Cuesta creer que sean mellizos. Uno de los ratones es magro y movedizo; fit, como se dice ahora. El otro, en cambio, es gordo y sedentario; apenas se desplaza por la cajita de plástico transparente mientras su hermano parecería correr desesperado de un lado al otro. En lo que sí hay una exacta coincidencia es en el color ébano y en la suavidad del pelo.
También en el destino inevitable: a ambos les quedan pocos segundos de vida.
Marcelo Rubinstein, el científico que los conoce desde que eran embriones, guarda silencio mientras con delicadeza mete su mano en la jaula y libera la tapa que los separa del aire frío y químico del laboratorio. Sin dudar toma al gordo de la cola y en un movimiento hiperveloz, lo acomoda en el puño izquierdo, y con la mano derecha, índice y pulgar nomás, le estira el cuello y lo mata. Luego lo deja sobre la mesada de trabajo y hace lo mismo con su hermano, el flaco. Ni sangre. Los dos ratones quedan tiesos sobre la mesa con la boca medio abierta.
Enseguida, con una tijera de cirugía, Rubinstein separa cada cabeza del cuerpo, y de las cabezas, como si rompiera el caramelo que recubre un flan, cric, cric, cric, extrae intactos los cerebros color crema.
–Acá está el relojito –dice, y apunta a un lugar exacto ubicado en la base del cerebro de cada hermano: el hipotálamo.
Es gracias a esa estructura minúscula que un ratón (y un humano) puede regular la temperatura, el ritmo cardíaco y tener equilibrado el balance entre el hambre y la saciedad: un asunto crucial.
–La mayoría de la gente piensa que los animales estamos programados para ser insaciables. Pero es una idea falsa que proviene de que nuestro sistema alimentario prácticamente nos obliga al descontrol –dice Rubinstein–. En la naturaleza la clave es la supervivencia y si necesitáramos comer todo el tiempo no nos sería fácil. Porque buscar comida en el campo o en la selva es exponerse a un montón de riesgos: predadores, el clima, accidentes. Por eso la saciedad es un mecanismo muy bien ajustado –dice, y mientras deposita los pedacitos de cerebro dentro de un cubículo plástico pienso en el ratón delgado que unos segundos atrás buscaba inútilmente un escondite en su jaula mientras su hermano, desprevenido, digería el último bocado. En la jaula del laboratorio no le sirvió de mucho, pero tal vez en el campo, ante un aguilucho, el flaco hubiera logrado escapar.
Rubinstein continúa con la disección de los ratones. Primero, el flaco: un corte longitudinal del cuero permite ver una película de grasa blanca que se apoya apenas sobre los órganos y se separa con facilidad, dejando el resto intacto como si fuera el maniquí de una clase de anatomía; los intestinos grisáceos, el hígado amarronado, el corazón rojo oscuro.
Luego hace lo mismo con el hermano: otro corte preciso, pero que descubre el doble de grasa.
–Esta es la grasa superficial –dice Rubinstein y extrae la primera película–. El problema es esta otra –advierte, dejando al descubierto cómo la grasa extra no solo se acumula en el abdomen del ratón, sino que le rodea los órganos, amarillenta y desordenada, haciendo de la extracción un reto casi imposible.
–Mirá el hígado: es amarillo y mucho más grande que el del otro –dice el científico mientras desarma el órgano como si fuera un paté.
–Los órganos están sobreexigidos –dice y toma otro tubito para guardar la grasa recolectada–. Este es el problema que genera la obesidad: el daño interno y la inflamación crónica que dispara distintas enfermedades –me explica Rubinstein sin dejar de mirar cada pedazo de grasa a contraluz con fascinación.
–¿Qué es lo interesante?
–El tejido adiposo es una maravilla. La grasa es la forma que tiene el cuerpo de stockearse para cuando no hay comida, como si fuera una mochila llena de energía. Imaginate lo importante que es eso: poder reservar para cuando vienen tiempos difíciles. Cuando el cerebro funciona bien, entre las conductas instintivas también está la de acumular grasa para cuando sea necesario –dice y descarta lo poco que queda de los ratones en una bolsa.
