Habían pasado cuatro años desde que el presidente Néstor Kirchner había decretado el 24 de marzo como feriado nacional. Hasta el 2010, en esa escuela privada bilingüe del barrio porteño de Palermo, los alumnos de quinto año nunca habían hablado en clase de la dictadura militar. Pero con la excusa del Día Nacional de la Memoria, algunos docentes aprovecharon para hacerlo. Natalia, la profesora de Lengua, Literatura y Latín tenía un vínculo particular con sus alumnos, de esos que exceden las cuatro paredes del aula. Sabía si estaban bien o mal, si necesitaban ayuda. Y eso detectó en Fiorella Metetieri. La adolescente de 17 años no pasaba por un buen momento. Su hermana mayor, María Eva, había fallecido hacía poco producto de un cáncer. Y ella, a la que aún no le habían detectado celiaquía, pasaba temporadas con dolores físicos fuertes.
Para animarla, Natalia le pidió a Fiorella que se quedara unos segundos después de clase.
—Che, Fiore, ¿leíste Operación Masacre? —le preguntó.
—No… no lo leí.
Natalia se sorprendió.
—La verdad, le tengo bastante rechazo a la parte periodística de Rodolfo Walsh. Leí algunos de sus cuentos, nada más —siguió Fiorella.
—¿Y te incomoda que yo proponga que lo leamos en clase?
Fiorella lo pensó unos segundos. No le incomodaba la idea. Incluso le gustaba.
Cuando, a la clase siguiente, la docente introdujo el clásico del periodismo argentino y contó algunos datos biográficos de su autor, se guardó para el final la perlita que tenía bajo la manga: le dijo a toda la división que, sentada entre ellos, estaba nada más y nada menos que su nieta. Muchos de los compañeros solo sabían que Fiorella había tenido un abuelo que era “un escritor desaparecido”. Pero ahora, con la lectura de Operación Masacre, todo cobraba otro sentido.
—La verdad es que me hizo un favor. Si no hubiera sido por ella, quizás hasta el día de hoy no hubiera leído Operación Masacre. Estaba… Estoy tan podrida de escuchar el relato de los fusilamientos que no quería saber nada y por eso no lo había leído —dice Fiorella Metetieri, la nieta menor de Rodolfo Walsh, los primeros días de marzo del 2022, a sus 29 años.
Y confiesa:
—Las otras investigaciones importantes de él no las leí.
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Fiorella siempre pensó que cada familia argentina tenía al menos un desaparecido. En el caso de ella había dos: un abuelo y una tía. Nada fuera de lo común, pensaba. Como sus padres eran relativamente grandes cuando la tuvieron (su mamá, Patricia Walsh, tenía 40 y su padre, 48), sus otros abuelos tuvieron una corta presencia en su vida. Por una u otra razón, no importaba cuál, su árbol genealógico siempre tuvo huecos. Pero, ¿qué familia no tiene casilleros vacíos?
Gracias a una plata que heredaron de su abuela Elina Tejerina, la primera esposa de Rodolfo, los padres de Fiorella compraron una casita. Era un terreno muy muy grande con una pequeña construcción cerca de la estación de tren de Villa Adelina, aunque estaba inscripta en otra localidad: José León Suárez. Una casualidad de esas que parecen escritas por algún guionista. A tres kilómetros de donde vivía Fiorella, su abuelo -37 años antes- había comenzado la investigación más importante de su vida, la que lo transformaría por completo y cambiaría la forma de hacer periodismo en Argentina y Latinoamérica.
—No sé si era vergüenza o malos recuerdos familiares. Obvio, vivir ahí estaba ligado a Operación Masacre, que tenía mucho peso para mi mamá. Lo cierto es que si nos preguntaban, decíamos que vivíamos en Villa Adelina. Pero claramente era José León Suárez —dice Fiorella—. Hasta hoy nos referimos a esa casa como “la de Villa Adelina”.
