En México y en Francia en el 68, en Córdoba en el 69, en Chile en 2019 y Bangladesh este año, por mencionar algunos momentos, las universidades hicieron temblar gobiernos. Las marchas no son flores de un sólo día. Empiezan en sus semanas previas, florecen y polinizan tiempo después. Sus consecuencias no se pueden anticipar. La marcha federal universitaria se gestó hace dos meses, cuando el segundo cuatrimestre no había comenzado en ninguna universidad nacional. Esa semana, los trabajadores docentes y no docentes hicieron paro. No hubo primer día de clase. Victoria Gessaghi, doctora en Antropología, y sus compañeras de cátedra, enviaron un mensaje a lxs estudiantes: “Adherimos al paro, la situación de la universidad es alarmante, nos encontramos un ratito en un meet para saludarnos y saber que estamos juntxs en defensa de la universidad”.
No faltó nadie:
—Nos tenemos —se dijeron.
Desde ese primer día, la movilización fue un fervor silencioso, un ansia creciente. Los que van no sólo quieren protestar. Van a encontrarse. Prima el abrazo. Se mezclan docentes, alumnos, trabajadores, jubilados. Como en la del 23 de abril, en esta también se reconocen unos con los otros. Lo común vuelve a dibujarse. Para muchísimos, este es un país donde se defiende el valor de lo público. No es así para todos. Como dice el presidente, se supone que también seríamos “básicamente especuladores que quieren comprar barato y vender caro”.
La primera clase que Gessaghi dió, en 2008, fue una suplencia en una materia de primer año. Estaba nerviosísima. Era ayudante ad honorem en Puan. Se sentía tan orgullosa que se lo contó a toda la familia. Durante los siguientes 16 años enseñó en la UBA, UNLAM, UNSAM y la Universidad Nacional de Córdoba, sin parar. Hoy es Jefa de Trabajos Prácticos en FSOC. Ayer, primer día del mes, cobró 208 mil pesos argentinos. Tiene 60 alumnos a cargo y una pila con sus parciales para corregir en el escritorio. Le va a llevar dos días hacerlo. También es investigadora del CONICET. Mañana hace trabajo de campo. Estudia a las elites argentinas, trata de comprender qué es el “bien común” para los sectores más privilegiados de nuestro país y qué responsabilidades y obligaciones sienten que tienen hacia la sociedad argentina.
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En el cuarto vagón de un tren de la línea Roca, a la altura de Remedios de Escalada, viajan algunos docentes de SUTEBA Lomas de Zamora. Entre las banderas enrolladas y los bombos que todavía no suenan también viaja Pedro Greco, licenciado en Comunicación de la UBA. Se entona un cancionero tímido, se esboza un intento de arenga y unas palmas que recién se destaparán en los andenes de Constitución. Esa virtud argentina, piensa Pedro: hacer de un momento de mierda una verdadera fiesta.
Jesús Riquelme, metro ochenta y cuerpo robusto, carga un pack de 12 aguas para repartir entre sus compañeros cuando el sol caliente, las piernas se aflojen y las gargantas se sequen. Camina por Avenida Belgrano y parece darle igual que no esté cortada. Va hacia Avenida Entre Ríos. Viste una chomba azul: en una manga, el emblema de la CGT; en la otra, el de las 62 Organizaciones Peronistas. Pedro, que por primera vez marcha con una cámara, lo cruza y le pregunta si le puede sacar una foto. Esa pregunta lleva a otra, y a otras después.
Jesús tiene 45 años y nunca pisó la universidad. Pedro tiene 28 y caminó dos: la UBA, donde estudió y la UNSAM, donde trabaja. Siente que ahí se forma todos los días. Para él, la universidad fue primero un mandato familiar —no sabe bien cómo pero lo cumplió con honores—, después el descubrimiento de todo un mundo y por último la salida hacia otros mundos. Quizás sin la universidad Pedro se hubiera quedado sólo con los honores.
