Crónica

Malvinas: la otra guerra


El ADN del Soldado Folch

Leila Guerriero visitó a familiares de caídos en Malvinas. Escuchó sus peregrinajes, resignaciones y esperanzas por restituir la memoria y poder duelar a las víctimas. Al finalizar la guerra, los ingleses identificaron los cuerpos de los soldados argentinos, pero el gobierno local nunca les avisó a sus parientes y siempre obstaculizó el proceso. Las respuestas llegaron por veteranos que tocaban la puerta luego de artesanales búsquedas, la solidaridad del sector privado y del Equipo Argentino de Antropología Forense. Fragmento de La otra guerra: una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas (Anagrama).

El 9 de mayo de 2019 la avenida que pasa a una cuadra de la casa de Raquel Folch, en José León Suárez, un suburbio de la ciudad de Buenos Aires, está inundada. Son las cinco de la tarde pero el cielo está oscuro como el interior de un horno cubierto de cenizas. Raquel Folch espera en la puerta, en la calle que lleva el nombre de su hermano muerto: Soldado Andrés Aníbal Folch.

–Pensamos que no ibas a llegar porque acá es difícil cuando llueve.

Dentro, en la sala, hay una luz cerúlea. Carmen y Ana, hermanas de Raquel, están sentadas a un lado y otro de una mesa pequeña sobre la que hay un termo, mate. Carmen es la mayor. Lleva una campera de lana pudorosa, abotonada hasta arriba. Ana, un suéter rojo y una carpeta de plástico apretada contra el pecho.

–Acá guardo todo lo de mi hermano.

A lo largo de horas sacará de esa carpeta revistas barriales con poemas dedicados a su hermano muerto; fotos de su hermano muerto; fichas técnicas que certifican la identificación de su hermano muerto; cartas que enviaba desde Malvinas su hermano muerto: las pruebas de que su hermano estuvo vivo.

–Pobre mi hermano, que no mataba a un pajarito –dice Raquel–. Flaquito, era. Talle de pantalón tenía 38.

Raquel y Carmen trabajan limpiando casas y criaron a sus hijos –cuatro Carmen, dos Raquel– solas. Ana dejó de trabajar cuando se casó con un ingeniero.

–Ella es la única que tuvo suerte –dice Raquel–. A ninguna de nosotras nos fue bien.

Ana tiene voz aguda, quebrada por sollozos como vagidos que contrastan con su verborrea marcial. Fue la primera que, a los trece, migró a Buenos Aires desde la provincia de Tucumán, harta de que en el ingenio azucarero donde trabajaban les pagaran con vales.

–Nunca teníamos plata. Así que me vine. Después vino mi mamá, Silveria. Mi papá, Francisco. Mi hermanito.

Ana llora en seco un berrido sin lágrimas cuando recuerda al otro hermano que murió de leucemia, y al que murió al caerse de una escalera, y a la vida que, alguna vez, fue una vida en la que estaban todos.

–Cuando cosechábamos comíamos cerca de la caña de azúcar. Mi papá nos tenía a todos como pollitos.

–Nos llevaban a cosechar papa, batata –dice Raquel, como si pidiera disculpas o permiso–. Y para nosotros era un juego. Escarbar la tierra porque estaba flojita. Mi mamá tenía un terreno donde sembraba verdura. Tenía como cien gallinas. Cuando salía a tirarles maíz, bajaban de los árboles, parecían aviones. Mi papá cazaba palomas y nos hacía una parrilla llena de palomas. Eran de ricas, de dulces...

Todo eso –el río, la zafra, las gallinas– terminó cuando vinieron a Buenos Aires. Las mujeres empezaron a trabajar como empleadas domésticas, los varones en lo que hubo. Después de un tiempo, reunieron el sueldo de todos y compraron un terreno que resultó un barrial. Pero tenían casa, trabajo, estaban juntos.

–Hasta que Andrés tuvo que hacer el servicio militar, en 1981 –dice Raquel–. Odiaba hacer la conscripción, odiaba a los militares.

En marzo de 1982, quince días antes de las Pascuas, Andrés Folch salió del regimiento para visitar a su familia.

–Vino y dijo: «Bueno, las Pascuas las pasamos juntos» –dice Raquel–. Pensaba que le iban a dar la baja. Y lo esperamos, pero no vino. Entonces, Ana y el marido fueron a ver qué pasaba. Y había sido que ya se lo habían llevado para Malvinas.

–Ya los habían llevado al aeroparque –dice Ana–. Y no nos pudimos ni despedir. Le mandamos tres encomiendas y le llegó una. Las otras me las devolvieron cuando terminó la guerra. Me llamaron y me dijeron: «Venga al regimiento que hay algo». Pensé que era la ropa. Y no, eran las dos encomiendas que le habíamos mandado. Yo nunca les dije a ellas, pero a veces pienso que si hubiéramos estado en Tucumán no le hubiera tocado ir a Malvinas. La culpa la tuve yo, que lo traje acá.

Carmen y Raquel la miran sin sorpresa, como si enterarse de que su hermana se cree culpable de esa muerte fuera otra fantástica desgracia de las tantas que hubo.

