Una persona necesitaría 1.400 billones de años, calculando un segundo por giro, para hacer todas las combinaciones posibles del Cubo Rubik (que son 43.252.003.274.489.856.000). Ni siquiera puedo leer bien el número. Llegué a este dato al recordar las ideas que barajamos para la tapa de un libro sobre Malvinas que iba a ser editado por el Ministerio de Educación y distribuido en escuelas. Sentía que el cubo mágico era LA imagen para mostrar los abordajes posibles y la complejidad de un tema que combina tantas variables que, como el cubo, parecen imposibles de resolver en una vida humana.
Mi hija Vera, que es habilidosa para resolverlo, me explicó algunas características más del Cubo: “Atractivo por sus colores y curioso por su mecánica, este puzzle propone más que su resolución. Aunque no se llegue a ningún lado o se llegue por milésima vez al mismo lugar, siempre llama la atención”.
El Cubo Rubik es tan pero tan parecido a las Malvinas para los argentinos... Sin tener entonces toda esta información, creo que la propuesta de tapa era acertada. No prosperó. El diseño final aplanó el rompecabezas: con un paisaje malvinense como fondo, una ruta se perdía hacia el horizonte (tomada durante mi primer viaje a las islas) y un pizarrón plantado como un estandarte que tenía escrito en tiza: “Las Malvinas son argentinas”. Al estilo de los conquistadores que tomaban posesión, la foto expresaba una concepción de la educación como transmisora de verdades.
Tierra, educación, una guerra de por medio: mandatos que condicionan nuestro pensamiento más de lo que lo liberan para buscar variantes sobre ese rompecabezas multidimensional que son las islas. La realidad queda simplificada en una consigna tan sencilla como movilizadora, tan eficaz como limitante al pensamiento crítico.
***
Cuando cierro los ojos y pienso en Malvinas se superponen distintas imágenes. Me encuentro una vez más ante las trincheras en ruinas de alguno de los cerros que defendieron los soldados argentinos en 1982, y siento la roca fría en la yema de mis dedos, mientras palpo, como una vez lo hice, esas efímeras heridas que los hombres dejaron en las rocas. Otras veces, el sol platea un mar calmo que contemplo desde el faro de Cabo Pembroke y, como un manojo de algas, veo flotar la cabellera de la joven ahogada del City of Philadelphia, el último barco de vela que se engulleron las rocas de esas islas. Evoco libros y apuntes, visitas a bibliotecas, charlas y discusiones, viajes y encuentros en localidades grandes y pequeñas de mi país, dolores atesorados con la fuerza que solo tiene la fe en regresos que se saben imposibles, mi propia y pequeña historia atravesada por la historia de unas islas, como escribió Jorge Luis Borges, “demasiado famosas”. Si la intensidad de la presencia de Malvinas en la cultura política argentina se correspondiera con su tamaño, estaríamos ante un nuevo continente.
***
Después de veinticinco años de explorar un objeto de estudio en sus diferentes aristas, es razonable que un investigador adopte una posición propia. Esto se vuelve evidente cuando el desarrollo profesional coincide con la inmersión en el objeto de estudio. Entonces la mirada del científico está teñida, inevitablemente, de lo personal.
Cuando comencé a trabajar este tema, hacia 1995, trabajaba en un desierto (a no ser por los trabajos pioneros de la antropóloga Rosana Guber). A nadie parecía importarle Malvinas salvo a los integrantes de la Cancillería (celosos de su trabajo y de sus secretos), a los veteranos de guerra y a sus deudos (muchas veces enfrentados en forma irreconciliable entre ellos), a las silenciadas ciudades patagónicas que habían vivido la guerra como algo más intenso y propio que “el Norte” y a las maestras que cada 2 de abril tenían que preparar algunas palabras y organizar un acto.
No parecía importarle a mucha gente más, tampoco a quienes en esa época conformábamos el campo de lo que se llama “historia reciente”. En aquellos años –todavía hoy- los sucesos de la guerra de 1982 parecían separados de manera estanca de la historia de este país en ese mismo año, en los de la posguerra, hoy.
Las Malvinas son nuestro Cubo Rubik: tentadoras, convocantes, adictivas, desafiantes. Llamar “mágico” al cubo es una claudicación de la inteligencia. El pensamiento mágico aplicado a las Islas Malvinas, también.
Este panorama está cambiando, por lo menos en la cantidad de investigadores que abordan el tema. Pero no en la renovación de las perspectivas sobre un conflicto íntimamente ligado a nuestras representaciones como nación.
Estudiar las islas es incursionar en el terreno de lo sagrado. “Las Malvinas fueron, son y serán argentinas”. Esa consigna devino en axioma, y el axioma en una tautología: en una afirmación obvia y redundante que se demuestra por sí misma. En consecuencia, la investigación se reducirá a acumular evidencia que redunda en lo evidente: la argentinidad de las islas. Puesto que las islas son argentinas, en un mundo argentino ideal todas las producciones de intelectuales de esa nacionalidad reforzarán la idea, aportarán elementos para fortalecer el dictum. Es un robusto sistema de ideas que, por un lado, no presenta salidas a su lógica interna y, al mismo tiempo, pone límites concretos a lo que se puede decir o no sobre un tema.