Jesús es secretario de Prensa del sindicato Jerárquicos de Comercio y en este mediodía marcha para apoyar a los “compañeros de la educación”. Aunque le hubiese gustado, su hija, Alma Luz, no puede marchar: está en el aula, cursando el último año en un secundario de Parque Avellaneda. Le gustan las ciencias sociales, como a él, que de haber tenido la oportunidad —porque ganas no le faltaron— hubiera estudiado Historia. Pero, siendo muy chico, le urgía llevar un sueldo más a su casa.
—La economía familiar me llevó a tener otro derrotero —dice y se entusiasma, ante la última pregunta que le hace Pedro:
—¿Te gustaría que Alma fuera a la universidad?
A Jesús se le dibuja una sonrisa.
Es posible que sus ojos se humedezcan cuando piensa en la idea de la hija de un laburante —su hija— estudiando en la universidad pública. Pero nada se ve detrás del espejo perfecto y azulado de sus anteojos. Es apenas una conjetura.
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Sebastián Ortega se siente un farsante en una marcha universitaria. Él, el eterno estudiante, el que estudió Comunicación Social, Abogacía, Periodismo, Historia y otra vez Abogacía. Él, el que no se graduó (hasta ahora). Sebastián, el que todos los años repite la misma promesa, mira las columnas de graduados que avanzan hacia la plaza y siente algo de envidia. Calcula en su mente de números sobre letras: ¿cuántos títulos tendrán todos ellos juntos?
En la esquina de Corrientes y Callao se cruza a Carolina Ocampo Mallou, una académica perfecta: cursó la secundaria en Lanús y después Ciencias Biológicas en la UBA —un largo viaje hasta ciudad universitaria—; consiguió trabajo como docente y se mudó a Capital; ganó una beca del CONICET y se doctoró; con los recortes quedó afuera pero ganó otra beca para investigar el dengue desde la epidemiología social; ahora, a sus 35 años, da clases en la UNTREF y en una escuela secundaria.
A Carolina le cuesta pensar el futuro de la universidad pública sin sentirse parte de esta marea en la que hoy marcha: no sólo desde lo laboral, también desde lo personal. En una universidad pasó los últimos diecisiete años de su vida, conoció a su novio y a muchos de sus amigos. Con algunos de ellos se encontrará en unos minutos en la columna de Exactas en Entre Ríos y Moreno:
—Quiero seguir en una universidad que me permita educar y ser educada, por eso estoy acá, porque sin un presupuesto para sostenerlo todo esto deja de existir.
Sebastián recorre la plaza que empieza a llenarse. Estudiantes, graduados, docentes, enumera en su cabeza —¿no debería haber sido de Exactas?, se tortura—. Pero en esta plaza ya repleta, se dice al rato, es obvio que hay miles y miles de otros sin título como él: los que nunca tuvieron la oportunidad, los que podían pero no quisieron, los que lo intentaron y quedaron en el camino.
Todos los que creen que la universidad pública es el gran orgullo nacional, el último bastión de la movilidad social ascendente argentina. Y, entonces, abandona la plaza sintiéndose un poco menos farsante, un poco parte de ese todo. Se compra un cuadernito con una portada ilustrada que dice Universidad Argentina, gratuita, pública, federal, y se lleva una promesa: el año que viene sí; el año que viene se recibe.
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Desde que se anunció la fecha de la marcha el timeline de IG y X de Victoria Gessaghi sólo le muestra gente que apoya la movilización. Se pregunta si el algoritmo no la estará engañando. Sigue al Gordo Dan y a Fernando Iglesias. Quiere garantizarse que escucha todas las campanas. Pero no. Nada. Llega hasta el lugar de encuentro de los estudiantes autoconvocados de la UCA. El chat de investigadores del CONICET está que arde. El vocero presidencial dijo que no se ejecutarán los fondos que fueron asignados con anterioridad a este gobierno, no son prioridad. No se entiende, Walter. Para conseguir financiamiento, las investigaciones en nuestro país deben participar en convocatorias definidas por jurados anónimos, designados entre investigadores que, a su vez, concursan para ser jurados. Las líneas de financiamiento, qué investigaciones son estratégicas y cuáles no, son definidas por los comités de ciencia de nuestro país. No por un gobierno o un partido.
