Es fácil entender cuáles son los procesos que hacen que al ver al Polaquito, haya quienes ven a un asesino y quienes ven a un niño con una fragilidad que en sí misma es una denuncia y conmueve. Entre unos y otros no sólo hay Lanatas, sino décadas de prensa amarilla que construye enemigos entre las víctimas de la desigualdad. Casi al mismo tiempo que Lanata destilaba su bilis, un joven apenas mayor que el Polaquito era asesinado por la policía en San Martín, y apenas llegaba a alguna pantalla. El desafío entonces es mirar más allá del rol de los medios.
Robert Castel, en 1986, señaló que un aspecto central de los gobiernos liberales estaba en el desplazamiento del foco en la peligrosidad de las cosas y los cuerpos al cálculo del riesgo. El sufrimiento de los niños y jóvenes de sectores populares hoy parece derivarse de la conjunción entre esa peligrosidad anclada en el cuerpo, que los constituye como los enemigos sociales preferenciales, hipervisibles, con las marcas subjetivas y corporales de la organización de la vida alrededor de lo impredecible. Frente a eso, las instituciones de salud y educativas y las políticas sociales han tenido respuestas que tanto reproducen las peculiaridades adolescentes como disputan palmo a palmo sus vidas y sus derechos frente a actores como la policía y el narco.
Mientras escribo tengo varios flashbacks. Hace algunos años, doce, tal vez diez, lxs trabajadores de un centro de salud en una de las villas de la ciudad de Buenos Aires encontraron en la puerta el cadáver de un niño. Lo conocían, tenían un apodo para él, les dolía, su muerte los quebró. Era una de las primeras víctimas de la pasta base y había luchado con la degradación progresiva de esa droga barata que te come por adentro. Llegó arrastrándose al Centro de Salud, en un último intento de salvarse. Trágico en su capacidad de mostrar las dificultades de un Estado que, como reclamó Juan Grabois, persista en la protección más allá de toda esperanza.
El relato de la madre sobre la vida del Polaquito es una muestra de los modos en que la injusticia social trama la experiencia social. Pero también es una muestra de los modos en que las instituciones reproducen los problemas que debieran resolver. El incumplimiento del Plan de Salud Mental, por ejemplo, revela la existencia de dos dinámicas que no por contrapuestas dejan de contribuir en la misma dirección discriminatoria y de desprotección. Investigaciones y denuncias muestran la creciente tendencia a la internación de los niños, en particular en la Ciudad de Buenos Aires, donde los hogares especializados pasaron de la órbita de la Dirección de Niñez al Ministerio de Salud. Con ello, las solicitudes de internación transitoria y excepcional, realizadas por los organismos de defensa de los derechos del niño o los juzgados, perdían tal carácter, para transformarse en medidas coactivas y por tiempo indeterminado, violatorias de los derechos que presumen proteger.
Ahora bien, la demanda de la mamá del Polaquito en la entrevista realizada en un programa radial fue precisamente la internación del niño. Esa demanda de internación se construye a lo largo de una sumatoria de expulsiones, maltratos e intervenciones como mínimo inocuas para garantizar al niño el acceso a salud y educación. Esa compleja dinámica de expulsiones (“este chico no es para acá”), estigmatización, hipermedicalización, de deriva institucional y desprotección, condujo al agravamiento y persistencia de problemas que hubieran sido abordables con otras estrategias, aquellas recomendadas en las leyes y planes que no se implementan.
La demanda legítima de la madre, su temor a lo que suceda con su vida luego del abuso televisivo, no se continúa en la intervención del juzgado. Esta es, antes bien, la segunda dinámica que ordena el campo de violaciones de derechos de la infancia, la construcción de las condiciones de “protección desprotectiva” como única salida a la acumulación de abandonos institucionales anteriores.
