Alex no sabe que está en las Malvinas. Su itinerario fue Piura, Lima, Santiago, Punta Arenas, Río Gallegos, Stanley. Eso dice en los pasajes de avión que le pagó la empresa. En Perú trabajaba como albañil y un amigo que es cocinero en un barco pesquero español le consiguió el trabajo aquí. ¿Pero dónde es Stanley? Se decidió a venir hace unos días y piensa que está mucho más al norte del mundo. Cuando le cuento dónde es Stanley, y que estamos en Las Malvinas, arruga la cara.
A Alex le esperan seis meses en altamar. Ahora somos dos extraños desayunando juntos en un hotel para gente de paso. Es un comedor de mesas largas en el que caben sesenta personas. Pero no hay nadie más. Le cuento a Alex que yo he venido a entrevistar políticos y funcionarios isleños. Mañana, cuando me encuentre con Diane Simsovic, la directora de política económica, me dirá que la pesca representa casi el 40% de la actividad económica en las Malvinas.
Antes de la guerra los isleños eran en su mayoría granjeros, pero tras la reconstrucción, en 1986 se creó la Conservation Zone en un radio de 150 millas (240 kilómetros) con abundante fauna. Para pescar allí se empezó a exigir a las empresas el pago de una licencia, y a asociarse con alguna firma local. El cambio fue rotundo: el ingreso anual por la pesca pasó de 6 millones de libras en 1985 a 35 millones en 1988. En la actualidad la cifra llega a 210 millones.
Diane me contará que la mitad de los calamares que se comen en Europa vienen de Malvinas y que este sistema volvió millonarios a los isleños. Hoy el ingreso anual per cápita es de 46.600 libras: alrededor de 65.000 dólares. Es un valor cercano al de Suiza (70) y muy superior al de Finlandia (47) o Estados Unidos (46).
Diane me va a contar que tienen plata y proyectos pero que lo que les falta es mano de obra, y por eso buscan facilitar la llegada de inmigrantes. Ahí entenderé la historia de Alex, a quien no veré a ver después del desayuno.
Dentro de unos días voy a conocer a Fran, otro peruano que trabaja de pescador hace nueve años, y me contará que en su barco hay rusos, senegaleses, indonesios y peruanos. Que en un mes sacan y procesan 500 toneladas de pescado, aunque hay barcos que hacen el doble de eso. Me contará que trabajan hasta 26 horas seguidas. Que de noche también se pesca. Que a veces se duermen parados. Que tres horas es lo máximo que duermen de corrido, y que pescan róbalo, merluza, bacalao y calamar.
Fran me contará que está preocupado porque el mundial se va a jugar cuando él esté en el barco. Es la primera vez desde 1982 que a Perú le toca jugar y en altamar los marineros no ven los partidos: hay una pizarra donde anotan los días de los partidos, y su diversión es apostar hasta que los oficiales –que tienen internet y sí pueden ver – bajen y anoten los resultados. Pero que no le importa, porque en cuatro meses en altamar gana lo que ganaría en un año en Perú.
Salgo a caminar y el pueblo está casi vacío. Puedo contar las personas con las que me cruzo: doce. Y escucho hablar al menos cuatro idiomas distintos. Después de las primeras horas de recorrido confirmo una sospecha que tenía antes de llegar y que voy a corroborar con más fuerza cada uno de los ocho días que me esperan aquí: cuando pensamos en las Malvinas, los argentinos evocamos un lugar que ya no existe. Esto, aquí y ahora, es otra cosa.
* * *
En 1982 la costanera que recorre el pueblo de punta a punta frente a la bahía era la única calle pavimentada en las Malvinas. En el pueblo vivían 1.050 personas y en el campo 763. Los isleños recuerdan que las décadas del 60 y 70 fueron de depresión económica e indiferencia del gobierno británico. Muchos habían empezado a emigrar y cada vez había menos gente.
Sobre la costanera está la pequeña oficina del Penguin News. Una construcción bajita de madera blanca y puertas angostas y un gran pingüino pintado en el frente. Visito a John Fowler, veterano editor. Me cuenta que lo que siguió después de la guerra fue una locura.
- A crazy bonanza, an economic basket case- dice agitando las manos como si tirara manteca al techo.
Cuenta que con la organización de la pesca se volvieron ricos de golpe y empezaron a hacer caminos, un moderno hospital y una escuela secundaria. Que hay casas gratis para las madres solteras y los ancianos sin familia. Me cuenta que empezaron a aparecer nuevas empresas grandes, medianas y pequeñas. Nada de eso existía antes de la guerra.
