Hace no mucho tiempo un tuitero activo en los medios culturales quiso saber, en ese foro inmoderado de doxa que es Twitter, si hay mujeres de menos de 30 años dedicadas a la escritura. A nadie le pareció una pregunta obvia, tonta o agresiva. Nadie pensó que fuera una pregunta ridícula, retórica o poética como “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” –algo que bien podríamos no saber- o “¿Hay vida en la Tierra?” –que podría tener intenciones filosóficas o metafísicas. El tweet tuvo algunas respuestas, pocas. Alguien dijo conocer a una escritora perdida por Latinoamérica, una rareza, una perla negra. Como si las mujeres que escriben estuvieran debajo de alguna piedra.
Las mujeres escribimos: tenemos nuestras propias colecciones en las grandes editoriales y nuestros propios suplementos, de nosotras para nosotras, y no son todos de costura y cocina.
Nosotras también hablamos de cultura y de machismo, denunciamos que nos matan o comentamos nuestros libros. ¿Es suficiente?
Travestidas con seudónimo, de George Sand o Isak Dinesen a JK Rowling y Paul Preciado, parece que incluso hoy un nombre de varón pesa bastante. María y sus hijas, las tataranietas de Shakespeare o de Sarmiento, todavía corremos el riesgo de ir a parar directo a la columna de moda, maternidad o a la colección de chick lit.
Un día de enero desierto entró el mail de un periodista que edita una de mis secciones preferidas del diario argentino más vendido. Me pedía un texto, y además me iba a pagar. Me puse contenta, me acordaba de él en mis primeros días en el periodismo cultural, cuando a los 18 hacía informes para un suplemento que ya no existe. Propuse un par de temas, tenían que ser íntimos. El que más me gustaba era “Cómo fue crecer con padres progres”, las contradicciones de la época, y las bajadas de línea extremas e ingenuas, que incluían una anécdota en la que mi mamá revoleaba un disco de Michael Jackson (“la música disco es frívola”) mientras ponía uno de Gilberto Gil y me decía que escuchara a un negro de verdad. Era gracioso. El otro tema era más oscuro: la muerte asombrante de mi madre. Lo había resuelto bien hablando de los cumpleaños y un viaje rutero por Estados Unidos. Nada truculento. Al editor no le interesaron ni la moral de izquierda ni el solapado suicidio. Quizás no eran temas convocantes. Quizás era que ya tenía pensado un tema para mí, con el que machacó aunque yo decía que no y los mails se cortaron. Quería que escribiera sobre mi vida sexual a los 20 y a los 40.
Quizás sea cierto eso que dicen que las mujeres viven su plenitud sexual a los 40 (¿o era a los 30? -me acuerdo de Balzac-), la verdad no sé. Quizás estaría bueno leer el testimonio de un varón sobre su sexualidad a los 20 y a los 40, la tonicidad de la erección, la urgencia por eyacular. No sé. Nunca lo vi. Nunca creí mucho en las máximas totalizantes sobre las mujeres o los varones. Una mujer no es otra cosa que un constructo cultural de alteridad donde también caben l*s pobres, l*s viej*s, l*s migrantes, l*s negr*s, l*s discapacitad*s, l*s lgtbiq. Pero ser mujer tiene sus privilegios, la potestad sobre temas como l*s hij*s, lo doméstico, la belleza y el cuidado del cuerpo, la moda, los sentimientos, las relaciones, la familia, lo disfuncional en ellas.
Un varón escribe sobre la melancolía, la degradación de la virilidad, la decadencia del matrimonio y la pesadumbre de la crianza de los hijos y es venerado por el mercado y la crítica. Una mujer escribe sobre la pareja, los hijos, la crianza y es publicada en una colección especial. De mujeres. Para mujeres. Pienso en Franzen, en Knausgârd. Pienso en Ozick o Atwood en sus tapas blancas de dibujos finos, la medida del flujo luminoso. En la medida de lo justo, para que nos elijamos entre nosotras, porque nos tenemos a nosotras mismas. Lo doméstico es universal en letra de varón, y en letra de mujer es personal, íntimo: no es político.