En la casa de sus amigos había portarretratos, fotos de abuelos de cabelleras blancas posando sonrientes. En la de ella había posters enmarcados con la cara de su abuelo. En un afiche color verde, el periodista con un sombrero estilo Panamá, en Cuba, 1968, con la frase: “Cátedra Abierta Rodolfo Walsh, Secretaría de Extensión Universitaria, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Lomas de Zamora”; en otra foto, en el costado derecho, Rodolfo de perfil, con sus clásicos anteojos negros, en la mano un anotador con birome. De frente, en el centro de la imagen, con boina y traje, el escritor Ernest Hemingway. Los afiches reproducían las tapas de dos de sus libros: uno, La Granada. La Batalla, dos obras de teatro, cuya portada incluía una ilustración de una granada gigante de la que salía un dedo; el otro, Cuentos para Tahúres, con la imagen de un hombre tirado en el suelo, muerto.
—Ahora me río, pero no fue muy normal crecer en un living con el cuadro de una granada y otro de un tipo muerto.
A Fiorella le contaban una y otra vez la historia del día en que su abuelo, mientras jugaba al ajedrez, escuchó que alguien decía “hay un fusilado que vive”; sabía de memoria fragmentos de la “Carta Abierta a la Junta Militar” y también sabía que al día siguiente de publicarla, lo secuestraron en San Juan y Entre Ríos; lo desaparecieron. Fiorella creció yendo cada 24 de marzo a la marcha detrás de la bandera de cabecera. Su padre, que había sido delegado gremial en los 70 y había tenido que esconderse, también se pasaba el día hablando de sus amigos desaparecidos. Fiorella creció acompañando a su madre a reuniones de la agrupación H.I.J.O.S y a actos de campaña cada vez que ella se presentaba como candidata a presidenta, diputada o legisladora. Fiorella fue testigo de cómo su mamá preparaba lo que sería su testimonio como querellante en el juicio por la Megacausa ESMA.
No había escapatoria. En la casa de Fiorella se hablaba de la dictadura, todo el tiempo. Mientras, ella solo quería ir al shopping Unicenter y leer libros de Harry Potter y El Señor de los Anillos.
—Tenía la sensación de haber salido de una máquina del tiempo. Nací en los 90 en una familia de los 70. Sentía que estaban todo el tiempo hablando de algo que había pasado veinte años antes de que yo naciera, y a mí no me importaba. ¿Por qué no podían vivir el presente? La dictadura fue tan traumática para ellos que realmente les fue muy difícil seguir con su vida.
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Todas las cosas que Fiorella sabe de Rodolfo se las contó su mamá. Por ejemplo, sabe que cuando Elina Tejerina se fue a vivir a Chile por trabajo, Rodolfo metió a sus hijas todo el año escolar en un internado; que llegó tarde al casamiento de su hija Patricia con su primer marido; que tenía un gran sentido del humor (“humor walsheano”, dice Patricia); que hablaba muy poco y que era “bastante mala onda”. Fiorella elige dos anécdotas que reflejan esto: la primera es de cuando el escritor estaba en pareja con Pirí Lugones y vivían en un piso en el que circulaban muchos intelectuales y artistas. Entre ellos, Quino.
Fiorella, que tuvo su época en la que era fanática de Mafalda, quiso saber más cuando se enteró de que su abuelo compartió tertulias con su creador. Según su mamá, no tenían muy buen trato.
—¡Cómo no te vas a llevar bien con Quino! —dice indignada.
La segunda anécdota: el ganador del Premio Nóbel de Literatura Gabriel García Márquez había planeado un encuentro larguísimo para charlar con Rodolfo y viajó especialmente hasta Cuba.
—Lo cómico es que cuando se encuentran, creo que fue en el aeropuerto de La Habana, Rodolfo le dio instrucciones muy claras de lo que tenía que hacer, le entregó unos papeles y se fue. No duró más de cinco minutos y dejó a García Márquez pagando.
De sus cuatro nietos Rodolfo llegó a conocer solo a dos. A María Eva, la hija mayor de Patricia, que había nacido en 1973, y a la que le decía “demonio negro”.
—Le decía “demonio negro” y “de moño negro”. Le gustaba hacer ese tipo de juegos de palabras.
También conoció a Victoria María, la hija de su hija Victoria, que nació en julio de 1975 y a la que le decía “el gusano de la pedrera”.