En 2022, el equipo de Gessaghi ganó un proyecto. La primera partida se ejecutó en 2023. La segunda debía ejecutarse este año: no sucedió. Mientras, siguen. Ponen plata de su bolsillo, se vuelven creativos, a la argentina, tratando de atar todo con alambre. Todo pasa, ya lo decía el anillo de un gran filósofo. Hoy también marchan los investigadores que hacen ciencia de todo el país.
Victoria se encuentra a las 14.30 en el subte, línea D, con Iara Enrique, Mercedes Pico y Laura Cerletti, sus compañeras de facultad. Con ellas estudió Antropología. Vienen de distintos barrios de la capital y del conurbano. Tienen entre 30 y 50 años. Algunas tienen hijos, los dejaron en la escuela y luego con los padres.
—Cumplimos bodas de plata en marchas, amiga —dice Iara.
Victoria fue a su primera en el 99, contra Menem, con Iara. En su casa de Vicente Lopez, —jardín y pileta— nadie iba a marchas. Sus padres la mandaron a una escuela católica, barrial, nada del otro mundo, pero privada. Aunque era médico en el Hospital de Clínicas, la única vez que vio a su viejo sumarse a las masas fue en el 83, cuando ganó Alfonsin.
Iara le presentó a Laura y a Mercedes. Laura venía de otra galaxia directamente: sus padres eran docentes, habían militado en los 70 y eran graduados universitarios. En su casa hablar de política era cosa de todos los días. Fue presidenta del centro de estudiantes de su escuela y siguió militando en la Universidad. Siempre rebelde y ñoña. Con esa mezcla recién sintió que era bienvenida en la facultad, el lugar donde cada uno podía ser diferente.
En la familia de Mercedes eran diplomáticos, su mamá era profesora del Nacional de Buenos Aires. Fue al ILSE.
—Entrar a la facultad fue profundizar la apertura que para mí había comenzado en el ILSE. Hoy sabemos lo que es el ILSE, pero en ese momento, viniendo de donde venía, para mí era salir de la burbuja, con compañeros de otros barrios, con otras experiencias de vida. La facultad profundizó eso.
En la familia de Mercedes no se hablaba de desaparecidos. En la de Victoria tampoco. Su escuela católica le alquilaba a los militares un club para hacer gimnasia. Los días de lluvia hacía gimnasia en los edificios de la ESMA. Eran los 90. A ningún padre le pareció raro.
Nadie es ajeno a la sensación de ser un sapo de otro pozo, nadie encaja nunca exactamente en ningún lugar. Entrar en Filo, para Victoria fue descubrir un mundo nuevo: unir su barrio de casas bajas a los textos de Bourdieu, integrar su familia católica donde se leía La Prensa y La Nación al estudio de Marx; Segato y Gago con las demandas de su abuela de ser flaca, casarse y tener hijos.
—Me enorgullece la UBA porque me abrió la cabeza y el corazón —dice Mercedes— quiero que mi hija pueda ir ahí.
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A las dos y veinte de la tarde la columna de la UBA se estira y se ensancha por avenida Córdoba, vaciando de a poco la plaza Houssay. Se alarga hasta medir algo más de medio kilómetro, viborea por las avenidas del centro y queda detenida sobre Callao. Media cuadra antes de Rivadavia se encuentra con el vallado negro que rodea el Congreso. La cabeza de la columna piensa. Cuarenta grandotes de cuellos anchos y brazos como piernas forman un perímetro que rodea al grupo de la punta. Unos con barbas largas, otros con rodetes y tatuajes, todos con pecheras blancas y logo verde de APUBA. Protegen a estudiantes y autoridades. Entre los protegidos, brilla al sol la calva de Emiliano Yacobitti, vicerrector.