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Doctor en Química, científico argentino mainstream y curioso hasta lo inagotable, el trabajo de Marcelo Rubinstein no se centra en el estudio de la grasa en sí, sino en cómo, teniendo el mismo cerebro y los mismos genes que nuestros ancestros, esa capacidad para acumularla devino en una pandemia: hoy hay setecientos millones de obesos en el mundo.
Conmovido por cómo esa condición afecta también a millones de niños, al punto de acortar su esperanza de vida, Rubinstein intenta buscarle un porqué al fenómeno desde diferentes ángulos: la identificación de los genes que comandan el apetito y la saciedad, la investigación sobre la demanda de energía y el gasto calórico, y la composición de la comida moderna y sus efectos sobre el cerebro.
Lo hace usando ratones en los laboratorios de este espacio donde nos encontramos y que, además, dirige.
El Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular (Ingebi) pertenece al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), y está ubicado en un edificio modesto del barrio de Belgrano, en la Ciudad de Buenos Aires. Un lugar que hasta hace poco, cuando estos problemas no existían, era hogar de monjas. Las ventanas chiquitas, los pasillos apretados, cierta oscuridad son todos rastros de esos años en que las monjitas golosas hacían de la prohibición al postre un sacrificio con un destinatario incuestionable: Dios.
Para los ratones de experimentación, probablemente agnósticos, que hoy ocupan el lugar de las religiosas, el asunto es bastante más complejo: se trata de animales manipulados genéticamente para ser insaciables.
El experimento comienza cuando los ratones todavía son una sola célula. Entonces Rubinstein les da una microinyección que desactiva uno de los genes encargados de comandar la saciedad, el de la Proopio-melanocortina, que se abrevia con las siglas Pomc®.
El efecto se nota no bien terminada la lactancia: los ratones Pomc® comen más y se mueven menos que sus hermanos con genes intactos, hasta que se convierten en bolitas peludas.
–Comen y engordan sin parar. Aunque lo que comen no es especialmente sabroso –dice Rubinstein invitándome a dejar la mesa de disección para pasar a su oficina–. ¿Por qué sucede eso? Porque está alterado el funcionamiento de su cerebro.
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Lo que viene a continuación no es una metáfora: muchísimos humanos se parecen a Pomc®. No porque tengan una falla genética sino porque el jugo con cereales a la mañana, la comida instantánea, la gaseosa de media tarde y las galletitas con chocolatada son una mezcla de ingredientes que alteran las hormonas, envían una y otra vez la señal equivocada al cerebro y lo descalibran.
La comida infantil moderna es una combinación de estímulos poderosos con un ingrediente que gobierna todo el menú: azúcar.
En los últimos años el azúcar pasó de ser un ingrediente más a convertirse en la quintaesencia del 80% de los comestibles, y casi del 100% de los que están destinados al público infantil: todo la contiene. Y para comprobarlo alcanza con buscar “azúcar” en el rótulo o, más aún, jarabe de maíz de alta fructosa.
–Esta es la relación que yo hago para entender lo que las sociedades modernas hicieron con el sistema alimentario –dice Rubinstein y abre un archivo en su computadora.
Es una comparación de seis fotografías que a pocos les gustaría ver. En la parte superior hay tres imágenes: un cultivo de hojas de coca, un montoncito de clorhidrato de cocaína pura y una piedra de pasta base. En la parte inferior, un campo de maíz, un plato con una polenta y un tarro de jarabe de maíz de alta fructosa.
–Acá hay grandes logros de la humanidad –dice, provocador–. A medida que exploramos el mundo nos fuimos quedando con lo que nos resultaba más interesante. Básicamente, acortamos la distancia hacia el placer.