Hoy el número de isleños se ha duplicado y las proporciones son otras: en el pueblo viven 2.460 personas y en el campo son 381, que están distribuidos en un centenar de estancias dispersas en las dos islas. Además, hay 359 civiles que viven en la base militar de Mount Pleasant, construida inmediatamente después de la guerra y hoy garantiza la presencia de la OTAN en el Atlántico Sur. Se estima que allí hay además unos 1.500 militares. El número real no lo dan a conocer, por cuestiones estratégicas.
La base es casi tan grande como el pueblo. Allí hay un pequeño grupo de oficiales que están fijos, pero la gran mayoría son soldados que vienen de Irak o Afganistán, a pasar seis meses tranquilos antes de regresar al Reino Unido.
En la base hay una escuela para los hijos de los civiles y el único cine, que proyecta una película por día y al que los isleños pueden ir después de manejar cuarenta minutos por el descampado.
En las calles del pueblo las camionetas 4x4 se apilan como juguetes. No es raro que las familias tengan dos y algunas tres. Stanley está en una pendiente que da a la bahía y cuatro largas calles lo recorren de este a oeste. Desde arriba puede verse como decenas de callecitas se cruzan y zigzaguean en distintas direcciones. Todas son doble mano y las veredas, siempre mojadas, están de un solo lado. Las zonas de viviendas y de comercios no se diferencian.
En las islas hay tres grandes supermercados que se abrieron en los 90: Chandelier y Kelper Store, propiedad de dos empresas pesqueras. Y West Store, que pertenece a la Falkland Islands Company (FIC), una corporación que se fundó en Londres en 1851 y hoy es una de las formas más fuertes de presencia británica en las islas. Factura 18 millones de libras al año y tiene barcos, empresas constructoras, varios comercios, la concesionaria de autos, vende seguros y hace los fletes que salen de las islas.
En el pueblo hay decenas de negocios pequeños y medianos. Hay cinco casas que venden regalos, dos salones de belleza, dos imprentas, y dieciséis lugares donde se puede ir a comer.
Entre 2012 y 2015 el pueblo se expandió y se construyeron 150 nuevas casas. La mayor parte de ellas en Sapper Hill, una colina al sur donde ahora existe un complejo vecinal que sigue creciendo. La FIC vende las casas a 160.000 libras con terreno incluido. Se construyen en cuatro meses, y allí se está mudando gran parte de la población joven, que es la mayoría: el promedio de edad en las islas es de 38 años.
Otro barrio nuevo se construyó detrás de la calle más alta del pueblo. Teaberry Side es un vecindario de casas baratas hechas por el gobierno. Son poco más que un tráiler que cuestan 40.000 libras cada una y forman, como un dominó, dos largas hileras blancas a ambos lados de un camino de ripio. Allí viven chilenos, filipinos y africanos recién llegados a trabajar
A mediados de los 2000 empezó la fiebre del petróleo. Tres compañías pagaron millones al gobierno isleño para explorar la posible existencia de crudo en las islas. Despertaron fantasías de un crecimiento todavía más desmesurado. La británica Premier Oil construyó su propio puerto y convirtió un viejo hotel en la lujosa residencia de los empleados. Hoy están abandonados. Confirmaron que hay petróleo, pero la caída del precio del barril en 2010 disuadió nuevas iniciativas y las empresas se fueron de las Malvinas. Algunos todavía esperan su regreso.
En la calle principal del pueblo, frente a la bahía, dos obreros maniobran una pala mecánica para arreglar un camino que rodea un busto de Margaret Thatcher. Es la entrada del Secretariat, el edificio que está pegado al hotel Malvina House, frente al monumento de los soldados ingleses caídos en el 82. Allí trabajan los funcionarios ejecutivos que son enviados desde el Reino Unido. En ese edificio de oficinas pequeñas y pasillos angostos, me recibe Diane Simsovic, una canadiense amable, de pelo lacio, rasgos pequeñísimos y cuerpo de pajarito, que llegó a las islas en 2016 para hacerse cargo de la política económica.
Experta en políticas públicas y desarrollo, confiesa que no sabía casi nada de las Malvinas antes de venirse desde la otra punta del mundo. Me dice que dudó en aceptar, pero que no se consiguen estas oportunidades en cualquier lugar. Y me dirá también algo que no necesita traducción:
-This place is a laboratory.
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En 1982 Teslyn Barkman no había nacido. Sus padres, octava generación de isleños, vivían en una granja y fueron prisioneros de las fuerzas argentinas en 1982. En 1987, cuando llegó al mundo, comenzaba el boom de la pesca y el salto económico. Hoy tiene un papel protagónico en el umbral de un cambio generacional. En su perfil de Twitter se describe así: Mother. Runner. MLA in the Falknald Islands Government. Los MLA son los miembros de la Asamblea Legislativa, y ella es la mujer más joven en la historia de las islas en haber ganado una elección.
