuando están solos de ese lado del escritorio. En uno de esos  papeles me indicaba un electromiograma, un estudio en el que,  acostada, recibís pinchazos de agujas de diferentes grosores que  tienen distintas cargas de electricidad en las piernas y en los  brazos. Con esa tortura evalúan si tus nervios responden a los  estímulos o no. 

Me dieron turno para un día de diciembre en una clínica de  Microcentro. El calor y la humedad aplastaban, el consultorio era pequeño, sin aire acondicionado. Uno de los requisitos de la  práctica era asistir acompañada, por eso mi mamá viajó desde  Monte a Buenos Aires, como cuando era niña. Cuando llegué me  hicieron firmar un consentimiento de casi diez hojas de los posibles riesgos del estudio. Cuando entre tanto texto reconocí las  palabras hipotensión y riesgo cardíaco cerré los ojos, firmé y lo  devolví. 

Transpiraba mi cuerpo sobre la camilla. Las primeras agujas  eran en los pies y se ve que mis nervios ya estaban completamente anulados porque no sentía nada. Luego pasaron a los gemelos,  a los cuádriceps, a los bíceps, a los tríceps. Mi sensibilidad ya era  otra, por lo tanto, mi dolor ya era otro. Ahora vamos con unas agujas más profundas, entonces la electricidad empezó a tomar mi  cuerpo hasta que el dolor me hizo explotar en lágrimas. Me sentí  un muñeco vudú al que le estaba cayendo toda la mala suerte del  mundo. Ah, te dan impresión estas agujas pero se ve que a los tatuajes no les tenés tanto miedo. No me acuerdo la voz de la médica,  pero sí su tono con sarcasmo.  

A partir de ese intercambio establecimos una guerra fría entre sus agujas, mis lágrimas, su electricidad y mi sangre: la mía  era una derrota anticipada. Los pinchazos empezaron a sangrar  y, por consecuencia, a inflamarse. En cada pinchazo se había for mado un huevo de alta temperatura que iba de violeta a negro. La médica dejaba las agujas solas transmitiendo electricidad en mis brazos para limpiarme las piernas que chorreaban sangre. Eran mis músculos que lloraban.  

El estudio arrojó los resultados esperados: mi sistema nervioso estaba deteriorado. Esto es quirúrgico pero yo prefiero no operarte, así que no hay nada por hacer, Julia, dijo el médico con tono  concluyente, sin ninguna chance de repregunta. 

Una vez más, los cirujanos histeriqueaban conmigo como el  chico que te busca pero nunca toma la iniciativa de invitarte a  salir. Así eran los médicos con mi cuerpo, así se comportaban  ante mi dolor.

A los veintidós me enojé con Aroldo y cambié de traumatólogo. Se llamaba Juan Martín, tenía una escultura de yeso de un pie  talle cuarenta y cinco en el escritorio. No fue por la única causa  que lo recuerdo. Estuve una hora en la consulta y abandonó su  saber sobre huesos para buscar ser mi líder espiritual. Te veo muy  sola, y yo no sé qué viniste a buscar a mi consultorio. Que esté sola  acá no significa que no esté acompañada, no lo dije, pero lo pensé. Intenté encauzar la conversación a donde necesitaba. Quiero  curarme. Fueron dos palabras que pude decir sin llorar. Mirá, si  yo me arriesgo a operarte y a corregirte la desviación de tu columna,  probablemente te mueras, y tus padres me hagan un juicio. Amigate  con las drogas y no vengas más. De su ataque de sinceridad lo que  más me gustó fue que me eche. De la posibilidad de morirme  en su quirófano lo que más me entusiasmó era la idea de que le  saquen la matrícula. 

Llegué al departamento que compartía con mi amiga Nadia  y me encerré en mi habitación. Tenía la necesidad de estar en  silencio durante una semana. Nadia tocó la puerta, se sentó al  lado de mi cama y estiró la mano para convidarme un mate. Lo  mejor que puede suceder entre dos amigas es que no haya explicaciones para entender cómo se siente la otra. Estás como en un  laberinto, pero cualquiera de las salidas te hace chocar contra una  pared, definió. 

Desde que soy su amiga, en el 2007, Nadia pronuncia la letra T como si fuera una D. Habla como si hiciera puntitas de pie,  temiendo al pronunciar cada fonema, como si la hubieran corregido mucho en su vida. De mis amigas es mi antítesis física, ella  un metro setenta y siete de altura, yo un metro treinta y dos. Ella  ciento diez de corpiño, yo ochenta. 

A veces, la escuchaba dudar de sus palabras. Otras, la escuchaban vomitar verdades, como esa tarde.

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Invité a salir a un chico, Lucas. En realidad no lo invité a salir,  vino directamente a mi departamento. Miramos una película argentina y dormimos la siesta abrazados. Me duele la espalda, le dije ante su intento de sacarme la remera. ¿Por qué, qué te pasó? Y no supe cómo empezar.

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Fotos: Rodrigo Ruíz para Revista Cítrica