Acercándose en zoom al cultivo de coca, dice:
–Mirá estas plantas. A las hojas de coca se las aprovechó siempre por su efecto euforizante. Se las mascaba, se las bebía en infusiones, en busca de exaltar el cerebro. Pero un día se las empezó a procesar en busca de aumentar la euforia. Así se logró esta preparación con la que se consigue el efecto en menos tiempo –dice ampliando ahora el montoncito blanco de cocaína–. Pero al poco tiempo vino algo peor –y apunta ahora al destilado de pasta base–: el efecto de consumir la misma planta así, ultraprocesada, aun con los residuos de solventes y otras impurezas que trae esta preparación casera, es más intenso, dispara mecanismos adictivos más rápido y, por supuesto, como el efecto es más violento, puede producir daños irreversibles en el cerebro. Ahora pasemos a la comida –y amplía la mazorca naranja hasta que la planta de maíz ocupa toda la pantalla–. Este maíz está domesticado hace unos siete mil años. Es diferente a como era la planta original en la naturaleza. Es más dulce, más suave, más fácilmente digerible que lo que era la planta silvestre y el ser humano se adaptó bastante bien a comerlo y a incluirlo, a través de la molienda, en la preparación de comidas mínimamente procesadas, como esta polenta. El procesamiento en ese caso aumentó aún más su digeribilidad –dice ampliando la imagen en el segundo cuadro.
–Hasta acá los cambios culturales se mantuvieron en armonía con nuestras capacidades fisiológicas y necesidades alimentarias. El gran problema apareció cuando la industria alimentaria, en la segunda mitad del siglo XX, consiguió aumentar el grado de procesamiento del maíz hasta obtener un carbohidrato totalmente refinado desprovisto de proteínas, fibras y otros nutrientes, pero más palatable por tener un sabor mucho más dulce: el jarabe de maíz de alta fructosa (JMAF) –y me muestra un frasco color caramelo en primerísimo plano en el monitor–. Este jarabe se logró convirtiendo un porcentaje de la glucosa del maíz en fructosa, generando un azúcar mucho más dulce y placentera, que hoy endulza la mayoría de los ultraprocesados infantiles. Así, tal como ocurrió cuando aprendimos a procesar la planta de coca para transformarla en pasta base de cocaína, el maíz convertido en JMAF nos gusta más, es euforizante, enciende el cerebro más violentamente y nos puede volver adictos, sin devolvernos a cambio ni siquiera un mínimo valor nutricional que valga la pena.
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El azúcar en formato jarabe o polvo blanco provoca lo mismo: tiene más efectos sobre el cerebro que la cocaína. No lo destroza como la droga, es cierto. Pero sí lo seduce más. Eso mismo dice un metaanálisis sobre azúcar y adicción publicado en 2013. En distintos experimentos se observó cómo con solo oler azúcar del otro lado del camino, los ratones –que normalmente son temerosos– ingresaban sin pensarlo a lugares desconocidos: se arriesgaban sin medir las consecuencias.
El impulso por comerla es tan grande que ni el dolor lo refrena. Eso se comprobó en estudios donde los ratones, además, recibían descargas eléctricas cada vez que iban a probarla: aunque se lastimaran no dejaban de hacerlo, probablemente afectados por el efecto anestésico de la dopamina que antecede a la euforia. Por supuesto, una vez que podían comerla, todo era descontrol: los ratones tomaban lo más que podían y, extasiados, emprendían el recorrido de vuelta. Pero ya no parecían los mismos: se movían más lentamente, se extraviaban, como yonquis a las seis de la mañana en un callejón, sumergidos en el efecto poderoso de la sustancia que los desvela.
El dulce es un estímulo tan reconfortante y potente que en los estudios también se puede observar el bajón brusco que genera cuando, ya digerido, se disipan sus efectos placenteros. Si no hay nada más azucarado a la vista, lo que ocupa la mente es una mezcla de tristeza y angustia, de apatía o hastío. De súbito bajón. De depresión. En algunos animales de experimentación se han registrado temblores, castañeteo dental y cambios en la temperatura del cuerpo.
¿Hasta qué punto puede un niño seguir consumiendo azúcar atrapado en esas sensaciones de placer y excitación? La respuesta la consiguió Sue Coldwell, que hace años estudia la relación de los niños y el azúcar para la Universidad de Washington: “Hasta el punto en que ya no puede ser disuelta en agua”. El azúcar empalaga, pero la tolerancia de los niños es mucho mayor y, además, esa tolerancia aumenta con el consumo. Por eso, año a año, los fabricantes de alimentos han ido agregando más con la excusa de que “los clientes lo piden”. Y así llegamos a esta situación descabellada: un niño de 8 años hoy ya comió la misma cantidad de azúcar que su abuelo en ochenta años.