Mariano, el segundo hijo de Patricia, nació el 9 de marzo de 1977. Veinte días después, Patricia arregló una cita con su padre. La situación era delicada. Su hermana Victoria había sido asesinada el 29 de septiembre de 1976 en la casa de Villa Luro, en la que vivía con varios compañeros de la agrupación Montoneros.
Todos, más que nada Rodolfo, habían quedado devastados con la muerte de Victoria. Por eso la llegada de un nuevo nieto tenía un resquicio de felicidad. El plan era ir a la casa de San Vicente en la que estaba viviendo a compartir un asado para que conociera a su nuevo nieto. Mientras se acercaban en el auto, en el que estaban ellos cuatro y Lilia Ferreyra, la compañera de Rodolfo, ella notó algo raro y les dijo que esperaran allí. Ella bajó mientras Patricia, por la ventana, veía en el jardín, sobre el pasto, cosas tiradas. Como no conocía el lugar, no entendió lo que estaba viendo. Lilia volvió corriendo al grito de “Vámonos vámonos”.
Nunca más lo volverían a ver. Cuatro días antes, el 25 de marzo de 1977, 20 miembros del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA le habían tendido a Walsh una emboscada y lo esperaron para secuestrarlo. La intención era atraparlo con vida y sacarle información: en ese momento, el periodista era el jefe de inteligencia de Montoneros. Pero los planes del Grupo de Tareas se modificaron in situ. Nadie sabía que Walsh llevaba encima un arma calibre 22 y disparó. No hay un dato certero que indique que Walsh murió en ese momento. Lo que sí se pudo reconstruir a través del testimonio de un sobreviviente, Martín Gras, es que Walsh pasó por la ESMA
—A veces me pregunto cómo me hubiera llevado yo con él. Creo que ahora de grande me hubiera llevado bien. Pero de chica, seguramente me hubiera costado tener un vínculo con Rodolfo.
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Fiorella entendió que su árbol genealógico no era como el del resto. Con la lectura de Operación Masacre comprendió que ninguno de sus amigos era el nieto de un “famoso escritor desaparecido”.
—Cuando era chica me desconcertaba mucho la admiración que despertaba mi abuelo. Cuando alguien me reconocía y me decía “vos sos la nieta de Rodolfo Walsh”, yo decía “sí, ¿y qué?”. Pero cuando terminé el secundario tuve un breve paso por la Facultad de Filosofía y Letras. Ahí es como que caí y dije “okey, sí, era groso”.
Fiorella se había conectado con su abuelo a través de sus cuentos y fue allí, en Puan, la única vez que “sacó chapa”. Había disfrutado mucho de una materia, Gramática y, sobre todo, había entablado un lindo vínculo con la docente. Después de aprobar el final y al momento de firmar la libreta, respiró y le dijo:
—Te quiero contar, no sé, me siento un poco rara, que yo soy la nieta de Rodolfo Walsh y que me gusta haberme cruzado con vos en esa carrera.
La docente se quedó paralizada. No lo podía creer.
Si bien pasó un breve período por la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires, desde hace muchos años estudia Música y en la pandemia se anotó en la carrera de Ingeniería de Alimentos.
—Me han preguntado muchas veces si quiero escribir, ser periodista, dedicarme a la política y yo siento que no lo puedo hacer, no me puedo comparar con Patricia y Rodolfo. Es ridículo intentar imitarlos. Siento que tengo que ir para otro lado y buscar mi propio lugar, hacer otra cosa. Y en ese sentido, el feminismo sí me interpeló. Creo que esa es mi causa.
El 8 de marzo fue a la plaza con todas sus amigas.
—Siento que ahí es donde tengo que estar y que esa es mi manera de tratar de ser… no me quiero comparar, por supuesto, pero de tratar de ser un poquito de lo que fue mi abuelo para su contexto, en el mio.
Fiorella irá hoy a la Plaza de Mayo. Después de dos años en suspenso por la pandemia del COVID-19, volver a las calles tendrá una emoción extra. Será, también, la primera marcha de su hija Jazmín, de un año y tres meses: la bisnieta de Rodolfo Walsh.
Nadie podrá reconocerla. Aunque la delata una pista: tiene una mirada penetrante como la de su abuelo. Y un dato más: usa unos anteojos iguales a los de él.