“Los gauchos ven todo, escuchan todo, saben todo lo que pasa acá en el campo. Raúl puede ver en el horizonte, sabe qué animales van y vienen, cuáles faltan, hasta sabe si te bajás del caballo.” Estoy en Suipacha, cerca de Buenos Aires, atravesando la ola de calor de enero en la casa de mi amiga Victoria. Erigimos una especie de matriarcado rural: vinimos con nuestros dos hijos, de uno y cuatro años, y armamos una rutina que mezcla ínfimos momentos de placer y bastante trabajo, doméstico y del otro, porque somos freelancers. Por momentos, nos parecemos a los personajes de La ciénaga, medio borrachas adentro de la pileta, el único lugar en el que se puede respirar en esta pampa infernal, aunque nos controlamos, porque los chicos demandan sin cesar: atención, juego, comida, agua, presencia. En la capital, los casos de Covid están en su pico histórico. Nosotras jugamos a El Decamerón, solo que en vez de contarnos cuentos pícaros hablamos de los libros que quisiéramos escribir y nos peleamos por And Just Like That, el reboot de Sex and the City, porque ella, que es una soldada fiel de Carrie, Miranda y Charlotte, chilla de felicidad con las mismas cosas que a mí me indignan y me dan vergüenza ajena o cringe, como dicen los jóvenes hoy en día.
Cuando cae el sol, voy hasta el alambrado y miro a los terneros negrísimos que se acercaron al camino. En realidad ellos —a vuelo de pájaro diría que son unos cincuenta— nos miran a Félix y a mí con una curiosidad que jamás vi en otro animal. No hay un ápice de estupidez en sus caras, sino una absoluta ignorancia de los males de este mundo que se parece bastante a la felicidad.
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La pandemia me convirtió en una caminadora incansable. Como el baqueano Raúl, siento que puedo ir con mis dos piernas a cualquier parte de Buenos Aires. Las veinte o treinta cuadras que separan mi casa del colegio son un ritual contra el encierro: okey, no puedo ver a nadie (mentira: a mi padre y a mi hermana nunca los dejé de ver; tuve citas esporádicas con hombres), pero por lo menos me distraigo con las caras de los extraños por la calle y las vidrieras de siempre. Me calzo las zapatillas y los auriculares, pongo música y arranco. Una tarde, cuando cruzo las vías de Belgrano R, veo un cartel: “Int./Ext.”. Pienso en los encabezados de las escenas de un guión. Estas dos abreviaturas fueron el eje de la vida en estos años rarísimos: lo que hay adentro, lo que hay afuera. Leo de nuevo y me doy cuenta de que es el aviso de un pintor de casas. A veces una se enreda en complicadas interpretaciones cuando el camino era mucho más simple.
En mis auriculares, la voz de Jorge Carrión en su podcast Solaris me habla sobre el poliamor, la inteligencia vegetal y un futuro con mucha más esperanza gracias al reino de los hongos, una salvación ambiental posible para este mundo extraño y distópico que empezamos a habitar con estupor en marzo de 2020.
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En octubre de 2021, Victoria me invita al Teatro San Martín a ver Cae la noche tropical. Esta misma amiga, que después de casi quince años de vivir en París volvió a Buenos Aires en medio de la pandemia, me regaló el libro de Puig cuando todavía éramos estudiantes. Con Victoria siempre fantaseamos con nuestra vejez juntas: nos hemos imaginado en una casa de piedra a orillas del Atlántico, compartiendo un ph con entradas independientes en la ciudad, criando en comunidad a nuestros hijos después de múltiples desencantos con los hombres más o menos esporádicos de nuestras vidas. Como las hermanas Nidia y Luci, habitando una larga conversación de tonos altos y bajos, de alegrías y pesares, de declaraciones a viva voz e insinuaciones que mejor dejar pasar. Por estos días, siento que muchos de mis vínculos se sostienen en ese diálogo sobre un pasado mejor. Todo es relato: no queda casi nada de experiencia.
Volver a la avenida Corrientes me convierte en una turista en mi ciudad, solo que esta vez no visito una locación exótica, sino más bien un pedazo de juventud. Bajo del taxi en la puerta del teatro, miro para atrás, y me deslumbra el neón del cartel de la pizzería Farándula. La única vez que entré fue cuando mi mamá me invitó a almorzar, en 2001, después de comprar libros usados para Teoría y Análisis Literario. Fue el último año que vivió, y la única vez que sentí que aflojaba un poco con su permanente decepción porque yo no había querido estudiar Derecho.