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–El azúcar es el veneno de esta época, responsable de la crisis de malnutrición y obesidad que vive el mundo–, dice Robert Lustig, pediatra, endocrinólogo, investigador y profesor de la Universidad de California, y quien popularizó esta teoría cada vez más probada.
El azúcar –en todas sus versiones– está formada por dos moléculas de glucosa y fructosa. De la glucosa no habría que abusar: mucha hace que el páncreas trabaje contra reloj liberando insulina, para ingresarla a las células y así todo el sistema pueda usarla de energía. Pero si sobra y no es aprovechada se convierte en grasa, principalmente grasa abdominal. Esa es una parte del fenómeno que se ve en buena parte de la sociedad: atiborrados de fideos, pan y azúcar, los cuerpos se inflaman de ese modo particular.
–Sin embargo, el problema más grave es la parte dos, la fructosa –dice Lustig del otro lado del Skype–. La fructosa al organismo no le sirve para nada.
Mientras que en la naturaleza casi todos los alimentos tienen glucosa (siempre cubierta de fibras, vitaminas, minerales), muy pocos tienen fructosa: algunas frutas (siempre en bajas cantidades) y la miel. Por eso tenemos una modesta capacidad para metabolizarla.
El encargado de procesar fructosa es el mismo órgano encargado de metabolizar el alcohol, el hígado: digiere lo que puede y lo que no, lo transforma en grasa. Pero no en una grasa saludable, sino esa más amarilla que indica que algo se descompuso, como la que saturaba los órganos del pobre ratón Pomc®. Y eso detona el desastre.
El hígado graso genera resistencia a la insulina, prediabates y, finalmente, diabetes tipo 2. Además, como una gran cantidad de esa grasa termina liberada en el torrente sanguíneo, los ácidos grasos libres y los triglicéridos pueden duplicarse y triplicarse tras solo seis días de alto consumo de fructosa, dañando las arterias.
Hoy hay una epidemia de niños con hipercolesterolemia y problemas cardíacos que antes no existían. ¿Pancreatitis? También. Las enfermedades suelen aparecer acompañadas por el diagnóstico de obesidad, pero la delgadez no es excluyente.
“Delgado por fuera, obeso por dentro”, así se conoce a las personas que, pese a ser flacas, acumulan grasa visceral y, tarde o temprano, padecen los mismos problemas.
Los problemas aparecen con tomar apenas dos vasos al día de una bebida azucarada. En comparación con una persona que toma un vaso, aumentan un 26% más las posibilidades de tener diabetes tipo 2, un 35% más las de sufrir alguna enfermedad coronaria, y un 20% las chances de tener síndrome metabólico.
Se estima que en el mundo cada año hay ciento ochenta y cuatro mil muertes que pueden ser atribuidas al consumo de productos azucarados, y la mayoría ocurre en América Latina.
–Ante esta situación de sobreconsumo no hay azúcar menos mala –asegura Lustig–. Si vamos a comer esas cantidades no importa si se trata de sacarosa o jarabe de maíz o si es azúcar orgánica, integral o miel. Todas son glucosa y fructosa y en manos de la industria cumplen la misma función: hacer que las personas coman más. Luego el precio lo paga todo el cuerpo, del cerebro al corazón. ¿Viste cuando ponés una carne al asador y empieza a amarronarse? Ese efecto de caramelización, que se conoce como la Reacción de Maillard, es lo que sufren las células con esta dieta: se achicharran.
Además de aumentar la cantidad de grasa abdominal y visceral, achicharrar las células no es gratis. El consumo excesivo de azúcar está asociado con distintos tipos de cáncer y un menor desarrollo cognitivo que, incluso, puede ser heredado de madres a hijos si en su gestación consumen bebidas azucaradas.
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Durante sus estudios, Rubinstein y su equipo observan lo que ocurre con los ratones: cómo ser insaciables los vuelve aletargados y de qué enferman, y también buscan ver si se trata de trastornos reversibles. Entonces, cuando los ratones se vuelven obesos, reactivan el gen Pomc® y ven qué pasa.
–¿Y?
