En una de sus tiras, Mafalda camina por la vereda detrás de dos adultos de traje y maletín que se dirigen hacia un auto de alta gama. En el trayecto, le escucha decir a uno de ellos:
-¡Cambiar el mundo! Ja, cosas de la juventud. También yo cuando era adolescente tenía esas ideas.
Los hombres se van en el auto y Mafalda corre a donde están sus amigos (Felipe, Manolito, Miguelito) para advertirles:
-¡Sonamos muchachos! ¡Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno!”.
La creación de Quino expone ese choque generacional entre una juventud idealista, defensora de ideas revolucionarias, y el hombre capitalista, aquel que pudo insertarse en ese sistema, que lo acepta y defiende porque le ofrece confort y seguridad. Fuera de plano quedan los expulsados por ese mismo sistema, o los que incluso estando dentro se ubican en la base, el grupo mayoritario de personas explotadas por los que consiguieron llegar a la cima o directamente nacieron allí.
Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Lo que para muchos aún representa una injusticia, una brecha que se amplía cada vez más, es el mundo por default de las últimas décadas: el capitalismo no sólo demostró su robustez como sistema económico y social, sino además como una cultura del status medida en términos de aspiración y consumo. Sumado a los fracasos de experimentos socialistas en la segunda mitad del siglo XX, algunos de los cuales aún permanecen en estado agónico, el capitalismo se erige como una suerte de sentido común ordenador de las sociedades modernas. Resulta muy difícil pensar por fuera de él.
Esta última idea desvelaba a Mark Fisher (1968-2017), el filósofo inglés que dedicó gran parte de sus esfuerzos a intentar romper ese esquema mental y reflexionar sobre otras formas posibles de organización social en el siglo XXI, una era de cambios acelerados. Primero estableció un diagnóstico del problema en su tratado Realismo Capitalista (2009), que comienza con una frase atribuida a Fredric Jameson y que ya se ha vuelto una consigna post marxista: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero no se estancó en el análisis. Hizo lo posible por avanzar, profundizar en sus ideas y ofrecer posibles alternativas, probablemente lo más significativo y conmovedor de su legado.
Buena parte de esos intentos están concentrados en Deseo postcapitalista, un libro póstumo que reúne sus últimas clases como docente en el departamento de Culturas Visuales del Goldsmiths College, de la University of London. Esas ideas planeaban ser debatidas y comentadas durante el seminario de finales de 2016 y comienzos de 2017 pero Fisher se quitó la vida el 13 de enero de 2017 y sólo alcanzó a dictar las cinco primeras clases. Matt Colquhoun, alumno del posgrado y uno de sus discípulos, transcribió y editó esas últimas intervenciones. Con mucho criterio, incluyó las preguntas y comentarios de los estudiantes, ya que en ese ida y vuelta Fisher alimentaba sus pensamientos y ofrecía enfoques renovados de sus ideas. Deseo postcapitalista funciona también como una variante comentada y no oficial de Comunismo ácido, el libro que estaba escribiendo antes de morir, en el que pensaba plasmar esas vías alternativas al omnipresente capitalismo. Por desgracia, sólo quedaron sus primeras páginas (incluidas en el tercer volumen de K-Punk, sus escritos reunidos).
La hippie culture podrá haber fracasado con su filosofía naif, pero Fisher reconoce que ideó una forma de post-trabajo que huía de la lógica del patrón y el obrero.
Fisher usaba la cultura popular para reflejar sus puntos de vista. Películas, series, álbumes, publicidades, incluso entrevistas televisivas son la materia prima o el vehículo de transmisión de sus ideas. Rompe el corset academicista tanto en la forma como en el contenido y su mirada se vuelve más accesible. También fue pionero en el uso del blog para publicar textos (el suyo era justamente K-Punk) y usó las redes sociales como espacio de intervención política, hasta que lo agotó la dinámica moralizante de algunos sectores de la izquierda frente a las ideas con las que discrepan (se fue de Twitter en 2013, no sin antes publicar en K-Punk un ensayo titulado “Salir del Castillo de Vampiros”, en el que abordó ese estado de las cosas con gran lucidez). Fisher sostenía que esas actitudes eran “paralizantes”: la época exigía avances y el combustible podría rastrearse en algunas revoluciones inconclusas del pasado. Una de ellas fue el movimiento contracultural de 1960, al que el propio autor menospreció en un momento pero luego, en sus últimos años, comenzó a ver con mejores ojos.
¿A qué se refería con “deseo postcapitalista”? ¿Por qué vinculaba la psicodelia con el comunismo? La hippie culture podrá haber fracasado con su filosofía naif, pero Fisher reconoce que ideó una forma de post-trabajo que huía de la lógica del patrón y el obrero. “¿Y si la contracultura era apenas un comienzo a los tropezones en lugar de lo mejor que podíamos esperar? ¿Y si el éxito del neoliberalismo no fuera la demostración de la inevitabilidad del capitalismo sino un testamento de la magnitud de la amenaza planteada por el fantasma de una sociedad que podía ser libre?”, se pregunta en el inacabado Comunismo ácido.