“The past is a foreign country; they do things differently there” (“El pasado es un país extranjero; allí hacen las cosas de otro modo”), rezaba el epígrafe de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, y no sé si es efecto de este recuerdo que me asalta de repente, o más bien el extrañamiento de volver al centro, como si lo estuviera haciendo por primera vez, que tiñe todo de una textura pesadillesca: ¿terminó la pandemia ya? Sentarme en un teatro o en un restaurante con gente alrededor me parece de ciencia ficción. Durante estos meses raros, mi inconsciente reemplazó la clásica pesadilla de encontrarme desnuda en un lugar público por la de estar en una habitación cerrada sin barbijo. Pero hay que aferrarse a un mínimo de esperanza de vida social, porque todo el resto pende de un hilo. Es hora de meter el pie en el agua otra vez.
Entonces llega Victoria, entramos al San Martín, cumplimos con los protocolos del alcohol y el termómetro y me invade la misma sensación, cuando finalmente me siento y veo que estoy rodeada de gente —de mucha gente, la sala está llena— que tuve cada vez que entré a un quirófano o que me subí a un avión: respiro hondo, trato de engañar a mi cerebro ansioso y me convenzo de disfrutar de lo que pueda (sí, en el quirófano se puede disfrutar, por ejemplo, del momento exacto en que entra el líquido mortífero, el cuerpo se desintegra y una desaparece, aunque brevemente). El ritual se vuelve emocionante por partida doble: asisto a la clásica ceremonia entre actores y público, pero ahora, además, hay algo electrizante en el aire, la adrenalina típica de toda conducta de riesgo, o eso que Kristin Scott Thomas le dice a la protagonista de Fleabag, ella también añorando un pasado perdido: “No hay nada más excitante que una sala llena de gente”. Me gusta esta idea porque va en contra del sentido común pandémico. Se terminó —al menos por un tiempo, hasta que pegue ómicron— el reino del Ermitaño.
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En mis caminatas diarias hacia el jardín escucho en loop Happier Than Ever, el álbum conceptual de Billie Eilish. Billie irrumpió en la escena en 2019 con su música absolutamente precoz y una actitud enojada y poco complaciente, típica de una adolescente con el corazón en llamas. Compuso su segundo disco en 2020, con apenas 19 años. Son 16 temas sobre la desesperación de la ruptura amorosa, sobre lo que significa que la persona a la que más amás te patee cuando estás en el piso, y están llenos de sabiduría y vuelo poético. Billie tiene una voz de crooner un poco rasposa y alterna entre el susurro y el grito desesperado. Su dulzura oscura alcanza momentos iluminados —“Things I once enjoyed/ just keep me employed now” (Lo que antes me divertía/ ahora solo me mantiene ocupada)—, y cuando escucho esto no puedo creer que lo cante una niña de 20 años, porque en esos dos versos está condensada una gran verdad de la vida adulta.
El último acto del disco (“Therefore I Am”, “Happier The Ever”, “Male Fantasy”) es un movimiento perfecto de venganza, furia desatada y compasión final. En las notas que incluye Spotify para cada canción, Billie escribe: “No se puede terminar las cosas con tanto enojo”. Se refiere a “Male Fantasy”, el track más honesto del disco, que habla sobre el amor después del amor, sobre seguir amando a pesar de odiar, sobre el odio que debería sentir pero no puede. Billie me compra con la segunda estrofa, cuando canturrea sobre mirar porno como estrategia para enfrentar la soledad: “I can’t stand the dialogue, she/ would never be/ this satisfied, it’s a male fantasy” (No soporto los diálogos/ella jamás estaría/ tan satisfecha, es una fantasía masculina). ¿Cómo se llega a ese entendimiento tan rápido en la vida? En esos días me escribe uno de mis hombres esporádicos con intenciones de sextear y me resuena el verso: es una fantasía masculina, poco o nada del placer de las mujeres está en esos gritos artificiales o en las promesas mentirosas del sexo a través de una pantallita.