–Es bien interesante. Al recuperar el gen normal comen menos, casi como sus hermanos de peso normal, se mueven más y detienen el aumento de peso, pero no adelgazan.
El descubrimiento sustenta una de las teorías más importantes de la actualidad en torno a estos temas. La que explica que no existe un balance energético entre las calorías ingeridas y gastadas (lo que hubiera hecho que el ratón, a menos calorías, empezara a perder peso), sino un equilibrio en apariencia más arbitrario regido por ese relojito del cerebro, el hipotálamo, que pese al cambio de hábito puede ordenar al organismo quedarse con la grasa almacenada.
O sea que nuestro metabolismo no se rige por los contadores de calorías, sino por un mecanismo mucho más delicado, directamente vinculado a las hormonas (las mensajeras del cuerpo), que son mucho más sensibles al tipo de comida que comemos que a las bicicletas del gimnasio.
No hay un estudio que le dé la razón a esta hipótesis que plantea Rubinstein: hay más de sesenta. Y todos demuestran lo mismo. En uno de ellos, de 2009, se descubrió que uno de los últimos pueblos íntegramente cazadores-recolectores que quedan en África, los hadza, no gastan por día más calorías que los habitantes de la ciudad de Nueva York desarrollando sus vidas modernas normales en la jungla de cemento. Por supuesto, los hadza consumen la mitad de calorías que los neoyorquinos, y se las proveen de fuentes muy distintas, sin ultraprocesados a la vista. Pero sus organismos las optimizan y reservan al máximo: no “las queman”.
Y también están las estadísticas para explorar qué ocurre dentro de las grandes ciudades: actualmente las personas que se dedican a actividades manuales o que implican trabajo físico –empleadas domésticas o albañiles, por ejemplo– y mantienen las típicas dietas de carbohidratos baratos muy habituales en los sectores más empobrecidos tienen cuatro veces más posibilidades de ser obesos que una oficinista. Finalmente, y contrario a lo que se repite, la evidencia muestra que un niño de hoy no se mueve menos que uno de hace cincuenta años. Sin embargo, lo que se subraya en consultorios y revistas es: si quieren adelgazar hay que comer menos y moverse más. Una fórmula que en el último tiempo se redujo a la última opción. Desde la exprimera dama de los Estados Unidos Michelle Obama con su famoso programa Let’s Move, en el que hacía ejercitar a los niños, hasta las recomendaciones de distintos ministerios, la propuesta más fuerte que se hace para contrarrestar los efectos de este sistema alimentario es la gimnasia. Y eso sucede aunque, incluso si siguiéramos al pie de la letra la indicación, caeríamos en absurdos como estos: para “quemar” una gaseosa de 600 cm3 un niño debería levantar pesas por una hora y cinco minutos; para siete nuggets de pollo, escalar durante una hora; ¿un cuarto kilo de helado de chocolate? ¡A correr por una hora y cuarenta minutos!
–La hipótesis del balance energético no tiene ciencia que la respalde, sin embargo, sigue vigente porque permite cargar la responsabilidad de esta epidemia de obesidad en los individuos –arriesga Rubinstein.
Y teniendo en cuenta las marcas que patrocinan la hipótesis, no se puede más que darle la razón.
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En 2006, McDonald’s reemplazó los peloteros de algunos de sus locales en los Estados Unidos por bicicletas fijas y escaladores y financió DVD con programas de quince minutos de gimnasia. Diez años más tarde cambió los juguetes de su Cajita Feliz por relojes flúo que servían como marcadores de ejercicio (fitness trackers) que los niños usaban para contar sus pasos y competir unos con otros.
“Si todos los consumidores hicieran lo que tienen que hacer, si hicieran ejercicio, el problema de la obesidad no existiría”, dijo Indra Nooyi, la CEO de Pepsi.
Bimbo, Mondelez, Ferrero no solo tienen en común que venden golosinas: también que desde sus programas de “vida activa” auspician plazas donde los juegos fueron reemplazados por circuitos para hacer footing, flexiones, abdominales.