–¿Cómo vas a pensar eso? –dice Carmen.

Ana, sin contestar, gime como si le faltara un órgano, con ese rugido itinerante entre la asfixia y el dolor, y saca de la carpeta las fotos de su hermano, los poemas, las cartas que mandó desde las islas. La letra es despareja, y en la redacción se nota la rigidez del estilo epistolar que se enseñaba en los colegios: «19 de abril de 1982. Queridos padres, quiero contarles un poco de cómo lo estoy pasando, con un frío de grados bajo cero y poca comida. Pero nos las rebuscamos con algunas gallinas, pollos y otras cosas más que nos brinda el terreno. [...] No sé cuándo voy a volver. Tal vez será 15 días como varios meses. [...] Perdonenmé porque no les pude ir a ver cuando estaba en el regimiento, sino es que estaba encuartelado desde casi un mes antes de venir para acá a las islas Malvinas. Queridas viejas, quiero que si por favor me mandarían una encomienda con latas de picadillo, galletitas, queso Adler, velas.»

La familia Folch supo del fin de la guerra por televisión, y del regreso de los soldados porque se corrió la voz.

–Dijeron que volvía ese regimiento –dice Carmen–. Así que la llamé a Ana y le dije: «Ya están acá.»

–Fuimos con mi marido, mis hijos, mi papá, mi mamá –dice Ana–. Íbamos haciendo planes para hacer un asado. Llegamos. Empezamos a preguntar por mi hermano. Gritábamos: «¡Folch, Folch!» Pero no nos decían nada. Hasta que se acercó un mayor y dijo: «No lo busque. Él murió en Malvinas.»

–Él siempre venía en el colectivo 190 y bajaba en la esquina –dice Raquel–. Por años esperé verlo bajar. Después pensé que por ahí estaba herido o que había perdido la memoria.

–Yo estuve esperándolo muchos años –dice Ana–. Una vez un señor vino a mi casa. Me dijo: «Vengo buscando a la familia Folch.» Yo enseguida le dije: «¡¿Qué, mi hermano está vivo?!» Y me dice: «No, queremos poner un recordatorio.» Pero de todos los presidentes que pasaron, jamás se acercó nadie a decir algo.

–Se los llevaron, los dejaron allá tirados, y como si no hubiese pasado nada –dice Raquel. 

En algún momento, los vecinos hicieron gestiones para que la calle llevara el nombre del caído, y a ellas les pareció bien. En 1999, su padre murió por una úlcera perforada. En 2003, un soldado que las había buscado durante décadas las encontró y, por él, supieron que su hermano había fallecido el 14 de junio en un bombardeo. Ese año, Ana viajó a Malvinas en uno de los viajes organizados por Eurnekian, escribió el nombre de Andrés en una piedra y la dejó sobre una lápida cualquiera. Y en 2013 Raquel recibió un llamado.

–Eran de derechos humanos para ver si quería hacer el ADN. Me puse contenta, les dije que sí enseguida. Pero no les había preguntado a ellas.

–Nosotras no estamos en la Comisión pero dijimos que no –dice Ana–. Porque se decía que iban a traer los cuerpos al continente.

–¿De dónde salía esa información?

–No sé. Pero se decía. Yo llamé a los veintidós familiares que habían ido conmigo a Malvinas y les dije que no dieran la muestra, que el plan era traerlos al continente

–Yo fui la primera que dije no –dice Carmen–. Pero unos años después vi en la tele al señor que explicaba cómo habían hecho el trabajo, que mostraba cómo los habían puesto en las tumbas, y les dije a ellas: «Esto es algo serio, tenemos que dar la muestra.» Así que fuimos.

–Fuimos las tres juntas –dice Ana–. Y después nos llamaron para la notificación. Yo sabía que podía ser que estuviera o que no. Pero estaba.

–Yo no paraba de llorar –dice Raquel–. Carmen y yo fuimos al viaje que se hizo en marzo de 2018. Yo veía todo ese campo, que no había nada de nada. Lo que sufrió, lo que habrá sufrido. Todo montaña. No hay animales, no hay árboles. ¿Dónde se iban a esconder esos chicos? Yo junté unas piedritas del cementerio. Pero los ingleses me sacaron todo cuando volvía.

–Pero sabiendo que el cuerpo está ahí ya nos sacamos todas las dudas que teníamos –dice Carmen.

–Para mí es igual de triste –dice Raquel–. Fue un chico tan bueno, tan sano. No fue fácil su infancia, y tuvo que haber ido a sufrir tanto tiempo en la guerra y haberse quedado allá. Una guerra inútil. Me acuerdo el día que Galtieri hizo ese acto en el obelisco. Mi hermano estaba en la guerra y yo veía la calle llena de gente con las banderas. En los noticieros todo era: «No es nada la guerra, vamos ganando.»

–¿Te quedó algo de tu hermano?

–Casi nada –dice Raquel.

Se pone de pie, entra a una pieza bañada por luz agónica y busca algo en un palo del que penden perchas. Regresa con un chaleco de jean marca Lois, de moda en los ochenta.

–Esto es lo único que me quedó de él –dice, sosteniendo el chaleco vacío.