En 2010 se sancionó la Ley de Derecho a la Protección de la Salud Mental, que promueve la transformación del campo de asistencia a la niñez en consonancia con la ley de protección de los derechos del niño. No obstante, varias investigaciones muestran la ausencia de dispositivos de salud mental en el primer nivel de atención, la insuficiencia de recursos humanos y de estrategias no internativas, y las desigualdades entre las provincias. El ínfimo número de camas de desintoxicación en el primer nivel de atención, el rechazo de los hospitales polivalentes y de los centros de salud a asistir a niños y jóvenes con sufrimiento subjetivo y/o consumos problemáticos, la gestión del consumo de sustancias de los “pobres” por iglesias y de los “ricos” por empresas de salud, son aristas de este problema. El único hospital público especializado de todo el país es el Tobar García, y los Centros territoriales de la SEDRONAR son interesantes estrategias de prevención, que no brindan asistencia ni intervención en crisis.
La demanda de internación revela es que el modelo de asistencia, vinculado a la hipermedicalización de los niños, especialmente de sectores vulnerables, articula el control policíaco a la moralización, y tienen un papel privilegiado en la construcción de los niños y jóvenes pobres como “otros”, cuyo lugar social es alguna forma de control extremo, en tanto están colonizados por un comportamiento “impredecible”. Son construidos como “inasistibles” por el centro de salud o la escuela si no media una híper-especialización. Son supernumerarios, sobran.
La renuncia a asistirlos o a la privatización de hecho de la asistencia en salud mental se complementa así, en un péndulo perverso, con la asistencia coactiva. El poder tutelar estatal clasifica poblaciones como incapaces de guiarse a sí mismas: mujeres, indios, esclavos, niños, locos, conforman los conjuntos de sujetos históricamente construidos como incapaces y por lo tanto, sujetos a una protección tutelar en la que debe extraerse, como una libra de carne, todo vestigio de autonomía. En el campo de la salud mental parece así persistir el viejo espectro de la tutela, que construye en las familias pobres a los padres y madres peligrosos e irresponsables, y en los niños pobres al enemigo de la nación. Tal parece que es lo que, en el fondo, también piensa quien firma la orden de internación del Polaquito.
La mayoría de los barrios presenta una densidad de organizaciones sociales, de políticas de inclusión para jóvenes como el Envión y los Centros Juveniles de varios municipios del Conurbano, de Servicios de Protección de Derechos y de Centros de Referencia, que asisten a muchos jóvenes y niños. La densidad de redes sociales y formas de organización social de los barrios de hecho muchas veces preceden (incluso en décadas) a la territorialización del Estado, y son vías de circulación de bienes, derechos e información.
La presencia de instituciones estatales locales, provinciales y nacionales en los barrios del conurbano bonaerense es un giro respecto de décadas anteriores de municipalización y descentralización. Frente a la lejanía y la reducción de la competencia estatal promovidas durante la década de 1990, la estrategia de protección social “postneoliberal” combinó lo que se ha denominado una “burocracia plebeya”, basada en la captación de trabajadores por su activismo en los movimientos sociales, y una territorialización que privilegió la cercanía social y geográfica. Ello implicaba la dominancia de una retórica de transformación social y de derechos, antes que el control social moralizante del trabajo social tradicional. Un entramado de relaciones de confianza, de disponibilidad afectiva, de atención a las necesidades cotidianas, de cercanía generacional, es la marca de numerosas políticas para jóvenes y adolescentes desarrolladas a partir de la primera década de este siglo.
En 2007, diagnosticando que en la provincia de Buenos Aires se contaba medio millón de jóvenes sin empleo y fuera del sistema educativo, se creó el Proyecto Adolescente, destinado a chicos de 12 a 19 años, quienes eran seleccionados por organizaciones sociales locales para participar de proyectos educativos, culturales, deportivos o de salud. Fue reemplazado en 2009 por el Programa de Responsabilidad Social compartida “Envión”, cuyo mayor cambio fue que traspasó la gestión al nivel municipal mediante un sistema de desconcentración de recursos.