En el mejor de los casos vamos a integrar, en minoría, una colección de literatura donde el azar es controlado y brinda el sello de la legitimación. Esa mujer probablemente no sea un emblema del feminismo de las letras o de lo femenino o la femeneidad literaria. Probablemente sea una escritora que no se define como feminista o que no habla mucho del tema. Igual, no va a salvarse de ser calificada por sus atributos físicos en las críticas o entrevistas. La bella dirán, y no la doctora en filosofía, la impactante, y no la militante. Estos calificativos no aplican cuando se habla de una obra de Jonathan Safran Foer o Alan Pauls, por nombrar a dos autores de la narrativa actual. Las fotos, el enfoque de las notas, las preguntas sobre congeniar la casa o la maternidad con la escritura, qué opina sobre 50 Sombras de Grey o sobre la literatura escrita por mujeres, son puntos ineludibles cuando se trata de una autora. Nadie se imagina hablar de esto con Houellebecq o con Bizzio. Simplemente ellos escriben y alguien se ocupa de esos temas por ellos.
Dirán que hay premios Nóbeles de Literatura -¡muchos últimamente!- otorgados a mujeres, como dicen que hay Presidenta mujer cuando se lucha por igualdad de salarios. Pero ni ese galardón les da el pinet a una Szymborska (¡poeta!), Jelinek (qué genia) o una Munro para tener el respeto y la aceptación del varón Coetzee o Modiano. Nadie quiere hacerle compañía a las mujeres, ni en la cartera de la dama ni en la cama como ávido lector.
Los números recogidos por VIDA, organización estadounidense que aboga por el papel de las mujeres en la literatura, dicen después de examinar publicaciones periódicas entre las que se encuentran New Yorker, London Review of Books o Times Literary Supplement, que las mayores consumidoras de libros son mujeres, comprando libros de autores varones y mujeres. Los varones, en cambio, dicen no comprar libros escritos por una mujer. El valor estético se manifiesta en lo único e irrepetible -pienso en el círculo lingüístico de Praga- sin distinción de género. Pero como hecho social, el valor está dado también por la contingencia, determinada por varios factores, entre ellos la legitimación de los medios culturales, la academia y las editoriales.
Según un estudio realizado por Eduardo Guzmán en el marco del Posgrado de Especialización en Periodismo Cultural de la Universidad Nacional de La Plata, en un recorte temporal, se obtuvieron los siguientes datos:
Sexo de autoras/es por suplemento:
Sexo Adn Ñ Radar Total
Masculino 10 10 19 39
Femenino 2 4 1 7
Total 12 14 20 46
La cantidad de libros escritos por mujeres que son reseñados en los suplementos culturales es notoriamente menor que la de los escritos por varones. Algo similar pasa con la diferencia entre hombres y mujeres que firman las reseñas y entrevistas. La diferencia es contundente: 80% frente a un 20% de notas firmadas por mujeres. Entre las columnistas se observa la misma proporción. En un recuento realizado por el periodista Julio Petrarca en y sobre el diario Perfil, “en el Día Internacional de la Mujer de 2014, apenas dos de las veinte columnas de opinión publicadas en el cuerpo principal llevaron firmas femeninas; en Espectáculos, ninguna sobre seis; En Home, ninguna sobre dos; en Turismo dos de las tres (es de destacar que aquí se invirtió la proporción). Deportes no publicó columnas de opinión. No fue la excepción este sábado. Yendo hacia atrás, esto es lo que fue posible contabilizar:
* Sábado 22/2: de 17 columnas en el cuerpo principal, 16 fueron masculinas. En Espectáculos, tres sobre siete.
* Domingo 23/2: Las 17 columnas del cuerpo principal fueron de hombres; también masculina la única de Deportes y sólo una de tres en Espectáculos y la tercera parte de las 12 publicadas en Cultura llevaron firmas de mujeres.
* El sábado 1/3, sólo una de 17 en el Cuerpo Principal, ninguna sobre las seis de Espectáculos, ninguna de las dos de Home.