En los últimos diez años Coca-Cola financió una organización llamada directamente así: Red Global del Balance Energético, un instituto que se presentaba como “sin ánimo de lucro, dedicado a identificar e implementar soluciones innovadoras para prevenir y reducir las enfermedades asociadas a la inactividad, la mala nutrición y la obesidad”. Además, en todo el mundo patrocinó al menos novecientos siete estudios científicos, la mayoría con el propósito de demostrar que se puede revertir una mala dieta con gimnasia.
–El ejercicio es bueno y necesario para el sistema cardiovascular y el bienestar general, pero no permite que las personas obesas dejen de serlo. Las personas obesas no lo son porque sean perezosas, aunque sí puede suceder que el exceso de peso los lleve a ser más sedentarios –dice Rubinstein–. Si necesitamos una estrategia efectiva para salvaguardar a las nuevas generaciones de tener la salud cada vez más comprometida, no es agregar horas de educación física. Los chicos juegan, son inquietos, se mueven. Lo que tenemos que hacer es prevenir que se descalibre el relojito.
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–La dieta actual es un problema gravísimo –dice Rubinstein con preocupación ya no como científico únicamente, sino también como padre. Unos años atrás, entrando en la adolescencia, su hijo mayor empezó a engordar–. Yo venía viendo que estaba aumentando de peso. Pero no me alarmé hasta que el pediatra me dijo que estaba ingresando en un cuadro peligroso.
Fue entonces que Rubinstein bifurcó sus investigaciones para centrarlas por un tiempo en el estudio de este tema que hoy desborda su escritorio.
–Me puse a estudiar obsesivamente, me reuní con médicos, encontré información que no suele estar tan disponible, pero que muestra claramente que los ultraprocesados impactan y se metabolizan de un modo muy diferente que los alimentos sin procesar.
Inmediatamente se vio enfrentado al problema número dos: lograr que su hijo comiera eso que hace bien comer y descartara todo lo demás: es decir, la comida para chicos. Y debía hacerlo antes de que su situación se volviera, como muestran los estudios de su padre, más difícil de revertir. Pero entonces, Rubinstein tuvo una ayuda inesperada que no vendría de la mano de la ciencia sino de su estrella favorita del deporte.
–Nosotros somos fanáticos del básquet y un día escuché a Luis Scola, uno de los jugadores argentinos de la NBA, contando sobre cómo un cambio radical en su dieta había mejorado tanto su rendimiento físico y deportivo como su estado de ánimo. Nada de azúcar, de galletas, de pan blanco…
Se trataba de los mismos conceptos que el científico había leído y conversado con los médicos nutricionistas a los que estaba recurriendo para sus investigaciones.
El paso siguiente fue acercarle a su hijo la información: ya no era su padre el que se lo decía sino su superhéroe del deporte: algo que casi nunca pasa.
–Lo más corriente es lo contrario: el pibe quiere ser futbolista y tenés al Barcelona entero haciendo publicidades de Nesquik o Pepsi.
Vos sabés que ninguno de esos jugadores de élite podría rendir lo que debe si comiera mal, si desayunara chocolatada o tomara gaseosas, pero andá a hacérselo entender a los chicos que los siguen cuando la propaganda afirma lo contrario.
Scola le dio al hijo de Rubinstein el empujón que faltaba para empezar. Podía comer lo que le diera ganas mientras no fueran productos de paquete ni carbohidratos refinados. Eso significaba tomar agua, frutas secas, frutas frescas y verduras, y hasta un asado con achuras, pero no harinas ni almidones, ni azúcares. Y funcionó. Lo que comía era menos (la alimentación lo ayudó a recuperar la regulación de su capacidad saciatoria) y lo alimentaba mejor.
–En muy pocos meses mi hijo recuperó su salud –dice Rubinstein con una satisfacción que espera sea contagiosa–. Mirá, todo es bastante claro: si les das a tus hijos esos productos a la larga se vuelve un búmeran. Porque lo que estás alimentando es un deseo irracional que lleva al hiperconsumo de ultraprocesados y a la vez al monoconsumo de unos pocos ingredientes, que tiene el poder de liquidarlos. Por eso cuando mis hijos más chicos me dicen “dale, papá, no seas malo, traenos unas galletitas” o “un jugo o lo que sea”, yo les digo “malo sería si se los trajera” y les explico por qué.