Así, quien somete a la crítica histórica la posición oficial argentina ofende la memoria de los caídos; quien discute el conflicto diplomático pone en duda los derechos argentinos. Por supuesto que hay matices entre ambos extremos de este segmento conceptual, pero lo que es imposible es salirse de los límites que marcan. En algunos casos, se puede transformar en una jaula de oro que desnaturaliza el trabajo del científico: se puede publicar, dar conferencias sin salirse de los límites de lo políticamente correcto. En el campo político, se puede llegar a ser sacerdote del culto laico de la causa por la recuperación de Malvinas, un pasaporte abierto para recorrer el mundo en defensa (retórica) de los intereses nacionales. Es suficiente con hablar para la propia tribuna, en un campo de juego donde intelectualmente jugamos contra nosotros mismos. Si a finales del siglo XIX y comienzos del XX la “patria” era la religión laica de los Estados modernos, “Malvinas” es la particular forma argentina de la prolongación de ese culto en el Tercer Milenio.
***
Pisé por primera vez su territorio en 2007, más de diez años después de mis primeras entrevistas con veteranos de guerra, después de la publicación de mi libro Las guerras por Malvinas. El contacto con el terreno y con sus habitantes fue una conmoción conceptual y emotiva que influyó en mi manera de mirar el conflicto. Por honestidad intelectual y ante la evidencia, me forzó a hacerme preguntas nuevas que ampliaron el marco temporal de mis trabajos y debilitaron asunciones a priori.
Volví dos veces más, en 2013 y 2019, pero no puedo decir que conozco las Islas Malvinas. Apenas estuve en Port Stanley, que los argentinos llaman Puerto Argentino luego de que otros argentinos, fugazmente, lo bautizaran Puerto Rivero. Recorrí los cerros que lo rodean, estuve en Goose Green, en Darwin y en el Cementerio de Guerra Argentino allí emplazado. Visité Fitz Roy, el Cabo Pembroke, Gipsy Cove, Bertha´s Beach y, sólo desde sus orillas, el Estrecho de San Carlos. No, no conozco lo suficiente las Malvinas pero estuve ahí, “en el campo”, en ese lugar cuyo nombre millones de mis compatriotas pronuncian como un santo y seña.
Entre 2016 y 2018 fui director del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, un museo nacional argentino dedicado a la causa por la recuperación de las islas. Es la materialización de las islas irredentas en la capital porteña argentina. Es la experiencia profesional y personal más ingrata que he vivido. En contadas ocasiones me enfoqué con tanta fuerza en una tarea; verifiqué la brecha que existe entre la tarea del científico y la del político. Mi formación de base es la de profesor de Historia, y siempre concebí la tarea del investigador asociada a la divulgación y a la polémica, nunca a la catequización.
A cuarenta años de la guerra mi trabajo se esfuerza, una vez más, por encontrarle un sentido al sacrificio de tantas vidas. No me refiero a aquellos que se enuncian y que llevaron a la muerte a tantas personas a partir de un sistema de valores de época, sino al que encarna en quienes sobrevivimos, que recibirán los más jóvenes, y que nos obliga a pensar en un país mejor que el que envió a sus soldados a combatir. En mis investigaciones no busco hacer homenajes sino comprometerme con el recuerdo.
Malvinas refiere a los “archipiélagos” de la memoria, no a los territorios en disputa. Porque hablamos de una “causa nacional” con matices que ribetean lo sagrado. Esas memorias en fragmentos son otras tantas islas Escilas y Caribdis: quien surque esas aguas deberá estar atento como quien navega entre hielos flotantes, a riesgo de chocar de forma inesperada con un bloque letal.
***
Las Malvinas son nuestro Cubo Rubik: tentadoras, convocantes, adictivas. Con millones de variantes posibles, un desafío. Llamar “mágico” al cubo Rubik es una claudicación de la inteligencia. El pensamiento mágico aplicado a las Islas Malvinas, también.
Supe hace poco, gracias a las investigaciones de la historiadora Florencia Gándara, que al final de la guerra el gobierno militar destinó, entre otros elementos, una partida de cubos mágicos para los soldados que recién volvían de Malvinas, internados en Campo de Mayo. La imagen de un combatiente sobreviviente de los bombardeos probando las combinaciones entre sus manos, él mismo una de las caras del cubo con el que juega, es una reivindicación de aquella tapa que no fue, y de la necesidad de pensar ese tema tan profundamente arraigado en la cultura y la política argentina de otras maneras.
Esta nota reproduce fragmentos de Malvinas. Historia, conflictos, perspectivas, (SB, 2022), y Para un soldado desconocido (Adriana Hidalgo editora, 2022).