* Y el domingo 2, ninguna sobre trece en el cuerpo principal y cuatro sobre doce en Cultura.
Un año después, en el mismo medio, publicó que “observaba que el desbalance en perjuicio de las periodistas es notorio: los cuatro cargos superiores son ocupados por hombres y en el staff se aprecia que son dos las editoras jefas (no está mal, la mitad de ese rubro), sólo una mujer sobre seis editores y tres de los ocho subeditores (en esto algo mejoró: en 2014 eran dos). En una revisión de las notas publicadas en este medio durante todo febrero y parte de de marzo, se observa que las notas con firmas femeninas son seis de cada diez, pero cuando se trata de columnas de opinión –que se pueden equiparar, en valor de prestigio e influencia, a los cargos jerárquicos de la redacción– la relación es abrumadora en favor de los autores varones: tres de 35 el 1° de febrero; dos de 18 el sábado 7; seis de 21 el domingo 8; siete sobre veinte el día 14; cinco de 34 el 15; tres de 17 el 21; dos de 22 el domingo 22; cuatro sobre veinte el sábado 28; dos de 25 el domingo 1° y cuatro columnas sobre 17 publicadas ayer.”
A partir de un posteo de Josefina Licitra en su muro de FB (7 de julio 2015) donde llama la atención sobre este hecho, la también periodista Cecilia González comenta “hace tiempo vengo armando una estadística. Los domingos, por ejemplo, Clarín y La Nación no tienen columnistas mujeres, y entre semana, de seis columnistas de La Nación, como mucho un día hay dos mujeres y cuatro hombres. Perfil, de 22 columnistas, como mucho llega a tener 2; Página es el más equitativo. Pero mira el portal de Infobae y es lo mismo, las columnas están copadas por hombres. Recuerdo que muchos se rieron de mí cuando avisé en la Feria del Libro que no cubriría mesas en las que sólo hubiera hombres, pero tiene que ver con estas cosas, son serias.”
Las columnistas que integran ese magro porcentaje son en general papisas indiscutibles, damas de letras del Olimpo, ninguna disrupción con su presencia, ocupan un espacio de poder simbólico con el que ya contaban. Tampoco son íconos del pensamiento feminista. Las mujeres que llegan a tapa muchas veces lo hacen de mano de otras: “Mujeres que escriben”, titula la nota, como si alguien hubiera levantado aquella piedra y hubiera encontrado bichos raros. Habrá quienes digan que simplemente los varones escriben mejor que las mujeres. Frente a desigualdades tan patentes, es difícil pensar que se trata de capacidades o competencias. Más bien esto responde a decisiones y elecciones, conscientes o naturalizadas, por los dueños y los jefes.
Es desalentador ver que el lugar relegado o denigrado de la mujer no está solo en las revistas masculinas y en programas de televisión como el de Tinelli, sino en ámbitos de los que se espera una visión del mundo más igualitaria. Desde la academia se hicieron lecturas -que hoy se repiten en tesis de posgrado- que dividen entre “los chicos que hacen poesía política” y “la poesía ingenua de las chicas”. Me pasó -y perdón por la autorreferencia, hay pocas cosas más patéticas que defenderse de la crítica, cuando encima tenés el honor de ser nombrado. A nadie se le ocurrió leer en XXX (treinta), libro escrito a mis 24 años, la amenaza de la adultez, la palabra trabajo (en más de un poema) problematizada con el “ser mujer”, la tiranía de los hijos o la compleja culpa de ser parte de una generación hija de militantes en una década dolarizada como la del 90, o los reclamos a los padres por haber elegido la orga antes que a los hijos o haberse fugado como muchos en esos años. Me acuerdo la angustia que me dio cuando publicaron mis poemas con una chica sexy en tanga y un peluche en la tapa, cuando un chico con el que salí una noche me dijo que le gustaba más yo que mis poemas.