Teslyn hizo la vida que hace cualquier niño o niña que nació después del 82 y reside en las islas. Pasó por la escuela pública hasta los 15, las dos a las que van todos los isleños: hoy la única primaria tiene 350 alumnos y la secundaria 170. Después, fue a estudiar a Londres. El gobierno de las islas cubre los gastos de la universidad y la manutención en Gran Bretaña de cualquier joven que se haya graduado y quiera estudiar. Ocurre que no todos eligen irse y en las Malvinas sólo el 45% de los adultos tienen formación post secundaria.
Teslyn estudió artes y a su regreso comenzó a trabajar en el Penguin News. Hoy, en el salón de acuerdos de la Asamblea Legislativa, me contará su ingreso a la política y cómo se ganan las elecciones en un lugar donde no existen los partidos políticos.
Gilbert House es una casa de madera blanca con techo verde a dos aguas que está frente al Secretariat, del otro lado de la costanera y a diez metros del agua. No parece el lugar donde trabajan los ocho miembros de la Asamblea Legislativa.
Los MLA son los únicos políticos que se eligen por voto, cada cuatro años. Como no hay partidos políticos, cualquier isleño o isleña se puede presentar, siempre como candidato independiente. La campaña dura un mes y no hay afiches ni publicidad. Apenas alguna entrevista en la radio, algún video en Youtube, y un par de reuniones públicas donde los candidatos contestan preguntas de los votantes. La última elección, dicen ellos, se disputó sobre todo en foros de Facebook.
Los MLA diseñan el presupuesto y sancionan las leyes. Una de las últimas fue la de matrimonio entre personas del mismo sexo, que permitió que en abril se casara la primera pareja de mujeres.
Cada año los MLA eligen a tres miembros para integrar el Consejo Ejecutivo de Gobierno, junto al Jefe Ejecutivo, el Secretario de Finanzas y el Gobernador. El Gobernador también cambia cada cuatro años. Viene desde Inglaterra, se instala en una enorme y hermética casa en el centro del pueblo, y se va al cumplir su mandato.
En 2017 llegó Nigel Phillips, un diplomático y miembro de la Fuerza Aérea Británica. Diane Simsovic me remarcó con insistencia que aunque el Gobernador debe firmar cualquier decisión, la política interna la manejan los isleños.
Teslyn Barkman me dirá lo mismo, que aunque tienen una fuerte relación con el Reino Unido, son un pequeño país muy pragmático.
Y dice así: country. País. El mismo término, pero con más énfasis, va a usar Leona Roberts, otra de las MLA con quien pude conversar:
-We are actually a very independient little country.
Antes de ser candidata, Leona dirigió el museo de las islas durante 14 años, y fue la segunda con más votos, detrás de Roger Spink, ex director de la FIC. La Asamblea que asumió en 2017 la completa un ex marine que peleó en 1982, un periodista, un médico y dos granjeros.
Cuando llego al salón de reuniones de Gilbert House me encuentro frente a una enorme mesa de madera con ocho sillas de cuero mullido. De un lado un televisor y del otro una pizarra blanca. Desde una puerta en el fondo salen tres mujeres cargando bolsas con cotillón y escapan por la puerta por la que yo entré hace un instante. La cuarta mujer en aparecer es Teslyn. Una típica isleña rubia y de ojos azules que parece haberse cortado el pelo para verse mayor en una asamblea donde es la más joven:
- We have a wedding- me dice con una sonrisa cuando me ve sorprendido por el cotillón.
Le pregunto quién se casa, y me dice Harry and Meghan. Le pregunto si son compañeros de trabajo. Por un instante nos separa un silencio incómodo y ella dice fuerte the prince, abriendo los ojos y los brazos tan grandes como puede. Yo caigo tarde, y me siento más extranjero que nunca. El sábado es la boda real y en las Malvinas van a hacer una fiesta donde va a ir todo el pueblo. Van a ver la ceremonia en vivo por televisión. Van a comer, a jugar juegos y a sacarse fotos a lado de una figura de los novios de tamaño real en cartón montado.
En 2013, mientras Teslyn trabajaba en el Penguin News, se realizó el histórico referéndum donde los isleños debían votar si querían seguir siendo un territorio británico de ultramar. El 99% dijo que sí. Me explicarán luego que hay un 1% que quiere que sean independientes incluso del Reino Unido.