A su lado, Piera Fernández, presidenta de la FUA. El pelo largo y rubio y su cara que ya es conocida después de dar el discurso en la marcha del 23 de abril.
La cabeza de la columna avanza veinte metros más y se detiene. Dos de los grandotes van a hablar con Yacobitti. Calculan otra vez. Deciden. Avanzan. Rodean el vallado hacia la plaza para intentar llegar al escenario. Ya sienten el olor a carne quemada de los choripanes en el aire cuando pasan al lado de una enorme concentración de la UOM donde se escucha un canto:
¡Qué cagazo!
¡Qué cagazo!
¡Obreros y estudiantes!
¡Como en el Cordobazo!
Yacobitti y Piera suben al escenario por el costado. Ernesto Picco, santiagueño, doctor en Ciencias Sociales por la UBA, los persigue, quiere entrevistarlos. Los grandotes se interponen. Le cierran una valla en el medio y ahí se queda, acodado sobre los fierros blancos. Los mira subir la escalera y perderse entre el grupo en el escenario. Falta una hora para que empiece el acto.
Como es provinciano, Picco prende la radio en el teléfono para escuchar la transmisión federal que está haciendo la red Aruna: son más de treinta radios en cadena, incluida la que él dirigió en Santiago del Estero. De todas las provincias llegan noticias de multitudes. Córdoba es la más impresionante. En la avenida Hipólito Yrigoyen, 40 metros de ancho, son ocho cuadras de gente. Desde la radio de los SRT Dante Leguizamón cuenta más de cien mil personas. Flor Basso, desde la Patagonia, dice por WhatsApp que entre Ushuaia y Río Grande se reunieron unas veinte mil. En La Rioja la marcha se divide porque hay elecciones para rector a fin de mes. Pero van todos; la democracia sigue.
Una voz eléctrica habla desde el escenario por encima de los cantos de la calle. El santiagueño vuelve la atención de las provincias al corazón del centro: casi un millón de personas llenan las calles. La locutora lee las adhesiones y el volumen de los aplausos que la multitud le dedica a cada una, marca el clima político del momento. La CGT recibe uno tibio. Helado es el de la CTA. La gente se enciende cuando nombran a las Madres. En el medio, como si quisieran disimularlos, mencionan a los dos grandes frentes políticos. Unión Por la Patria recibe aplausos tímidos. A la Unión Cívica Radical la aplauden unos y la abuchean otros, igual de fuerte al mismo tiempo. El clamor unánime regresa con los investigadores del CONICET y los trabajadores de Aerolíneas. A Picco nada lo conmueve, sólo lo emocionaría llegar a Piera. Y Piera, inalcanzable, en el escenario.
En el proscenio, ante la inminencia del veto de Milei, Piera no le habla a Picco. Piera le habla al gobierno:
—No queremos que nos arrebaten los sueños. Nuestro futuro no les pertenece.
Picco se consuela en la política.
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Alejandra Torrijos fue a la marcha con la gente con la que baila. No son una agrupación de danza. Se conocieron en fiestas de salsa. Caminaron en grupo por Tacuarí hasta Adolfo Alsina y de ahí, derecho hasta Sáenz Peña, para acompañar a Mirela Vega, traductora pública de profesión. En una esquina pone una mesa para vender ilustraciones que hace e imprime como stickers, postales y posters.
A Mirela le da bronca cuando empieza “la charla esa” de que los migrantes vienen a quitar puestos en la educación. Primero desde Bolivia vinieron sus padres odontólogos. Durante tres años su abuela la subía a un avión en Cochabamba, encargada a las azafatas, y ellos la recibían aquí. Recién a los 10 se hizo porteña. La bronca de Mirela es porque, dice, la economía de ella y la de sus papás está acá hace 24 años. Los tres pagan impuestos, alquilan, trabajan, compran. Suman como tres argentinos más. Su mamá, por ejemplo, además de atender en su consultorio es voluntaria en la UBA en el área de cirugía maxilofacial.