En la semana del 5to aniversario de la Ley de Matrimonio Igualitario fui a la presentación de una revista de psicoanálisis en un centro lacaniano. En el brindis, conversando con una mujer, y a raíz de nada, dijo que estaba harta de los temas de género, de lo de “ni una más, ni una menos o como fuera”, que estaba cansada de ver a tipos golpeados por mujeres. Como sigo a Grace Paley y no discuto cuando hay verdadera discrepancia, me di vuelta. Por suerte ahí estaba Laura Klein, autora de Fornicar y matar, uno de los libros sobre aborto más interesantes que leí, además de filósofa y poeta. Hablamos de la rara selección de poemas que hizo para la revista y de escritoras de nuestra tradición que fueron cristalizadas en lágrimas dulces y pesadas, suicidios románticos y morales, adornos del lenguaje o escondites domésticos.
Desde el campo crítico de las letras aparecen las marcas de género de un programa ideológico que esculpió el canon consagrando en bronce a un linaje de padres de la literatura nacional. Frente a esa tradición, trascendiendo la condición que relega a los roles de “hijas de”, “madres de”, “esposas de”, se hila una línea de escritoras mujeres reconocidas por María Gabriela Mizraje, por ejemplo, como “madres de la patria”: Alfonsina Storni, Norah Lange, Victoria Ocampo, Beatriz Guido, Alejandra Pizarnik, Griselda Gambaro. Contra la tendencia a legitimar autoridades monopólicas, esta crítica arma una otra idea de nación con retazos de cartas, diarios, novelas, poemas. Con Laura Klein hablamos de la osadía de Alfonsina, de su ironía fina más de espinas que de rosas; de las voces chillonas y disonantes de ella y de Alejandra, más allá de la delicada urgencia del rocío, de las enamoradas del muro y de las niñas que fuimos: pájaras en el ojo ajeno, picoteando al lector, molestando. “Hijas de la cabeza”, me dijo Laura en alusión a Mundo de siete pozos, de Storni, el cráneo -se señaló los huecos- y al trabajo de Amelia Barona que apila poemas de la propia Storni, y de Amelia Biagioni, Delmira Agustini, Laura Klein, Mónica Sifrim como huesos perdidos de mujeres que escribieron con la cabeza la palabra “cabeza”.
“Ebrias de logos”, cabezas perdidas en lecturas que las alojaron junto a Silvina Ocampo, Susana Thénon y otras tantas en el cuarto de planchado, en el altillo de la loca, en la labor de bordar insensatez y sentimientos. Como si eso, por otra parte, fuera menor, despreciable, poco importante, estuviera mal.
¿Qué nos queda? ¿Los departamentos de género, los suplementos que nos forjamos desde la disidencia mujer y lgtbiq son espacios de resistencia o ghettos donde nos dejan ser, islas de quarracino para que pataleemos tranquil*s? Hace poco el colectivo Máquina de Lavar, que integro, fue invitado a participar de un movimiento artístico que surgió en rebelión a una bienal de arte internacional donde el cupo femenino es mínimo. Orgullo fem, nos llenamos de poder concha -¿O consolador para las mujeres en un espacio de segundo orden de relevancia? ¿Cuánto falta para que la violación de una chica en el Chaco sea nota de interés general, pase a integrar el cuerpo -cuerpo, cuerpo, cuerpo- del diario? Ojo, en este marco de situación considero fundamental que esos suplementos existan y esas voces y temáticas tengan espacio. Para que ojalá tod*s los lean.
En el siglo XX las mujeres abrimos puertas de esferas antes reservadas exclusivamente para los hombres. Nos pusimos el pantalón y nos hicimos jefas. En el siglo XXI tenemos que profundizar la lucha por la igualdad de condiciones y del derecho a hacer y hablar de lo que queramos sin reducirnos a los estereotipos impuestos y autoimpuestos, abrir un espacio discursivo transgénero.
Si me invitaran, no participaría de una antología donde soy la única mujer en un recorte de década. Si estuviera presente, armaría escándalo cuando en un centro cultural se debate sobre la nueva poesía y de entre todos los autores que nombrados no hay ni una mujer. En muchos sentidos avanzamos hacia una sociedad con más diversidad y derechos. Falta que los avances echen raíz en cosas como estas: espacios literarios de prestigio y mercado post identitarios.