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En Petróleo, tres hombres —el Carli, Monto y Formo— tienen que incorporar a un recienvenido, el Palla, en el precario tráiler junto a un pozo petrolero en el que viven y trabajan. El adentro y el afuera tienen varias dimensiones en esta obra: la habitación pequeña y sofocante que comparten versus la inmensidad patagónica que los rodea, la coreografía ridícula de la masculinidad versus los trazos de intimidad que van surgiendo gracias a este extraño que irrumpe y les cambia la vida con un bolso lleno de ropa de mujer. La obra es hilarante y esta comicidad, que el colectivo Piel de Lava se toma muy en serio, se sostiene gracias al trabajo corporal de sus protagonistas, todas mujeres.
Después de dos años de repliegue, me permito comprobar los poderes catárticos y purificadores de la risa.
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Por momentos, parece que vivimos en una simulación, en una psicosis colectiva: hay algo irreal en estar sentada al lado de un extraño en el teatro, en ver pasar a la gente con barbijos sentada junto a la ventana de Los Galgos mientras tomo una cerveza, a cara destapada, como si no hubiera pandemia. ¿Estamos delirando? En 2020 aprendí que ninguna certeza sobre cómo vivimos está garantizada, que hay ventanas de esperanza pero son pequeñas, porque en algún momento se cierran, y que hay que saber aprovecharlas.
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Me cruzo con una idea que me deja girando en falso durante varios días, porque desafía todo lo que aprendí en los últimos veinte años sobre el lenguaje. David Abram sostiene en su maravilloso Devenir animal. Una cosmología terrestre (Editorial Sigilo), publicado este año: el lenguaje no es una posesión humana, sino una propiedad “de la tierra animada de la que los humanos participamos”. El cuerpo, y no la mente, es el instrumento principal de todo nuestro conocimiento. “Aceptar que somos animales, criaturas de la tierra. Sintonizar nuestros sentidos animales con el terreno sensible: fundir nuestra piel con la superficie de los ríos ondulada por la lluvia, unir nuestros oídos con el trueno y el croar de las ranas y nuestros ojos con el cielo fundido. (…) Devenir tierra. Devenir animal. Devenir así plenamente humanos”. Abram es un ecologista cultural con una prosa exquisita y una imaginación fértil que está intentando combatir con sus ideas la crisis climática y la devastación ambiental.
Leo este libro y pienso en lo que nos costó vivir esta pandemia a los habitantes de la ciudad, que ya perdimos todo rastro de conexión atávica con la naturaleza y con nuestro cuerpo sensible. Buenos Aires fue durante mucho tiempo una ciudad-prisión, nuestras casas las celdas, el afuera un caos ominoso donde flotaba el virus, ese muerto-vivo que se rige por leyes que todavía no comprendemos del todo. ¿Fueron estos dos años un encuentro violento entre la tierra animada y lo endeble de nuestros cuerpos? Sin dudas hubo dos pandemias, la urbana y la rural, y esta última, en las dos escapadas que logré hacer desde octubre, una a la pampa bonaerense y otra a las sierras de Córdoba, se vivió de manera muy distinta, en principio, arriesgo, simplemente porque en el campo hay menos gente y más espacio.
El futuro de la vida en la ciudad todavía es difícil de imaginar; el virus llegó para derrumbar nuestras piedras de toque: la comodidad del transporte público, el acceso a los servicios, la oferta de ocio y cultura, el contacto estimulante con los amigos. Tuvimos que reaprender a vivir juntos sin acercarnos demasiado. Yo misma me convertí en una caminadora incansable; finalmente entendí que tenía la posibilidad de llegar a casi cualquier punto de la ciudad con mis dos piernas, y en ese ejercicio cotidiano, también, disfrutar del paisaje con otra atención, rumiar ideas, masticarlas, sentir el pulso de la primavera en Buenos Aires que vuelve a despertar de su letargo, observar a la gente abrazarse y perder un poco el miedo, recuperar la confianza en la vida. Esa vida desnuda y frágil nunca estuvo a salvo de la violencia del mundo, pero podíamos abstraernos con más facilidad. Ahora, con un futuro opaco, que es lo mejor que puede decirse del futuro, como leí por estos días en algún lugar que no recuerdo, solo resta practicar los nuevos gestos de la vida en común, encontrar resquicios de libertad, bailar mientras podamos y honrar la carne, asiento de todo placer y de todo dolor imaginables.