Jessica Vargas Guzmán es una colombiana graduada en un posgrado sobre migración de la Universidad de Lanús. Ella sabe las cifras: el total de estudiantes extranjeros entre grado y posgrado en Argentina es de 122.769. De esos, 91.984 están en la pública y 30.785 en la privada. Aclara que antes de 2020 se hablaba de un 5% de estudiantes migrantes. Ahora, que muchos se han regresado por la situación económica, el porcentaje es de 4.26%. Y calcula que va a seguir bajando.
Alejandra quiere encontrar a David Arias, un de los colombianos con el que le gusta bailar en las fiestas de salsa. Ahí se conocieron. Se hace a un costado, esperando la columna del UNA en la que está David. El viento a la sombra la refresca y en medio las arengas dos recuerdos la asaltan. El festejo del mundial, en el que se sentía una argentina más. Y el 2010 en Bogotá, parada en una calle grabando los bloques universitarios que iban a la Plaza de Bolívar. Bajo la lluvia se escuchaba el grito para la gente que se hace a un costado: “amigo, mirón, únase al plantón, su hijo es estudiante y usted trabajador”. Allá marchaban para que no llegaran filiales de las universidades gringas a dar cursos de aseo rápido en cadenas hoteleras. Luchas tan distintas, piensa Torrijos.
Con su campera amarilla el joven Arias es notable desde lejos. La colombiana Torrijos lo reconoce entre la multitud. Zigzagueando, corre hacia él. Lo saluda y lo abraza. Arias estudió la Licenciatura en Artes Audiovisuales. Su posibilidad más concreta de ser lo que quería era Argentina, en Colombia era impagable. Él ya ha dirigido cuatro documentales en Buenos Aires; y de temas argentinos. El cineasta también se enoja por la estrategia de atacar la universidad hablando de los migrantes: dice que aporta además de la economía, en lo cultural. Acá se genera y se deja la creatividad.
Torrijos le pregunta:
–¿Qué es para ti la Universidad?
–El lugar donde se proyectan los sueños.
Dice su David, parecido a lo que dijo Piera. Pero él no le habla al gobierno. El le habla a ella.
Torrijos sonríe de costado, ajena al desconsuelo de Picco, su compañero santiagueño.
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–Si pude ser actor es porque mi país cree en la fantasía.
Dijo Nahuel Pérez Biscayart al recibir el premio Horizontes Latinos para la película argentina El Jockey en el Festival de Cine de San Sebastián. “Un país que cree en la fantasía”, como el sueño hecho verdad del mayo francés. En 1968, mientras en París y otras ciudades crecían las barricadas iniciadas por estudiantes universitarios y seguidas por el movimiento obrero, en Cannes se desplegaba la alfombra roja. Un motín organizado por los directores de la nouvelle vague y encabezados por Jean-Luc Godard decidió levantar a la fuerza el festival. "Nosotros estamos hablando de solidaridad con los estudiantes y los obreros y ustedes me hablan de travellings y primeros planos: ¡son unos idiotas!", les gritó Godard a los que pretendían seguir adelante con las proyecciones.
En la puerta del cine Gaumont Julieta Greco busca alguna cara conocida. A falta de caras, se esperanza con alguna bandera, algún cartel, un estandarte. Para los particulares tiempos de los realizadores audiovisuales llegó temprano: no hay nadie. Su fantasía épica —llegar y ver una multitud de directores, actores y estudiantes comiendo un choripan bajo el sol resguardados en una bandera que profesa (con la voz de Ricardo Darín) “Cine Argentino”— no va a poder ser.
Julieta se distrae mirando las parrillas, se compra ella misma el choripan que anhelaba y finalmente se pierde en un mural que están pintando ahora unas nueve personas. Con letras grandes rojas y azules dice UNIVERSIDAD PÚBLICA. Alguien grita:
—¡Juli!
