Crónica

Verano anfibio


Mar del Plata: cuando la ciudad se vuelve ajena

Año a año, de enero a marzo, después de la llegada de miles de personas, entre los marplatenses crece un “sentir anti-turista”. Tratan de evitar las playas del centro, la peatonal San Martín y, por supuesto, los negocios delPuerto. Sin embargo, a veces no les queda otra que mezclarse con la masa. El cronista Juan Carrá, oriundo de la ciudad de la costa, se sincera con Anfibia aunque se niega a confesar a qué playa va a mojarse los pies durante la temporada.

Hace un año, el primer día de 2014, con mi familia marplatense quisimos sentirnos más turistas que nunca y decidimos salir a comer pescado. Como era primero de enero, feriado, los tres o cuatro puntos aptos para “locales” no estaban abiertos, así que encaramos para el centro comercial. Apenas doblamos por la vieja avenida Martínez de Hoz (hoy avenida de los Trabajadores) los vimos: encima de autos de todo tipo y color, con el deseo ferviente de clavarse un plato de rabas y cornalitos fritos.

En esos momentos, el sentir anti-turista crece. Por más que no tengamos la certeza de que esos vehículos sean foráneos, los insultos están garantizados y el blanco perfecto son los porteños. Aquí vale una digresión: los que tenemos más de 30 y fuimos criados a la sombra del combate contra la masa turista, crecimos con nuestros padres al volante insultando con precisión al turista porteño: la patente de los coches que iniciaban con la C anunciaba la presa. Pero ahora somos todos iguales en la jungla de cemento y solo podemos distinguirlos si afinamos el olfato depredador: bermudas con medias de nylon y mocasines: turista. Camisetas de fútbol de equipos de procedencia difusa: turista. Bermuda de jeans en la playa: turista. Sunga en Mar del Plata: alguno que el año pasado viajó a Brasil.   

No hay ningún tipo de estudio que pueda explicarlo. O al menos yo no lo conozco. Existe una extraña razón por la cual todo turista que llega a Mar del Plata sólo puede concebir el verano hacinado en un metro cuadrado de arena con otros de su clase. Si ese metro cuadrado está en pleno centro de la ciudad, cosa de tener de fondo la postal con el Casino y los Lobos Marinos de cemento, mejor. Para nosotros, nativos marplatenses, a partir del 1 de enero la ciudad se vuelve ajena.

No siempre podemos esquivar la marea humana, que en sus momentos pico, ha llegado a superar el doble la población estable de la ciudad (según el último censo, unos 750 mil habitantes). Tratamos de evitar las playas del centro, Playa Grande, la peatonal San Martín, el paseo Jesús de Galíndez y, por supuesto, el centro comercial del Puerto.

Cuando aquella noche de primero de enero pudimos entrar al estacionamiento y conseguir un lugar empezó otro desafío: encontrar un lugar para comer. Es muy raro que en Mar del Plata fuera de temporada haya que hacer cola para entrar a un restaurant. Pero en enero, un par de lugares parecen el Banco Nación. Los marplatenses sabemos que entre los que pasan el día a la espera de alcanzar un churro relleno en Manolo y los que van a comer al Puerto se podría hacer una cadena humana de varios kilómetros… Sin embargo, como si no fuéramos locales, ahí estábamos en busca de una mesa para comer pescado. Conseguido el objetivo, era momento de elegir menú: para la noche de calor, una picada de mariscos con cerveza era lo ideal.

Mientras el mozo traía el pedido, mi hija se fue a jugar al pelotero. Todo parecía encaminarse a una noche perfecta. Pero no: la paranoia marplantense de ser cagado como turista empezó a germinar. Floreció cuando el mozo apoyó la picada de mariscos que se suponía para dos personas: dos langostinos congelados malolientes, cuatro mejillones, cuatro calamares con provenzal y no mucho más… Primero pinché un langostino y al tratar de pelarlo todo indicaba que había pasado una temporada en el hielo.

–Mozo, estos langostinos están congelados.

–A ver… –contestó mientras agarraba la bandeja con la certeza de que era cierto y el disimulo de un espía de gabardina y anteojos negros.

–¿Se pueden cambiar?

–Un segundo.

El tipo se fue con la bandeja. Nosotros felices por el acto de justicia. Pero como todo lo bueno en la temporada duró poco: cuando el mozo volvió con la bandeja después de una media hora, dos nuevos langostinos congelados resaltaban entre el resto de las cazuelitas originales. ¿Para qué te llevaste media hora todo si vas a renovar solo los langostinos y encima están tan chotos como los anteriores?, pensé o dije… ya no me acuerdo.

–Cobrame que nos vamos –dije en busca de otro triunfo de consumidor indignado con la certeza de que me dirían “no señor, disculpe las molestias”. Pero no sucedió. Pagué una fortuna y nos fuimos sin comer. Diez mesas más –por lo menos– habían pedido el mismo menú. Las familias cenaban sin quejas mientras una horda esperaba su turno para entrar. Definitivamente todos eran turistas.

Muchos me preguntan adónde van los marplatenses en temporada. “A las montañas” digo para mantener el pacto de honor que todo marplatense debe cumplir: nunca develar las rutas ocultas para esquivar el tránsito ni cantar las coordenadas para disfrutar un día de playa sin que nadie te clave la sombrilla en el pedazo de arena que te queda entre las piernas. Con el tiempo esos lugares y rutas secretos se han ido poblando… hay un traidor entre nosotros. Si estás leyendo, sabé que te estamos buscando.