En el mundo actual, nos dice Fisher, el deseo está moldeado por el capitalismo: toda aspiración o anhelo se vincula directa o indirectamente con él. Produce formas específicas de deseo, en el sentido de que cualquier cosa que se quiera necesita de capital para ser obtenida, sea un smartphone o un hogar. Y esos impulsos, generalmente motorizados por la publicidad, lo aspiracional o el sentido de pertenencia (hoy muy presentes en las redes sociales), nos empujan a buscar dinero para obtenerlos. En más de un sentido, esos deseos funcionan como la zanahoria inalcanzable: trabajar duro por un objetivo que muy difícilmente se pueda obtener desde la base de la sociedad, el proletariado, pero cuyo camino está saturado de mensajes que dicen lo contrario.
Resumido en tres palabras: todo es plata. Se extendió una idea de éxito y libertad asociada a empresarios millonarios, por lo general del mundo de la tecnología (uno de los ejemplos que da Fisher es 1984, la famosa publicidad de Apple dirigida por Ridley Scott), o a personajes que dicen haber escapado de la rueda del hámster, que ya no dependen de jefes ni horarios, pero siguen hablando del capital como el motor del confort (haciendo que el dinero “trabaje para uno”).
Aunque Fisher plasmó estas ideas hace ya varios años, hoy resuenan más que nunca: si durante la pandemia de coronavirus se discutieron las virtudes del trabajo remoto o la economía de la pasión, el mundo post Covid demuestra que sólo se acentuaron las formas de precarización, fundamentalmente en aquellas personas no sindicalizadas, que dependen de varios trabajos para redondear un salario y que, al practicar home office, no pueden separar sus tareas laborales de las del hogar.
La mirada capitalista que sobrevuela el mundo freelance nos proyecta una imagen tentadora: nómades digitales sentados con sus laptops en alguna cafetería de especialidad del mundo. Esa es la superficie, el post de Instagram que a veces incluye un copy motivacional sobre las bondades de un trabajo realizable en cualquier lugar con conexión a internet. De hecho, Fisher ha señalado a Starbucks como una cadena que ofrece una “socialización genérica”, en el sentido de que sus asiduos sienten un deseo de lo colectivo (“Lo que el comunismo ofrecería sería tener estos espacios genéricos donde la gente pueda entrar sin necesidad de pagar por un café de mierda. Es el espacio público que necesitamos en el futuro, en el que la gente se pueda reunir sin los agregados parasitarios del capital”, se lee en el tercer volumen de K-Punk).
Pero esa exhibición en redes sociales no puede meterse en sus cabezas, en el lado B del trabajador autónomo que es la ansiedad por generar dinero constantemente, ya no para volverse rico, sino para sobrevivir. “La gran mentira que nos han vendido desde el neoliberalismo es que si le quitamos a la gente la seguridad, extraemos un tipo de seguridad social y de repente todo es creativo, ese manantial de creatividad simplemente emergerá”, señaló Fisher en Cyberspace-time Crisis, una conferencia que ofreció en Bélgica en 2013. “Bueno, lo que pasa si le quitamos al trabajador la seguridad es lo que me pasaba a mí cuando era cuentapropista: toda su energía creativa se concentra en cómo hacer más dinero. Esta es la energía de la sociedad, esta estupidez en la que la gente tiene que estar siempre pensando [...] No deberíamos preocuparnos por hacer dinero cada hora del día que estamos despiertos. Esa es la realidad que se nos ha impuesto artificialmente”.
Esos deseos funcionan como la zanahoria inalcanzable: trabajar duro por un objetivo que muy difícilmente se pueda obtener desde la base de la sociedad.
En un mundo en el que se valora más la acumulación de capital que las bondades sociales de una profesión, el trabajador se identifica menos con un oficio que con la figura del empresario exitoso, aun cuando nunca vaya a ser como él. El capitalismo no señala esa contradicción, sino que transforma ese espejismo en un horizonte. La depresión y la ansiedad reinantes son en muchos casos consecuencia de ese desfasaje, pero el mensaje que baja es que la culpa es del sujeto y no del sistema (Fisher lo llamó la “privatización del estrés”). De allí la aparición de tantos gurúes modernos que triunfan con sus promesas de dinero fácil y libertad financiera: representan el atajo para esa aspiración, un mundo de cartulina ideado a imagen y semejanza del éxito de la época.
Además de una profunda tristeza por lo abrupto de su muerte, la figura de Mark Fisher dejó varios frentes abiertos a partir de sus ideas inconclusas, ideas que funcionan como un mensaje contundente y levemente esperanzador: ahora es misión de sus discípulos y lectores seguirlas discutiendo. En su clase del 7 de noviembre de 2016, un estudiante le pregunta acerca de los impulsos que llevarían a alguien a trabajar en una sociedad postcapitalista. Es decir, qué motivaría al trabajador si su seguridad económica estuviera garantizada. Fisher responde con un ejemplo que seguramente le hubiera gustado a Mafalda: “Pienso en los Beatles. ¿Cómo es una sociedad post-trabajo? Parece como era la vida para ellos, ¿no? [...] Seguramente habían ganado suficiente dinero a principios de los años sesenta como para simplemente no trabajar más. Entonces surgió su material experimental más interesante. Ese material surgió en parte porque se liberaron de la presión de tener que preocuparse por el salario. ¡En realidad vendieron más de todos modos!”.