En Lanús, el distrito donde vive el Polaquito, la actual gestión municipal inició su recorrido con la suspensión del pago de los contratos precarizados de los trabajadores del Envión. Si bien a los pocos meses la situación se regularizó, las renuncias de los trabajadores que llevan adelante estos programas tanto como de aquellos que se desempeñan en servicios de protección de derechos, generan vacantes que no son cubiertas, en una muestra de la intención de dejar morir por goteo los programas sociales. A la contratación precaria de trabajadores cada vez más escasos, se suma la ausencia de capacitación en servicio, y la escasa oferta: los Centros Juveniles con enorme esfuerzo ofrecen un taller diario.
Si el modelo de atención en salud muestra una estigmatización expulsiva, la política social presenta un escenario más diverso pero dificultoso, en donde se combinan reduccionismos que hacen coincidir los problemas sociales con la privación económica, o que pretenden explicar las trayectorias sociales mediante el recurso a las biografías afectivas o teleologías moralistas que presumen que la subjetividad se encuentra congelada en la relación infantil con los padres. En ese contexto, la lógica de derechos no alcanza a ofrecer programas de acción transformadores. Pero incluso éstos se enfrentan con la dificultad de ofrecer una alternativa convincente al hastío y el agotamiento que domina la escena de muchos adolescentes. Cuando ante la demanda de adrenalina o de una respuesta sobre las vías posibles de inclusión social sólo se puede oponer un módico cálculo de costo-beneficio moral hay una batalla perdida. “Si no terminás la escuela no vas a conseguir trabajo”, “si te exponés, te puede pasar algo” son algunas de las frases que se oponen a dinámicas que exceden las posibilidades de acción de los trabajadores.
Si en la primera década del siglo XXI los barrios populares vieron crecer la cantidad de personas por familia que accedían a ingresos estables aunque pocos venían de trabajos formales y protegidos, este mundo post-trabajo, y post-derechos parece dirigirsea crear nuevas zonas de exclusión. Aún más considerando que la Asignación Universal por Hijo, que contribuyó a crear estabilidad en el acceso a un ingreso para familias con escasas posibilidades de integrarse al mercado de trabajo, alcanzaba en marzo de 2017 sólo al 40% de la canasta básica promedio, una pérdida de alrededor de un 25% del poder de compra que representaba en 2015. La abuela del Polaquito resumió bastante bien el problema, desafiando la distancia valorativa que pesaban sobre ellos: que venga, Lanata, que venga a la villa y vea.
En este contexto, el reordenamiento de las políticas sociales en la dirección de la “activación” y el emprendedorismo cervecero, como quiere el ex ministro de Educación y actual candidato a senador, es criminal. El “mercado” como un escenario de fuerzas que se desenvuelven naturalmente es una ficción peligrosa que sólo sirve a ciertos sectores de poder. Las nuevas narrativas de deslegitimación de la política social, que la construyen como estrategias moralmente cuestionable porque alientan vagos –las que se embarazan por la asignación- alimenta el clientelismo –los choriplaneros- procuran, antes que nada, la la erosión del reservorio simbólico en que se asienta la cultura de los derechos.
En esta escena, la demanda de una política de mano dura expresada en la baja de la edad de imputabilidad es una mera consecuencia lógica. La construcción de zonas de control en la que alojar los peligros, encarnados en niños y jóvenes pobres, ya sea por drogones o por chorros, teje una imagen medieval: a los invasores, murallas.
Doris Lessing, en la maravillosa distopía autobiográfica que tituló “Diario de una sobreviviente”, relata cómo las calles de la ciudad están siendo tomadas por bandas de niños y jóvenes bárbaros que se alimentan de basura o mascotas y logran que toda memoria de la civilización se ponga en duda. La única salida para los pocos “vecinos” es huir hacia el norte, el lugar en el que, tal vez haya aún Estado, tal vez aún perviva algo del orden social perdido.