Ese año el gobierno eligió a Teslyn para participar en un programa de jóvenes que viajaron a contar la experiencia en Estados Unidos y varios países del Caribe. Allí despertó su interés por la política. En 2014, con 26 años, fue candidata a legisladora pero no tuvo el apoyo suficiente. En 2017 volvió al ruedo y 139 votos le alcanzaron para ubicarse séptima entre los 17 candidatos, y entrar a la Asamblea.
Teslyn me dice que no entiende el reclamo argentino, que a veces la hace enojar, y que no pronuncia “the M word”: la palabra con M. Le digo que muchos argentinos se enojan cuando escuchan “the F word”. Y a ella se le escapa una risa sin ganas. Malvinas y Falkland designan el mismo espacio, pero dos lugares inconciliables.
Charlamos más de una hora y al final, cuando se pone el abrigo para salir, Teslyn encuentra en el bolsillo un chocolate a medio comer. Me cuenta que tiene un bebé de un año y que a veces le pone esas cosas ahí. Ahora nos reímos en serio. Nos despedimos.
Y me voy de Gilbert House pensando en la décima generación.
* * *
En 1982 Adriana Bassano terminaba el secundario en La Plata y se estremeció cuando vio en el pasillo de su casa, como un fantasma, la figura de su novio. El desembarco argentino había empezado hacía una semana, y Germán Bonanni estaba haciendo el servicio:
-Pensé que te habían llevado- le dijo ella mientras lo abrazaba.
-Nos dejaron salir para avisar. Me voy mañana- contestó él, como un mazazo.
Germán pasó los 64 días siguientes en una trinchera minúscula en Monte Longdon, apretujado con cuatro compañeros. A ocho kilómetros del pueblo, era uno de los puntos más altos de la isla y una posición estratégica para la defensa argentina. Adriana le escribió una carta cada día. Llegaron dos o tres.
La noche del 11 de junio de 1982, 600 soldados ingleses se abalanzaron en la oscuridad contra los chicos argentinos, que eran algo más de 300. Fue la última gran batalla de Malvinas. Duró hasta el amanecer y terminó con 29 muertos del lado argentino, 23 del inglés, y un centenar de heridos.
A las 5 de la mañana comenzó la retirada, en medio de una lluvia de misiles antitanques.
Treinta y seis años después, mientras recorremos las viejas trincheras de Monte Longdon junto a Fernando Cordero, guía chileno de las islas, vemos bajar a Germán por una ladera. Camina entre las piedras junto a otras tres personas, con los abrigos sacudiéndose por el viento. Una es Adriana, su compañera de toda la vida. Los otros sus dos hijos. Germán me contará que ya había regresado en 2007 con sus compañeros y que ahora tenía que venir con su familia:
-Es una necesidad mía, y es una necesidad de ellos por saber.
Germán es integrante del CECIM, el primer Centro de Ex Combatientes fundado en La Plata, que impulsó la identificación de los soldados del cementerio de Darwin. Sostienen además que los caídos en Malvinas forman parte de los muertos de la dictadura, y desde 2008 presentaron 120 denuncias contra la cúpula militar por torturas y vejaciones contra los propios soldados argentinos.
Durante la semana que estamos en las islas, Germán se entera de que después de diez años salió el pedido de detención de 26 ex jefes del ejército por estos delitos.
Con los Bonanni llegamos en el mismo avión y nos iremos juntos. En Río Gallegos subimos 87 pasajeros. Vinieron además un grupo de 20 ex combatientes correntinos financiados por el gobierno de su provincia, cuatro marplatenses que estuvieron afectados en el continental Puerto Deseado y ahora están en Malvinas por primera vez, y una mujer con las cenizas de su padre, que dejó junto a los restos de su hermano enterrado en Darwin.
Acostumbrado a recibir ex combatientes, Fernando cuenta que muchos vienen a cerrar una herida pero se van peor. Ángel Flores, uno de los correntinos, me cuenta que en 1982 regresó con culpa por haber perdido la guerra y que recién ahora, en Darwin, pudo volver a cantar el himno. A Carlos Cachela, uno de los marplatenses, se le quiebra la voz cuando intenta decirme que en este viaje se cierran muchas heridas. Germán me dirá que no. Que no cierra nada.
Cada uno vivió su propia guerra. Pero todos coinciden en el asombro. Cuando vinimos no había ni dos calles y ahora está lleno de edificios, dice Ángel. No me pone contento, pero han avanzado a pasos agigantados, admite Germán. Me vuelvo con más preguntas que con las que vine, confiesa Daniel. Yo regreso convencido de que ninguno de ellos ha vuelto realmente al lugar donde estuvo alguna vez. Las islas donde pelearon son otras. Distintas a las que son hoy. Distintas a las que imaginamos.