Es Ana García Blaya, directora y guionista de cine. Manija, agitadora, pragmática, Ana le llena la tarde a Greco.
—Yo no me siento del palo del cine —le dice. A las tres de la tarde Ana ya estuvo en varias reuniones por proyectos, festivales y leyes. Es vicepresidenta de PCI (una asociación de directores de cine independiente), en los últimos años estrenó dos películas, escribe guiones y asesora proyectos audiovisuales. Manija, Ana.
Julieta pregunta por la bandera CINE ARGENTINO UNIDO; no suelta su anhelo. La bandera que ya se volvió ícono de las marchas del 2024 no estará en la movilización por el presupuesto universitario. Resulta que alguien se la llevó al festival de San Sebastián. Demasiados frentes para un solo trapo. Ana cuenta que muchos compañeros van a faltar porque en este momento se está discutiendo en off la ley de cine y que muchos otros, en un tiempo donde el trabajo no abunda, no pudieron abandonar los laburos.
Ana busca estudiantes para presentarle a Julieta. Visualiza el trapo de la ENERC y piensa: Es ahí.
¿Franco Rivera mira como miran los estudiantes de cine?, se pregunta Julieta. Y se contesta sola: sí, directo a los ojos. Detrás de los anteojos y bajo esas cejas tupidas, Rivera intimida, aunque le dicen Pepe. Además tiene una remera azul brillante que pregunta: “DOES IT KILL?”. Pepe es de Lugano 1 y 2. Su papá no terminó el secundario. Su mamá empezó un terciario en hotelería cuando la echaron de Parmalat en 2003 pero no pudo terminarlo. Pepe estudia dos carreras: Producción Audiovisual en ENERC y Administración de Empresas en la UBA. Los pibes que trabajan y estudian en la escuela de cine son conocidos por atípicos:
—Hay una chica que trabaja y tuvo que pedir llegar más tarde —dice con sorpresa.
Pero Pepe, a pesar de estudiar dos carreras, ahora está buscando una changa: anda alerta porque en su barrio están filmando El Marginal, la versión de mujeres. Cuando alguien se mete en el barrio a grabar llaman a los punteros, él los conoce así que les dice:
—Si necesitan a alguien, que sepa de producción y que conozca el barrio, estoy acá.
Mi país cree en la fantasía. Lo dice un actor en San Sebastián, pero también un pibe de Lugano 1 y 2, primera generación de universitarios, que estudia dos carreras en universidades públicas. El año que viene se recibirá de productor audiovisual y ya ronda el set de El Marginal.
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Como un drone, porque en los sueños siempre existieron los drones, Natalia Arenas alucina con el agua de Lomas de Zamora que se vuelve boba en el asfalto del Camino de Cintura y pasa justo por debajo del puente peatonal en el cruce con Juan XXIII. Lo que la impresiona de su pesadilla es que el agua va con una potencia como para arrastrar autos, casas, árboles, negocios. Es como si en la ruta se hubiera abierto un surco sólo para ella, tan espumosa como marrón. Es todo muy real, porque en el sueño Natalia va a la Facultad, como lo hace tres veces por semana. Desde el drone onírico ella también se ve a sí misma. Se lo cuenta a su madre. Una semana después, el estallido del 20 de diciembre de 2001. “Una premonición”, dirá su madre, bachiller, ama de casa. Hay que jugarlo a la quinela, sugerirá uno de sus seis tíos.
Pasaron 23 años y ya no hay sueños premonitorios. Sí hay bastante agua debajo del puente, y a ella se le antoja un leve olor a estallido.
Natalia se cruza con un grupo de estudiantes veinteañeras. ¿Cómo es hoy tener 20 en una universidad del conurbano? Tamar es primera generación. Su madre sólo terminó la primaria y su papá la secundaria. Hoy se esfuerzan para que Tamar se dedique sólo a estudiar. Dos veces por semana toma tres colectivos para llegar a la Unsam. Está cansada, pero entusiasmada: es su futuro. Sabe que no todos tienen las mismas oportunidades y eso le duele hasta quebrarle la voz:
—No es justo —dice.
Y llora.
Los padres de Ana Laura tampoco llegaron a la universidad. Ni bien terminaron el secundario tuvieron que trabajar. Pero ella sí. Vino a marchar porque cree que la educación pública “brinda herramientas para el ascenso social”. Cursa Relaciones Internacionales, pasa gran parte del día estudiando y leyendo, ayuda en las tareas domésticas y después viaja dos horas en tren y colectivo hasta la Unsam. Por suerte, todavía existe el boleto estudiantil.
Malén tiene 24, estudia y trabaja en la Universidad de Hurlingham, una de las últimas que se crearon en el conurbano. Empezó en Educación Física, después se pasó a Letras. Siente que tener una universidad fortaleció la identidad del barrio. A ella le dio además un trabajo, una formación y hasta la computadora que llegó justo cuando se le había roto la propia. No está tan de acuerdo con la consigna de defender la universidad pública porque es el futuro: piensa que hay que defenderla porque es el presente.
Natalia recuerda la pesadilla de 2001 y piensa, esto es tener 20 y estudiar en una universidad pública del conurbano con el viento adverso otra vez. Natalia se siente vieja y joven a la vez. Como en un deja vu. Como en aquel puente que daba al río embravecido pero inocuo cruzando el Camino de Cintura.
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Martin Ale hace cálculos desde temprano. Esta, si no le falla su línea de tiempo que comenzó con una manifestación pequeña frente a la municipalidad de Lobería, es la número 128. Pasado el eclipse, cuando la gente comienza la retirada, Ale cree tener la respuesta cierta, indiscutible. La densidad de personas que circuló en la zona de la marcha en la Ciudad de Buenos Aires es similar a la de abril. Para el cálculo usó la conocida “fórmula de Jacobs” (Herbert Jacobs, Universidad de California, Berkeley, responsable de la modernización del cálculo de las multitudes en los años 60) y las imágenes disponibles de drones (fotos y videos), más una caminata personal que atravesó las avenidas Entre Ríos (hasta Av. Independencia) y Callao (hasta Av. Corrientes) y Av. de Mayo y Rivadavia sumando las calles paralelas. Después sondeó a periodistas de medios porteños para cotejar sus números. Más tarde intercambió mensajes con fuentes de universidades numerosas del interior argentino (Córdoba, Rosario, Tucumán, Litoral, Cuyo, Comahue, Entre Ríos). A las 20:25 horas del miércoles, concluye: 1.5 millones en todo el país. Una marcha bien “federal” con participación proporcional a ese federalismo propio del sistema universitario argentino.
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Iban a ser cuatro las amigas de Victoria que se encontraban en la cabecera de la línea D para ir hasta la plaza Houssay y caminar al Congreso. Se fueron sumando hermanos, más amigas, docentes de escuelas. Así amplía mundos la universidad.
La plaza está llena. Caminan entre las columnas de los sindicatos, estudiantes de secundario, la UCR, la Cámpora. Llega la columna de Filo y la de Fsoc. Van encontrando gente. Cantan “Fanático”, de Lali, y corean “al peluca le queda poco” con el PTS. A las 17, después de la lectura del documento, cantan el himno y desconcentran. En Montevideo y Rivadavia se arma bardo. Cristina está por saludar en el Patria.
—La universidad cambia vidas, mejora vidas —dice Iara. Lo ve todos los días en las aulas donde enseña.
Victoria le pregunta a Laura por qué vino hoy:
—Vengo por la potencia creativa de la universidad. Me aterra pensar que la Argentina pierda un entramado de instituciones que piensen, investiguen y enseñen. Para producir conocimiento e interrogarse. Más allá de los defectos, pensando en el bien común. Con lo complejo que es definir ese bien común.